sábado, 14 de septiembre de 2013

Homilía del domingo XXIV del Tiempo Ordinario ciclo c


HOMILÍA del domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo c

ÉXODO 32, 7-11. 13-14; SALMO 50; APÓSTOL SAN PABLO A TIMOTEO 1, 12-17; SAN LUCAS 15, 1-32

 

            Dios tiene un aguante y una paciencia infinita con cada uno de los presentes. Y de hecho ese aguante y esa paciencia es para nosotros ese ‘balón de oxígeno’ o esa ‘tabla de salvación’ para poder salir hacia delante. Y ¿por qué digo que Dios tiene un aguante y una paciencia infinita? Porque nosotros también nos comportamos –de un modo insensato, necio y tan desagradecido- como el pueblo judío más salir de la esclavitud de Egipto. El Señor dice a Moisés: «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado». Dense cuenta de ese adverbio temporal que emplea Dios: ‘Pronto’. O sea, no se han esforzado por mantenerse fieles; muy poco tiempo les ha durado la actitud agradecida; enseguida se han cansado en ese esfuerzo en el amor.        

El pueblo judío se había dejado hipnotizar por el pecado, dominar por los placeres, seducir por lo cómodo, dejarse llevar por lo que ‘les pedía el cuerpo’. Dios les había señalado el camino y había designado a Moisés para que les acaudillase. Dios se había tomado muchas molestias con ellos, y ellos respondieron con indiferencia y dejándose seducir por las cosas mundanas.

El camino que conduce a la perdición es muy amplio, en donde todo está permitido, todo se presenta como bueno y muy apetitoso. Y en este contexto la persona ‘se relaja’, se ‘va dejando’, se ‘va estropeando’, se acostumbra a la oscuridad que genera el pecado y no añora la luz de la gracia salvadora. Como si fuera una enorme tela de araña nos va envolviendo, nos va sometiendo, sujetando e impidiendo disfrutar de la verdad que es Cristo, porque la mentira y toda la dinámica perversa que conlleva conquista, daña y se hace  dueña y señora de nuestra mente y de nuestro corazón.

La suerte que tenemos los cristianos es que Dios nos sigue señalando el camino en su Hijo Jesucristo, y además, Dios sigue enviando a hombres y a mujeres que llenos del Espíritu del Señor para que ellos ayuden a sus hermanos, los hombres, para que puedan conocer, seguir y amar a Dios. San Pablo es uno de esos grandes hombres de los cuales Dios se fio totalmente de él. Sin embargo no olvidemos que al principio Pablo de Tarso era un perseguidor de los cristianos, era un tosco pedazo de roca sin tallar. En un principio estaba totalmente cerrado a Jesucristo, es más, no quería ni oír hablar de Él. Llega Cristo a su vida, le toca en el corazón y Pablo se derrite como un cubito de hielo a pleno sol en agosto. Y desde lo más íntimo de Pablo empieza a brotar constantemente un canto de alabanza y de profundo agradecimiento a Jesucristo porque se ha dado cuenta de la infinita paciencia y misericordia que Dios ha derrochado con él. Cuando Pablo estaba persiguiendo a los cristianos, Dios estaba ejercitando su misericordia con él; cuando estaba maquinando contra la enseñanza de Jesucristo, Dios le estaba mirando con ternura y gran paciencia. Pablo se dejó conquistar por el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y entró a formar parte como embajador de Dios ante los hombres.

Sin embargo ni nosotros ni nadie puede bajar la guardia en ese trato de amistar con el Señor. No sea que nos suceda como el hijo mayor de la parábola. Sí, ese que se había quedado con su padre cuando el hijo menor se había ido de la casa paterna. No sea que ‘PRONTO’ nos cansemos de estar con el Señor y aunque estemos físicamente cerca de Él, oigamos su Palabra todos los días, le comulguemos con mucha frecuencia…sin embargo nuestro corazón puede encontrarse a años luz de distancia del corazón de Cristo. Nosotros hemos sido encendidos por Dios y nos ha constituido en sus mensajeros, en sus lámparas para que ayudemos a nuestros hermanos a descubrir al que da la vida y nos sostiene con su misericordia.

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