Mons. D. José Ignacio Munilla Aguirre
OBISPO DE PALENCIA
Una lectura del postconcilio
Aprovechando sus días de descanso veraniego, Benedicto XVI mantenía el 24 de julio pasado un encuentro con doscientos sacerdotes de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso, en las estribaciones de los Dolomitas italianos. En un clima de fraternidad y cercanía, diez sacerdotes fueron seleccionados para formular preguntas al Papa. El último de ellos, se dirigía al Santo Padre con las siguientes palabras: “A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, al ver cómo Su Santidad en las nueve respuestas anteriores nos ha hablado de Dios elevándonos a grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a preguntarle. Sin embargo, lo voy a hacer. Se trata del tema de los de mi generación, los que nos preparamos para el sacerdocio durante los años del Concilio, y luego salimos con entusiasmo y tal vez, también con la pretensión de cambiar el mundo. Hemos trabajado mucho y hoy tenemos dificultades: estamos cansados, porque no se han realizado muchos de nuestros sueños y también porque nos sentimos un poco aislados. Los de más edad nos dicen: "¿Veis cómo teníamos razón nosotros al ser más prudentes?"; y los jóvenes algunas veces nos tachan de "nostálgicos del Concilio". Mi pregunta es ésta: ¿Podemos aportar aún algo a nuestra Iglesia, especialmente con esa cercanía a la gente que, a nuestro parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar la esperanza, la serenidad...”
La pregunta, ciertamente, era muy interesante. Además, estaba siendo dirigida a un teólogo, Joseph Ratzinger, que había vivido el Concilio desde dentro. En efecto, aunque en aquel momento el Papa no era todavía obispo, había participado muy activamente en la asamblea conciliar, como consultor teológico del Cardenal Arzobispo de Colonia.
Existe una considerable paradoja entre las expectativas tan grandes creadas por el Concilio y el proceso posterior de secularización y abandono de la Iglesia por parte de muchos de sus miembros. Después de un modelo eclesial distante y enfrentado con la cultura surgida a partir de la Ilustración, todo parecía presagiar que finalmente se había encontrado la fórmula adecuada: la Iglesia se reencontraba con el mundo. Partiendo de esta apertura eclesial hacia el mundo, veríamos un renacer cristiano. El Concilio Vaticano II concluía el año 1965, en un clima de optimismo sin precedentes. Sin embargo, las cosas fueron muy distintas. La crisis religiosa postconciliar sobrevino como un “tsunami” implacable. El alejamiento de la práctica religiosa fue muy generalizado, así como el abandono de los sacerdotes y religiosos. Curiosamente, la popularidad de una Iglesia que había querido abrirse al mundo, no creció, sino todo lo contrario.
La respuesta de Benedicto XVI a la pregunta de aquel sacerdote, incidía en la necesidad de tener en cuenta dos momentos claves de “ruptura cultural” que siguieron al Concilio.
Por una parte, “Mayo del 68” fue una explosión que ponía en crisis la cultura cristiana de Occidente. La generación de la postguerra había desaparecido o había envejecido. Aquélla había sido una generación que había padecido el drama de las ideologías nazi y comunista, de forma que había apostado por el humanismo cristiano como camino de reconstrucción europea. Sin embargo, ahora todo parecía entrar en crisis. El espíritu de “Mayo del 68” despreciaba todo legado del pasado, y proclamaba la necesidad de empezar de cero. El marxismo se presentaba como la receta científica para construir el mundo nuevo.
En este momento histórico, se produjo un vivo debate en el seno de la Iglesia: Algunos pensaron que esta revolución cultural era lo que había perseguido el Concilio. Aunque la “letra” de los documentos conciliares no hubiese afirmado tales principios revolucionarios, sin embargo, sostenían que éste era el “espíritu” del Concilio. Por el lado contrario, otros sectores culpaban al Concilio por este masivo alejamiento de la fe y de la Iglesia.
Añádase a lo anterior que, veinte años después de esta primera crisis cultural, sobrevino una segunda: la caída de los regímenes comunistas en 1989. Algunos habían confiado en que la caída del Muro de Berlín hubiese supuesto el regreso a la fe, una vez comprobado el fracaso de la receta marxista. ¡Pero no fue así! La respuesta fue el escepticismo total, la llamada Postmodernidad: ¡Nada es verdad! ¡Que cada uno se busque su solución particular!
Tras refrescar nuestra memoria con este recorrido histórico, el Papa pasó a contestar al sacerdote italiano con su personal lectura creyente, capaz de extraer la lección que Dios quiere que extraigamos de nuestra historia: el Concilio había querido renunciar a un modelo triunfalista, más propio del Barroco, y descender al nivel de un diálogo coloquial con el hombre de nuestro tiempo. Pero, sin embargo, había crecido entre los católicos otro triunfalismo: el pensar que nosotros tenemos la receta mágica para construir la Iglesia del futuro, acaso despreciando a los que nos han precedido y pretendiendo reinventar la Iglesia… Pero la humildad del Crucificado excluye estos planteamientos triunfalistas. La Iglesia siempre debe llevar grabadas las llagas de la pasión de Cristo –incomprensión, persecución, signo de contradicción, etc.- ya que, precisamente por eso, tiene la capacidad de renovar el mundo. ¡Sin Cruz no hay Redención! La humildad de la Cruz es indispensable para la alegría de la Resurrección.
Y desde este espíritu humilde, añade el Papa, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio. Han sido muchos, ¡muchísimos!, los logros del Concilio: florecimiento de tantos movimientos de laicos y de nuevas comunidades religiosas, experiencias de catolicidad, renovación litúrgica, corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia, sínodos universales y diocesanos, diálogo fe-cultura… Benedicto XVI termina aconsejando la lectura de los textos conciliares en su literalidad, sin pretender interpretarlos desde un supuesto “espíritu conciliar”, que fácilmente podría ser susceptible de confusión con la propia subjetividad.
A buen seguro, que aquel sacerdote italiano que formulaba esa cuestión, en la que había estado tan implicada la historia de su vida, se sintió confortado y esperanzado con la respuesta.
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