domingo, 12 de octubre de 2025

CATEQUESIS PARA JÓVENES Y ADULTOS. Parroquia Ntra. Sra. de la Calle (Palencia-España)



Catequesis para jóvenes y adultos - Palencia

Catequesis para jóvenes y adultos en Palencia

Martes y viernes · 20:00 h
Parroquia Ntra. Sra. de la Calle (entrada por c/ San Marcos) — Palencia

¿Buscas darle un nuevo impulso a tu fe, empezar desde cero o simplemente escuchar una palabra de esperanza? Te invitamos a las Catequesis para jóvenes y adultos del Camino Neocatecumenal en Palencia.

  • 📍 Dónde: Parroquia Ntra. Sra. de la Calle (entrada por calle San Marcos).
  • 🕗 Cuándo: Martes y viernes a las 20:00 h.
  • 👥 Para quién: Jóvenes y adultos; con o sin práctica de fe.
  • 💬 Qué encontrarás: Acogida, una palabra que ilumina la vida y un camino para renovar la relación con Dios.

Ven como eres y cuando puedas. Si no has venido a las primeras sesiones, no pasa nada: puedes incorporarte sin problema. Invita también a tu familia y amigos. ¡Te esperamos!


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sábado, 11 de octubre de 2025

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, ciclo c; Lc 17, 11-19

 Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 17, 11-19

 

En tiempos de Jesús, muchos en Israel pensaban que la enfermedad era un castigo por el pecado (cfr. Ex 15, 26; Dt 28, 21-22; Dt 7, 15; Lv 26, 16; Nm 12, 10-15; Nm 21, 8-9; 2 Sm 24, 15-17; 2 Cr 26, 16-21; Sal 38, 4; Sal 32, 3-5; Sal 41, 5; Sal 107, 17-20; Prov 3, 7-8; Mc 2, 5-11; Jn 5, 14; 1 Cor 11, 29-30; Sant 5, 14-16; Ap 2, 22; Jn 9, 1-3).

La lepra era como un ajuste de cuentas

Confiaban en la justicia de Dios. Como solo una minoría esperaba otra vida, colocaban el ajuste de cuentas aquí. A la vista de todos. La señal eran las enfermedades. La peor, la lepra. El leproso cargaba el estigma de ser la encarnación del pecado.

Lo de dentro se mostraba al exterior

La piel herida se leía como espejo del alma. Lo de fuera mostraba lo de dentro. Y se decía que Dios hería con lepra a los envidiosos, a los arrogantes, a los ladrones, a los culpables de homicidio, de juramentos falsos, de incesto (cfr. 2 Re 5, 25-27; 2 Cr 26, 19-21; 2 Sm 3, 29; Nm 12, 10-15).

Pensaban… «se buscó su desgracia»

En hebreo, la lepra se dice צָרַעַת (tzaraʿat), que deriva de la raíz צָרַע (tzara), “golpear”. Y por eso el leproso no suscitaba compasión, porque “se había buscado su desgracia” cometiendo pecados. Era una enfermedad incurable. Curar a un leproso era como resucitar a un muerto, porque la lepra era la hermana de la muerte. El historiador Flavio Josefo, en las Antigüedades judías, dice: “Los leprosos no se diferencian de los cadáveres”.

Eran unos excluidos hasta el extremo

En tiempos de la Torá, quien tenía lepra [ צָרַעַת (tsaraʿat)], vivía con señales visibles; tales como ropa rasgada, cabellera descuidada, el rostro cubierto hasta el labio superior. Si alguien se acercaba, debía avisar; “Impuro, impuro”; y vivir aparte, fuera del campamento. En los días de Jesús, eso se traducía en quedarse a las afueras. Se quedaban en los bosques, se refugiaban en cuevas, y si alguna alma generosa los llevaba de comer, dejaba la comida en los márgenes del bosque; y luego ellos, cuando esa buena alma se alejaba, se acercaban y tomaban la comida, pero no podían encontrarse con nadie. Dependían de la ayuda de otros. Así evitaban el contacto. Así protegían a todos. (cfr. Lv 13,45-46).

         Y lo que era peor; no se sentían rechazados solo por los hombres, sino también por Dios.

Se pierde la sensibilidad

¿Por qué comparamos al leproso con el pecador? No porque sean feos por fuera. Es porque la lepra (λέπρα o צָרַעַת) quita sensibilidad. No mata de golpe. Apaga las alarmas. Ya no notas qué te hace bien y qué te daña. Te quemas y no te enteras. Te cortas y no lo sientes. Con el tiempo la persona se desfigura. Queda irreconocible.

El pecado hace algo parecido. Nos vuelve feos por dentro. No en la cara. En las relaciones. En los pensamientos. En los gestos. Perdemos el gusto por el bien. Confundimos la luz con la sombra. Llamamos bueno a lo que no lo es. Y al revés. Lo dijo Isaías y nos toca hoy: «¡Ay, los que llaman bien al mal y mal al bien: que toman la oscuridad por luz, y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (cfr. Is 5,20). El profeta Isaías ruega al pueblo que luche por recuperar la sensibilidad; volver a notar, volver a elegir bien y así volver a ser hermosos por dentro.

Si se pierde la sensibilidad moral uno se deforma

Cuando uno pierde la sensibilidad moral comienza a arruinarse por dentro; se deforma, se deshumaniza y se vuelve feo, no en la piel sino en la manera de pensar, de tratar a los demás y de actuar. No muere de golpe, pero se hace irreconocible y el rostro humano, el verdadero, se va borrando. Lo vemos en la corrupción, en la violencia o en el uso de las personas como cosas; todos decimos qué feo es eso, porque han perdido rasgos humanos, y a veces esa degradación interior incluso asoma por fuera. Entonces aparece el reflejo de siempre, apartarnos, como sugiere el dicho evitar a alguien como a un leproso.

Jesús cura esa fealdad interior

Así miraban muchos a los leprosos y a los pecadores en tiempos de Jesús. ¿Compartía Jesús esa mirada? Jesús se acerca, toca, limpia y devuelve a la comunidad; con la lepra se ve con nitidez cuando toca al leproso y lo reintegra, y con los pecadores hace lo mismo al sentarse a la mesa, buscar al perdido, llamar por su nombre y abrir un futuro distinto. Esa es su manera de curar la fealdad interior y de recuperar lo humano que parecía perdido (cfr. Mc 1,40-45; Lc 5,12-16; Mt 9,10-13; Lc 15; Lc 19,1-10).

 

Se trata de una magnífica catequesis

Al leer una curación en los evangelios no buscamos solo información. Los evangelistas hacen catequesis. Quieren alimentar la fe de su comunidad y la nuestra. Por eso cuentan estos hechos con imágenes bíblicas. A veces insinúan escenas del Antiguo Testamento. Otras las nombran de frente. Así, cada curación se vuelve una parábola que nos habla hoy.

El texto de hoy entra ahí. Iremos más allá del dato y sin negarlo. Miraremos el signo y lo que significa. Qué revela de Jesús. Qué cambia en quien se encuentra con él. Y qué paso nos invita a dar.

 «De camino a Jerusalén, pasó por los confines entre Samaría y Galilea. Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, le dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes» Y resulta que, mientras iban, quedaron limpios».

Los leprosos es toda la humanidad

El relato dice que Jesús entra en un pueblo y que diez leprosos salen a su encuentro, y como crónica sorprende porque a los leprosos se les exigía vivir fuera y mantener distancia, aunque el propio texto los sitúa lejos para respetar la norma. Si lo leemos como parábola, en cambio, el detalle se vuelve transparente. Jesús entra y quienes aparecen son leprosos, como si todo el pueblo estuviera marcado por esa herida, y entonces surge la pregunta de a quién representan.

Los leprosos representan a la humanidad que Jesús encuentra en su camino, una humanidad que necesita ser purificada por su palabra. Basta recordar a quiénes se cruza en los evangelios para ver el cuadro completo, porque son personas golpeadas por el dolor, por la enfermedad, por el pecado y por el hambre, y también por tantas miserias que acortan la vida y rompen los vínculos. Esa misma humanidad es la nuestra hoy, y no hace falta hacer una lista interminable para reconocerla, ya que todos conocemos las enfermedades y las guerras, la violencia y la injusticia, las marginaciones y los abusos que nos rodean. Ahí es donde Jesús entra, ahí es donde lo esperan, y ahí comienza la historia de los diez y también la nuestra.

Una humanidad leprosa que necesita

ser limpiada por la Palabra de Dios

¿No es verdad que vivimos como una humanidad leprosa que necesita ser limpiada por la palabra del Evangelio? Lo notamos en nuestras relaciones y también en la casa común. El egoísmo ha contagiado la creación. Hemos herido montes y mares, ensuciado ríos y aire, y la creación gime esperando ser liberada. El Evangelio no solo cura personas. También nos enseña a cuidar. A dejar de usar y tirar. A pasar del daño al servicio. A trabajar la tierra y guardarla, como un encargo que honra a Dios y hace bien a todos (cfr. Rm 8,19-22; Gn 2,15).

 

Salir de «este pueblo»

Salir del mundo viejo

He aquí la necesidad de salir de ese “pueblo”. En los evangelios el pueblo es el símbolo del mundo viejo, marcado por criterios que no sanan; de ahí la invitación a salir para encontrarnos con la palabra que cura. Jesús, cuando se topa con el sordo con dificultad para hablar, no lo sana delante de todos; lo aparta de la gente y allí le abre los oídos y la lengua. Quiere que escuche de otro modo, sin el ruido que confunde y sin el juicio común que no es el suyo. El mensaje que transforma no suele ser el que circula en las conversaciones de siempre ni en las redes; nace del encuentro con él (cfr. Mc 7,31-37).

Algo parecido sucede en Betsaida. Jesús toma de la mano al ciego y lo saca fuera de la aldea; después de curarlo le pide que no vuelva al pueblo. Es una imagen potente. Si regresas al mismo ambiente, verás como antes; yo te he abierto los ojos para que veas bien, para que valores la vida de otra manera. Salir del “pueblo” significa dejar los criterios que nos enferman y aprender la mirada de Cristo, que devuelve claridad, libertad y gusto por lo bueno (cfr. Mc 8,22-26).

 

El simbolismo del número Diez

No aparece un solo leproso, salen diez, y en la Escritura el diez suele evocar la totalidad, basta pensar en el Decálogo, y en la tradición de Israel es el mínimo para una asamblea que ora en la sinagoga; así que el número apunta a todos.

Diez leprosos significan la humanidad entera herida, piel marcada que pide limpieza, corazón que necesita palabra que sane.

Nos apunta un primer milagro…

El evangelista Lucas nos está diciendo que estamos en ese grupo, ninguno es del todo puro, todos llevamos señales de muerte que solo el Evangelio puede curar. Esta conciencia derriba muros, porque en el grupo hay galileos y samaritanos y ya sabemos cómo se miran cuando se creen justos, se desprecian, se separan, incluso se combaten, pero cuando reconocen que comparten la misma herida empiezan a sostenerse, dejan de etiquetarse y se vuelven compañeros de camino. Ahí asoma el primer milagro, la humildad que nos junta y nos abre a la gracia.

 


La amistad con Jesús comienza con un nombre

¿Qué pasa después? Se detienen a distancia y gritan “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú, epistáta, eléison hemâs), que significa “Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros”. Respetan la distancia que manda la ley, pero cambian el grito. No dicen “Impuro, impuro”, como en Levítico, sino que invocan a Jesús por su nombre y le hablan de tú. Piden misericordia y lo hacen juntos, como quien sabe que solo no llega. (cfr. Lc 17,12-13; Lv 13,45)

En Lucas son muy pocos los que se atreven a llamarlo así. Está el ciego de Jericó que clama “Ἰησοῦ υἱὲ Δαυίδ, ἐλέησόν με” (Iesoú huiè Dauíd, eléisón me), “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”. Está el malhechor que reza en la cruz “Ἰησοῦ, μνήσθητί μου ὅταν ἔλθῃς εἰς τὴν βασιλείαν σου” (Iesoú, mnéstheti mou, ótan élthēs eis tén basileían sou), “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu reino”. Paradójicamente, también los demonios pronuncian su nombre, aunque con miedo y rechazo, como en “Ἔα, τί ἡμῖν καὶ σοί, Ἰησοῦ Ναζαρηνέ… οἶδά σε τίς εἶ, ὁ ἅγιος τοῦ θεοῦ” (Éa, tí hemîn kaì soí, Iesoú Nazarēné… oída se tís eî, ho hágios tou theoû), “Ah, qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno… sé quién eres, el Santo de Dios”. La diferencia está en el corazón. Quien sufre lo invoca con confianza. Quien se cierra lo teme. Y al final, los que lo llaman por su nombre con fe no son los perfectos. Son heridos, pobres, pecadores. Los que saben que necesitan ayuda. Ahí nace la amistad. Ahí empieza la curación. (cfr. Lc 18,38-39; Lc 23,42; Lc 4,34)

 

Le piden misericordia

No le piden la curación, porque saben que de la lepra nadie sale por sí mismo. Le piden misericordia. “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú, epistáta, eléison hemâs), que significa «Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros». Es decir, míranos con entrañas, toma en serio nuestra herida y nuestra vida. Son personas apartadas por la sociedad, lejos de la casa, de los afectos y de los gestos más sencillos. Pensemos en el dolor de no poder recibir una caricia o un abrazo, y en la sospecha que muerde por dentro, la de que ni siquiera Dios quiera tocarles. Por eso su oración es tan honda. No piden un truco médico. Piden ser mirados, acogidos y devueltos a la vida. Ahí empieza toda curación. 

Misericordia

Misericordia, en hebreo se dice rajamím (רַחֲמִים) y proviene de la misma raíz que réjem (רֶחֶם), que significa útero. No es casualidad. La Biblia nos está diciendo que la misericordia de Dios no es solo un sentimiento: es un modo de mirar y de gestar.

Dios nos mira como quien cuida una vida que está creciendo; nos contempla en proceso, no solo como estamos hoy. Esta clave ilumina uno de los momentos más hondos de la Escritura. En el libro del Éxodo 33–34, cuando Dios se revela a Moisés, el texto dice que Dios “pasó”vaya’avor (וַיַּעֲבֹר)— proclamando sus atributos de misericordia.

Ese “pasar” está emparentado con ʿúbar (עוּבָר), que significa feto. Es decir, la misericordia de Dios es un paso que acompaña el crecimiento; no se queda fija en la caída, sino que se mueve para levantar, sostener y hacer crecer.

Por eso, podemos resumir el mensaje así: misericordia = útero + proceso + paso.

Dios no nos define por el error de hoy; nos mira por lo que podemos llegar a ser con su gracia. Así actúa Jesús en el Evangelio: no etiqueta, llama; no aplasta, levanta; no cancela, rehabilita.

Y esta es la invitación para nosotros. En la familia, en la comunidad, en el trabajo: mirar al otro como proceso. Cuántas veces reducimos a alguien a un momento: “es así”, “no cambia”. La misericordia rompe esas etiquetas y pregunta: “¿Qué puede llegar a ser esta persona?”. Y añade otra pregunta, más incómoda y necesaria: “¿Qué puedo hacer yo para que crezca?”.

 

Una Palabra que cura incluso a distancia

«Al verlos, le dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes»

 «καὶ ἰδὼν εἶπεν αὐτοῖς· πορευθέντες ἐπιδείξατε ἑαυτοὺς τοῖς ἱερεῦσιν»; «Y al verlos, les dijo: Yendo/id, presentaos vosotros mismos a los sacerdotes».

Jesús no se acerca ni los toca, sino que los limpia a distancia con su palabra, la misma palabra que hoy puede alcanzar nuestra lepra por muy lejos que estemos; les dice ‘Id’ y en ese envío va incluida la purificación, de modo que vayan a los sacerdotes, que son quienes verifican la curación y abren el regreso a la vida normal, incluso al Templo, cumpliendo así lo que pide la Torá y cerrando el círculo de la exclusión. (cfr. Lc 17,14; Lv 14)

La Palabra nos sana mientras andamos

Si seguimos leyendo como parábola, el camino se entiende mejor. Cuando la humanidad reconoce su herida y se fía del Evangelio, empieza un proceso real que no sucede de golpe, porque la palabra actúa mientras andamos, como a los diez, que quedaron limpios en el camino. También a nosotros se nos van borrando los signos de la lepra del pecado a medida que confiamos, obedecemos y avanzamos paso a paso, hasta volver a casa con una vida nueva.

La lepra desaparece cuando

salen de esos criterios enfermizos.

Cuando deciden salir del pueblo, la lepra empieza a apagarse. Dejan el lugar donde la vida se rige por criterios que enferman y dan el paso que la palabra de Jesús indica. Ese pueblo simboliza un modo de pensar centrado en uno mismo. Llamémoslo por su nombre. Egoísmo. Ahí germina la fealdad interior. Ahí se pega la lepra.

Al ponerse en camino se rompe ese círculo. La palabra de Jesús abre otra lógica. Pasar del yo primero al bien de todos. Del cálculo al cuidado. De la desconfianza a la obediencia confiada. Y mientras caminan, quedan purificados. Así lo cuenta Lucas y así ocurre también hoy cuando salimos de nuestros “pueblos” interiores y damos el paso que él nos sugiere.

 

¿Cómo explicar la reacción apesadumbrada de Jesús?

«Uno de ellos, viéndose curado, se volvió alabando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le dio las gracias. Era un samaritano. Dijo entonces Jesús: «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?» Y añadió: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Hemos llegado al punto más delicado. Jesús se apena porque solo uno vuelve. «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve?».

No es una queja porque no le dieran las gracias

No suena a queja por falta de cortesía. Sería raro en Jesús. Él mismo nos enseñó a amar gratis. Que tu mano derecha no se entere de lo que hace la izquierda. Haced el bien sin esperar nada. Lo suyo no es la contabilidad del agradecimiento (cfr. Mt 6,3; Lc 6,35).

Los otros nueve no reconocen

que Dios les haya sanado

y siguen sin hacer ningún cambio en su vida

Si pensamos con calma, los nueve hicieron justo lo mandado. Fueron a los sacerdotes. Les confirmaron la limpieza. Volvieron con sus familias. Es fácil imaginar que después buscaran a Jesús para darle las gracias. Entonces, qué duele en él. No que no regresaran enseguida a agradecer. Duele que no haya habido quien volviera a dar gloria a Dios. Ese es su punto. Reconocer en la palabra que purifica la presencia de Dios que se revela; reconocer que la Palabra que cura es Dios haciéndose presente; darse cuenta de que, cuando la palabra purifica, Dios se revela; percibir en la Palabra que nos limpia la acción misma de Dios; descubrir en esa palabra que limpia que Dios se está mostrando. No reconocen en lo ocurrido la acción de Dios ni se abren a la relación con Jesús. Cumplen la orden y siguen con su vida, pero sin alabanza, sin fe que mira más allá del beneficio recibido.

Gloria de Dios no es espectáculo de fuerza. Es la belleza de su rostro. Amor que se inclina. Ternura que levanta. Ahí está la revelación en este signo. Y la pregunta de Jesús descoloca. Solo uno lo percibe. Y es un extranjero. Lucas lo nombra ἀλλογενής. Extranjero de otra estirpe. El de fuera entra primero. Los de casa, educados por los profetas, se lo pierden por un momento.

Podemos sorprendernos de la poca finura espiritual de los nueve. Más que de su falta de gratitud. Lo que falta es sensibilidad para la gloria.

¿Captamos lo que Dios nos aporta?

Para captar el amor de Dios cuando pasa. Por eso conviene hacer una verificación en serio. No para culparnos. Para despertar. ¿Nos damos cuenta de cuánto ha contado el Evangelio en nuestra vida? Nos ha limpiado. Ha hecho más bella nuestra historia.

Piensa en lo tuyo. Tal vez puedes decir con paz. Ha sido una vida bella. No por placer sin medida. Bella porque la has vivido bien. Porque te has entregado. Has perdonado. Has sostenido a quien te necesitaba. Quizá alguien te lo ha dicho. Cómo haces para estar siempre disponible. Si algo de esto es verdad. ¿Hemos dado gloria a Dios por la luz recibida? ¿Hemos reconocido que fue su palabra la que nos fue haciendo personas hermosas por dentro?

Pasa también en lo común. Nos quejamos con razón del mal. Corrupción. Violencia. Hedonismo. Descuido de los frágiles. A la vez hay un océano de bien. El Evangelio ha cambiado el mundo y lo sigue cambiando. Defiende la vida entera. Sostiene la familia y la fidelidad. Empuja a la justicia y al compartir. Abre la mano al pobre. ¿Hemos dado gloria a Dios por esta purificación en marcha? (cfr. Lc 4,18-19; St 1,27)


 

Fe es adherirse con determinación al Señor

Entonces se entiende la palabra final a aquel hombre: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Fe aquí no es emoción pasajera. Es adhesión a la palabra que te limpia. Confiar. Ponerse en camino. Volver a Dios con alabanza. Lo dice hoy también para nosotros. Si te fías de mi Palabra y sigues el camino que te muestro. Verás cómo lo que te afea se va borrando. El Evangelio te va purificando paso a paso. Hasta que la gloria de Dios se note en tu vida y en la de los tuyos.

viernes, 3 de octubre de 2025

Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo C Lc 17, 5-10

 

Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, ciclo c

Lc 17, 5-10

 

Para entender el pasaje de hoy hay que situarse en el momento en que Jesús lo dijo. Está de camino a Jerusalén con sus discípulos, y mientras avanza les va planteando exigencias cada vez más serias. No eran frases para tranquilizar, eran retos que obligaban a pensar: “¿De verdad quieres seguirme?”.

Les hablaba con imágenes muy concretas. Una de ellas: «El que quiera ir conmigo tendrá que pasar por una puerta estrecha» (cfr. Mt 7, 13-14; Lc 13, 24). Y enseguida añadía que, para hacerlo, había que soltar incluso seguridades muy profundas: la forma de pensar heredada, la manera de actuar de siempre, la tradición que parecía intocable. Era como decir: “Has vivido así toda la vida, porque así lo hacen todos. Ahora yo te planteo algo nuevo. ¿Qué eliges: lo de siempre o lo que yo te propongo?”.

 

Jesús no quiere un simple hueco en tu lista de afectos.

         Es fácil entender la comparación que pone: cuando alguien se casa, no deja de querer a sus padres, pero a partir de ese momento todas las decisiones importantes se toman con la persona amada. Pues con Jesús es igual; no quiere un hueco en la lista de afectos, quiere el centro. Y eso inevitablemente choca con nuestras ataduras: al dinero, a la comodidad, a los hábitos de siempre. Con él no hay medias tintas.

         Y Jesús no se queda en lo teórico. También les pide generosidad total: compartir lo que se tiene con quien lo necesite. Y justo antes del fragmento de hoy lanza la que quizá sea la condición más difícil: perdonar siempre, sin poner límites. «Si tu hermano falla siete veces en un día, siete veces tendrás que perdonarlo» (cfr. Lc 17,4).

         Ante propuestas así, es normal que surja la duda: ¿seré capaz?, ¿tendré la fuerza suficiente? Jesús mismo invita a plantearse la pregunta. Lo ilustra con ejemplos muy claros: antes de construir una torre, calcula si podrás acabarla; antes de iniciar una guerra, pregunta si tienes soldados suficientes. Lo mismo con él: si decides seguirlo, hazlo en serio, sabiendo lo que significa.

Los apóstoles reconocen sus límites

Los apóstoles captan bien lo que Jesús está pidiendo, pero enseguida reconocen sus límites. Quieren seguirlo, sí, pero se sienten frágiles, inseguros. Están dispuestos a dar un paso, pero no todos; sienten que lo que él propone quizá es demasiado grande para ellos.

Por eso lo siguen, aunque todavía con reservas. Y es precisamente desde esa mezcla de deseo y miedo que nace su petición a Jesús.

Reconocen que su fe es muy pequeña

«En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe».

“Auméntanos la fe”: La petición

Acabamos de escuchar la súplica de los apóstoles: «Auméntanos la fe». El texto griego lo expresa así: «πρόσθες ἡμῖν πίστιν»; «añade a nosotros fe», que es tanto como decir; «añade un poco de fe a la poca que tenemos».

¿Cómo añadirnos la fe?

En dos sentidos

1.- Completar lo que falta

Es como si yo tuviera un paquetito de fe, pero tan vacío que necesito que tú me añadas un poquito más, una reserva; la fe como una reserva. Pero da también esta imagen: es como si la fe fuera aquello que tú añades a mi vida como algo que viene de fuera, que es un don que debo recibir de fuera y que cambia mi vida. Añadir como “completar lo que falta”: “tengo poca fe; pon tú tu parte”.

¿Cómo añadirnos la fe?

En dos sentidos

2.- La fe es la historia que Dios lleva  adelante conmigo

Tengamos en cuenta que «προστίθημι» (prostídsemi) significa también «proseguir, continuar, volver a hacer lo mismo, agregando/añadiendo/sumando de nuevo la fe».

Entonces, traducción posible: «Señor, continúa tú la fe». Es decir, como decir: la fe es la historia que tú continúas, Señor, donde tú eres el protagonista, y la historia que tú llevas adelante conmigo. La fe significa aceptar que tú eres el Señor—justamente te acabo de llamar “Señor”—, tú eres el Señor de mi vida. Esta es la fe: ya no soy yo; me coloco como mendigo y entro a participar en tu vida. «Señor, acrecienta, continúa tú mi historia de fe».

En el fondo, esta es la confesión: “Tú eres el Señor de mi vida; yo no me basto. Entra y continúa tú lo que empezaste”. La fe, entonces, no es un bote que llenamos solos, sino una historia compartida donde él lleva la iniciativa y nosotros decimos “sí” una y otra vez, especialmente cuando cuesta perdonar o entender el mal.

Línea-memoria:
          No es “dame fe y ya”; es “Señor, añade y continúa mi fe en lo concreto de hoy”.

¿Por qué le piden que aumente su fe?

Los versículos inmediatamente anteriores a este texto son una provocación que luego causa la pregunta, la petición de los Apóstoles. Estamos en el capítulo 17 del Evangelio de Lucas. Pues bien, se habla del escándalo y se habla del perdón, de la dificultad de perdonar. Ante estas dos provocaciones—una vez más, el escándalo, el escándalo del mal, de la injusticia—y la imposibilidad de perdonar, es normal que la pregunta que abre este Evangelio sea: «Señor, auméntanos la fe». Pero, estad atentos; al inicio de este capítulo 17 se hablaba simplemente de los discípulos, que no es exactamente la misma palabra que Apóstoles.

¿Y qué piden los apóstoles?, «aumenta nuestra fe», ¿Por qué?, porque no logramos perdonar y no conseguimos explicarnos por qué el mal en el mundo.

Jesús no contesta como ellos esperan porque la fe no va “a cucharadas”. No te la inocula nadie. La fe es una respuesta libre a su propuesta de amor. Él llama, convence, acompaña… pero no aprieta nuestro “sí”.

Piensa en el gimnasio: “Entrenador, hazme músculo”. Él te guía, corrige la postura, marca la rutina… pero las repeticiones las haces tú. Con la fe pasa lo mismo: nace cuando dices “sí” y crece cuando lo repites en lo concreto —en ese perdón que cuesta, en decir la verdad cuando incomoda, en cuidar cuando nadie mira. No es “Señor, ponme fe”, sino: Señor, aquí va mi ‘sí’; ayúdame a repetirlo hoy.

Jesús está preparando a sus apóstoles para enviarlos

Apóstol viene de un verbo griego, «ἀποστέλλω» (apostéllo), que significa “enviar”; por tanto, “los enviados”. Es como si ahora hubiera un peldaño más, un salto de calidad en la identidad de estos discípulos: ahora son considerados apóstoles, es decir, aquellos a quienes Jesús está preparando para poder enviarlos; tienen una misión particular, se están preparando para su misión. Y, de hecho, el texto dice: «Los apóstoles le  dijeron al Señor» luego al «Κύριος» (Kýrios), al Señor. Ciertamente, usar la palabra «Κύριος» (Kýrios), usar la palabra “Señor” ya ahora, ya en el capítulo 17 de Lucas, es un poco como decir: «Estamos ante el Señor resucitado».

 

Los discípulos caen en la cuenta de su pobre realidad

Por fin estos discípulos se dan cuenta de que su fe es pequeña. A la mujer cananea Jesús le había dicho: «Mujer, grande es tu fe» (cfr. Mt 15,28). En cambio, a los suyos se lo repite más de una vez: «Hombres de poca fe» (cfr. Mt 8,26; 14,31; 16,8).

Observaciones que hace Jesús a sus discípulos

Jesús los ve afanarse por la comida y la ropa, y les recuerda: «Si Dios viste así la hierba del campo, que hoy está y mañana se echa al horno, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe!» (cfr. Mt 6,30). También los ve asustarse ante las olas —no solo las del lago, sino las de la vida: crisis, pérdidas, incertidumbres—, como si todo dependiera de ellos, y vuelve a decirles: «Hombres de poca fe» (cfr. Mt 8,26).

Pedro vive ese vaivén por dentro. Jesús le dice: «Ven» (cfr. Mt 14,29), y Pedro empieza a caminar hacia él —hacia la vida ofrecida como don—, pero el miedo lo paraliza, quiere retroceder. Jesús lo toma de la mano y le pregunta: «¿Por qué dudaste, hombre de poca fe?» (cfr. Mt 14,31).

Y está, además, aquella discusión en la barca porque se habían olvidado el pan. Jesús los corta en seco: «¿Por qué discutís… hombres de poca fe?» (cfr. Mt 16,8).  A este punto, viendo su propia fragilidad, hacen la pregunta que tocaba: «Auméntanos la fe» (cfr. Lc 17,5).

 

¿La fe aumenta o disminuye?

¿Pero la fe puede aumentar o disminuir? Depende de qué se entienda por fe. Si por fe entendemos la adhesión a unas verdades —que Dios existe; que Cristo hizo milagros, murió en la cruz y resucitó—, entonces doy mi “sí” a esas verdades y soy creyente; el ateo, en cambio, no da ese “sí”. En ese plano, la fe no aumenta ni disminuye: o está o no está.

La fe no sólo es una adhesión a unas verdades

          Ahora bien, la fe también es adhesión a unas verdades, pero no basta. Ya lo advierte la carta de Santiago: «Hermanos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? Si un hermano o hermana están desnudos y les falta el alimento cotidiano, y uno de vosotros le dice: «Id en paz, calentaos y alimentaos», sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve esto?» (cfr. Sant 2,14-17). Y añade: «Tú crees que Dios es uno, haces bien; también los demonios lo creen… y tiemblan» (cfr. Sant 2,19). No basta creer ciertas verdades; la fe va más allá.

La fe no es sólo identificarlo

con manifestaciones externas de religiosidad

Otra confusión habitual es identificar fe con religión visible, y medir si “aumenta o disminuye” contando cuántos van a la iglesia, cuántos rezan o cuántos se casan por la iglesia. Si la entendemos así, claro que sube o baja. Pero las manifestaciones externas de religiosidad no son la fe y pueden seguir ahí mucho tiempo incluso cuando ya no queda rastro de una fe viva. ¿Cuántas veces vemos signos de la cruz usados como simples gestos supersticiosos?

 

Veamos qué entendemos por Fe.

Ante todo, creer no es una decisión irracional; eso sería credulidad, y de esa aún hay bastante. La feπίστις (pístis: confianza leal)— implica, ante todo, la mente. Cuando Jesús manda amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con toda la mente, está indicando la razonabilidad de la elección (cfr. Dt 6,5; Mc 12,30; Lc 10,27; Mt 22,37).

         Ahora bien, esa razonabilidad llega hasta cierto punto y no va más allá. Quien se acerca a conocer a Cristo, estudia su Evangelio y entiende su propuesta suele concluir: “Lo que me revela de Dios es razonable; su manera de entender al ser humano es la mejor que conozco”. Escuchas, piensas y, una y otra vez, terminas diciendo: “Tiene razón”. Y, sin embargo, eso todavía no es fe.

La fe comienza cuando uno se enamora de Cristo.

         La fe comienza cuando, después de reconocer esa razonabilidad, uno dice: “Le doy mi adhesión; me enamoro de él hasta querer unir mi vida a la suya, en plena sintonía de intenciones”. Ahí nace el enamoramiento; eso es fe. Desde aquí se entiende algo importante: Esta fe puede crecer o disminuir… e incluso puede apagarse.

        

Altibajos en el enamoramiento

         Puede suceder que uno haya estado con Jesús y se haya fiado de él durante un tiempo, y luego vuelva a una vida “pagana”, como pasa con tantos enamoramientos. Hay altibajos: amores que se encienden y después se apagan; momentos de entrega total y otros en los que pesan la rutina, la monotonía, el cansancio. Entonces corren riesgo el amor y la confianza mutua. Así es la fe: un enamoramiento por Cristo que nace después de reconocer que su propuesta es razonable, y esa πίστις (pístis: confianza leal) puede crecer o disminuir.

         Por eso es comprensible que, ante lo que Jesús propone, sintamos nuestra debilidad. Recordemos Cafarnaúm: al oír su enseñanza, muchos dijeron: «Este lenguaje es duro; ¿quién puede escucharlo?» (cfr. Jn 6,60). Y donde más se nota es en lo concreto:

Perdonar en casa —la ofensa repetida. Un hermano, un amigo, un compañero vuelve a fallarte; te ha dicho “lo siento” más de una vez… y otra vez se repite. La razón entiende que no conviene romper el vínculo, pero el corazón se cierra. Ahí la πίστις (pístis) se juega en pasos pequeños y reales: elegir perdonar de nuevo.

Cuidar a un familiar. Meses de cuidado a una persona mayor o enferma desgastan. Hay días de cansancio y de sensación de soledad. La fe, entonces, no es sentir algo especial, sino sostener gestos sencillos y constantes —una visita, una sopa, una llamada—: fidelidad en lo pequeño.

Si esta fe–enamoramiento puede aumentar o disminuir, la pregunta es inevitable: ¿quién puede hacerla crecer? Los discípulos lo entendieron y se lo pidieron a Jesús: «Auméntanos la fe» (cfr. Lc 17,5).


                                       Menos mal que no han traducido como ‘cardo borriquero’

«El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería».

Para llevarnos a la confianza total, Jesús no responde con teoría; lanza una imagen que despierta. Jesús dice: «Si tuvierais fe, diríais a este sicómoro: “Arráncate y plántate en el mar”, y os obedecería». En Mateo y Marcos la hipérbole es otra (montañas que se mueven, la misma que cita Pablo en 1 Cor 13), pero Lucas elige un árbol.

El término griego es συκάμινος (sukáminos): sicómoro (Ficus sycomorus, higuera sicómoro), un frutal mediterráneo de raíces muy firmes y madera resistente. Aquí funciona como símbolo de lo profundamente arraigado. No es una morera, y menos un “cardo borriquero”; traducirlo así desdibuja la imagen que Jesús busca.

El sicómoro era una planta muy común en Palestina y en Egipto y proporcionaba una madera duradera que no padece ni el calor ni la humedad. De hecho, las cajas de las momias egipcias estaban hechas con esta madera, y las encontramos aún en excelente estado después de miles de años. En Egipto, además, el sicómoro era símbolo de inmortalidad, porque esta madera parecía incorruptible, y se tenía por cierto que la savia del fruto del sicómoro poseía poderes ocultos, incluso la inmortalidad.

El sicómoro se caracteriza por el hecho de que tiene raíces muy fuertes y muy profundas, que son casi imposibles de arrancar. Permanecen en la tierra, después de que la planta ha sido cortada, por más de 600 años.
Y Jesús recurre a dos rasgos de esta planta para decir lo que la fe es capaz de producir: uno, muy difícil —que esta planta sea arrancada: es posible, pero realmente muy difícil—; el otro, del todo imposible: hacerla crecer en el mar.

Jesús exagera a propósito en dos pasos:

1.     Arrancarlo: lo muy difícil, porque el sicómoro se aferra al suelo.

2.     Plantarlo en el mar: lo imposible.

Y aquí añadimos una clave bíblica: el mar no es solo agua. En la Escritura suele representar la muerte, el pecado, el caos, la lucha contra Satanás.

Plantar en el mar

Por eso, “plantar en el mar” significa hacer brotar vida donde manda la muerte, fidelidad donde había pecado, paz donde rugía el enemigo. Es decir: la fe no solo consigue lo difícil, sino que vence lo que parecía invencible.

Aplicado a lo nuestro:

·         Difícil: cortar un hábito, un pecado que te domina, perdonar de verdad, sostener a alguien a largo plazo.

·         “Mar” (lo imposible): reconciliar una historia que parecía enterrada, volver a confiar después de años, recuperar la esperanza en medio de una derrota, decir “no” a esa tentación que te hundía porque nos apoyamos totalmente en Jesucristo.

No es autosugestión: es poner ‘tu en manos de Aquel que desarraiga raíces viejas y planta vida justo en el lugar del caos y la muerte.

La fe no solo mueve montañas: desarraiga sicómoros y planta vida en medio del mar.

¿Qué quería decir Jesús con estas dos hipérboles, con estas imágenes paradójicas? Que la fe puede obtener resultados extraordinarios: no solo los difíciles, sino también aquellos que todos consideran imposibles.
Jesús se lo había dicho al padre de aquel muchacho epiléptico: «Todo es posible para quien cree» (cfr. Mc 9, 23).

 

Cuando lo difícil nos parece imposible

Podemos pensar en cosas que damos por perdidas.
¿La paz en el mundo? Suena imposible. Vivimos en una competición de amenazas, ofensas y abusos. ¿Por qué? Porque no nos fiamos del Evangelio y queremos arreglarlo todo “con nuestra cabeza”. Si nos fiáramos aunque sea un poco: si compartiéramos en lugar de quitarnos, si recordáramos que el dueño del mundo es Dios y no nosotros, si entendiéramos que ser humanos es amar y cuidar, no dominar… entonces no solo se apagarían guerras: también bajarían las injusticias, la miseria, el hambre.

Nuestra fe hecha decisiones y acciones

Cuando el prodigio no llega, solemos mirar al cielo; pero muchas veces lo que falta es nuestra fe hecha decisiones. Queremos seguir en lo mismo y, a la vez, que Dios borre las consecuencias. No funciona así: el milagro lo hace la fe cuando acogemos de verdad su propuesta y damos pasos concretos.


Volvamos al sicómoro y sus raíces tan profundas

Volvamos al sicómoro y sus raíces hondas. En el corazón humano hay raíces que parecen imposibles de arrancar: rencores antiguos, agravios sin curar, parejas rotas por una traición. Son situaciones muy difíciles —no imposibles—. Cuando uno se fía de Jesús y de su Evangelio, la paz se recupera, la reconciliación llega, el perdón prende y una relación puede reconstruirse.

Son posibles de arrancar esas raíces tan personales

Y en lo personal, más de lo mismo: hábitos y pecados que nos esclavizan, vicios que parecen segunda piel, una vida de acomodos que ya damos por normal. ¿Imposibles de desarraigar? No. Quien se fía de Cristo también ahí ve el prodigio.

Si los prodigios no suceden, no es que Dios pase por encima de nosotros; espera nuestra acogida. Cuando nos fiamos de su Palabra y actuamos en consecuencia, las cosas suceden.

Lo imposible no cede a la fuerza; cede a la fe que decide. Para dejarlo aún más claro, Jesús introduce ahora una parábola…


 

La parábola de Jesús…

« ¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».

 

La parábola del siervo:  

Dos verdades que nos aterrizan

Jesús pone en escena a un esclavo que ha pasado el día arando. Vuelve rendido y, contra lo que nosotros esperaríamos, el amo no lo sienta a la mesa ni lo felicita. En tiempo de Jesús nadie se extrañaba. El siervo no tenía derechos; se le pedía servir, punto. Jesús no está hablando aquí de justicia social ni avalando la esclavitud; usa un dato conocido para enseñar algo a quien quiera ser su discípulo. Y lo hace con tres preguntas que llevan a dos verdades.

Las 3 Preguntas de Jesús.

1.- Lo que no ocurre.

Estar disponible para servir

La primera pregunta de Jesús: «¿le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”?»; “¿Dirá el amo al siervo: ‘ven, siéntate y come primero’?” La respuesta es negativa, no. En el relato, el siervo sigue siendo siervo en el campo y en casa, de día y de noche. Esa es su identidad: estar disponible para servir.

Las 3 Preguntas de Jesús.

2.- Lo que Sí ocurre.

Estar disponible para servir

La segunda pregunta de Jesús es lo que sí ocurre. «¿“Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”?». La respuesta es positiva, sí.

Choca con nuestra sensibilidad, pero recuerda: no es un manual de relaciones laborales; es una imagen pedagógica.

 

Jesús nos ofrece dos verdades claras.

1.- El discípulo es siempre siervo

¿A dónde va Jesús con esto? Jesús nos ofrece dos verdades claras: La primera es sobre la identidad del discípulo. El discípulo es siempre siervo.

Como la vid no deja de ser vid —de ella se esperan uvas, no granadas—, del discípulo se espera servicio en todo momento y lugar. Esa es su naturaleza: disponibilidad. No hay una franja horaria “sin servicio”.

Jesús nos ofrece dos verdades claras.

2.- El amo del discípulo es el que te necesita

         ¿Quién es el “amo” del discípulo? Aquí está el giro: no es Dios en esta imagen. El “amo” del discípulo es el que necesita; es el pobre, el herido, el que llega tarde y sin fuerzas. Él es quien “manda” en nuestra agenda. Y un discípulo atento no espera órdenes explícitas, sino que capta la necesidad y se adelanta.

El discipulado no es un título

‘ni algo consensuado sinodalmente’

Discípulo no es título, ni algo que un colectivo decide ‘democráticamente’ en un marco eclesial redefiniendo el contenido del mensaje a divulgar ni a ‘los destinatarios interesados’ que deseen alcanzar. Ser discípulo es turno permanente de servicio —y el que manda es el necesitado.

Y entonces surge la gran pregunta: ¿de dónde nace esta naturaleza de siervo? Ahí nos lleva Jesús a la raíz de la fe que transforma el corazón.

¿De dónde nace esta naturaleza de siervo?

Nace del Padre, que no se impone ni se hace servir: ama y sirve. Dios no juega a ser dueño de nadie; su estilo es darse. Por eso, lo contrario del amor no es el odio (eso es otra herida); lo contrario del amor es dominar, hacerse servir. Y de eso en Dios no hay rastro.

Este rostro lo vemos claro en Jesús de Nazaret, imagen viva del Padre: «No he venido para ser servido, sino para servir» (cf. Mc 10,45).
Y lo selló con un gesto que no necesita discurso: lavó los pies a los suyos (cf. Jn 13). Ahí entendemos quién es Dios y quién está llamado a ser su discípulo.

Por eso, el título más bello de la Biblia para los grandes de la historia es «siervo del Señor»: personas que se ponen al servicio del proyecto de Dios —su manera de amar—. Esa es también nuestra identidad.

Dios no domina, sino que sirve. El discípulo no manda, sino que se pone a servir. Por lo tanto aquel cura que diga en sus parroquias ‘aquí el que manda soy yo que para eso soy el párroco’, que retorne al seminario porque está más atontado ahora que cuando ingresó en el seminario.

 

Las 3 Preguntas de Jesús.

3.- El  amo no debe nada al siervo

La tercera pregunta que Jesús plantea —y esta quizá es la más cruda, la que nos sorprende más que las anteriores—: «¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado?»; ¿Tendrá quizá el amo obligaciones hacia ese siervo porque ha ejecutado sus mandatos? La respuesta es: negativa, no. Recordad que el amor es aquel que te necesita, el pobre (no hay que entenderlo simplemente como alguien desahuciado económicamente).

 

“Siervos inútiles”:

la gratuidad del amor

Escuchemos el cierre de Jesús: «Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».

La frase nos incomoda y, sin embargo, no admite maquillajes: “inútiles” significa “inútiles”. ¿Por qué usa Jesús un lenguaje tan frontal?


Lo que ya hemos entendido:

El discípulo es siervo

Podemos aceptar que el discípulo es siervo: disponible en todo momento, sin reclamar trono ni horario. Hasta ahí, bien.

El paso que nos falta:

Servir y gratis

Jesús lleva más hondo: no basta servir; hay que servir gratis. El discípulo no ama para cobrar —ni ahora ni “después”—. Ama porque es hijo del Padre, y el Padre no domina, sino que ama y sirve.

No genera derecho a compensación por el trabajo:

No se ‘suman puntos’ ante Dios.

Por eso “siervos inútiles”: no porque el trabajo bien hecho no valga, sino porque no genera derecho a compensación. El bien no se factura. Una consecuencia directa de todo esto es que nos olvidemos de la espiritualidad de los méritos. Jesús desactiva la lógica farisea de sumar puntos y exigir premio. Dios no es el empresario que liquida nóminas al final del día. Si hemos amado, hemos hecho lo que tocaba. Punto. La alegría es ver al hermano en paz, no el recibo del cielo.

 

Servimos a los demás para parecernos a Dios

Servimos no para ganar a Dios, sino para parecernos a Dios. Y cuando, sin reclamar aplauso, decimos con sencillez: «Hemos hecho lo que debíamos», entonces nuestra fe ha madurado. El amor del discípulo no cobra, sino que se entrega.

 

¿Qué tiene que ver esta parábola con la fe?

Jesús está hablando de fe, y remata con una parábola sobre servir. ¿Por qué? Porque la fe no es una idea flotando, sino que toma forma de servicio.

Creer es fiarse del camino que Jesús te plantea

Creer en Jesús es fiarse de su camino y adoptar su lógica: la del siervo. Vivimos en un mundo donde muchos sueñan con ser amos; con mandar, imponerse, “que me sirvan”. Jesús llama a esa lógica del Maligno porque fabrica competencia, comparación y guerra. Y la tentación nos susurra: “Este mundo no cambia; es imposible.”

Con la fe el mundo nuevo de Cristo es posible

La parábola responde justo ahí; la fe hace posible lo que parece imposible. ¿Un mundo nuevo donde nadie compite por ser primero, sino que todos se sirven? Humanamente suena a utopía.

Con la fe se arranca esas raíces tan profundas…

Evangélicamente, es el fruto de la fe que se hace servicio. La fe arranca el sicómoro del yo primero —esas raíces hondas de dominio— y lo planta en el mar del pecado y la muerte, donde por sí mismo nada crece. Cuando confiamos en Jesús y repetimos su “tú primero”, brota otra humanidad: no de amos enfrentados, sino de hermanos.

Por eso Jesús une fe y siervo inútil: la fe madura cuando sirve sin contar méritos, cuando el otro “manda” en mi agenda, cuando mi “sí” se traduce en disponibilidad. Ahí la fe deja de ser discurso y se vuelve mundo posible.

La fe verdadera no sube al trono, sino que se ata la toalla. Y así, lo imposible empieza.

                                                     Las raíces del sicómoro y el mundo nuevo

         El sicómoro no es casualidad; sus raíces hondas y tercas retratan lo que nos ata por dentro y por fuera. Ahí se agarran el “yo primero”, el dominio, los rencores viejos, pero también las estructuras que normalizan la injusticia y la violencia. Eso es lo difícil: arrancar raíces que llevan años creciendo. Y viene lo imposible: plantarlo en el mar —en la Biblia, el mar evoca muerte, pecado, caos, el enemigo—, es decir, hacer que el servicio eche raíces justo donde parece que nada bueno puede crecer.

         Jesús dice que la fe puede con ambos pasos. ¿Cómo? No con golpes de efecto, sino con un repetido que cambia la lógica: del “que me sirvan” al “te sirvo”.

Cuando la fe se hace servicio gratuito

         Cuando la fe se hace servicio gratuito —sin pasar factura, como el “siervo inútil”—, las raíces del egoísmo empiezan a soltarse, y el mar de nuestro entorno (familia, trabajo, barrio) empieza a dar fruto: reconciliaciones que parecían imposibles, gestos de justicia sencilla, paz donde antes había ruido.

         Así se entiende el “prodigio mayor” del que hablábamos. No solo desarraigar lo viejo, sino hacer brotar fraternidad en medio del caos. Ese es el mundo que Dios quiere realizar; y si nos fiamos de su Palabra, empieza —hoy— por nuestras decisiones concretas. La fe arranca raíces de dominio y planta servicio en pleno mar, en medio de la vida cotidiana.