sábado, 13 de septiembre de 2025

Homilía de la Exaltación de la Santa Cruz; Jn 3, 13-17

 


Homilía de la Exaltación de la Santa Cruz

Jn 3, 13-17

         Hermanos todos en Cristo, en los primeros siglos de la fe, nuestros antepasados no usaban la cruz como símbolo principal. Preferían emblemas de vida y esperanza: el ancla, la paloma, la vid... Y es que, para ellos como para los no creyentes de su tiempo, la cruz era una piedra de tropiezo. ¿Cómo podía el Mesías, el ungido de Dios, terminar su vida en un patíbulo, humillado y maldito? Para los judíos, esto era una contradicción insuperable; para los gentiles, una locura. La cruz, lejos de ser un signo de victoria, era el máximo símbolo de derrota y vergüenza. Para los paganos, la cruz era un impedimento para creer en Cristo porque era un símbolo de desprecio. En la cruz acababan los criminales. Pablo, escribiendo a los Corintios, dice: «La cruz es un escándalo para los judíos y una locura para los paganos» (cfr. 1 Cor 1, 23).

 

La burla, el acoso sibilino

Recordemos un hallazgo fascinante en las excavaciones del pedagogium, una escuela para jóvenes de clase alta en tiempos del emperador Domiciano. Allí se encontró el famoso grafito de Ἀλεξάμενος (Alexámenos), un dibujo que refleja la burla de sus compañeros.

El grafito muestra a un hombre con cabeza de asno crucificado, y debajo la inscripción, que en griego dice: "Ἀλεξάμενος σέβεται θεόν" (Alexámenos sebeteon). ¿Qué significa? "Alexámenos adora a su Dios". Es una mofa cruel, una burla hacia un compañero por creer en un Dios que fue crucificado, un Dios al que ellos consideraban un ser despreciable.

Este grafito nos enseña la gran dificultad de los primeros cristianos para predicar su fe: la cruz no era un símbolo de gloria, sino de vergüenza. Un escándalo para unos, una locura para otros. Y es que la gloria de Dios, la que nosotros entendemos, se manifestó en un lugar de dolor y humillación.

 

La cruz símbolo de nuestra fe

La cruz no fue siempre un símbolo cristiano. Durante siglos, fue signo de infamia. ¿Cuándo cambió esto? En el siglo IV, un momento clave en la historia de la Iglesia.

Durante el Primer Concilio de Nicea (325 d.C.), los obispos pidieron al emperador Constantino algo sorprendente: derribar un templo pagano que Adriano había construido sobre el lugar donde, según la tradición, Jesús había sido crucificado y enterrado. Este templo era un insulto a la fe, un intento de ocultar el lugar sagrado.

Constantino accedió. Mandó destruir el templo, y sus piedras, consideradas inmundas, fueron arrojadas a un barranco, una suerte de gehenna simbólica. Pero, en el proceso, ocurrió un milagro. Al limpiar el terreno, encontraron el sepulcro de Jesús. Sobre ese lugar, el emperador ordenó construir la Ἀνάστασις (Anastasis, la "Resurrección" en griego), un gran templo con una cúpula.

Y en la roca del Calvario, que quedó al aire libre, Constantino mandó poner una gran cruz de oro. Desde ese momento, la cruz se transformó. Lo que había sido un instrumento de tortura y vergüenza, se convirtió en el símbolo de nuestra fe, el recordatorio de que la victoria de Cristo no es un poder violento, sino el amor que vence a la muerte.

¿Qué nos dice esta historia hoy? Nos dice que nuestra fe está cimentada en la Resurrección, pero que la clave de la victoria no es el poder imperial, sino la humilde entrega de la cruz. La fe no se esconde, sino que se alza y transforma en un faro para el mundo.

 

La leyenda de la Vera Cruz

Como saben, a menudo se habla de la leyenda de Santa Elena, madre del emperador Constantino, y su viaje a Jerusalén en el siglo IV. La historia cuenta que, buscando la cruz de Jesús, encontró no una, sino tres, pues allí estaban también las de los dos ladrones.

La tradición narra que, para saber cuál era la de Cristo, se decidió hacer una prueba: acercaron la primera cruz a una mujer moribunda, y no sucedió nada. Con la segunda, el mismo resultado. Pero cuando la tercera cruz la tocó, la mujer se levantó completamente sana. Así se identificó la Vera Cruz, la "verdadera cruz".

Hoy, celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz cada 14 de septiembre, conmemorando precisamente este hallazgo histórico. Más allá de si la historia sucedió exactamente así, lo que nos enseña es algo fundamental: la cruz de Cristo es un instrumento de vida, de curación y de victoria. No es un amuleto, sino un recordatorio de que en la entrega total, en el dolor vivido por amor, hay un poder que el mundo no puede entender. Es el poder de la Resurrección.

 

Exaltar

El evangelista Juan emplea el verbo ὑψόω (jupsóo), que significa ‘elevar, enaltecer, exaltar, levantar’. (cfr. Jn 3, 14; Jn 8, 28; Jn 12, 32; Jn 12, 34). En concreto en el versículo 14 nos dice: «καὶ καθὼς Μωϋσῆς ὕψωσεν τὸν ὄφιν ἐν τῇ ἐρήμῳ, οὕτως ὑψωθῆναι δεῖ τὸν υἱὸν τοῦ ἀνθρώπου»; que traducido es «y como Moisés levantó(exaltó) la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado (sea exaltado)». Se refiere a la exaltación de Jesús en una cruz.

 

La verdadera exaltación

Despojarse para servirnos

En nuestro mundo, la palabra ‘exaltación’ evoca imágenes de triunfo y poder. Pensamos en un líder elevado por encima de la multitud, en un vencedor puesto sobre un pedestal. Es un ascenso que a menudo se logra pisoteando a otros, usando a las personas como peldaños para llegar a la cima. Para los grandes de este mundo, la gloria está en dominar.

Sin embargo, el Evangelio nos habla de otra clase de exaltación, una que es la opuesta. Jesús fue exaltado, pero no sobre un carro de triunfo, sino sobre la madera de una cruz. Jesús en lugar de aplastar a otros, Él se humilló, se hizo siervo, se despojó de todo para servirnos. Y fue precisamente en este acto de entrega, en esta aparente derrota, donde alcanzó la verdadera gloria. Como nos recuerda la carta a los Filipenses, ‘se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz’ (cfr. Flp 2, 6-11).

La cruz no es un símbolo de poder, sino que es un símbolo de servicio. Nos enseña que la verdadera grandeza no está en el que domina, sino en el que desciende; no en el que se impone, sino en el que se entrega. Ser cristiano es elegir el último lugar, es estar dispuesto a dar la vida por amor a los demás, porque ahí, en esa humilde entrega, es donde se manifiesta la gloria de Dios.

 

La cruz como amor y servicio

Jesús nos invita a tomar nuestra cruz, pero ¿a qué se refería? (cfr. Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23). A menudo, pensamos en ello como una carga pesada de problemas y sufrimiento: las enfermedades, los disgustos o los fracasos. Pero Jesús no estaba glorificando el dolor. Dios no quiere nuestro dolor; lo que quiere es nuestro amor.

La cruz, como vimos, es un signo de algo más profundo. Es la elección radical de amar y de servir hasta el final. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de aceptar el costo de vivir por los demás. Cargar con la cruz es la decisión de ser "esclavo" de nuestros hermanos, de poner sus necesidades por delante de las nuestras, sin esperar nada a cambio.

Este es el verdadero significado de la cruz para nosotros: es el símbolo de la entrega total, el distintivo de quienes, por amor, se humillan y se ponen al servicio de los demás.

 

Variedad de modelos de cruces…

La cruz no es una idea abstracta; tiene muchas caras en nuestra vida diaria. Pensemos en el matrimonio que, por fidelidad a la vida, acoge a muchos hijos. El mundo, e incluso algunos a nuestro alrededor, los miran con extrañeza. Los critican, susurran a sus espaldas, y hasta se burlan llamándolos "conejos". Esa burla, esa incomprensión, es la cruz del ridículo. Es el precio de vivir a contracorriente del mundo.

Pensemos también en el padre y en la madre que, por amor a su familia, se desgasta en un trabajo que quizás no le gusta, sacrificando su tiempo y sus aficiones. El mundo le diría que no se valora, pero en esa fatiga silenciosa y en esa entrega, él lleva su cruz.

Y qué decir del joven que, al elegir vivir la pureza en un ambiente que lo incita a lo contrario, es tildado de "raro" o "antiguo" por sus amigos. La humillación de ser rechazado por ser fiel a su fe, es también una cruz. El médico que atiende de madrugada sacrificándose por sus pacientes; el maestro que se queda después de clase sin percibir ninguna compensación; el vecino que cuida al anciano.

La cruz no es algo que se busca, sino la consecuencia de vivir el Evangelio en la vida real. Es la humillación, la soledad y la incomprensión que a veces enfrentamos por ser fieles a Jesús en un mundo que no lo entiende. Y es precisamente en estas pequeñas cruces donde el amor de Cristo se hace visible. Es esa cruz la que adoramos, abrazamos y besamos en el Viernes Santo. Si no tienes cruz es por una razón: No sigues a Jesús.

 

El camino de Nicodemo hacia la luz

Hoy, el Evangelio nos invita a ponernos en los zapatos de un hombre fascinante, Nicodemo. Él era un jefe de los fariseos, un líder religioso muy respetado, pero que vivía con preguntas en su corazón. A menudo se piensa que fue a ver a Jesús de noche por vergüenza o miedo, pero la tradición nos enseña algo más profundo. Para los rabinos de la época, la noche era el momento ideal para buscar juntos la luz de la Palabra, para escudriñar los misterios de Dios.

Nicodemo había visto las señales que Jesús hacía, y sus viejas certezas se estaban tambaleando. Así que fue a esa búsqueda, a esa conversación íntima con el Señor.

Pero la luz completa, la que despejaría todas sus dudas, no la encontraría en esa charla nocturna. La encontraría más tarde, en el Calvario, al pie de la cruz. Fue allí donde, junto a José de Arimatea, Nicodemo se atrevió a salir a plena luz del día para bajar el cuerpo de Jesús, abrazando la verdad de la cruz. Su viaje de fe, que comenzó en la oscuridad de la noche, alcanzó su plenitud en el momento de la máxima humillación de su Señor (cfr. Jn 3, 1-21; Jn 7, 50-52; Jn 19, 39-42).

 

 

Ver el rostro de Dios

«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre».

A lo largo de la historia, la humanidad ha buscado desesperadamente ver el rostro de Dios. Pensemos en Moisés, quien le ruega: «Señor, muéstrame tu gloria». Y la respuesta que recibe es clara: «No puedes ver mi rostro» (cfr. Ex 33, 20-23). Él solo ve la espalda de Dios, un indicio de su paso, pero no su rostro. San Juan, al comienzo de su Evangelio, lo confirma: "A Dios nadie lo ha visto jamás" (cfr. Jn 1, 18).

 

 

¿Qué hemos hecho entonces? Como nadie ha subido al cielo para contarnos cómo es Dios, nosotros, con nuestras propias limitaciones, nos hemos inventado un montón de imágenes de Él. Hemos proyectado nuestras propias miserias y miedos en un Dios que a veces parece vengativo, un Dios que castiga, que prefiere a unos sobre otros. Un Dios que, francamente, se parece más a un ser humano con mucho poder que al Dios verdadero.

Esta es la realidad: nadie ha visto a Dios. Y es precisamente por eso que la venida de Jesús lo cambia todo. Él es el único que ha descendido para mostrarnos el verdadero rostro del Padre.

 

Jesús la imagen perfecta del Padre

En el Evangelio, Jesús se llama a sí mismo de dos maneras: "Hijo del Hombre" y "Hijo de Dios". Estos títulos pueden sonar parecidos, pero tienen un significado especial.

Cuando Jesús dice que es el Hijo del Hombre, no solo quiere decir que es un ser humano como nosotros. Nos está diciendo que él vino de un lugar diferente, que no subió al cielo, sino que bajó de él. Él es el único que ha estado con Dios y, por eso, puede contarnos cómo es el Padre.

Y al decir que es el Hijo de Dios, nos da la clave para entenderlo todo. En la cultura de la Biblia, cuando un padre decía: "este es mi hijo", no solo se refería a que era su descendiente. Significaba: "él es mi imagen, es mi vivo retrato".

Y esto es lo que hace Jesús. A través de sus gestos, sus palabras y su vida entera, Jesús nos está mostrando la verdadera imagen de Dios. No un Dios que castiga o que se esconde, sino un Dios de amor total. Él es la imagen perfecta que bajó del cielo para que pudiéramos ver el rostro del verdadero Dios.

 

Cuidado con ir descalzos

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre».

El pasaje al que Jesús se refiere es una historia del desierto, un recuerdo que todos sus oyentes, judíos, conocían bien. En el libro de los Números, capítulo 21, se nos cuenta cómo los israelitas, en su camino hacia la Tierra Prometida, se quejan de la comida y de la vida en el desierto. Como consecuencia, Dios les envía serpientes venenosas que muerden a la gente, y muchos mueren (cfr. Nm 21, 4-9).

En algún documental he visto cómo se recomienda a los que transitan por el desierto del Sinaí que no vayan nunca descalzos porque debajo de la arena hay serpientes muy venenosas que sólo asoman la cabecita, las cuales ni se las ven venir, pero muerden inmediatamente si se va descalzos; una pisada en falso y la mordedura podía ser mortal.

Esto es lo que les sucedió a los israelitas que andaban descalzos por el desierto y no tenían el antídoto. Angustiados, recurren a Moisés. Y aquí es donde la historia da un giro inesperado: Dios no quita a las serpientes, sino que le ordena a Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla en una asta. La instrucción es sencilla: «quien sea mordido y mire a esa serpiente, vivirá».

De la misma manera, nosotros caminamos por el mundo "con los pies descalzos de la fe". Por mantener esa lucha constante de ser seguidor de Jesús estamos siendo expuestos las "serpientes" de las que el mundo está lleno: la crítica, la burla, el desprecio que recibimos por vivir el Evangelio. Recordemos que la fidelidad a Cristo tiene un costo, san Pablo nos cuenta lo que él atravesó (cfr. 2 Cor 11, 23-28). Estas son las "mordeduras" que nos quitan la paz y nos humillan. Pero la respuesta de Dios no es un milagro que quite los problemas, sino una mirada de fe para no devolver el mal que nos hagan por ser cristianos.

 

Dios es como una fuente

de la que no puede dejar de manar agua

         . El texto nos dice que «así tiene /es necesario que/ es preciso que/ es inevitable que ser elevado el Hijo del hombre» y nos dice la finalidad «para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

Está diciendo que ese evento dramático es necesario para que se pueda realizar el plan de Dios. El texto nos confronta con una paradoja: la cruz, el peor acto de maldad de los hombres, se convierte en la máxima revelación de la gloria de Dios. Es importante entender esto: la crucifixión no fue la voluntad del Padre. Dios no deseó ese crimen. Pero cuando el mal hizo su jugada más terrible, Dios la usó para mostrarnos quién es Él en realidad.

¿Por qué? Porque el corazón de Dios es amor puro y sin límites. Es como una fuente que no puede dejar de manar agua, o como la luz que no puede dejar de iluminar. Su naturaleza es amar incluso a quien no lo merece, al que se opone a Él. Y para demostrarnos la profundidad de ese amor, Jesús tuvo que ir hasta el final, hasta dar su vida por nosotros, porque no hay nada más allá de la muerte que se pueda entregar.

Jesús nos dice que la meta de todo esto es que el que cree en Él «tenga vida eterna». Y aquí hay una sorpresa.

 

La vida eterna,

¿una jubilación merecida en el cielo?

Para los de la época, la vida eterna era un premio futuro, una especie de jubilación bien merecida en el cielo. Pero Jesús nos revela algo nuevo. La vida eterna no es un premio para después, es un regalo que se recibe ahora mismo.

No es que nuestra vida biológica, la que viene de la tierra continúe para siempre. Es que, al creer recibimos una vida nueva, una de una calidad distinta que viene de Dios mismo, que es inmortal.

Los primeros cristianos entendieron esto ya que ellos no creían en un Dios que solo resucita muertos, sino en un Dios que da su propia vida a los vivos, y es esa vida la que ya puede vencer a la muerte.

Creer es mucho más que decir "yo creo en Jesús"; es mirar a ese hombre levantado en la cruz, entender el amor que muestra con ese gesto, y luego hacer de tu propia vida una respuesta. Es abrazar el mensaje que nos trajo y es que la verdadera gloria y la felicidad no están en tener, sino en dar la vida.

 

Quien no abraza la decisión de amar

junto conmigo, no me entiende

         «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».

Todos sabemos lo que es ser esclavo de algo, ¿verdad? El esclavo no se pertenece a sí mismo. Siempre está disponible, siempre dependiente de las órdenes de su amo.

Durante siglos hemos pensado en Dios exactamente así: como un jefe que nos tiene de empleados, esperando que cumplamos sus reglas para después darnos la recompensa. Pero cuando Jesús apareció en escena para mostrarnos cómo es realmente el Padre, no llegó como un jefe exigente. Llegó como alguien dispuesto a servir.

Entonces surge una pregunta fascinante: si Dios actúa como un servidor, ¿quién es su jefe? La respuesta nos sorprende: nosotros somos el jefe de Dios. Porque nadie es más esclavo que quien ama de verdad.

Lo vemos todo el tiempo: cuando alguien se enamora, la persona amada puede conseguir cualquier cosa de él. El amor nos convierte en esclavos voluntarios de quienes queremos.

Por eso Jesús nos dice algo revolucionario: "¿Quieres ser realmente hijo de Dios? ¿Quieres parecerte al Padre? Entonces hazte servidor." La cruz no es un símbolo de sufrimiento, sino de amor total, de entrega completa. Cargar la cruz significa ponerse completamente a disposición de los demás, incluso hasta las últimas consecuencias.

Si cambiamos la palabra "cruz" por "amor", el mensaje de Jesús se vuelve cristalino: "Quien no abraza la decisión de amar junto conmigo, no me entiende."

Esta es la elección de quien ha descubierto algo hermoso: la verdadera grandeza está en servir, y la verdadera felicidad llega cuando vemos que alguien comienza a sonreír porque nosotros hicimos algo para hacerlo feliz.

Creer en Jesús es dejarse guiar

en cada decisión por la luz de la cruz.

«Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».

         Creer significa algo muy concreto: dejarse guiar en cada decisión por la luz que viene de Jesús en la cruz.

Recordemos que, en el desierto, los mordidos por serpientes se curaban mirando hacia la serpiente de bronce levantada. Hoy también hay serpientes que nos envenenan. No nos matan físicamente, pero sí atacan nuestra vida auténtica. Pensemos en lo que circula por las redes sociales, en esa mentalidad del "todo vale" que venden los medios, en esa filosofía del "haz lo que te gusta". Son venenos disfrazados.

Pero también hay serpientes internas: los impulsos egoístas, los celos, los rencores, esa agresividad dirigida hacia quienes deberíamos servir. 

¿Quién nos ofrece el antídoto? Ahí está el sentido de esta celebración: dirigir la mirada hacia Jesús exaltado. Es esa mirada la que nos inmuniza contra los venenos que no tocan nuestro cuerpo, pero que atacan la vida auténtica que Él nos trajo.


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