Homilía del
Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 6, 27-38
La
semana pasada habíamos meditado sobre las bienaventuranzas que Jesús había
pronunciado a todos aquellos que acepten su mensaje y su propuesta de hombre
nuevo. La última de esas bienaventuranzas era esta: «Bienaventurados
vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban
vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre». El Señor nos
dice que si razonas, si hablas, si vives de una manera evangélica te molestarán
y te perseguirán todos aquellos que sigan otros principios, otros
planteamientos, otras metas que tengan en la vida. La propuesta de Jesús es
hacerse pobre y darle todo/vivir para el hermano mientras que los otros lo que
plantean es acumular cosas para sí.
Si
uno acepta la propuesta del hombre nuevo que nos plantea Jesús nos constituimos
en molestia para todos aquellos que viven según el hombre viejo, ya que
obstaculizamos sus planes y sus proyectos ya que cuestionamos su propio modo de
entender la vida. En la segunda carta a los Timoteo cuando las comunidades
cristianas han tenido esta experiencia de la persecución «todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (cfr. 2
Tim 3, 12). Si piensas y vives como los demás no tendrás problemas y te dejarán
tranquilo, ya que no les molestas con tu forma de vivir mostrándoles ese modo
de ser un hombre nuevo en Cristo. Hay muchas formas de persecución, no
solamente la cruel con el derramamiento de la sangre; sino también la burla, la
marginación, el insulto, el acoso en los medios de comunicación social, el
desprecio de los signos de nuestra fe, etc. El impulso espontáneo es pagarles
con la misma moneda; responder a la violencia con la violencia, al insulto con
insulto, a la amenaza con la amenaza. El evangelio de hoy nos da las claves de
cómo estamos llamados a comportarnos cuando se esté dando esta persecución.
Escuchemos el modo de pensar de Jesús:
«A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a
los que os maldicen, orad por los que os calumnian».
De
la boca de Jesús han salido cuatro imperativos muy claros, los cuales no dejan
margen de mal interpretación o de malentendidos. Si tú actúas de un modo
diverso no actúas como un discípulo de Cristo.
El
primer imperativo es «amad a vuestros enemigos»:
haz del bien al que te haga el mal. El verbo que se usa aquí no es el verbo que
indica el amor hacia el amigo o un amor de amistad. Jesús era amigo de
publicanos y de pecadores, pero no de Herodes Antipas ni de Anás y Caifás. Jesús
los amaba y les quería salvar, pero no eran sus amigos. La amistad viene
espontánea con aquellos con los que nos sentimos en sintonía y no puede ser
impuesta con un imperativo. El verbo usado aquí es ἀγαπὰω,
que indica un amor firmado, un amor sellado como hijo de Dios; indica el amor
que viene de arriba, no el amor de naturaleza biológica, sino que viene del
Cielo. Recordemos lo que Jesús dice a Nicodemo que es preciso nacer de lo alto,
que estamos urgidos a nacer del agua y del Espíritu de Dios, y no de lo
terreno. Da la bienvenida a una vida que viene de lo alto, que viene de Dios y
que a ti te hace hijo de Dios, porque Dios te dona de su propia naturaleza. El
impulso que te hace hacer el bien y solo el bien, procede de ese amor sellado
por Dios, sin esperar nada a cambio, un amor sin condiciones. Y lo que se
pretende es que el otro sea feliz, incluso si es tu enemigo.
El
segundo imperativo es «haced el bien a los que os
odian». No confundamos el odio con la antipatía, con la aversión de
aquellos que no nos resultan simpáticos. El problema está en que si no lo
controlamos esta antipatía se puede convertir en odio; es decir, querer el mal
para el otro. Es el que desea que el otro desaparezca porque está convencido
que el mundo será mucho mejor sin él, sin su existencia: esto es el odio. Muchos
por ser de Cristo y vivir en esas categorías de la nueva humanidad puede
generar que otros nos odien. La pulsión natural es odiarle y desearle una
desgracia. Pero esto no lo podemos hacer, ya que el espíritu que tenemos dentro
de nosotros nos impulsará en sentido opuesto al odio, porque Dios ama a todos,
a buenos y a malos, y manda la lluvia a justos e injustos. El hijo de Dios
quiere que todos tengan la vida y la tengan en plenitud. Jesús nos invita y
urge a aprovechar todas las oportunidades para hacer el bien posible a esas
personas que nos odian. ¿Conseguiré que esa persona que me odia cambie? Tal vez
no, tal vez se vuelva aún peor. Nuestra naturaleza de hijos de Dios es hacer el
bien y amar; la vid produce uvas y no hace más que producir uvas porque esta es
su propia naturaleza; lo mismo nosotros con nuestra propia naturaleza. Y si a
esa vid le das una patada o le escupes, no dejará de producir uvas cuyo vino
alegre a los hombres. La naturaleza del cristiano, que es hijo de Dios, es ἀγαπὰω,
es el amor gratuito.
El
tercer imperativo es «bendecid a los que os maldicen».
“Barak” בָּרַך en hebreo significa ‘dar vida’; maldecir es lo opuesto, ‘es
querer la muerte’. Bendecimos a Dios porque reconocemos que recibimos de él la
vida, la alegría; Dios nos bendice dándonos vida. La vida de los hijos de Dios,
de todos nosotros, es como la del Padre del Cielo, no puede hacer otra cosa más
que bendecir, buscar y desear la vida de todos. Cuando alguien me maldice es
porque desea mi propia muerte y que desaparezca de la faz de la tierra. Nuestro
corazón no está creado para ser un cementerio maldiciendo a los demás, sino un
lugar de vida para los demás. Este modo de pensar a la hora de maldecir a
alguien, para Jesús, es ya un homicidio. El discípulo no puede hacer otra cosa
más que bendecir y ponerse a disposición de la vida, incluso de aquellos que le
maldicen.
El
cuarto y último imperativo es «orad por los que os
calumnian». Practicar los otros tres imperativos es complicado por
eso pone Jesús el tema de la oración. Sólo la oración puede apagar nuestra agresividad;
la oración desarma nuestro corazón. Con la oración se comunica los sentimientos
del Padre Celestial y nos da la fuerza para vivir como sus hijos. La oración
por el enemigo es el punto más alto en el amor porque presupone un corazón
dispuesto a dejarse purificar de toda forma de odio. Cuando rezamos y ponemos
delante a Dios no podemos mentir, no podemos engañarlo; en la oración pedimos a
Dios que a mi enemigo le llene de bienes, le llene de regalos; esto es posible
porque uno tiene el corazón en sintonía con el corazón del Padre del Cielo que
hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.
Además,
Jesús explica sus imperativos con cuatro ejemplos prácticos.
«Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te
quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale;
al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames».
El
primer ejemplo se trata de la violencia física representada con la bofetada. Si
uno te pega en una mejilla preséntale la otra. Quiero decirnos Jesús que tú no
puedes responder a la violencia con la violencia; no es con la violencia como
se construye el mundo nuevo. La violencia es incompatible con el Reino de Dios.
Cuando Pedro ha pensado recurrir a restablecer el orden y la justicia
recurriendo a la espada, Jesús le dice ‘vuelve a meter la espada en su sitio’.
Un padre de la Iglesia, Tertuliano del siglo I, dice ‘tomando la espada de la
mano de Pedro, Jesús lo tomó de las manos de todos sus discípulos’. En el
escrito de la Didajé (didaché) (Διδαχὴ τῶν δώδεκα ἀποστόλων) da unas
disposiciones muy claras al respecto, dice cosas como estas: ‘el soldado que
está bajo la autoridad de un superior no matará a nadie; y si recibe la orden
de matar no matará a nadie’; ‘El cristiano que quiere ser soldado es
excomulgado porque ha despreciado a Dios’. En los primeros siglos el rechazo de
la violencia era completo. No recurras a la violencia para restablecer la
justicia.
El
segundo ejemplo nos habla del comportamiento del bandido que cuando te
encuentra te roba la primera cosa que logra quitarte. Y la primera cosa que
podía quitarte era la capa y uno se quedaba únicamente con la túnica. Jesús
dice que le demos también la túnica. Si uno se quita la túnica, uno siente y
experimenta el mismo frío que los pobres tirados en la calle o que duermen
debajo de un puente. Es significativo lo que Jesús les pide a sus discípulos.
El
tercer ejemplo es la petición de ayuda que a veces se hace sin discreción y que
crea cierta situación vergonzosa. Jesús dice a sus discípulos que no busquemos
excusas para evitar la necesidad del hermano; si tú puedes ayudarlo, hazlo. Ten
cuidado que lo que hagas sea realmente para el bien del hermano. En la Didajé,
que es una especie de catecismo, hablando de la limosna y del bien que puedes
hacer al hermano se dice que ‘ten cuidado a quien se lo das, no sea que des
limosna a quien no lo necesita’.
El
cuarto ejemplo se refiere a la injusticia económica. Alguien que se apropia de
lo tuyo. Jesús da pautas de cómo reaccionar. Jesús no invita a la pasividad y
no nos dice que nos comportamos como unos tontos e ingenuos. Jesús sugiere la
acción positiva para ayudar al malvado a que se de cuenta de que se está
comportando mal. El cristiano no es alguien que tolere pasivamente las
injusticias; pero cuando la única vía para obtener la justicia sea la
violencia, es entonces cuando el discípulo se detiene y acepta soportar el peso
de la injusticia.
«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si
amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a
los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito
tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los
que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros
pecadores, con intención de cobrárselo».
Jesús
nos da ejemplos prácticos. Jesús continúa introduciendo el tema de la
gratuidad, que es la característica el amor cristiano. Aunque en la traducción
se dice ‘mérito’, no es esa la palabra adecuada en la traducción. Lucas tiene
muchas más finura y delicadeza, no dice mérito, sino que elige otro término
griego χάρις, ‘gracia’, ‘gratuidad, gratuito’.
La traducción sería ‘si amas sólo a los que os aman, ¿dónde está la
gratuidad?’ Amar a los que nos aman es un amor que procede de lo biológico, que
viene de la tierra y no tiene la característica de un amor diferente. La
gratuidad es la característica de un amor diferente; es la gratuidad lo que
garantiza el amor firmado que sólo puede venir de Dios. El impulso natural nos
lleva a una dirección opuesta; nos lleva a pensar en nosotros mismos y pensando
siempre en obtener la recompensa o beneficio oportuno, espera la reciprocidad. Es
la gratuidad la que nos permite identificar de modo inconfundible que somos
hijos de Dios, porque uno ama como le ama el Padre que está en el Cielo. Y este
amor que nos viene de Dios a cada uno es un amor gratuito. Y a través de esta
gratuidad se trasparenta y se comunica a todos los hombres el esplendor del
amor del Padre Celestial. El amor gratuito es la prueba irrefutable de la
presencia en nosotros de una vida que no procede de la tierra, sino de lo alto.
Una gratuidad, una gracia que es un reflejo del amor de la belleza de Dios.
«Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y
prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del
Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos».
Jesús
nos ha manifestado las ocasiones privilegiadas en las que podemos manifestar el
amor gratuito. Cuando te encuentres con tu enemigo tienes la ocasión de hacer
el bien a aquel que te ha hecho el mal. Y este amor no viene de la naturaleza
biológica, sino que viene de la vida divina que Dios te ha donado, te ha
regalado con su Espíritu. Jesús dice que no pierdas estas oportunidades. Para
Jesús el bien se ha de hacer excluyendo toda búsqueda del propio beneficio; no
lo hacemos para poder acceder a una posición más alta en el Paraíso, no lo
hacemos por eso; recordamos que es un amor gratuito, sin esperar nada.
La
primera condición para ser su discípulo es ‘deja de pensar en ti mismo’; ‘estás
llamado a pensar a amar gratuitamente a tu hermano, a estar disponible para su
vida’. Es la gratuidad es la característica del amor que Cristo propone a sus
discípulos. No lo hacemos para buscar la paz interior o la completa serenidad o
el completo autocontrol de uno mismo, ya que si lo hiciéramos de este modo nos
estaríamos buscando a nosotros mismos y a nuestra propia gratificación. El
discípulo no puede dejarse tocar ni influir por pensamientos egoístas, ni
aceptar planteamientos de autocomplacencia. Recordemos que Jesús nos dijo ‘que
no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha' (cfr. Mt 6,3). Se dio
una espiritualidad del pasado de ir acumulando méritos para luego poder ir al
cielo; ésta era una espiritualidad egoísta.
¿Qué
recompensa promete Jesús a los que aman de esa manera gratuita? Es mucho más
que un puesto en el cielo; serán hijos del Altísimo; el premio es ser semejante
al Padre del Cielo que ama gratuitamente y tú y yo lo podemos ya experimentar
en esta tierra ese amar con ese amor gratuito; por eso somos semejantes al
Altísimo.
El
texto concluye con la exhortación a los miembros de la comunidad cristiana para
que hagan visible a los ojos de todos este rostro del Padre Celeste.
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no
juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad,
y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a
vosotros».
Sed
misericordiosos… esta palabra ‘misericordioso’, Dios nos ama porque somos sus
hijos. Nos dice que no juzguemos porque la primera víctima de error es quien lo
comete porque se termina deshumanizando; pero sigue siendo hijo de Dios. Dios
está visceralmente enamorado del hombre. Es propio de la naturaleza de Dios el
amar incluso a aquellos que hacen el mal. Dios no puede dejar de amar incluso
al peor criminal; y es en este amor incondicional y visceral que no razona con
la cabeza, razona con el corazón que revela la naturaleza de Dios.
Nosotros
no nacemos misericordiosos; nacemos replegados en nuestro yo, en nuestro propio
egoísmo, en nuestros propios intereses. Poco a poco estamos urgidos a crecer,
no a replegarnos en nosotros mismos, en esta vida divina que nos ha regalado
Dios. Jesús nos da dos comportamientos que tenemos que evitar: no juzgar y no
condenar. Pero ¿cómo no juzgar y condenar a un criminal de un crimen? Lo
explico: son dos verbos muy distintos, uno es κρίνω, que significa ‘discernir,
decidir’ y lo que dice Jesús que no se condena a la persona, sino que Dios
condena el mal que hace daño a su hijo; condena el pecado, pero no a la
persona. Condena el error y el pecado que has cometido y retoma la vida. Ámate
a ti mismo y ama a los demás.
Y
el Señor nos da dos comportamientos positivos: el primero es perdonar. Pero la
traducción debería ser la del verbo ‘ἀπολύετε’ que significa ‘disolver’,
‘desatar’; no mantener a las personas atadas con una cuerda alrededor de su
cuello por haber pecado o cometido un error. Una persona que ha cometido un
error no tiene por qué estar toda la vida atada a ese error. No se puede
identificar a la persona con un error que ha cometido. Si tu disuelves ese
error, te vuelves libre y uno comprenderá sus propias fragilidades y vivirás
feliz y no atado a un error que ha cometido en el pasado.
Dad y se os dará. ¿Qué cosa se nos dará en una mesura extraordinaria? Se nos dará la identidad con el Padre del Cielo; es decir, la semejanza con Dios, la cual es proporcional a nuestra capacidad para dar amor. Se nos invita a donar amor para que así podamos crecer en la semejanza del Padre que es misericordioso.