Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo b
05 de Noviembre de 2021
Hoy se nos habla del drama de la
soledad. Ese drama de la soledad que está reflejado en ese Adán que pone nombre
a toda la creación [Gn 2,18-24] y ese poner nombre manifiesta su superioridad
ante toda la creación, pero aun así se
encuentra profundamente solo. Sin que nadie que le ayude: Adán experimenta la soledad. Este mundo
padece la soledad de una manera alarmante.
Es más las
adicciones al juego y son notables las distintas adicciones que son
demasiado visibles en nuestra sociedad y ellas dejan patente la soledad
profunda del corazón del hombre. El hombre busca agarraderos porque no ha
encontrado compañía, porque no ha
encontrado dónde vivir la comunión.
Hoy vivimos, en cierto sentido, la
misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y de tanta
vulnerabilidad. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida
y fecunda de amor, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la
pobreza, en la buena y en la mala suerte.
El amor
duradero, fiel, estable, fuerte es cada vez más objeto de burla y considerado
como algo anticuado. Parecería que las
sociedades más avanzadas son las que tienen un porcentaje más bajo de
natalidad, mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de
contaminación ambiental y social. Estamos viviendo un gran drama en esta
acentuada soledad.
La segunda parte del evangelio [Mc 10, 2-16] podría
parecer un añadido y distinto al primer tema porque en un primer momento vemos
a Jesús como insiste en que Dios creó al hombre y a la mujer para vivir una unión indisoluble, después aparecen ante Jesús unos niños a
los que Jesús les bendice y nos dice que si no somos como niños no
entraremos en el Reino de los Cielos. Podría parecer un añadido al evangelio
anterior de difícil hilo temático. Pero
la respuesta a esa dificultad a la comunión y de ese problema de la soledad del
corazón del hombre que no es capaz de encontrar un amor permanente y
perseverante está en la segunda parte del evangelio: En la inocencia. Solamente si recuperamos la inocencia seremos
capaces de salir de la soledad. Lo que
nos impide la comunión es haber perdido la inocencia. A un niño la comunión
que tiene con sus padres, con sus hermanos y amigos es algo connatural, algo
espontánea. Hay un refrán que dice: “Trabaja
como si no necesitases dinero, baila como si nadie te estuviese mirando y ama como
si nadie te hubiese herido”. Es decir, mantén la inocencia, lucha por la
inocencia. La inocencia que no permite que la avaricia de los bienes materiales
le robe su corazón; la inocencia que no permite que la vanidad, el ser
considerado por los demás, el compararse con los demás, el sentir celos y
sentir complejos de inferioridad o de superioridad…esté desequilibrando su
corazón.
La inocencia de aquel que a pesar de haber
experimentado las heridas en el amor, las heridas de haber recibido decepciones
profundas de otro, no por ello es capaz de perder su esperanza. Ese “ama como
si nunca te hubiesen herido” sólo se capaz vivirlo desde el amor crucificado de
Jesucristo. El motivo de sufrimiento en este mundo se resume en no tener la
capacidad de amar como Cristo crucificado; en nuestra incapacidad de amar desde
la cruz. Haciendo de las heridas que
hayamos podido recibir, no un motivo para encerrarnos en nosotros mismos,
para ensimismarnos, para cerrarnos ante los demás, sino que hacer de esas
heridas que hemos sufrido –y que todos las tenemos- una oblación como Cristo lo hizo en la cruz por la salvación del mundo.
Esa es la diferencia entre un corazón inocente y un corazón que ha perdido su
inocencia y se condena al drama de la soledad. Por eso esas dos partes del
evangelio están tan conjugadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario