sábado, 2 de octubre de 2021

Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo b

05 de Noviembre de 2021

 

            Hoy se nos habla del drama de la soledad. Ese drama de la soledad que está reflejado en ese Adán que pone nombre a toda la creación [Gn 2,18-24] y ese poner nombre manifiesta su superioridad ante toda la creación, pero aun así se encuentra profundamente solo. Sin que nadie que le ayude: Adán experimenta la soledad. Este mundo padece la soledad de una manera alarmante.

Es más las adicciones al juego y son notables las distintas adicciones que son demasiado visibles en nuestra sociedad y ellas dejan patente la soledad profunda del corazón del hombre. El hombre busca agarraderos porque no ha encontrado compañía, porque no ha encontrado dónde vivir la comunión.

            Hoy vivimos, en cierto sentido, la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y de tanta vulnerabilidad. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida y fecunda de amor, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la buena y en la mala suerte.

El amor duradero, fiel, estable, fuerte es cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son las que tienen un porcentaje más bajo de natalidad, mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social. Estamos viviendo un gran drama en esta acentuada soledad.

La segunda parte del evangelio [Mc 10, 2-16] podría parecer un añadido y distinto al primer tema porque en un primer momento vemos a Jesús como insiste en que Dios creó al hombre y a la mujer  para vivir una unión indisoluble, después aparecen ante Jesús unos niños a los que Jesús les bendice y nos dice que si no somos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos. Podría parecer un añadido al evangelio anterior de difícil  hilo temático. Pero la respuesta a esa dificultad a la comunión y de ese problema de la soledad del corazón del hombre que no es capaz de encontrar un amor permanente y perseverante está en la segunda parte del evangelio: En la inocencia. Solamente si recuperamos la inocencia seremos capaces de salir de la soledad. Lo que nos impide la comunión es haber perdido la inocencia. A un niño la comunión que tiene con sus padres, con sus hermanos y amigos es algo connatural, algo espontánea. Hay un refrán que dice: “Trabaja como si no necesitases dinero, baila como si nadie te estuviese mirando y ama como si nadie te hubiese herido”. Es decir, mantén la inocencia, lucha por la inocencia. La inocencia que no permite que la avaricia de los bienes materiales le robe su corazón; la inocencia que no permite que la vanidad, el ser considerado por los demás, el compararse con los demás, el sentir celos y sentir complejos de inferioridad o de superioridad…esté desequilibrando su corazón.

La inocencia de aquel que a pesar de haber experimentado las heridas en el amor, las heridas de haber recibido decepciones profundas de otro, no por ello es capaz de perder su esperanza. Ese “ama como si nunca te hubiesen herido” sólo se capaz vivirlo desde el amor crucificado de Jesucristo. El motivo de sufrimiento en este mundo se resume en no tener la capacidad de amar como Cristo crucificado; en nuestra incapacidad de amar desde la cruz. Haciendo de las heridas que hayamos podido recibir, no un motivo para encerrarnos en nosotros mismos, para ensimismarnos, para cerrarnos ante los demás, sino que hacer de esas heridas que hemos sufrido –y que todos las tenemos- una oblación como Cristo lo hizo en la cruz por la salvación del mundo. Esa es la diferencia entre un corazón inocente y un corazón que ha perdido su inocencia y se condena al drama de la soledad. Por eso esas dos partes del evangelio están tan conjugadas.  

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