sábado, 11 de septiembre de 2021

Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo b

12 de septiembre de 2021

 

            Este evangelio de hoy tiene una pregunta central [Mc 8, 27-35] en Cesarea de Filipo «y vosotros ¿quién decís que soy yo?». A lo que el apóstol Pedro le responde «tú eres el Mesías», ‘tú eres el Cristo’. La palabra ‘Cristo’ aparece unas 500 veces en el Nuevo Testamento, y al comienzo aparece como una expresión clara que dice que ‘Jesús es el Cristo’, pero con el paso del tiempo llega a formar parte del propio nombre ‘Jesucristo’. De tal modo que a Jesús se le llama ‘Jesucristo’, o  solas ‘Cristo’. Y nosotros hemos pasado a llamamos ‘cristianos’, los que seguimos a ‘Cristo’.

            La palabra ‘Cristo’, en el Antiguo Testamento que está escrito en hebreo, se decía ‘masías’, que es ‘mesías’. En el Nuevo Testamento que está escrito en griego, el término hebreo de ‘mesías’, es traducido por ‘Cristo’, y ‘Cristo’ significa el ungido. Sabemos cómo en el Antiguo Testamento los reyes, los profetas eran consagrados mediante la unción de un óleo perfumado en un acto religioso que se llamaba ‘la consagración’, se les consagraba. Eran instrumentos de Dios, con ese aceite consagrado se manifestaba que Dios se apoderaba de ellos, se servía de ellos para ser instrumentos de Dios delante de los demás. Esos eran los ungidos. Con el paso del tiempo el Pueblo de Israel pide a Dios que envíe un Mesías, que sea el ungido, que sea  no sólo un futuro rey, sino que sea el Hijo de Dios, el que venga a nosotros consagrado por el Espíritu Santo. Primero fue Dios el que consagró a los hombres para que ellos fueran testigos de Dios en medio del pueblo y el culmen es que Dios mismo envía a su propio Hijo siendo ungido por el Espíritu Santo.

            Ahora bien, si era tan importante la pregunta y era tan importante la respuesta, ¿por qué Jesús les mandó enérgicamente que no se lo dijeran a nadie?, ¿por qué Jesús pidió ese secreto mesiánico? Obviamente porque existía un peligro de que fuera mal entendido, que esta expectativa mesiánica no fuera entendida conforme al designio de Dios. Y para matizar las cosas, Jesús toma a parte a Pedro y les empieza a enseñar que el Hijo del Hombre tenía que sufrir mucho, que tenía que padecer, ser desechado por los hombres…que tenía que ser crucificado y que al tercer día resucitaría. Y esto suscita un gran escándalo y Pedro intenta apartar a Jesús de tal idea porque ese no era el mesías que ellos estaban esperando, y la reacción de Jesús es contundente cuando a Pedro le llega a decir ‘apártate de mi vista Satanás’. La clave de todo esto es subsanar la idea de pensar en un mesías que venga a ayudarnos para luchar contra los malos. Hemos pensado que los malos son los de enfrente y que venga el Mesías en mi ayuda en mi batalla contra los malos. Y en aquel entonces los malos eran los romanos, pero cada uno de nosotros podemos pensar que los males de nuestra vida están concretados en determinadas personas, circunstancias o retos que son los malos a abatir. Y la visión de Jesús es bien distinta: Jesús no ha venido para luchar contra los malos, sino que ha venido a redimirnos y hacernos a todos los que somos pecadores que seamos santos redimiéndonos de nuestro pecado. El Mesías de Dios no ha venido a luchar contra los malos, sino para hacernos buenos a todos y salvarnos a todos. Otra cosa es que uno se deje salvar por el Señor. La frontera entre el bien y el mal no está ahí afuera, no es una trinchera en la que el mal está en el otro lado y yo estoy en el otro lado; sino que la frontera entre el bien y el mal pasa por la mitad de mi corazón.

            Jesús nos predice que en el plan de Dios está el de entregar su vida en sacrificio por la transformación del hombre para que renazcamos a una vida santa. Por eso termina el evangelio diciendo «si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».

            Podemos tener un riesgo, porque podemos pensar como pensaban equivocadamente, pensando que tenemos a Dios de nuestra parte o de mi parte. La clave está en que yo esté de la parte de Dios. No pretender traer a Dios a mi servicio. No es el Cielo el que tiene que obedecer a la tierra, sino la tierra quien tiene que obedecer al Cielo. Jesucristo nos mete en una dinámica en la que se exige nuestra purificación y nuestra concepción de Dios. Y es la sabiduría de la cruz y esto supone el dejar de confiar en nuestra propia voluntad y confiar en la voluntad de Dios.

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