sábado, 22 de febrero de 2020

Homilía del Domingo Séptimo del Tiempo Ordinario, ciclo a


Homilía del Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo a
            Pablo quiere decir algo importante a la comunidad para que se percate de una vez por todas de la importancia de todo lo que les ha dicho hasta este momento en su carta a los Corintios. Les dice que los criterios de la comunidad cristiana deben de ser distintos de los del mundo. Nos está hablando de los principios de la sabiduría cristiana. Nos habla de aquello que cautivaba el corazón de tantas personas y que hacía que muchos alejados en la fe se aproximasen a las comunidades cristianas. Les dice y nos dice que los que más valen, no son los que triunfan en el mundo, sino aquellos que por amor se van entregando día a día, muchos de ellos en medio del silencio y pasando desapercibidos, para que los demás estén bien.
            Lo que estaba sucediendo en esa comunidad cristiana, como puede estar ocurriendo en cualquier otra, es que la tacañería en la entrega se había instalado como algo normal. Y la tacañería engendra la cautela, la maña, la astucia, la sutileza para engañar. Y del mismo modo la tacañería también engendra el adormecimiento, la modorra en el amor. Y cuando la tacañería se instala en una comunidad se asemeja a una vela encendida metida dentro de una campaña de cristal que se la condena a ser apagada por agotarse el oxígeno. Y además siempre tendemos a imitar el mal ejemplo de los demás: «si él no lo hace, yo tampoco. Si él no está colaborando, yo tampoco. Si él no da el primer paso, yo menos». Y recordemos que los criterios de la comunidad cristiana deben de ser distintos de los del mundo. En el fondo es falta de fe y de esperanza en el amor. Por eso San Pablo en su escrito nos recuerda que «somos templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros» [1 Cor 3, 16-23].
            Si una comunidad cristiana se deja mover por los criterios mundanos no tardará en aparecer la acedia, la flojedad en la vida espiritual. La acedia es como la cizaña o la avena loca que estropean de corros los campos de cereales. A veces es la parálisis, donde uno no termina de aceptar el ritmo de su vida o reniega de su historia. Otras veces se muestra en el hastío de la vida cristiana, de la oración y las amargas críticas hacia nuestros hermanos. Y todo esto se acaba traduciendo en un gran ajetreo, un abuso en las redes sociales y del Internet, un sobre consumo de las series de televisión… todo orientado para llenar el espacio vacío. Y no olvidemos que la acedia, esta flojedad en la vida espiritual es «un síndrome del hombre rico», son los síntomas característicos de aquellos que han montado el chiringuito de su vida y lo único que permiten a Dios es escucharle halagos.
            No olvidemos que Cristo no se conforma con “un porcentaje de amor”; no podemos amarlo al veinte, al cuarenta o al ochenta por ciento de amor. O todo o nada. Es fundamental que caigamos en la cuenta que aquello que no entreguemos a Dios, será lo que perderemos definitivamente. Por lo tanto, luchemos contra la acedia y contra los criterios mundanos para que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.

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