sábado, 15 de febrero de 2020

Homilía del Domingo Sexto del Tiempo Ordinario,Ciclo A


Homilía del Domingo VI del Tiempo Ordinario, Ciclo a
            Hoy el Señor nos da una enseñanza desde Cafarnaúm, en concreto en esa montaña donde se rememora el sermón de las bienaventuranzas. En esa montaña el Señor se sienta, que es la actitud propia del maestro y aprovecha para enseñarnos (Mateo 5, 17-37).
             Jesús nos dice: «Habéis oído que se dijo a los antiguos, “no matarás”; habéis oído que se dijo “no cometerás adulterio” (…), pero yo os digo (…)». Pero ¿quién lo dijo?, ¿quién se lo dijo a los antiguos? Algunos me podrán decir que Moisés, pero no fue Moisés; él sólo transmitió algo que se le entregó. Quien lo dijo fue Dios. Todo esto está en el Decálogo, en los Diez Mandamientos. Moisés lo único que hizo fue ser intermediario entre la Palabra de Dios y el pueblo, dando a conocer al pueblo todas las palabras que Dios había revelado. Pero ahora viene Jesús y dice: «Habéis oído que se dijo a los antiguos (…) pero yo os digo». Ese «pero yo os digo» fue algo totalmente escandaloso, es algo con una trascendencia muy alta y generó gran revuelo en esa época. Porque Jesucristo tiene conciencia de ser Dios. Ningún rabino, ningún maestro de aquella época habría dicho «se ha dicho esto pero yo ahora os digo», sino lo que hacían era comentaban la Ley, trasmitían la Ley, se la comentaban al pueblo, pero en ningún caso se ponían al mismo nivel que la Ley, porque la Ley es la manifestación sensible de la voluntad de Dios, y sólo Dios puede decir cuál es su voluntad. Daros cuenta cómo en el Evangelio de San Mateo sólo aquellas personas que tienen un conocimiento superficial de Jesús le llaman maestro o rabino, porque Jesús no es un rabino. Jesús tampoco es un maestro en el sentido más estricto del término. Jesús es Dios, el Hijo de Dios encarnado, y como tal tiene plena conciencia de ello y así lo manifiesta cuando dice: «se ha dicho esto pero yo ahora os digo». Jesús lo que hace es como reescribir esos Diez Mandamientos del Decálogo, y lo puede hacer porque Él es Dios.
            ¿Y cómo los reescribe? ¿Cómo reescribe esos Diez Mandamientos del Decálogo? Jesucristo sobre todo los interioriza. La concepción que se tenía antes era que Dios era una especie de policía que te está controlando lo que haces y lo que dejas de hacer. Claro pero esto nos llevaría a entender nuestra vida cristiana como una especie de imposición, con un montón de normas que me están agobiando. Y además con un dios vigilante que si me paso un poco con la tasa de alcohol y me hacen soplar en un control de alcoholemia, pues ya me la lían, o si voy un poco más rápido de la cuenta con el coche, ya tengo multa o si aparco en un lugar no adecuado me lleva el coche la grúa. Uno no puede estar apurando al máximo en la velocidad con el coche o en la tasa de alcohol en sangre para que no me multen o para no caer en pecado. Dios no es un policía que está pendiente si sobrepasas o no los límites permitidos. Jesucristo cambia toda la concepción. No podemos estar bajo la concepción de la ley de los fariseos o la de los escribas. De hecho así nos lo dice en el evangelio: «Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos». Lo que nos dice Jesús es que la ley hay que interiorizarla. No nos sirve únicamente el «no matar», sino que cuando ya hay maledicencia, cuando calumnio, cuando difamo a mi hermano ya estoy matando y le estoy dañando. Porque matar a una persona nace del odio del corazón. Por lo tanto la auténtica causa del homicidio es el odio. El odio del corazón se manifiesta en un montón de cosas externas. Es como cuando uno tiene una alergia, esa alergia se manifiesta en un picor de ojos, congestión nasal, fiebre y dolor de garganta, erupciones cutáneas…todo eso es como consecuencia de esa alergia.
            Nos damos cuenta de cómo Jesús, en el Sermón de la Montaña, Jesús baja a la raíz del mal que está instalado en el corazón. Por ejemplo, el problema no sólo es el adulterio o que uno se vaya con la mujer de otro, sino que el problema serio es que hasta que uno llega a esto, uno previamente ha estado dando un montón de pasos y alimentando un deseo desordenado, y el problema está en el fondo del corazón y en esos deseos que te han ido conduciendo al adulterio. Por eso dice el Señor que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón». Jesús quiere en el fondo que seamos libres. ¿Y cómo luchar contra esos deseos que van pervirtiendo el corazón? Pidiéndole socorro en el sacramento de la confesión y acogiendo su gracia sanante que nos reconduce hacia la libertad auténtica. Recordemos que «lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro» (Marcos 7, 23). Del corazón del hombre nacen los malos propósitos que desencadenan en el pecado externo.
            El problema no está en Dios, porque Dios no es un policía o un inspector de sanidad. El problema es que tengo un corazón que tiende al pecado, que tengo un corazón que no está ordenado, que tengo un corazón que no palpita con la voluntad de Dios.
            El Señor nos invita a interiorizar su Palabra porque de un corazón trasformado sólo pueden venir frutos buenos.

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