HOMILÍA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
2016 (11h.Valoria
del Alcor; 12h. Villerías)
Cuentan de unos náufragos que
estaban muertos de sed en su bote salvavidas. Las corrientes marinas habían
llevado el bote hasta la desembocadura del río Amazonas. El bote estaba rodeado
de agua dulce del inmenso caudal del Amazonas, pero los náufragos, sin saberlo,
se morían de sed.
Estamos rodeados por el
cristianismo, pero éste no ha penetrado en nuestro corazón de piedra: como el
canto rodado sumergido en el arroyo, que si lo partes, por dentro está seco
porque el agua no le ha calado.
Esta sociedad nos ha enseñado a
vivir prescindiendo de lo divino. Pero tan pronto como el hombre quita a Dios
del medio, enseguida no tarda en levantar un altar a los ídolos del dinero, del
sexo y el poder. ¿Y qué es lo que hacemos? Pues como necios vamos corriendo y
adorando a esos ídolos sin conseguir la felicidad. Corremos y corremos y nos
cansamos, nos agotamos en vano. Como los galgos que corren tras la liebre
mecánica sin alcanzarla jamás o como aquel que corre tras su sombra para
alcanzarla sin conseguirlo. Al barrer a Dios de la vida empieza a crujir la
vida familiar, fracasa el matrimonio, la juventud y los no tan jóvenes se
esclaviza de la lujuria, o muchos negocios buscan enriquecerse a toda costa. De
este modo esta sociedad, y los que en ella vivimos, estamos sumidos en las
tinieblas, en la oscuridad. Jerusalén se encuentra en tinieblas; unas tinieblas
que cubren toda la tierra. Pero Isaías le anuncia un tiempo en que amanecerá el
Señor sobre ella y le comunicará su resplandor. De este modo Jerusalén, a su
vez, se convertirá en luz que ilumine el caminar de los pueblos.
Jerusalén no se convierte en luz por
’arte de magia’, ni porque dentro de ella tuviera algo especialmente extraordinario.
Jerusalén se convierte en luz porque allí nace el Hijo de Dios que trae la
salvación para todos los hombres, no sólo para los judíos, sino para todos, y
de hecho así se manifiesta. Nos hemos acostumbrados a oír que Jesucristo nació
en un pobre portal en Belén de Judá y que unos magos de oriente vinieron a
rendirle tributos y adorarle. Esos magos siguiendo la estrella buscaban al
Señor de los señores, y lo encontraron. Nosotros somos cristianos, decimos que
seguimos a Cristo. ¿Realmente le seguimos? ¿Realmente se nos nota que somos de
los suyos? ¿Realmente acogemos el auténtico regalo que es su divina presencia? Y
si hemos acogido ese regalo que es su divina presencia ¿qué repercusión ha
tenido éste acontecimiento en nuestro hogar, en medio de nuestra familia?
Porque hermanos, podemos correr el serio riesgo de creer que somos cristianos sin
necesidad de cambiar nada en nuestras vidas. Entonces ser cristianos quedaría
reducido a estar en el mundo como cualquiera otra persona con la única
diferencia de tener una inscripción en el libro de bautismos de la parroquia.
¿Dónde queda esa luz que Cristo nos entrega con su presencia? Estamos rodeados
de su luz por todos lados, por los regalos que él nos entrega –unos padres,
hermanos, una parroquia, una comunidad...-; por la luz que irradia de su
Palabra –de la Biblia- ;
de la luz que nos ofrece de la
Eucaristía y de la Penitencia. Estamos
navegando en medio de un océano de luz, pero nosotros, esos náufragos estamos
muertos de sed, pero de la sed del sentido de la vida. Pero estamos tan
acostumbrados a las tinieblas que no buscamos convencidos que las tinieblas es
lo único que se nos puede dar.
Sin embargo, aquellos que se fían de
Dios; aquellos que fruto del contacto frecuente con la Palabra de Dios en la
oración van adquiriendo sabiduría para encarar, de modo muy distinto y
magistral, los diversos desafíos que se le vayan presentando.
Los magos de oriente sabían que todo
esfuerzo, sufrimiento, alegría o experiencia vivida sin la visión trascendente
y divina de las cosas se queda únicamente en ‘agua de borrajas’. ¿Qué sentido
tiene estar amando a una persona que me resulta repelente si quito a Cristo del
medio? ¿Qué sentido tiene el aceptar el sufrimiento si Cristo no está para
redimirlo y poder usarlo como purificación de mi alma? ¿Qué sentido tiene la
muerte de un ser muy querido si todo acaba bajo la fría losa del sepulcro? Si Cristo no hubiese venido a nosotros todo lo
haríamos en vano, el pozo sin fin del sin sentido nos tragaría sin piedad. Realmente
el regalo que hoy se nos entrega tiene un valor infinito. Jesucristo ha hecho
nuevas todas las cosas.
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