DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO
ORDINARIO, ciclo b
Solemnidad de Jesucristo,
Rey del universo, 22 de noviembre 2015
Un
signo característico de la presencia de Jesucristo es que es rey y uno
permaneciendo en su reinado es salvado. Pero resulta que el mundo se ha
separado de Dios. Nosotros éramos del mundo, ahora somos de Cristo aunque
estamos en esta tierra como desterrados. Y porque somos de Cristo también somos
ciudadanos del Cielo que tenemos temporalmente nuestra morada en esta tierra.
Sin
embargo no olvidemos que antes éramos como todo el mundo, siguiendo las
sugerencias del Demonio. Antes profesábamos con nuestros labios nuestra total
adhesión a Dios como el único Señor y Rey de nuestras vidas, mientras
ofrecíamos incienso a otros dioses en los que teníamos puesto nuestro corazón y
las esperanzas. Decíamos que éramos monoteístas, pero éramos politeístas
prácticos. Ahora, tal vez sigamos cayendo en ese pecado mortal del politeísmo y
de la idolatría, pero ahora con la diferencia de conocer dónde están nuestras
debilidades para evitarlas refugiándonos en el Señor. Nos dice Jesucristo: «Nadie
puede servir a dos amos; porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a
uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt
6,24). Y le respondemos al Señor que estamos totalmente de acuerdo y que Él es
el único que ocupa todo nuestro corazón. Pero es que resulta que uno ha
prestado algo de dinero para comprar algo o para hacer un favor a alguien y
está esperando recuperarlo lo antes posible. Y el tiempo pasa y el dinero no
llega y uno empieza a hacer juicios contra el hermano, se le envenena la sangre
y está en 'un sin vivir' en tensión ansiando tener entre sus manos ese dinero.
Recuerdo
a esa madre de familia, que vivía con una mísera pensión, con el marido en el
paro, con niños a su cargo, que va a los ultramarinos del pueblo para adquirir
los alimentos básicos para su familia y va dejando a deber cada vez más con el
ánimo de poder saldar las cuentas tan pronto como ella pueda. Es que encima
mucha gente sintiéndose con derecho a juzgarla, a criticarla, murmurar de su
esposo llamándole zángano y no cortándose 'ni un pelo' para humillarla. A lo
que se sumaba que el dueño de la tienda de ultramarinos iba poniendo muchos
reparos en darle la comida a esa pobre mujer, llegando casi a mendigárselo y
los vecinos que conocían su precaria situación se burlaban a sus espaldas y
nadie era capaz de ayudarla como los cristianos deberían de hacerlo, ya que
hubo ya alguien que lo hizo por cada uno de nosotros. Sin embargo, bien acuden
al culto pero su corazón está muy lejos del Señor. ¿Acaso en esta situación
de precariedad y de injusticia se está dejando a Jesucristo que ejerza su
reinado? No se le está permitiendo porque las fuerzas de Satanás se oponen
con todas sus ganas. Lo curioso de todo esto es que la mayoría de la gente
encarcelan a Cristo en el templo no permitiéndole que su reinado traspase ese
pórtico, soltando a los demonios para que anden a su aire y se pavoneen por las
calles y casas.
Nosotros
vivíamos antes según el proceder de este mundo. Nosotros nos elaborábamos
nuestra particular verdad para afrontar la vida cotidiana, engañándonos a
nosotros mismos y así acostumbrarnos a la oscuridad de las tinieblas. Es cierto
que conocíamos el parecer del Señor en la mayoría de las cosas que nos
acontecían, pero siempre buscábamos la vía intermedia para no romper con Dios y
seguir conviviendo con nuestra mediocridad. Y de este modo andábamos en la
mentira ya que al no seguir las inspiraciones de Dios nos estábamos aliando al
mal. Y Cristo hoy te dice que Él ha venido para ser testigo de la verdad y que todo el que es de la verdad, escucha su
voz. Ahora bien ¿somos conscientes cuando no escuchamos su voz? La respuesta a
esta pregunta va acompañada de otra pregunta: ¿vivimos según el proceder de
este mundo? ¿Lo que mueve nuestro corazón son aquellas cosas que llegan a entristecer
el corazón de Cristo? Un castigo terrible caerá sobre aquellos que no permitan
que Cristo reine en su ser. Un castigo terrible que es buscado con entera
libertad ya que uno mismo ha impedido que la gracia sanante de Cristo entre
dentro de él.
Si
el agua purificadora de Cristo no nos empapa, si el Espíritu Santo no anida en
nuestras almas habremos matado nuestro propio bautismo, y lo único que nos
quedará será un papel con la partida de bautismo. Ante esto surge una cuestión
¿en qué consiste en ser cristiano hoy?, ¿acaso no basta con cumplir asistiendo
a Misa como se ha hecho toda la vida?, ¿en qué consiste? Consiste en que se
realice en nosotros el amor de Cristo. Y, ¿en qué consiste el amor de Cristo?
El amor de Cristo consiste en amar a tu enemigo. Jesucristo nos dice: «Amaos
los unos a los otros como yo os he amado. Amad a vuestros enemigos, rezad por
quienes os persiguen». Y claro, como siempre estamos buscando tres pies al
gato, nos brota inmediatamente la pregunta espontánea: ¿Quien es mi enemigo?
Surge esta pregunta porque de alguna manera nos intentamos disculpar ante Dios.
Pues tú enemigo y el mío es aquel que hace lo que yo no quiero que haga. Aquel
que no piensa como yo, aquel que con su forma de ser me siento desafiado y ‘me
saca de mis casillas’, ese es mi enemigo y a ese yo le tengo que amar. ¿Y por
qué le tengo que amar si no le puedo ni soportar? Le tengo que amar porque,
como dice San Pablo, «llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús para
que se vea en nuestro cuerpo que Cristo está vivo, resucitado». Porque si
Cristo no estuviese vivo dentro no podríamos extender los brazos en la cruz.
Vamos a ver, pensemos, ¿cómo llevas tú el morir de Jesús?, pero en cosas
concretas, aterrizando en lo concreto. ¿Te dejas crucificar por los defectos de
tu hermana que a veces te resulta hasta insoportable?
Dios
nos ha destinado para hacer una obra enorme que es conducirnos a la santidad.
Cristo es el Santo, Cristo es el rey, Cristo es el Señor. Abandonémonos en Él
con infinita confianza.
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