La comunidad primera tenían muy
claro que la celebración de la cena del Señor era un encuentro con Jesús vivo
que les daba fuerza para conocerle mejor, seguirle, vivirle en la comunidad y
en el mundo. Ellos no se sentían solos, ni nadie les podía quitar su comunión
con Jesús, ni siquiera su muerte; no sentían el vacío de Jesús, sino que le
tenían presente de otra manera: la celebración alimentaba su fe, gustando el
pan de la Palabra y comiéndole, porque les ayudaba a seguir identificados con
Él y a vivir como Él vivía.
Todos
hemos oído hablar, y de hecho tenemos experiencia, de la inadecuación entre la
fe y la vida. De tal modo que nuestra forma de vivir puede llegar a
desacreditar nuestra propia fe. Nuestra indecisión se convierte en complicidad con
la secularización. De un cristiano que acude a la Eucaristía sería de esperar
de él que de un modo u otro tuviera como 'algún efecto secundario' de ese
encuentro con el Señor. Da la sensación que nos hemos aceptado a resignar que
el único papel que tiene que tener la Iglesia en la sociedad es el de la
Caridad, el de atender a los pobres, en una palabra: El de la asistencia
social. Y como cada cual intenta cuadrar en algún lado en la sociedad, pues
nosotros cuadramos en la ayuda a los más necesitados y por eso nos toleran
porque somos para ellos una institución con fines sociales y caritativos.
La
Iglesia no ayuda a los pobres porque desee ser aceptada socialmente por partidos
de derechas o izquierdas, ni porque desee el reconocimiento social de sectores
ideológicos de lo más variopinto. Cada uno somos iglesia si permanecemos unidos
a Cristo en su Iglesia. La vida de los cristianos no puede depender de lo que
se practique comúnmente en nuestra sociedad. Me encuentro a alguna familia o
algún joven que me dicen que se sienten solos, raros, extraños en esta sociedad
y que el propio ambiente secularizado les envuelve dejando su vivencia de la fe
bajo mínimos. Pues yo les digo con toda la claridad que si valoran la presencia
de Cristo en medio de ellos se tienen que empezar a plantearse a vivir la fe en
comunidad. Y las comunidades se han de crear. Y se crean en torno a la
parroquia, en torno al altar, a la recepción y meditación de la Palabra, a la
oración en común, la Eucaristía dominical y el ejercicio de la caridad en favor
de los pobres, ya sea lejanos o cercanos.
Nosotros,
como el pueblo de Israel, hacemos suyas sus palabras: «Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos». Tenemos que
tener el valor de marcar las diferencias. Es cierto que somos una minoría
aunque luego en las procesiones de Semana Santa aparezca gente por todos lados.
Pero aunque seamos una minoría no podemos dejarnos arrastrar por el modo de
vida común ni confundirnos con los no cristianos. Nos falta el valor de afirmar
nuestra vida como vida nueva, como vida diferente, como una alternativa a la
vida que no cuenta con Dios. Y todo esto lo hacemos porque hay una Persona por
la que merece la pena absolutamente todo. Que su presencia alegra nuestros días
y su cercanía alienta nuestros corazones. No conocemos ni el timbre de su voz,
ni el color de su piel, ni cómo son sus cabellos o su rostro. Sin embargo
nuestra alma canta jubilosa cuando le reconoce presente y vivo en las especies
Eucarísticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario