DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO,
ciclo a
Ezequiel
18,25-28 ; Salmo 24; Filipenses 2,1-11; Mateo 21, 28-32
Hay gente –que movidas por
criterios mundanos- se atreven a dar el siguiente consejo: «Es que uno tiene que probar de todo en la
vida» y siguen diciendo «es que sino
¿cómo sabrás lo que quieres hacer?». Yo lo único que sé es que si te
invitan a un banquete y te zampas todos los entremeses y te atiborras a alcohol
y refrescos, cuando llega lo bueno –la merluza, el lechazo, las chuletillas de
cordero, el solomillo de cerdo y el sabroso pastel- ya no te entra ni el aire
de lo hinchado que estás. Antes te has atiborrado en las menudencias pues ahora
no puedes disfrutar de las cosas que son realmente exquisitas.
En
la Vida Cristiana sucede tres cuartos de lo mismo. El Demonio ya se procura de
que nos atiborremos de pequeñas cosas para que nuestro apetito se mal eduque,
se pervierta llegándonos a incapacitar para poder saborear las cosas buenas y
santas que Dios nos ofrece.
Protestamos
contra Dios y comentamos –tal y como lo dice el profeta Ezequiel- que «no es justo el proceder del Señor». Es
que resulta que ese chico o esa chica de la universidad o del trabajo ‘está
cañón’ y quisiera algo con él, aunque yo
sé que ‘eso no me va a llevar a ningún bien puerto’ y que, tanto a corto como a
largo plazo, me va a hacer sufrir. Es que resulta que ahora que estoy de fiesta
me voy a divertir bebiendo y así disfruto al máximo de la noche y así me
desinhibo haciendo cosas que, en condiciones normales, no me atrevería. Es que
resulta que, estando pagando una hipoteca de la casa, me pido un préstamo al
banco para irme de crucero o de vacaciones al otro lado del planeta aunque
luego no tenga dinero durante el resto del año para otras cosas más necesarias.
Es que resulta que estoy de juerga y ‘he hecho novillos’ no asistiendo a las
clases y un compañero de la clase –con el fin de ayudar- me comenta los deberes
mandados por el profesor y le salto de malas formas por ‘romperme el rollo’ de
estar olvidándome de todas mis obligaciones. Porque yo solo me centro en lo que me apetece ahora y no en las consecuencias. Por eso el profeta Ezequiel pone ‘el dedo en
la yaga’ manifestándonos una verdad que nosotros, muy a menudo, no queremos ni
oír: «Escucha, casa de Israel: ¿es injusto
mi proceder?, ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se
aparta de su justicia, comete maldad y muere, muere por la maldad que cometió».
Ahora bien, que cada cual se aplique el cuento.
La voluntad no aparece
como de la nada, tal y como sucede con el cardo borriquero y las zarzas que se
multiplican por doquier cuando no se cuida una tierra. La voluntad hay que forjarla; hay que trabajarla, y no con pesas de
gimnasio sino de rodillas ante el
Sagrario, con la Palabra de Dios iluminándonos, con el sacramento del Perdón
para sanarnos, con la Eucaristía para alimentarnos y con una comunidad de
hermanos donde caminar juntos. Y esto se hace en una Comunidad Cristiana
y una Comunidad Cristiana no es un colectivo de personas que acuden, con mayor
o menor frecuencia, al culto. Una Comunidad Cristiana es esos seguidores de
Jesucristo que «se mantienen unánimes y
concordes con un mismo amor y un mismo sentir» y esto no aparece por
generación espontánea: Es Dios quien nos lo regala y nosotros que aceptamos ese
don.
Dice San Pablo «tened entre vosotros los sentimientos
propios de Cristo Jesús». San Pablo
nos plantea una hoja de ruta para tener esos mismos sentimientos de Cristo:
«Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor; no obréis por rivalidad ni
por ostentación; dejaos guiar por la humildad; nos os encerréis a vuestros
propios intereses, sino buscad todos el interés de los demás». Ese «tened entre
vosotros» implica una convivencia en el marco de una Comunidad que camina
juntos tras los pasos de Cristo. Implica un tiempo que yo dedico a esos
hermanos en concreto porque es ahí, en esa comunidad, donde se me concreta el
rostro de la Iglesia y descubro la presencia de Cristo.
Cuando uno va a apagar un
gran incendio no va con un pequeño cubo de agua y se vuelve a otras labores
como si ese incendio se hubiera sofocado. Cuando uno afronta un incendio dedica
todo el tiempo y los recursos precisos para poderlo sofocar y así garantizar
que no vuelva a revivir. Lo mismo en la vida cristiana: cuando un cristiano
quiere encontrarse con Cristo no puede acudir a una Misa –y si acude-, pensando
que la sed de Dios ha quedado saciada por una temporada, ya que lo único que se
ha hecho ha sido, tal vez, ‘calmar la conciencia’ y ‘cumplir con una norma’.
¿Acaso una esposa se tiene que conformar con un simple beso de su esposo?
¿Dónde queda el trato cariñoso, el diálogo y la escucha, el compartir vivencias,
el poner a Cristo en el medio de ese hogar y la auténtica experiencia de
donación total hacia el otro cónyuge? Si no hay una vivencia conyugal y
familiar estaremos casados y con hijos
pero nos estaremos perdiendo lo más bello que encierra esa misma
vocación cristiana. Con las cosas de Dios no se puede funcionar igual que con
las aspirinas o los calmantes, que si te duele algo te tomas esa botica y ‘te
vas arreglando’. Para saborear las cosas divinas nos tenemos que empapar
sumergiéndonos de lleno en la cosas de Dios desempeñando nuestros quehaceres
diarios. Mucho nos están pudiendo los hábitos y costumbres del pasado –que
pudieron dar respuesta a las inquietudes de aquel entonces- pero que ahora está
totalmente desfasado porque el Espíritu
del Señor va soplando hacia otras direcciones diferentes a las del pasado.
Hay gente que dice que las
cosas están mal sino se busca el consenso en todo y en nombre del consenso ‘nos
meten goles por toda la escuadra’. En las cosas que son opinables, mejorables,
en las cosas que afecten al mundo de la política el consenso es necesario.
Ahora bien, lo que afecte a la dignidad de las personas, en el campo de la
moral o de la ética, en el campo del derecho a la vida no cabe el consenso. Las cosas son buenas o malas, conducen a
una cultura de la vida o a una cultura de la muerte independientemente del
consenso. Un consenso no puede determinar que una cosa es buena o mala; un
consenso no puede declarar un derecho que no existe. Y ampararse en el consenso
–no dando la cara por lo que es justo y digno- no deja de ser una dejación de
las funciones y una clara irresponsabilidad que caracteriza a los malos
gobernantes y pésimos dirigentes. Cuando
el hombre se olvida de Dios comete auténticas salvajadas. De hecho la
primera de las lecturas ya nos lo manifiesta con toda la claridad ya que afirma
que el desorden moral lleva al hombre a
la ruina. No estemos unidos aparentemente al Evangelio, sino que sea
éste, la Palabra de Dios una opción radical en nuestra vida, aunque esto
suponga que se nos trate como ‘bichos raros’ en medio de esta generación tan
mundana.