DOMINGO
XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo c
MALAQUÍAS 3, 19-20a;
SALMO 97;
SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A
LOS TESALONICENSES 3, 7-12;
SAN LUCAS 21, 5-19
Hace
poco tiempo una amiga me comentó una experiencia catequética que llevó a cabo
con los niños de su grupo. Para explicarles la importancia de ser cristianos los
metió a todos dentro de una sala sin ventanas. Apagaron las luces quedando todo
en la más absoluta de las oscuridades. Cuando estaban así la catequista les
dijo que eso era el mundo, oscuridad y confusión. Y estando así ella prendió
una vela generando una luz que permitía ver donde estaba cada niño en esa sala.
Y les dijo que cada vez que –con nuestras acciones, con las oraciones, con nuestros pensamientos-
hacemos presente a Cristo estamos siendo esa luz que brilla en medio del mundo.
El profeta Malaquías nos
dice: «A los que honran mi nombre los
iluminará un sol de justicia que lleva
la salud en las alas». La vela en sí no es más que cera y una sencilla mecha. Sin embargo esa
vela adquiere el sentido de su ser, obtiene el fundamento de su existencia
cuando el fuego prende en la mecha y en la mecha se conserva ardiendo. Todos
gozamos de libertad para decir sí o decir no a la oferta de salvación que nos
plantea el Señor. Ahora bien si le
decimos que sí al Señor permitiremos que el Santo Espíritu more en nosotros
y desde dentro de nuestro ser nos ilumine
con su desbordante sabiduría; vayamos redescubriendo la gran novedad que Cristo nos aporta –en todos
y en cada uno de los aspectos de nuestro vivir-; vayamos saboreando la felicidad de vivir en estado de gracia
e ir avanzando en el proceso de conversión
personal para poder alcanzar la salud plena que es estar con Dios en la Gloria Eterna.
El
mismo salmo responsorial al decirnos que el Señor «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud» estamos
manifestando que en las manos de Dios está nuestro porvenir.
Si permitimos que el Señor rija nuestra
vida, Él mismo -como médico que es- nos irá sanando nuestras heridas. Heridas ocasionadas por nuestro pecado. Es
cierto que el Señor nos perdona nuestros pecados cuando acudimos debidamente
preparados al Sacramento de la Reconciliación. Él hace con nosotros ‘borrón y
cuenta nueva’. Sin embargo el daño que
nos ha ocasionado en nosotros ese pecado perdura, permanece. Por eso el
Señor nos entrega el Espíritu Santo para ayudarnos a restablecer ese daño. A
modo de ejemplo; un joven que es asiduo a los botellones y se emborracha como
señal de diversión. Atenta contra el mandamiento de ‘no matarás’. Si ese joven,
arrepentido se confiesa su pecado queda perdonado pero el daño ocasionado por
ese pecado perdura y sino colabora con el Espíritu Santo, si ese joven no pone
los remedios oportunos para romper con todo ese mal será más propenso a seguir
cayendo en el alcohol. Ahora bien, si uno se pone ‘manos a la obra’ y trabaja
‘codo con codo’ con el Espíritu Santo irá adquiriendo esa experiencia de lo
religioso que irá marcando su modo de ser: Esa persona se constituirá en luz
que brillará en medio de las tinieblas de este mundo.
Sin
embargo no olvidemos que seguir a Cristo supone
desmarcarse de muchas cosas de
este mundo y el mundo sólo ama a los
suyos. Cristo nos llega a decir que «todos
os odiarán por causa mía», lo que es totalmente lógico. A modo de ejemplo: Si
los jóvenes de la pandilla se divierten abusando del alcohol piensan
–equivocadamente- que al hacerlo todos, mencionada responsabilidad se diluye
entre la colectividad adquiriendo ‘carta de ciudadanía’ ese modo de proceder
dañino. Pero si uno ya no colabora con esa ‘diversión’ y actúa como Cristo
desea, esa persona, sin ella pretenderlo, pasa a ser molesta porque me está
denunciando mi uso irresponsable tanto del alcohol como de mi tiempo libre. Ese
chico actuando así es como esa vela que alumbra en medio de esa densa
oscuridad. Lo nuestro es llevar a Cristo
a los hombres.
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