DOMINGO XXX DEL TIEMPO
ORDINARIO, ciclo c
LECTURA DEL LIBRO DEL ECLESIÁSTICO 35, 15b- 17.20-22a:
SALMO 33;
LECTURA DE LA SEGUNDA CARTA DEL
APÓSTOL SAN PABLO A TIMOTEO 4,
6-8. 16-18;
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN
SAN LUCAS 18, 9-14
Las personas tenemos una memoria muy selectiva. Muchas veces sólo nos acordamos
de lo que nos interesa. Seguro que si a alguno le hemos prestado dinero aún nos
acordamos de no haberlo recuperado e incluso la cantidad que era y la excusa
que nos dieron cuando nos lo pidieron. Pero hay otra cosas que se nos olvidan o
no las recordamos tal vez porque no las hemos sabido valorar en su justa
medida.
El libro del Eclesiástico –en la
primera de las lecturas- está recordando al pueblo de Israel que ellos han
estado oprimidos y esclavos en Egipto. Que han sufrido hasta límites
insoportables. Y que este pueblo oprimido ha experimentado la liberación de
Dios. Es más, en su memoria –tanto colectiva
como personal- han de tener muy presente este hecho
salvífico, de elección y de amor de Dios. Cuando uno recuerda las
maravillas obradas por Dios en uno, uno tiene presente a Dios con una actitud
agradecida. ¿Qué sucede cuando a uno se le olvida lo que Dios ha hecho por él y
por el pueblo? ¿Qué sucede entonces? Lo que pasa es que
somos presa del Demonio al caer en el pecado. Algunos ciudadanos del pueblo hebreo al no recordar que
ellos habían sufrido la opresión y que Dios les había sacado de esta constante
dolorosa humillación empiezan a oprimir
a los pobres, a los más desfavorecidos. Por eso la Sagrada Escritura nos hace el urgente llamamiento a no olvidarnos de las acciones del Señor.
Al olvidar las acciones salvíficas que
Dios ha ido obrando en la vida personal se llega a caer en el absurdo, ya que se puede llegar a pensar que uno
hace méritos para que luego el Señor te los tenga que agradecer. Nos olvidamos de los regalos de Dios y nos creemos con
derechos ante Él por haber realizado cosas o haber hecho méritos por algo.
En este absurdo cayó el fariseo de la parábola, se dedicó a ponerse medallas
ante Dios: «"¡Oh Dios!, te doy
gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».
Mas cuando uno, con corazón
agradecido al Señor, mantiene la memoria de la historia de salvación que Dios
ha realizado en nuestra persona y recuerda el paso de Dios es entonces –como dice
el salmo responsorial- brota de nuestros labios la bendición y la alabanza.
San Pablo cuando está escribiendo a
Timoteo le está diciendo que la experiencia de ese combate por mantener la fe
ha ido creando en él un modo de entender la vida. Ha dado la vida por Cristo –y
está orgulloso de esto- gastándola día a día e instante a instante para que todos
le conozcan. San Pablo recuerda cómo el Señor le ha ayudado y hace memoria de
los momentos de encuentro que ha tenido con el Señor. Y San Pablo lo hace
realizando un acto de profunda humildad porque sabe de dónde le había sacado el
Señor, ya que era perseguidor –al principio- de los cristianos. Todos nosotros
sabemos de dónde nos ha sacado el Señor; de nuestros pecados y miserias. Ha
desbordado con nosotros su amor y siempre ha estado, y se mantiene atento, a la
voz de nuestras súplicas.