sábado, 4 de mayo de 2013

Homilía del Domingo Sexto de Pascua, ciclo c



DOMINGO VI DE PASCUA, ciclo c HECHOS DE LOS APÓSTOLES 15, 1-2.22-29; SALMO 66; APOCALIPSIS 21, 10-14.22-23; SAN JUAN 14, 23-29

            Hermanos, muchas personas viven muy pendientes de lo que dice el Tarot, de lo que se escribe en los horóscopos e incluso se acude a gente que vive del esoterismo y de la magia. Y de hecho estas personas viven muy pendientes de todo esto que no hace otra cosa más que alejar de Dios. Conozco casos –y muy serios- de personas que han puesto su vida en estas ciencias oscuras y han acabado destrozando del todo su vida, dejando su matrimonio, abandonando los hijos, arruinándose y quedándose en la calle, dedicándose a negocios sucios o quitándose la vida. Nosotros somos hijos de la luz, no hijos de las tinieblas y estamos creados para ser comunicadores de la paz que brota de Cristo Resucitado.
            Nosotros somos cristianos, pertenecemos al nuevo pueblo de Israel. Somos una nación santa, un pueblo sacerdotal. Hemos sido bautizados y hemos roto con los pecados del mundo, porque deseamos que la luz que irradia Cristo sea la que nos oriente. Nos dice la primera carta de San Pedro: «Habéis sanado a costa de sus heridas, pues erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al que es vuestro pastor y guardián» (1Pe. 2,24b-25). Si nuestro corazón no se convierte al amor de Dios estamos perdiendo tiempo y energías. Hermanos, constantemente el pecado se hace presente en nuestra vida; odios, malos comentarios, críticas, recelos, envidias, soberbia… entre otros. Es verdad que Dios nos socorre con su fuerza santificadora con sus sacramentos, sin embargo nuestro pecado impide que su gracia entre en nosotros. Si ahora mismo estuviese contraída una muralla de piedra entre ustedes y yo, no nos podríamos ver; y oír con dificultad. El pecado es esa muralla que nos impide poder estar cerca de Jesucristo. Pero lo peor no acaba aquí, sino que –como nos terminamos acostumbrando a todo- llegamos a un punto que ya ni echamos de menos esa relación frecuente con Jesucristo.
            Nosotros debemos de vivir pendientes de toda palabra que sale de la boca de Dios. Como nación santa que somos es más que necesario que guardemos sus palabras, pero no en un baúl ni en una estantería, sino que estén latiendo en nuestro interior. Cuando uno tiene que tomar decisiones a la hora de educar a sus hijos, en la vida conyugal, en la vida laboral o en los demás ámbitos es cuándo uno cae en la cuenta de hasta qué punto uno permite que Jesucristo le proporcione la sabiduría que procede de lo alto. Reza con estas palabras el Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida, si el Señor es mi luz, ¿a quien temeré? ¿Quién me hará temblar?».
            En la época de los Apóstoles tuvieron problemas –y delicados- tan y como nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles. Unos decían que se debían de circuncidar según la ley de Moisés para salvarse y los otros decían que no era necesario; llegando a tener una violenta discusión. ¿Cómo lo solucionaron? Cuando esa comunidad –a pesar de las fuertes discusiones que puedan tener- desea con todo el corazón guardar y hacer propias las palabras del Señor, es entonces, de modo misterioso cuando Jesucristo nos descubre el modo de ejercitarnos en el amor y así salir fortalecidos en la fe.

1 comentario:

Laura dijo...

Buenas palabras..