Domingo XV del tiempo ordinario, ciclo b
La Palabra de Dios siempre nos ofrece esa lucidez que procede de lo Alto para comprender nuestra propia realidad.
La primera de las lecturas tomada del profeta Amos es muy breve pero muy intensa. El profeta Amos lanza un mensaje al pueblo judío que no ha perdido actualidad a lo largo de los siglos. Él gozaba de una visión profética que le llevó a leer por dentro acontecimientos y situaciones que externamente solo hablaban de bienestar y prosperidad. Pero no valen estas situaciones, aparentemente benéficas, cuando todo está construido sobre el abandono de las más decisivas exigencias de la fe en el Señor. El profeta Amos nos dice que no puede haber religiosidad sin ética. Dicho con otras palabras: Sólo podremos ofrecer un culto agradable a Dios cuando nuestros comportamientos estén orientados en orden del bien. San Pablo lo dice empleando otras palabras: «Si alguno dice yo amo a Dios, y odia su hermano, es un mentiroso (1 Jn 4, 20a)». Cuando la ética no existe, cuando una persona obra al margen de lo que es bueno, la fe resulta algo vacío y el culto se convierte en una coartada sin eficacia. Porque hermanos, podremos engañar a las personas, sin embargo a Dios no se le puede engañar. Amos era muy claro, decía al pueblo judío lo siguiente: es cierto que el pueblo hebreo es el pueblo elegido por Dios para ser de su divina propiedad, pero a punto y seguido les recordaba la urgente responsabilidad que habían adquirido. Esto que nos enseña Amos es totalmente aplicable para cada uno de nosotros.
Muchos de los problemas que tenemos en nuestros pueblos es porque se ha generado una fractura entre el comportamiento y el culto agradable ante Dios. Es porque se ha generado un convencimiento de que no pasa nada cuando uno ‘despelleja al hermano’ y después acude, como si nada, al templo.
San Pablo en la carta a los Efesios, en la segunda de las lecturas, nos expone unas ideas bellísimas. He entresacado una: «Y nosotros, los que ya esperábamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria». Aquí San Pablo nos gradúa nuestra visión desenfocada. Primero: estamos esperando a Cristo, luego nuestra alma está siendo acondicionada para acogerle y ‘apenas llame poderle abrir’. Implica que toda la fuerza de nuestra obrar, pensar y decir está encaminada hacia el bien, más aún, hacia la santidad. ¿Cabe aquí las críticas, la crispación, la murmuración, el sembrar cizaña, el enfrentamiento, la amenaza y la división?, claramente que no caben. Y la segunda de las ideas: Del mismo modo que una lámpara sin el aceite no puede cumplir su cometido de alumbrar, tampoco un cristiano puede ofrecer un culto agradable a Dios sino está repleto del aceite de la caridad fraterna. Sólo daremos alabanza a Dios cuando se abandone determinados hábitos reinantes que dañan la fraternidad cristiana.
Y el Evangelio va en la misma línea. El objetivo de los cristianos es anunciar la buena nueva del Reino de Dios. Y en concreto, aplicándolo a los presbíteros, proponer y nunca imponer la Palabra de Dios, siempre respetando la libertad de las personas, ahora bien, si el nombre de Cristo no es escuchado ni amado estamos dispuestos a sacudirnos el polvo de los pies y marchar a otros lugares.
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