Domingo XIX del tiempo ordinario, 8 de agosto de 2010
El corazón del hombre se puede llegar a asemejar a un potente imán que atrae, con cierta impetuosidad, ciertas cosas hacia si. Tantas pueden ser las cosas atraídas que todo él puede quedar totalmente cubierto y aplastado por infinitud de deseos, de ilusiones, de posesiones o de frustraciones. Un corazón así no puede, casi, ni latir. Vivirá con gran ansiedad, desasosegado y con una sensación de un profundo vacío, ya que nada ni nadie en este mundo puede llegar a colmar el ansia de felicidad que genera el corazón humano.
Cuando uno empieza a ser conciente que somos peregrinos hacia el Cielo, y que todos nosotros tenemos una ‘fecha de caducidad’ en nuestra estancia terrena; es cuando uno empieza a prescindir de algunas de sus apegadas cosas para centrarse en lo esencial. Y ustedes me pueden preguntar: ¿y qué es lo esencial?, ¿cómo yo se discernir lo que es esencial de lo que es secundario?. El Pueblo Judío sí lo sabía, de hecho así nos lo comunica en el libro de
Y en la segunda lectura, tomada de
Como se pueden dar cuenta, tanto en la primera, en el salmo responsorial como en la segunda de las lecturas uno se encuentra con un común denominador: Ese potente imán, que es el corazón del hombre, para gozar de auténtica felicidad, sólo ha de atraer hacia si una única cosa: EL DESEO DE VIVIR EN
Ese deseo de vivir en la presencia de Dios lleva en sí mismo EL amar a los demás hermanos con
Tal y como nos dice el Evangelio, nosotros somos los administradores que el Señor nos ha puesto al frente de muchas responsabilidades para hacer lo que Dios quiere y estar dispuestos a ponerlo por obra. Dios desea que nosotros, que como administradores que somos, tengamos en nuestro corazón una única pretensión: vivir en
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