Homilía de la
Exaltación de la Santa Cruz
Jn 3, 13-17
La
burla, el acoso sibilino
Recordemos un
hallazgo fascinante en las excavaciones del pedagogium, una escuela para
jóvenes de clase alta en tiempos del emperador Domiciano. Allí se encontró el
famoso grafito de Ἀλεξάμενος (Alexámenos), un dibujo que refleja la
burla de sus compañeros.
El grafito muestra
a un hombre con cabeza de asno crucificado, y debajo la inscripción, que en
griego dice: "Ἀλεξάμενος σέβεται θεόν" (Alexámenos sebeteon).
¿Qué significa? "Alexámenos adora a su Dios". Es una mofa
cruel, una burla hacia un compañero por creer en un Dios que fue crucificado,
un Dios al que ellos consideraban un ser despreciable.
Este grafito nos
enseña la gran dificultad de los primeros cristianos para predicar su fe: la
cruz no era un símbolo de gloria, sino de vergüenza. Un escándalo para
unos, una locura para otros. Y es que la gloria de Dios, la que nosotros
entendemos, se manifestó en un lugar de dolor y humillación.
La
cruz símbolo de nuestra fe
La cruz no fue
siempre un símbolo cristiano. Durante siglos, fue signo de infamia. ¿Cuándo
cambió esto? En el siglo IV, un momento clave en la historia de la Iglesia.
Durante el Primer
Concilio de Nicea (325 d.C.), los obispos pidieron al emperador Constantino
algo sorprendente: derribar un templo pagano que Adriano había construido sobre
el lugar donde, según la tradición, Jesús había sido crucificado y enterrado.
Este templo era un insulto a la fe, un intento de ocultar el lugar sagrado.
Constantino
accedió. Mandó destruir el templo, y sus piedras, consideradas inmundas, fueron
arrojadas a un barranco, una suerte de gehenna simbólica. Pero, en el
proceso, ocurrió un milagro. Al limpiar el terreno, encontraron el sepulcro de
Jesús. Sobre ese lugar, el emperador ordenó construir la Ἀνάστασις (Anastasis,
la "Resurrección" en griego), un gran templo con una cúpula.
Y en la roca del
Calvario, que quedó al aire libre, Constantino mandó poner una gran cruz de
oro. Desde ese momento, la cruz se transformó. Lo que había sido un instrumento
de tortura y vergüenza, se convirtió en el símbolo de nuestra fe,
el recordatorio de que la victoria de Cristo no es un poder violento, sino el
amor que vence a la muerte.
¿Qué nos dice esta
historia hoy? Nos dice que nuestra fe está cimentada en la Resurrección, pero
que la clave de la victoria no es el poder imperial, sino la humilde entrega de
la cruz. La fe no se esconde, sino que se alza y transforma en un faro para el
mundo.
La
leyenda de la Vera Cruz
Como saben, a
menudo se habla de la leyenda de Santa Elena, madre del emperador Constantino,
y su viaje a Jerusalén en el siglo IV. La historia cuenta que, buscando la cruz
de Jesús, encontró no una, sino tres, pues allí estaban también las de los dos
ladrones.
La tradición narra
que, para saber cuál era la de Cristo, se decidió hacer una prueba: acercaron
la primera cruz a una mujer moribunda, y no sucedió nada. Con la segunda, el
mismo resultado. Pero cuando la tercera cruz la tocó, la mujer se levantó
completamente sana. Así se identificó la Vera Cruz, la "verdadera cruz".
Hoy, celebramos la
fiesta de la Exaltación de la Cruz cada 14 de septiembre, conmemorando
precisamente este hallazgo histórico. Más allá de si la historia sucedió
exactamente así, lo que nos enseña es algo fundamental: la cruz de Cristo es un
instrumento de vida, de curación y de victoria. No es un amuleto, sino un
recordatorio de que en la entrega total, en el dolor vivido por amor, hay un
poder que el mundo no puede entender. Es el poder de la Resurrección.
Exaltar
El evangelista
Juan emplea el verbo ὑψόω (jupsóo), que significa ‘elevar,
enaltecer, exaltar, levantar’. (cfr. Jn 3, 14; Jn 8, 28; Jn 12, 32;
Jn 12, 34). En concreto en el versículo 14 nos dice: «καὶ καθὼς Μωϋσῆς ὕψωσεν
τὸν ὄφιν ἐν τῇ ἐρήμῳ, οὕτως ὑψωθῆναι δεῖ τὸν υἱὸν τοῦ ἀνθρώπου»; que
traducido es «y como Moisés levantó(exaltó) la serpiente en el
desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado (sea
exaltado)». Se refiere a la exaltación de Jesús en una cruz.
La
verdadera exaltación
Despojarse
para servirnos
En nuestro mundo,
la palabra ‘exaltación’ evoca imágenes de triunfo y poder. Pensamos en
un líder elevado por encima de la multitud, en un vencedor puesto sobre un
pedestal. Es un ascenso que a menudo se logra pisoteando a otros, usando a las
personas como peldaños para llegar a la cima. Para los grandes de este mundo,
la gloria está en dominar.
Sin embargo, el
Evangelio nos habla de otra clase de exaltación, una que es la opuesta. Jesús
fue exaltado, pero no sobre un carro de triunfo, sino sobre la madera de una
cruz. Jesús en lugar de aplastar a otros, Él se humilló, se hizo siervo, se
despojó de todo para servirnos. Y fue precisamente en este acto de entrega, en
esta aparente derrota, donde alcanzó la verdadera gloria. Como nos recuerda la
carta a los Filipenses, ‘se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz’
(cfr. Flp 2, 6-11).
La cruz no es un
símbolo de poder, sino que es un símbolo de servicio. Nos enseña que la
verdadera grandeza no está en el que domina, sino en el que desciende; no en
el que se impone, sino en el que se entrega. Ser cristiano es elegir el
último lugar, es estar dispuesto a dar la vida por amor a los demás, porque
ahí, en esa humilde entrega, es donde se manifiesta la gloria de Dios.
La
cruz como amor y servicio
Jesús nos invita a
tomar nuestra cruz, pero ¿a qué se refería? (cfr. Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9,
23). A menudo, pensamos en ello como una carga pesada de problemas y
sufrimiento: las enfermedades, los disgustos o los fracasos. Pero Jesús no
estaba glorificando el dolor. Dios no quiere nuestro dolor; lo que quiere es
nuestro amor.
La cruz, como
vimos, es un signo de algo más profundo. Es la elección radical de amar y de
servir hasta el final. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de aceptar el
costo de vivir por los demás. Cargar con la cruz es la decisión de ser "esclavo"
de nuestros hermanos, de poner sus necesidades por delante de las nuestras, sin
esperar nada a cambio.
Este es el verdadero significado de la
cruz para nosotros: es el símbolo de la entrega total, el distintivo de
quienes, por amor, se humillan y se ponen al servicio de los demás.
Variedad
de modelos de cruces…
La cruz no es una
idea abstracta; tiene muchas caras en nuestra vida diaria. Pensemos en el
matrimonio que, por fidelidad a la vida, acoge a muchos hijos. El mundo, e
incluso algunos a nuestro alrededor, los miran con extrañeza. Los critican,
susurran a sus espaldas, y hasta se burlan llamándolos "conejos".
Esa burla, esa incomprensión, es la cruz del ridículo. Es el precio de vivir a
contracorriente del mundo.
Pensemos también
en el padre y en la madre que, por amor a su familia, se desgasta en un trabajo
que quizás no le gusta, sacrificando su tiempo y sus aficiones. El mundo le
diría que no se valora, pero en esa fatiga silenciosa y en esa entrega, él
lleva su cruz.
Y qué decir del
joven que, al elegir vivir la pureza en un ambiente que lo incita a lo
contrario, es tildado de "raro" o "antiguo"
por sus amigos. La humillación de ser rechazado por ser fiel a su fe, es
también una cruz. El médico que atiende de madrugada sacrificándose por sus
pacientes; el maestro que se queda después de clase sin percibir ninguna
compensación; el vecino que cuida al anciano.
La cruz no es algo
que se busca, sino la consecuencia de vivir el Evangelio en la vida real. Es la
humillación, la soledad y la incomprensión que a veces enfrentamos por ser
fieles a Jesús en un mundo que no lo entiende. Y es precisamente en estas
pequeñas cruces donde el amor de Cristo se hace visible. Es esa cruz la que
adoramos, abrazamos y besamos en el Viernes Santo. Si no tienes cruz es por una
razón: No sigues a Jesús.
El
camino de Nicodemo hacia la luz
Hoy, el Evangelio
nos invita a ponernos en los zapatos de un hombre fascinante, Nicodemo. Él era
un jefe de los fariseos, un líder religioso muy respetado, pero que vivía con
preguntas en su corazón. A menudo se piensa que fue a ver a Jesús de noche por vergüenza
o miedo, pero la tradición nos enseña algo más profundo. Para los rabinos de
la época, la noche era el momento ideal para buscar juntos la luz de la
Palabra, para escudriñar los misterios de Dios.
Nicodemo había
visto las señales que Jesús hacía, y sus viejas certezas se estaban
tambaleando. Así que fue a esa búsqueda, a esa conversación íntima con el
Señor.
Pero la luz
completa, la que despejaría todas sus dudas, no la encontraría en esa charla
nocturna. La encontraría más tarde, en el Calvario, al pie de la cruz. Fue allí
donde, junto a José de Arimatea, Nicodemo se atrevió a salir a plena luz del
día para bajar el cuerpo de Jesús, abrazando la verdad de la cruz. Su viaje de
fe, que comenzó en la oscuridad de la noche, alcanzó su plenitud en el momento
de la máxima humillación de su Señor (cfr. Jn 3, 1-21; Jn 7, 50-52; Jn 19,
39-42).
Ver
el rostro de Dios
«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido
al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre».
A lo largo de la
historia, la humanidad ha buscado desesperadamente ver el rostro de Dios.
Pensemos en Moisés, quien le ruega: «Señor, muéstrame tu gloria». Y la
respuesta que recibe es clara: «No puedes ver mi rostro» (cfr. Ex 33,
20-23). Él solo ve la espalda de Dios, un indicio de su paso, pero no su
rostro. San Juan, al comienzo de su Evangelio, lo confirma: "A Dios
nadie lo ha visto jamás" (cfr. Jn 1, 18).
¿Qué hemos hecho
entonces? Como nadie ha subido al cielo para contarnos cómo es Dios, nosotros,
con nuestras propias limitaciones, nos hemos inventado un montón de imágenes de
Él. Hemos proyectado nuestras propias miserias y miedos en un Dios que a veces
parece vengativo, un Dios que castiga, que prefiere a unos sobre otros. Un Dios
que, francamente, se parece más a un ser humano con mucho poder que al Dios
verdadero.
Esta es la
realidad: nadie ha visto a Dios. Y es precisamente por eso que la venida de
Jesús lo cambia todo. Él es el único que ha descendido para mostrarnos el
verdadero rostro del Padre.
Jesús
la imagen perfecta del Padre
En el Evangelio,
Jesús se llama a sí mismo de dos maneras: "Hijo del Hombre" y
"Hijo de Dios". Estos títulos pueden sonar parecidos, pero
tienen un significado especial.
Cuando Jesús dice
que es el Hijo del Hombre, no solo quiere decir que es un ser
humano como nosotros. Nos está diciendo que él vino de un lugar diferente, que
no subió al cielo, sino que bajó de él. Él es el único que ha estado
con Dios y, por eso, puede contarnos cómo es el Padre.
Y al decir que es
el Hijo de Dios, nos da la clave para entenderlo todo. En la
cultura de la Biblia, cuando un padre decía: "este es mi hijo",
no solo se refería a que era su descendiente. Significaba: "él es mi
imagen, es mi vivo retrato".
Y esto es lo que
hace Jesús. A través de sus gestos, sus palabras y su vida entera, Jesús nos
está mostrando la verdadera imagen de Dios. No un Dios que castiga o que se
esconde, sino un Dios de amor total. Él es la imagen perfecta que bajó del
cielo para que pudiéramos ver el rostro del verdadero Dios.
Cuidado
con ir descalzos
«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre».
El pasaje al que
Jesús se refiere es una historia del desierto, un recuerdo que todos sus
oyentes, judíos, conocían bien. En el libro de los Números, capítulo 21, se nos
cuenta cómo los israelitas, en su camino hacia la Tierra Prometida, se quejan
de la comida y de la vida en el desierto. Como consecuencia, Dios les envía
serpientes venenosas que muerden a la gente, y muchos mueren (cfr. Nm 21, 4-9).
En algún
documental he visto cómo se recomienda a los que transitan por el desierto del
Sinaí que no vayan nunca descalzos porque debajo de la arena hay serpientes muy
venenosas que sólo asoman la cabecita, las cuales ni se las ven venir, pero
muerden inmediatamente si se va descalzos; una pisada en falso y la mordedura
podía ser mortal.
Esto es lo que les
sucedió a los israelitas que andaban descalzos por el desierto y no tenían el
antídoto. Angustiados, recurren a Moisés. Y aquí es donde la historia da un
giro inesperado: Dios no quita a las serpientes, sino que le ordena a Moisés
hacer una serpiente de bronce y ponerla en una asta. La instrucción es
sencilla: «quien sea mordido y mire a esa serpiente, vivirá».
De la misma
manera, nosotros caminamos por el mundo "con los pies descalzos de la
fe". Por mantener esa lucha constante de ser seguidor de Jesús estamos
siendo expuestos las "serpientes" de las que el mundo está
lleno: la crítica, la burla, el desprecio que recibimos por vivir el Evangelio.
Recordemos que la fidelidad a Cristo tiene un costo, san Pablo nos cuenta lo
que él atravesó (cfr. 2 Cor 11, 23-28). Estas son las "mordeduras"
que nos quitan la paz y nos humillan. Pero la respuesta de Dios no es un
milagro que quite los problemas, sino una mirada de fe para no devolver el mal
que nos hagan por ser cristianos.
Dios
es como una fuente
de
la que no puede dejar de manar agua
.
El texto nos dice que «así tiene /es
necesario que/ es preciso que/ es inevitable que ser elevado el Hijo del hombre»
y nos dice la finalidad «para que todo el que
cree en él tenga vida eterna».
Está diciendo que
ese evento dramático es necesario para que se pueda realizar el plan de Dios. El
texto nos confronta con una paradoja: la cruz, el peor acto de maldad de los
hombres, se convierte en la máxima revelación de la gloria de Dios. Es
importante entender esto: la crucifixión no fue la voluntad del Padre. Dios no
deseó ese crimen. Pero cuando el mal hizo su jugada más terrible, Dios la usó
para mostrarnos quién es Él en realidad.
¿Por qué? Porque
el corazón de Dios es amor puro y sin límites. Es como una fuente que no
puede dejar de manar agua, o como la luz que no puede dejar de iluminar. Su
naturaleza es amar incluso a quien no lo merece, al que se opone a Él. Y para
demostrarnos la profundidad de ese amor, Jesús tuvo que ir hasta el final,
hasta dar su vida por nosotros, porque no hay nada más allá de la muerte que se
pueda entregar.
Jesús nos dice que
la meta de todo esto es que el que cree en Él «tenga
vida eterna». Y aquí hay una sorpresa.
La
vida eterna,
¿una
jubilación merecida en el cielo?
Para los de la
época, la vida eterna era un premio futuro, una especie de jubilación bien
merecida en el cielo. Pero Jesús nos revela algo nuevo. La vida eterna no es un
premio para después, es un regalo que se recibe ahora mismo.
No es que nuestra
vida biológica, la que viene de la tierra continúe para siempre. Es que, al
creer recibimos una vida nueva, una de una calidad distinta que viene de
Dios mismo, que es inmortal.
Los primeros
cristianos entendieron esto ya que ellos no creían en un Dios que solo resucita
muertos, sino en un Dios que da su propia vida a los vivos, y es esa vida la
que ya puede vencer a la muerte.
Creer es mucho más
que decir "yo creo en Jesús"; es mirar a ese hombre levantado
en la cruz, entender el amor que muestra con ese gesto, y luego hacer de tu
propia vida una respuesta. Es abrazar el mensaje que nos trajo y es que la
verdadera gloria y la felicidad no están en tener, sino en dar la vida.
Quien
no abraza la decisión de amar
junto
conmigo, no me entiende
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para
que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».
Todos sabemos lo
que es ser esclavo de algo, ¿verdad? El esclavo no se pertenece a sí mismo.
Siempre está disponible, siempre dependiente de las órdenes de su amo.
Durante siglos
hemos pensado en Dios exactamente así: como un jefe que nos tiene de empleados,
esperando que cumplamos sus reglas para después darnos la recompensa. Pero
cuando Jesús apareció en escena para mostrarnos cómo es realmente el Padre, no
llegó como un jefe exigente. Llegó como alguien dispuesto a servir.
Entonces surge una
pregunta fascinante: si Dios actúa como un servidor, ¿quién es su jefe? La
respuesta nos sorprende: nosotros somos el jefe de Dios. Porque nadie es más
esclavo que quien ama de verdad.
Lo vemos todo el
tiempo: cuando alguien se enamora, la persona amada puede conseguir cualquier
cosa de él. El amor nos convierte en esclavos voluntarios de quienes queremos.
Por eso Jesús nos
dice algo revolucionario: "¿Quieres ser realmente hijo de Dios?
¿Quieres parecerte al Padre? Entonces hazte servidor." La cruz no es
un símbolo de sufrimiento, sino de amor total, de entrega completa. Cargar
la cruz significa ponerse completamente a disposición de los demás, incluso
hasta las últimas consecuencias.
Si cambiamos la
palabra "cruz" por "amor", el mensaje de Jesús se vuelve
cristalino: "Quien no abraza la decisión de
amar junto conmigo, no me entiende."
Esta es la
elección de quien ha descubierto algo hermoso: la verdadera grandeza está en
servir, y la verdadera felicidad llega cuando vemos que alguien comienza a
sonreír porque nosotros hicimos algo para hacerlo feliz.
Creer
en Jesús es dejarse guiar
en
cada decisión por la luz de la cruz.
«Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él».
Creer
significa algo muy concreto: dejarse guiar en cada decisión por la luz que
viene de Jesús en la cruz.
Recordemos que, en
el desierto, los mordidos por serpientes se curaban mirando hacia la serpiente
de bronce levantada. Hoy también hay serpientes que nos envenenan. No nos matan
físicamente, pero sí atacan nuestra vida auténtica. Pensemos en lo que circula
por las redes sociales, en esa mentalidad del "todo vale" que venden
los medios, en esa filosofía del "haz lo que te gusta". Son venenos
disfrazados.
Pero también hay
serpientes internas: los impulsos egoístas, los celos, los rencores, esa
agresividad dirigida hacia quienes deberíamos servir.
¿Quién nos ofrece
el antídoto? Ahí está el sentido de esta celebración: dirigir la mirada hacia
Jesús exaltado. Es esa mirada la que nos inmuniza contra los venenos que no
tocan nuestro cuerpo, pero que atacan la vida auténtica que Él nos trajo.