Homilía del
Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 16, 19-31
Hoy quiero
hablarles de una historia que nos hace pensar en cómo usamos lo que tenemos y
en qué confiamos para el futuro.
El
evangelio del domingo anterior
La semana pasada
vimos la parábola del administrador (cfr. Lc 16, 1-13) que fue llamado por su
jefe y le dijeron: "Mira, pon en orden toda la contabilidad, porque tu
tiempo como administrador se terminó." Este hombre pierde el trabajo,
pero no se queda paralizado; inmediatamente se pregunta: ¿y ahora cómo me
aseguro un buen futuro? Pone sobre la mesa varias opciones, analiza sus
posibilidades y finalmente llega a una idea brillante: "No necesito
acumular más riqueza, pero sí puedo usar lo que aún tengo para hacerme amigos."
Eso es exactamente
lo que Jesús nos sugiere: podemos usar lo que tenemos —el dinero, los recursos,
las oportunidades— para construir relaciones y ayudar a los demás. Dinero y
poder siempre tienen un riesgo de injusticia o abuso; pero si los usamos para generar
conexiones reales y ayudar a otros, estamos invirtiendo en algo que realmente
importa.
Y no solo eso,
Jesús también nos dice a quiénes prestar atención. En la historia dice: "Cuando
organices un banquete, no invites solo a los que te devolverán el favor; invita
a los que más lo necesitan: pobres, enfermos, marginados." Porque
serán esas personas, a quienes tú ayudaste, las que recordarán tu generosidad y
tu atención cuando llegue el momento de ser recibidos. Es un mensaje sobre
priorizar lo importante sobre lo cómodo o lo lucrativo.
No todos quedaron
contentos con esta idea. Lucas nos cuenta que algunos se burlaron de Jesús. Los
fariseos, la élite religiosa de su tiempo, probablemente pensaron: "¿De
qué está hablando este hombre? ¿Hacerse amigos con el dinero? ¡Nosotros ya
sabemos cómo asegurarnos un futuro feliz! Seguimos las reglas, hacemos
sacrificios, oramos… no necesitamos eso."
El punto es claro;
a veces las personas con más recursos o conocimiento creen que seguir las
normas estrictamente es suficiente. Que la vida se trata de cumplir reglas,
acumular méritos o aparentar bondad. Pero Jesús nos propone algo mucho más
simple y poderoso: usar lo que tenemos para cuidar a otros y construir
relaciones auténticas, porque eso sí cambia la vida.
El dinero tiene que ver cómo vivimos
¿Qué tiene que ver el dinero con la vida espiritual? Jesús cuenta esta
historia para quienes se hacen esa pregunta de manera orgullosa, pensando que
el dinero no tiene nada que ver con cómo vivimos o cómo nos relacionamos con
los demás. Fíjense que no se la cuenta directamente a los discípulos ni a la
multitud, ni siquiera a los fariseos de su tiempo —esos ya no están—.
Para los que piensan que con su dinero
hacen lo que les da la gana
La parábola va dirigida a los que hoy piensan como aquellos fariseos: gente
que se siente tranquila consigo misma porque hace lo “correcto” en la
religión o en la moral, pero creen que eso les da derecho a usar su dinero como
quieran. Compran, venden, acumulan, gastan en caprichos, y piensan que todo eso
no afecta quiénes son ni cómo tratan a los demás.
Jesús les habla a
ellos. Les dice, en otras palabras: “Si crees que tu dinero no tiene nada
que ver con tu vida, piénsalo de nuevo. Cómo usas lo que tienes dice mucho
sobre quién eres y sobre tu futuro.”
Por ejemplo; imagina a alguien que dona religiosamente cada mes a la
iglesia, pero al mismo tiempo paga sueldos miserables a los empleados de su
empresa o deja que sus proveedores trabajen en condiciones injustas. ¿Esa
persona está viviendo de forma coherente?
Otro ejemplo; piensa en alguien que gasta miles de euros en ropa de marca o
en coches de lujo, mientras ignora que hay vecinos, amigos o familiares en
necesidad inmediata de ayuda.
Y uno más, muy cotidiano. Alguien que tiene suficiente para comer y se da
caprichos, pero cuando ve que un compañero de trabajo pide un préstamo pequeño
para pagar la luz o la comida, pone excusas o mira para otro lado. Son
decisiones pequeñas, del día a día, que muestran claramente cómo usamos lo que
tenemos: para vivir conectado con los demás o para aislarnos en nuestro propio
confort.
El primer personaje:
Un hombre rico
«En aquel tiempo, dijo Jesús a los
fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y
banqueteaba cada día».
El primer personaje que aparece en la parábola es un hombre rico. No
se nos dice su nombre, solo que era rico. Representa a alguien con muchos
bienes. Más adelante veremos cómo los administra y si lo hace con inteligencia
o con absoluta torpeza, como Jesús suele llamar a quienes manejan mal lo que
tienen.
No era un hombre que escandalizase con su pecado.
Por ahora fijémonos en algo importante. En ningún momento se dice que este
hombre cometiera grandes pecados. No aparece que fuera un ladrón, que explotara
a sus trabajadores, que hiciera trampas con los impuestos o que llevara una
vida desordenada. Nada de eso. Como la parábola está dirigida a los fariseos,
bien podríamos imaginar que era un hombre religioso, cumplidor, alguien que
hacía todo “como corresponde”.
La mentalidad de los fariseos era…
Y esa era precisamente la mentalidad de los fariseos. Mientras no
hubieras conseguido tu dinero de manera deshonesta, podías gastarlo y
disfrutarlo como quisieras. Por eso del dinero que devolvió Judas Iscariote
ellos no lo gastaron como deseaban, sino que deliberaron y buscaron un destino
diferente y apropiado para ese dinero, ya que era ‘precio de sangre’
(cfr. Lc 27, 3-10).
No carguemos las tintas con ‘Epulón’
No le pongamos defectos que no aparecen en la historia. El hombre
simplemente era rico. Y ser rico, en sí mismo, no es un pecado.
En la tradición bíblica, la abundancia de bienes incluso se entendía como una
bendición (cfr. Dt 8, 18; Sal 1, 3; Prov 10, 22; Gn 13, 2; Job 42, 12; Dt 28,
11-12; 1Cr 29, 12; Prov 3, 9-10).
Es entender a quién pertenece esos bienes
y cómo usarlos
Lo natural es que la vida traiga alegría, bienestar, cosas buenas. El tema
no es tener, sino entender a quién pertenecen realmente esos bienes y cómo
deben usarse. Si crees que son solo tuyos, harás con ellos lo que quieras. Si
entiendes que te han sido confiados, que eres administrador y no dueño,
la perspectiva cambia por completo.
Todo lo que llega a nuestras manos —dinero, capacidades, tiempo, talentos—
no está pensado solo para acumularse, sino para producir vida y generar bien
alrededor. De cómo lo uses tendrás que dar cuentas, porque cuanto más recibes,
más grande es la responsabilidad.
No sólo el dinero es riqueza
Riqueza no es solo dinero. También lo son la inteligencia, la preparación,
la capacidad de tomar decisiones, las oportunidades que se te
presentan. Todo eso son formas de riqueza. Cuanto más tengas, más
posibilidad tienes de crear vida, de hacer el bien, de sumar personas a tu
alrededor.
Seria advertencia:
Puede hacerte perder la cabeza
Pero aquí está la advertencia. La riqueza en sí no es mala, pero sí es
peligrosa. Puede atraparte, puede engañarte, puede hacerte
perder la cabeza. El riesgo más grande no es tener mucho, sino terminar
creyendo que tu valor está en lo que posees.
Cuando la riqueza se apodera de tu corazón,
ya no eres tú quien manda
Todos conocemos esa historia del agricultor que tuvo un año
espectacular (cfr. Lc 12, 13-21). La cosecha le salió tan bien que literalmente
no sabía dónde meter todo lo que había producido. Y ahí es donde la cosa se
pone interesante.
El tipo se sienta a pensar y llega a una conclusión que parece bastante
lógica: "Voy a construir graneros más grandes para guardar toda esta
riqueza." Pero aquí viene lo fascinante: ¿quién realmente le estaba
susurrando esa idea? Porque si te fijas bien, no era él quien estaba tomando la
decisión. Era como si la propia riqueza le estuviera dictando qué hacer. "Guárdame,
acumúlame, retenme solo para ti."
Piénsalo un momento. Si en lugar de estar obsesionado con acumular hubiera
tenido una perspectiva diferente, la decisión habría sido completamente
distinta. Habría pensado: "Tengo una oportunidad increíble aquí. Puedo
abrir lo que ya tengo y compartir esta abundancia. Hay gente que realmente lo
necesita, puedo crear trabajo, puedo generar alegría."
Y aquí está el quid de la cuestión: cuando la
riqueza se apodera de tu corazón, ya no eres tú quien manda. Te
conviertes en empleado de tus propios bienes. Es como si recibieras órdenes
de tu cuenta bancaria. Y cuando eso pasa, algo terrible sucede: empiezas a ver
solo números, solo posesiones. El amigo se convierte en una oportunidad de
negocio, el compañero de trabajo en competencia, y en casos extremos, hasta tu
propia familia puede volverse invisible porque estás completamente cegado por
la obsesión de acumular más. La riqueza, literalmente, puede hacerte
perder la cabeza.
Los espinos de la riqueza asfixian
En la parábola de la semilla que cae en distintos terrenos (cfr. Mt 13,
1-23; Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15), Jesús habla de un riesgo muy concreto. Dice que
puede haber espinos que asfixien lo sembrado y no lo dejen crecer. Y explica
que esos espinos representan la seducción de la riqueza.
Hoy, en la parábola que estamos leyendo, ese riesgo toma cuerpo en un
personaje. Es la imagen de un hombre que ha perdido la cabeza, alguien que dejó
que la riqueza ocupara tanto espacio en su vida que terminó apagando todo lo
demás.
El vestido del hombre rico
¿Cómo se presenta el rico de la
parábola? Lo primero que se dice de él es su forma de vestir. Usaba ropa de
púrpura y lino finísimo.
Vestido de púrpura
Sabemos lo que significaba la púrpura. Era un tinte rojo violáceo
extraído de un molusco llamado murex. Su producción hizo ricas a
ciudades como Tiro y Sidón. En tiempos del Imperio romano, solo los muy ricos
podían permitirse vestir de púrpura. Era un color reservado a las élites,
símbolo de poder y prestigio. De hecho, los hijos de los emperadores recibían
el título de πορφυρογέννητος (porphyrogénnētos), es decir,
“nacidos en la púrpura”. Era un título usado en el Imperio Bizantino para
designar a los hijos de los emperadores nacidos cuando su padre ya estaba en el
trono. La “púrpura” se refiere tanto al lujo imperial como a la famosa sala del
palacio de Constantinopla revestida con mármol de ese color.
Vestido de lino
Y junto a la púrpura, el lino finísimo. Una tela de altísimo valor, signo
de lujo y de un estilo de vida exclusivo. Este hombre, desde su ropa, mostraba
al mundo que pertenecía a los más privilegiados.
¿Hacía mal vistiéndose así?
Ahora bien, ¿hizo algo malo al vestirse así? Según la lógica común, no.
Simplemente estaba gastando lo suyo. Mucha gente lo habría felicitado: “Qué
bendición tener dinero y poder permitirse ropa cara.” Y lo curioso es que
esa misma frase, muchas veces, también la escuchamos de labios de cristianos.
Pero Jesús no lo ve de ese modo. Jesús no dice “bendito rico”, más bien
dice -sin decirlo en voz alta- “pobre rico”. Y aquí conviene recordar las
bienaventuranzas: la riqueza no es un éxito si se malgasta, si se encierra en
el círculo del propio bienestar, si termina atrapando el corazón. Ahí es donde
el rico se convierte, en realidad, en alguien que ha fracasado en la vida.
Pensemos en alguien que presume en redes sociales de su coche de lujo o de
sus vacaciones en un resort exclusivo. Muchos lo celebran con comentarios como:
“¡Qué crack, te lo mereces!” o “Bendito tú que puedes darte esos lujos.” Y, sin
embargo, quizá esa misma persona vive encerrada en un mundo pequeño,
obsesionada con mantener su nivel de vida, incapaz de compartir nada con los
demás. Desde fuera parece que triunfa; en el fondo, está empobrecida. Un pobre
rico.
Lo que pretende es ser contemplado y ser considerado.
¿Por qué este hombre viste así? Reflexionemos: solo quiere atraer la mirada
de la gente sobre él. Un objetivo realmente pobre: lo que quieres de la vida es
ser contemplado. El vestido es importante porque indica cómo queremos aparecer
ante los ojos de los demás, cómo nos gusta ser vistos, considerados. El peligro
es vivir para atraer estas miradas, para complacer los ojos de los que nos
rodean.
Se le diagnostica una patología al hombre rico
Esta patología tiene un nombre “oftalmodulia”, el cual, aunque no
está recogido dicho nombre en la Biblia, sí lo está su concepto: la adoración
de las miradas, la obsesión por ser admirado. El término proviene del griego ὀφθαλμοδουλία
(ophthalmodoulia), que combina ὀφθαλμός (ophthalmós, ojo)
y δουλεία (doulía, servicio o adoración). Es como cuando alguien
vive pendiente de lo que los demás piensan, siempre queriendo impresionar.
Pablo toca esta idea en varias cartas. Por ejemplo, en Colosenses 3,12-14
dice: «Vístanse, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañable misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre y paciencia;
soportándose unos a otros, y perdonándose mutuamente… y sobre todas estas
cosas, vestíos de amor, que es el vínculo perfecto». Aquí el “vestirse” es
con virtudes, no con la vanidad de la apariencia externa.
De manera similar, en Efesios 4,22-24, Pablo escribe: «En cuanto a la
pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre… y revestíos del nuevo,
creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad». Otra vez, la
advertencia es contra la ostentación y la vida guiada por la admiración de los
demás, no por la verdad y la justicia.
En otras palabras, ὀφθαλμοδουλία nos recuerda que la verdadera
riqueza no está en la ropa cara ni en el aplauso de los demás, sino en cómo
cultivamos nuestra vida interior y cómo usamos lo que tenemos para hacer el
bien.
El tema del vestido en la Biblia
Reflexionemos sobre el tema del vestido, porque en la Biblia se usa mucho
como metáfora. Hay un vestido horrible, el del malvado: se viste de violencia y
orgullo, como se refleja en el Salmo 73, que habla de la vida arrogante y
prepotente de los malvados. Hoy todavía vemos gente vestida así: que se gloría
porque amenaza, ofende o agrede.
Pero también existe un vestido completamente distinto: el del justo, que se
viste de rectitud y justicia. Esta metáfora aparece también en el Nuevo
Testamento. En la epístola de San Pablo a Timoteo, se dice: «Que las mujeres
se adornen con pudor y modestia, no con peinados ostentosos, ni oro, ni perlas,
ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como conviene a mujeres que
profesan piedad» (cfr. 1 Tm 2, 9-10). Es decir, lo que importa no es la
apariencia, sino la vida que se refleja.
De manera similar, en se afirma: «Vuestro adorno no sea el externo:
trenzas, oro, perlas, vestiduras lujosas; sino el hombre interior, el corazón
manso y apacible, que es de gran valor delante de Dios» (cfr. 1 Pe 3, 3-4).
Ese es el vestido precioso que realmente cuenta.
¿Qué miradas quieres atraer sobre ti?
Entonces, la pregunta que debemos hacernos es clara: ¿qué miradas quieres
atraer sobre ti? Si quieres impresionar a los demás, vístete como el rico de la
parábola. Si quieres agradar a Dios, vístete de buenas obras. Como dice Pablo
en la epístola a los Gálatas: «Porque todos los que habéis sido bautizados
en Cristo, de Cristo os habéis revestido» (cfr. Gal 3, 27).
Aquí se ve la locura de este hombre con los bienes: no se fija en los
amigos, ni en la vida que construye, sino en lo efímero de este mundo. Gasta su
riqueza en un vestido que se consume y al final termina roído por las polillas.
Si usas tus bienes así, los estás desperdiciando. Ese no era el propósito para
el que te los dio Dios.
¿Qué hay debajo de ese vestido exterior?
Un ser muy primitivo, muy básico
Hemos visto el vestido exterior de este hombre rico. Ahora pregúntate: ¿qué
hay debajo de ese púrpura y lino finísimo? La parábola no deja dudas: cada día
vivía a cuerpo de rey.
Pero si miras más de cerca, todo lo que hay bajo la púrpura y el lino es
un estómago que solo sabe llenarse, devorar y darse festines. No hay nada
más. Es como un ser primitivo disfrazado de sofisticación: come y ya,
sin darse cuenta de nada ni de nadie.
Este hombre da la sensación de que vivir es solo un banquete diario, un
ciclo sin fin de placer inmediato. No piensa, no ve a los demás, no habla con
nadie… solo come. Como si el mundo girara alrededor de su estómago.
Y aquí está lo
provocador: cuántos “ricos” de hoy no son muy distintos. Personas que viven
para consumir, mostrar, aparentar, sin mirar al que está al lado. La parábola
te pone frente a un espejo: ¿cuánto de tu vida se reduce a un estómago lleno y
a un ego satisfecho, mientras ignoras lo que realmente importa?
El Segundo personaje:
Un tal Lázaro
«Y un mendigo llamado Lázaro estaba
echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía
de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas».
¿Qué es lo que hace el pobre llamado
Lázaro? Nada; dice el texto griego que era lanzado y echado (con cierto matiz
violento o intenso) en el portal. Se emplea el verbo ἐβέβλητο, que proviene de βάλλω (balo);
y la forma verbal empleada en el texto es traducida como ‘había sido
puesto (en el portal de la casa del rico)’.
Lázaro parecía basura
no tiene ropa, sólo llagas
Parecía basura. Así aparece Lázaro en la puerta del rico. No tiene ropa,
solo llagas. Mientras tanto, el rico brilla con sus vestidos de púrpura y lino.
Bajo la tela cara
del rico había un estómago saciado, satisfecho cada día con banquetes. Bajo las
heridas de Lázaro había un estómago vacío, que soñaba con las migas que caían
al suelo. Migas que ni siquiera eran comida, sino pan usado como servilleta y arrojado
a los perros.
Lázaro es invisible para el rico
Y el detalle más brutal: el rico nunca lo ve. Lázaro es invisible para él.
Los únicos que lo reconocen son los perros, que se acercan, lo acompañan, le
lamen las heridas. Los animales muestran más compasión que el hombre que
presume de riqueza.
¿Y no ocurre lo mismo hoy? A alguien durmiendo en la calle lo esquivamos
sin mirarlo, como si estorbara. Pero si encontramos un perro abandonado, nos
detenemos, lo acariciamos, lo alimentamos, hasta buscamos adoptarlo.
Inventamos teorías morales
para excusar nuestra indiferencia
El ser humano queda invisible, el animal recibe ternura. Y encima nos
justificamos: “el perro es inocente, el pobre quizá es culpable de su
situación”. Qué fácil resulta inventar teorías morales para excusar nuestra
indiferencia. Pero en la parábola no hay excusas: el rico no aparece como un
ladrón ni como un corrupto, simplemente como un ciego. Y por esa ceguera su
vida termina en fracaso.
El verdadero riesgo es
perder la sensibilidad humana
Ese es el verdadero riesgo: no volverse cruel, sino quedarse ciego.
Porque cuando el corazón se acostumbra a no ver al que sufre, uno cree que vive
bien, pero en realidad ya ha perdido lo esencial de la vida.
La pregunta incómoda es inevitable: cuando caminas por la calle y eliges a
quién mirar y a quién no, ¿a quién te pareces más, al rico de la parábola o a
los perros?
Si la riqueza te hace perder la cabeza no ves al pobre; tu corazón pierde
sensibilidad humana, y aquí se dice que puedes llegar a tener menor
sensibilidad que la de los perros hacia el necesitado.
Lázaro era un “don nadie”
El segundo personaje de la parábola es Lázaro. A simple vista parece un “don
nadie”. El rico pertenece a ese mundo cerrado de la gente acomodada: se
conocen entre sí, se invitan a fiestas, circulan en el mismo ambiente. Lázaro,
en cambio, está tirado en la puerta, invisible para casi todos.
Pero aquí viene la sorpresa: el pobre no es un “nadie” como todos piensan.
Tiene nombre. Y no cualquier nombre. Se llama Lázaro, que viene del hebreo אֱלִיעֶזֶר
(Eliezer) y significa “Mi Dios es ayuda”. Es como si la
parábola estuviera diciendo: “Dios está de su parte”.
No sabemos el nombre del rico,
sólo el del pobre.
El contraste es brutal. El rico, al que todos reconocen y admiran, aparece
en la parábola sin nombre. Y en aquella cultura, no tener nombre era no ser
nadie.
El pobre, el que nadie mira, es el único que tiene nombre,
rostro e identidad.
La ironía es clara: el que todos consideraban importante queda anónimo, y
el que parecía basura es el único cuya dignidad se reconoce.
Damnatio memoriae
Recordemos la ‘damnatio memoriae’. En la Roma antigua, cuando
alguien caía en desgracia por sus crímenes, el Senado decretaba este castigo:
su nombre era borrado de inscripciones y monumentos, y hasta su rostro era
desfigurado en las monedas. Borrar el nombre era lo más extremo: significaba
destruir a una persona, como si nunca hubiera existido.
Y con esta imagen en mente, entendemos mejor lo que hace Jesús con los dos
personajes de la parábola. El rico, al que todos admiraban, queda anónimo.
Lázaro, al que nadie miraba, es el único con nombre. Jesús está dando la vuelta
a la lógica de su tiempo.
La ilusión de que lo que tengo es mío y sólo mío
Porque lo que está en juego no es solo una historia entre dos hombres, sino
la radiografía de un mundo que funciona sobre una mentira: la de creerse
dueños, no administradores, de los bienes. Y de esa mentira nacen todas las
fracturas. El abismo que separa a ricos y pobres, las injusticias cotidianas,
la miseria, la explotación… incluso las guerras. Todo tiene la misma raíz: la
ilusión de que lo que tengo es mío y solo mío.
La muerte de Lázaro
«Sucedió
que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán».
Lázaro es llevado al paraíso, colocado entre los brazos de Abraham. Eso
significa que tiene un lugar de honor en el banquete del cielo. Y uno se
pregunta al instante: ¿qué hizo Lázaro para merecerlo? Porque siempre pensamos
que hay que ganarse el cielo, ¿verdad? Pero el paraíso no depende de nuestros
méritos; Dios se ocupa de otra cosa: de que cambien las cosas aquí abajo.
Concepciones raras que nos hemos inventado nosotros
Muchos quieren pensar que Lázaro fue paciente, humilde, soportó
humillaciones… un santo de manual. Pero eso lo inventamos nosotros. Igual que
inventamos al “paciente” Job. No agreguemos nada a la parábola; si uno puede
inventar al Lázaro bueno, otro podría inventar al Lázaro malo. ¿Quién nos
asegura que no perdió sus bienes jugando, o que sus llagas no vienen de una
vida dura, incluso de decisiones propias?
No se habla de méritos ni de premios
Jesús no nos habla de méritos ni de premios por paciencia. Lo importante es
que Lázaro es pobre, y eso basta. En la tierra está en la puerta de la
casa del rico; en el cielo, entre los brazos de Abraham, acompañado por los
ángeles. Su lugar no es un premio por haber sido “bueno”, sino un recordatorio:
Dios está del lado de los Lázaros de este mundo.
Cuidado con algunas interpretaciones
Cuidado con la interpretación de que la paciencia se recompensa con el
cielo. Esa idea puede ser peligrosa: puede parecer una invitación a resignarse
ante la injusticia. En realidad, solo beneficia a los ricos, que nunca se
preocupan por los Lázaros de su alrededor.
Jesús nos habla de cómo gestionar
los bienes de aquí abajo
Jesús no nos habla del más allá; nos habla de cómo gestionar los bienes
aquí abajo. Si hoy seguimos creando Lázaros, es señal de que los recursos que
Dios puso en manos de sus hijos se están usando mal. Dios no quería un mundo
lleno de escasez y desigualdad; quería abundancia para todos. Que Lázaro esté
en el paraíso nos recuerda que Dios defiende a los pobres, que en la
tierra se haga justicia y que los bienes se utilicen para la vida, no para el
derroche.
En toda la Biblia esto se repite una y otra vez: El Salmo 140 destaca la
idea de que el Señor defiende la causa de los pobres, el derecho de los
necesitados; «Yo sé que el Señor hará justicia a los oprimidos, y defenderá
la causa de los pobres» (cfr. Sal 140, 13); y en la misma línea está el
Salmo 68 cuando reza diciendo «Padre de los pobres y defensor de las viudas»
(cfr. Sal 68, 6).
La muerte del hombre rico
«Murió
también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los
tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y
gritando, dijo».
Llega el momento en que todo acaba.
Se terminan los sufrimientos de Lázaro, pero también se acaban los
banquetes del rico. La vida no es tan larga como creemos y, tarde o temprano,
se cierra para todos. Ese es precisamente el punto que Jesús quiere subrayar
con esta parábola: el peligro de olvidar que la vida tiene un final.
La riqueza te adormece.
La riqueza puede ser embriagante. Te adormece, te hace creer que la fiesta
es eterna. El rico de la historia está convencido de que sus cenas de lujo no
van a terminar nunca. Reclinado en la mesa, vive como si la muerte no
existiera. Y claro, si uno cree que el banquete es infinito, ¿para qué pensar
en el futuro, o en hacerse amigos que le sostengan después? No lo necesita.
Pero el banquete termina. Siempre termina. Y si lo olvidas, acabas
administrando tus bienes de la forma más absurda posible, como si la vida fuera
un juego sin consecuencias.
¿Dónde termina ese rico?
El texto habla de tormentos en los infiernos. Y enseguida pensamos: “Ah,
claro, lo castigaron por sus pecados.” Pero lo curioso es que el relato
no menciona ninguno de sus pecados. Solo dice que era rico y siguió
siéndolo. Esa es la acusación.
Si las riquezas no circulan se convierten en estafa.
Si las riquezas no circulan, si no llegan a los que las necesitan, se
convierten en una especie de estafa cósmica. En la parábola no hay una lista de
pecados, solo un hombre que vivió encerrado en su abundancia, fuera del
proyecto de Dios.
Un golpe de realidad.
Y atención, cuando Jesús usa estas imágenes de tormentos, no está
redactando un manual sobre el infierno. El infierno como lo pensamos hoy es más
bien un invento cultural. Jesús está usando el lenguaje de su tiempo para dar
un golpe de realidad. Y el golpe es claro; vivir como si la riqueza fuera
eterna, como si la muerte no existiera, es una locura.
Miremos alrededor. Hay quienes construyen mansiones con más habitaciones de
las que podrán usar en toda una vida; Hay quienes cambian de coche cada año, no
porque lo necesiten, sino porque el anterior ya “no impresiona”; Hay
quienes viajan solo para coleccionar fotos en redes sociales, como si el
prestigio digital fuera a durar más que la memoria humana; Hay quienes acumulan
armarios repletos de ropa y accesorios, que terminan olvidados mientras otros
no tienen ni un abrigo para el invierno.
Pero la fiesta se termina.
La vida real acaba recordándonos lo mismo: la fiesta se termina. Y cuando
eso pase, lo único que va a pesar de verdad no será lo que mostraste o
acumulaste, sino lo que compartiste y a quién tocaste con tu generosidad.
Invitación de la parábola
Esa es la invitación de la parábola; no esperar al final para darnos
cuenta. Vivir hoy de otra manera. Convertir lo que tenemos en un puente, no en
un muro. Hacer de cada recurso una oportunidad para generar vida, amistad,
futuro. Al final, lo único que queda no es lo que guardaste para ti, sino lo
que supiste dar.
El Sheol
En el tiempo de Jesús había muchas ideas sobre lo que pasaba después de la
muerte. La más común venía de la tradición bíblica: el Sheol. Allí iban todos,
buenos y malos, sin distinción. Era como seguir existiendo, pero apenas como
una sombra de lo que fue la vida, una especie de “vida que no es vida”.
No había castigos ni recompensas, simplemente una continuidad apagada para
todos.
Pero claro, esa visión no terminaba de convencer. La gente se decía: “¿De
verdad todo acaba así? ¿No hay diferencia entre el justo y el malvado?” Y
fue entonces cuando empezó a tomar fuerza otra idea: si en este mundo las cosas
no se corrigen, Dios las pondrá en orden del otro lado. Allí sí habrá justicia.
Los culpables recibirán su castigo y los inocentes, su recompensa.
En destinos separados…
El libro de Daniel, por ejemplo, ya habla de una resurrección diferente
para unos y otros: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se
despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua» (cfr. Dn
12,2). Es decir, ya no todos al mismo lugar, sino destinos separados.
Lo mismo en los libros de los Macabeos, donde los mártires que dieron la
vida por su fe expresan su confianza en que Dios los resucitará para una vida
plena, mientras que los verdugos sufrirán el castigo. Es una forma de decir: la
historia no termina con la injusticia.
También en el libro de la Sabiduría se afirma que «las almas de los
justos están en manos de Dios, y ningún tormento las alcanzará» (cfr. Sab
3,1). Allí aparece la idea de que el más allá es un lugar donde los inocentes,
que en esta vida parecían derrotados, en realidad serán reconocidos y vivirán
en paz. Estas concepciones convivían en tiempos de Jesús. Algunos, como los
saduceos, se aferraban a la visión antigua del Sheol sin premios ni castigos.
Otros, como los fariseos, sostenían con fuerza la idea de la resurrección y del
juicio final. Y Jesús, en medio de ese debate, usa imágenes conocidas por todos
para lanzar su mensaje: no se trata de especular sobre mapas del más allá, sino
de abrir los ojos aquí y ahora a cómo gestionamos la vida y los bienes que
tenemos.
¿Por qué le castigan si no ha cometido pecados?
¿Por qué tantos detalles tan impresionantes sobre los tormentos del rico?
¿Por qué lo castigan si, en realidad, no cometió ningún pecado concreto? Ya hemos
dicho que son imágenes, no información literal. Los oyentes de Jesús estaban
acostumbrados a ese lenguaje.
Un estilo de lenguaje para “meter en cintura”.
Los rabinos de la época usaban descripciones dramáticas para captar la
atención y, sobre todo, para “meter en cintura” a quienes se resistían.
Si les interesaba asustar, echaban mano de imágenes de castigos crueles. El Libro
de Henoc, muy popular en el tiempo de Jesús, está lleno de estas
descripciones. Comparado con eso, el infierno de Dante parece casi un parque de
diversiones.
Lo importante es entender que estamos frente a una parábola. Los colores,
los contrastes, los detalles extremos, no buscan describir el más allá, sino
sostener la atención del oyente y hacer que el mensaje entre con fuerza.
El texto dice que
el rico estaba en tormentos.
El matiz muy importante.
Una piedra un tanto peculiar
El término griego que emplea el
evangelista Lucas es «ἐν βασάνοις», el cual procede de la palabra «βάσανος»
(basanos). Aquí hay un matiz muy interesante: «βάσανος» (basanos)
no era originalmente “tormento”.
El término griego βάσανος (basanos)
originalmente se refería a una piedra muy dura utilizada en la antigua
Lidia y otras regiones para probar metales preciosos, especialmente el oro. Se
frotaba el mineral sobre la piedra para ver si realmente era oro auténtico:
si el metal resistía la prueba, era genuino; si se desgastaba o se rayaba, era
falso. De ahí, por extensión, la palabra empezó a asociarse con prueba dura,
sufrimiento o tormento.
Frotando su vida con esa piedra
no aparece nada valioso
Si lo leemos así, la imagen cambia: el rico está siendo “probado” en
su verdad. Y la parábola lo deja claro: cuando se frota su vida contra la
piedra de la verdad no aparece nada valioso. Bajo la púrpura y el lino,
bajo los banquetes, no había nada bueno que pudiera pasar la prueba.
Y aquí es donde entran los ejemplos actuales: todos tenemos nuestras piedras
de prueba, nuestros “basanos” de la vida. Por ejemplo:
·
Un empresario que cierra los ojos ante el sufrimiento
de sus empleados y solo mira su cuenta bancaria, y luego se enfrenta a un
despido masivo inesperado.
·
Una persona que presume en redes de su estilo de vida,
pero cuando un amigo necesita ayuda, desaparece.
·
O incluso nosotros mismos, cuando ante la pobreza, la
enfermedad o la injusticia, elegimos mirar hacia otro lado porque “no es mi
problema”.
Estas situaciones son las piedras duras de la vida: te muestran si lo que
llevas dentro tiene valor o solo es apariencia. La parábola nos dice que la
riqueza, por sí sola, no es buena ni mala; lo que importa es cómo la usamos y
qué deja en nuestro corazón cuando la vida nos frota contra la piedra de la
realidad.
No se dejó salvar por el pobre
Finalmente, este rico, desde los tormentos, abre los ojos y ve a Lázaro. Lo
ve demasiado tarde. Sí, lo había notado antes, sabía su nombre: Lázaro. Pero no
lo vio cuando estaba sentado en la puerta de su casa, cubierto de llagas y
hambre. No lo vio o, mejor dicho, no quiso verlo. No se dejó salvar por él.
El pobre estaba delante, pidiéndole lo que necesitaba y que él tenía a
mano. Podía ayudarlo en ese momento. Podía liberarse de la locura de aferrarse
a la riqueza. Lázaro, si hubiera sido escuchado, habría salvado al rico de su
egoísmo y del mal uso de los bienes que Dios le había confiado. Pero el rico
eligió otra ruta. Retuvo todo para sí, gastó su vida en festines y vanidad, y
al final perdió lo que realmente importa. Ahora el abismo es infranqueable: ya
no hay tiempo, ya no hay salvación posible.
Las palabras puestas en los labios de Abrahán
reflejan la perspectiva de Dios.
«” Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro
que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan
estas llamas”. Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes
en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado,
mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre
un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no
puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros».
El diálogo desesperado del rico
El diálogo empieza con el rico gritando desesperado desde las llamas: “¡Padre
Abraham!”. Y Abraham le responde: “Hijo, te conozco”. Se reconocen,
se saben de la misma familia.
Este hombre no es un pagano, pertenece al pueblo de Israel. Pero cometió un
error irreparable: gestionó sus bienes como si no fueran responsabilidad de
Dios, como si el mundo entero girara solo en torno a su comodidad y festines.
Lo sabía.
La cuestión es cómo usamos lo que tenemos
Escuchó de Isaías que Dios quiere que compartas el pan con quien tiene
hambre, que abras tu casa a quien no tiene dónde ir, que vistas al desnudo, que
recuerdes que los pobres son tu propia carne, tus hermanos (cfr. Is 58, 6-7).
También oyó a Amos gritar contra los despreocupados de Sion, contra los que
viven como bon vivants en Samaria, disfrutando sin mirar a su alrededor (cfr.
Am 6, 1a. 4-7). Y aun así, ignoró todo. Por eso ahora grita entre el fuego: no
hay vuelta atrás. La parábola es brutal, pero clara: no es cuestión de fe por
fe, de rituales o rezos; es cómo usamos lo que tenemos mientras estamos vivos.
La vida termina, y con ella la oportunidad de cambiar.
Tus banquetes te engordan; su hambre te juzga
Amos describe con pasión a esos fiesteros: tumbados en camas de marfil,
disfrutando carnes exquisitas, tarareando con el arpa, bebiendo de copas
grandes, perfumados con ungüentos caros… y sin mover un dedo por los pobres de
su pueblo. El rico de nuestra parábola se comporta igual. Sabía lo que decía
Dios, lo escuchó, pero se dejó seducir por la riqueza. La usó solo para sí
mismo y ni siquiera pensó en hacerse amigos. Todo su mundo giraba en torno a él
y a su mesa.
La terapia para la seducción de la riqueza
«Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que
le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio
de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”».
Entonces nos preguntamos: ¿es imposible resistirse a la seducción de la
riqueza? ¿No hay manera de curarse de ese apego? Por suerte, hay un remedio, y
Abraham nos lo muestra.
El rico ya sabe que fracasó. La vida es una sola y la desperdició. Pero
todavía piensa en los demás, en sus “hermanos”, esos que, como él, están
atrapados por la avidez y la acumulación. Entonces le pide a Abraham un
milagro: “Haz resucitar a Lázaro para que los convenza.” Lo repite dos
veces, convencido de que solo un espectáculo así podría salvarlos.
«Pero él le dijo: “No, padre Abrahán.
Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”».
¿Quiénes son esos cinco hermanos?
El número cinco es un símbolo: representa al pueblo de Israel, a los que
necesitan ser despertados, curados del apego a lo que se puede acumular y
gastar.
La lección es clara: Jesús no está hablando de paganos lejanos, sino de
nosotros, de los miembros de nuestras comunidades. Aquellos que atan el corazón
a los bienes materiales y pasan de largo ante el necesitado son los que más
necesitan este “milagro”.
La riqueza que no comparte te roba la humanidad
Abraham plantea la pregunta clave: ¿los milagros son los que curan esta
enfermedad del apego a los bienes? La respuesta es contundente: no. La
patología es demasiado profunda.
El verdadero remedio.
«Abrahán le dijo: “Si no escuchan a
Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
Solo la palabra de Dios tiene fuerza para liberar el corazón del rico del
apego a lo material. No es cualquier palabra: es la palabra que Moisés y
los profetas transmitieron. No viene de los hombres; tiene poder divino. Cuando
llega al corazón de alguien, no lo deja tranquilo: lo mueve, lo inquieta, lo
hace enfrentarse a su vida. Le muestra que si no suelta los bienes y no los
entrega a quien los necesita, renuncia a amar. Y al renunciar a amar, renuncia
a ser verdaderamente humano.
Este prodigio no lo provocan apariciones ni milagros visibles: lo hace la
palabra de Dios, penetrando en la conciencia y transformando el corazón.




