sábado, 13 de septiembre de 2025

Homilía de la Exaltación de la Santa Cruz; Jn 3, 13-17

 


Homilía de la Exaltación de la Santa Cruz

Jn 3, 13-17

         Hermanos todos en Cristo, en los primeros siglos de la fe, nuestros antepasados no usaban la cruz como símbolo principal. Preferían emblemas de vida y esperanza: el ancla, la paloma, la vid... Y es que, para ellos como para los no creyentes de su tiempo, la cruz era una piedra de tropiezo. ¿Cómo podía el Mesías, el ungido de Dios, terminar su vida en un patíbulo, humillado y maldito? Para los judíos, esto era una contradicción insuperable; para los gentiles, una locura. La cruz, lejos de ser un signo de victoria, era el máximo símbolo de derrota y vergüenza. Para los paganos, la cruz era un impedimento para creer en Cristo porque era un símbolo de desprecio. En la cruz acababan los criminales. Pablo, escribiendo a los Corintios, dice: «La cruz es un escándalo para los judíos y una locura para los paganos» (cfr. 1 Cor 1, 23).

 

La burla, el acoso sibilino

Recordemos un hallazgo fascinante en las excavaciones del pedagogium, una escuela para jóvenes de clase alta en tiempos del emperador Domiciano. Allí se encontró el famoso grafito de Ἀλεξάμενος (Alexámenos), un dibujo que refleja la burla de sus compañeros.

El grafito muestra a un hombre con cabeza de asno crucificado, y debajo la inscripción, que en griego dice: "Ἀλεξάμενος σέβεται θεόν" (Alexámenos sebeteon). ¿Qué significa? "Alexámenos adora a su Dios". Es una mofa cruel, una burla hacia un compañero por creer en un Dios que fue crucificado, un Dios al que ellos consideraban un ser despreciable.

Este grafito nos enseña la gran dificultad de los primeros cristianos para predicar su fe: la cruz no era un símbolo de gloria, sino de vergüenza. Un escándalo para unos, una locura para otros. Y es que la gloria de Dios, la que nosotros entendemos, se manifestó en un lugar de dolor y humillación.

 

La cruz símbolo de nuestra fe

La cruz no fue siempre un símbolo cristiano. Durante siglos, fue signo de infamia. ¿Cuándo cambió esto? En el siglo IV, un momento clave en la historia de la Iglesia.

Durante el Primer Concilio de Nicea (325 d.C.), los obispos pidieron al emperador Constantino algo sorprendente: derribar un templo pagano que Adriano había construido sobre el lugar donde, según la tradición, Jesús había sido crucificado y enterrado. Este templo era un insulto a la fe, un intento de ocultar el lugar sagrado.

Constantino accedió. Mandó destruir el templo, y sus piedras, consideradas inmundas, fueron arrojadas a un barranco, una suerte de gehenna simbólica. Pero, en el proceso, ocurrió un milagro. Al limpiar el terreno, encontraron el sepulcro de Jesús. Sobre ese lugar, el emperador ordenó construir la Ἀνάστασις (Anastasis, la "Resurrección" en griego), un gran templo con una cúpula.

Y en la roca del Calvario, que quedó al aire libre, Constantino mandó poner una gran cruz de oro. Desde ese momento, la cruz se transformó. Lo que había sido un instrumento de tortura y vergüenza, se convirtió en el símbolo de nuestra fe, el recordatorio de que la victoria de Cristo no es un poder violento, sino el amor que vence a la muerte.

¿Qué nos dice esta historia hoy? Nos dice que nuestra fe está cimentada en la Resurrección, pero que la clave de la victoria no es el poder imperial, sino la humilde entrega de la cruz. La fe no se esconde, sino que se alza y transforma en un faro para el mundo.

 

La leyenda de la Vera Cruz

Como saben, a menudo se habla de la leyenda de Santa Elena, madre del emperador Constantino, y su viaje a Jerusalén en el siglo IV. La historia cuenta que, buscando la cruz de Jesús, encontró no una, sino tres, pues allí estaban también las de los dos ladrones.

La tradición narra que, para saber cuál era la de Cristo, se decidió hacer una prueba: acercaron la primera cruz a una mujer moribunda, y no sucedió nada. Con la segunda, el mismo resultado. Pero cuando la tercera cruz la tocó, la mujer se levantó completamente sana. Así se identificó la Vera Cruz, la "verdadera cruz".

Hoy, celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz cada 14 de septiembre, conmemorando precisamente este hallazgo histórico. Más allá de si la historia sucedió exactamente así, lo que nos enseña es algo fundamental: la cruz de Cristo es un instrumento de vida, de curación y de victoria. No es un amuleto, sino un recordatorio de que en la entrega total, en el dolor vivido por amor, hay un poder que el mundo no puede entender. Es el poder de la Resurrección.

 

Exaltar

El evangelista Juan emplea el verbo ὑψόω (jupsóo), que significa ‘elevar, enaltecer, exaltar, levantar’. (cfr. Jn 3, 14; Jn 8, 28; Jn 12, 32; Jn 12, 34). En concreto en el versículo 14 nos dice: «καὶ καθὼς Μωϋσῆς ὕψωσεν τὸν ὄφιν ἐν τῇ ἐρήμῳ, οὕτως ὑψωθῆναι δεῖ τὸν υἱὸν τοῦ ἀνθρώπου»; que traducido es «y como Moisés levantó(exaltó) la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado (sea exaltado)». Se refiere a la exaltación de Jesús en una cruz.

 

La verdadera exaltación

Despojarse para servirnos

En nuestro mundo, la palabra ‘exaltación’ evoca imágenes de triunfo y poder. Pensamos en un líder elevado por encima de la multitud, en un vencedor puesto sobre un pedestal. Es un ascenso que a menudo se logra pisoteando a otros, usando a las personas como peldaños para llegar a la cima. Para los grandes de este mundo, la gloria está en dominar.

Sin embargo, el Evangelio nos habla de otra clase de exaltación, una que es la opuesta. Jesús fue exaltado, pero no sobre un carro de triunfo, sino sobre la madera de una cruz. Jesús en lugar de aplastar a otros, Él se humilló, se hizo siervo, se despojó de todo para servirnos. Y fue precisamente en este acto de entrega, en esta aparente derrota, donde alcanzó la verdadera gloria. Como nos recuerda la carta a los Filipenses, ‘se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz’ (cfr. Flp 2, 6-11).

La cruz no es un símbolo de poder, sino que es un símbolo de servicio. Nos enseña que la verdadera grandeza no está en el que domina, sino en el que desciende; no en el que se impone, sino en el que se entrega. Ser cristiano es elegir el último lugar, es estar dispuesto a dar la vida por amor a los demás, porque ahí, en esa humilde entrega, es donde se manifiesta la gloria de Dios.

 

La cruz como amor y servicio

Jesús nos invita a tomar nuestra cruz, pero ¿a qué se refería? (cfr. Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23). A menudo, pensamos en ello como una carga pesada de problemas y sufrimiento: las enfermedades, los disgustos o los fracasos. Pero Jesús no estaba glorificando el dolor. Dios no quiere nuestro dolor; lo que quiere es nuestro amor.

La cruz, como vimos, es un signo de algo más profundo. Es la elección radical de amar y de servir hasta el final. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de aceptar el costo de vivir por los demás. Cargar con la cruz es la decisión de ser "esclavo" de nuestros hermanos, de poner sus necesidades por delante de las nuestras, sin esperar nada a cambio.

Este es el verdadero significado de la cruz para nosotros: es el símbolo de la entrega total, el distintivo de quienes, por amor, se humillan y se ponen al servicio de los demás.

 

Variedad de modelos de cruces…

La cruz no es una idea abstracta; tiene muchas caras en nuestra vida diaria. Pensemos en el matrimonio que, por fidelidad a la vida, acoge a muchos hijos. El mundo, e incluso algunos a nuestro alrededor, los miran con extrañeza. Los critican, susurran a sus espaldas, y hasta se burlan llamándolos "conejos". Esa burla, esa incomprensión, es la cruz del ridículo. Es el precio de vivir a contracorriente del mundo.

Pensemos también en el padre y en la madre que, por amor a su familia, se desgasta en un trabajo que quizás no le gusta, sacrificando su tiempo y sus aficiones. El mundo le diría que no se valora, pero en esa fatiga silenciosa y en esa entrega, él lleva su cruz.

Y qué decir del joven que, al elegir vivir la pureza en un ambiente que lo incita a lo contrario, es tildado de "raro" o "antiguo" por sus amigos. La humillación de ser rechazado por ser fiel a su fe, es también una cruz. El médico que atiende de madrugada sacrificándose por sus pacientes; el maestro que se queda después de clase sin percibir ninguna compensación; el vecino que cuida al anciano.

La cruz no es algo que se busca, sino la consecuencia de vivir el Evangelio en la vida real. Es la humillación, la soledad y la incomprensión que a veces enfrentamos por ser fieles a Jesús en un mundo que no lo entiende. Y es precisamente en estas pequeñas cruces donde el amor de Cristo se hace visible. Es esa cruz la que adoramos, abrazamos y besamos en el Viernes Santo. Si no tienes cruz es por una razón: No sigues a Jesús.

 

El camino de Nicodemo hacia la luz

Hoy, el Evangelio nos invita a ponernos en los zapatos de un hombre fascinante, Nicodemo. Él era un jefe de los fariseos, un líder religioso muy respetado, pero que vivía con preguntas en su corazón. A menudo se piensa que fue a ver a Jesús de noche por vergüenza o miedo, pero la tradición nos enseña algo más profundo. Para los rabinos de la época, la noche era el momento ideal para buscar juntos la luz de la Palabra, para escudriñar los misterios de Dios.

Nicodemo había visto las señales que Jesús hacía, y sus viejas certezas se estaban tambaleando. Así que fue a esa búsqueda, a esa conversación íntima con el Señor.

Pero la luz completa, la que despejaría todas sus dudas, no la encontraría en esa charla nocturna. La encontraría más tarde, en el Calvario, al pie de la cruz. Fue allí donde, junto a José de Arimatea, Nicodemo se atrevió a salir a plena luz del día para bajar el cuerpo de Jesús, abrazando la verdad de la cruz. Su viaje de fe, que comenzó en la oscuridad de la noche, alcanzó su plenitud en el momento de la máxima humillación de su Señor (cfr. Jn 3, 1-21; Jn 7, 50-52; Jn 19, 39-42).

 

 

Ver el rostro de Dios

«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre».

A lo largo de la historia, la humanidad ha buscado desesperadamente ver el rostro de Dios. Pensemos en Moisés, quien le ruega: «Señor, muéstrame tu gloria». Y la respuesta que recibe es clara: «No puedes ver mi rostro» (cfr. Ex 33, 20-23). Él solo ve la espalda de Dios, un indicio de su paso, pero no su rostro. San Juan, al comienzo de su Evangelio, lo confirma: "A Dios nadie lo ha visto jamás" (cfr. Jn 1, 18).

 

 

¿Qué hemos hecho entonces? Como nadie ha subido al cielo para contarnos cómo es Dios, nosotros, con nuestras propias limitaciones, nos hemos inventado un montón de imágenes de Él. Hemos proyectado nuestras propias miserias y miedos en un Dios que a veces parece vengativo, un Dios que castiga, que prefiere a unos sobre otros. Un Dios que, francamente, se parece más a un ser humano con mucho poder que al Dios verdadero.

Esta es la realidad: nadie ha visto a Dios. Y es precisamente por eso que la venida de Jesús lo cambia todo. Él es el único que ha descendido para mostrarnos el verdadero rostro del Padre.

 

Jesús la imagen perfecta del Padre

En el Evangelio, Jesús se llama a sí mismo de dos maneras: "Hijo del Hombre" y "Hijo de Dios". Estos títulos pueden sonar parecidos, pero tienen un significado especial.

Cuando Jesús dice que es el Hijo del Hombre, no solo quiere decir que es un ser humano como nosotros. Nos está diciendo que él vino de un lugar diferente, que no subió al cielo, sino que bajó de él. Él es el único que ha estado con Dios y, por eso, puede contarnos cómo es el Padre.

Y al decir que es el Hijo de Dios, nos da la clave para entenderlo todo. En la cultura de la Biblia, cuando un padre decía: "este es mi hijo", no solo se refería a que era su descendiente. Significaba: "él es mi imagen, es mi vivo retrato".

Y esto es lo que hace Jesús. A través de sus gestos, sus palabras y su vida entera, Jesús nos está mostrando la verdadera imagen de Dios. No un Dios que castiga o que se esconde, sino un Dios de amor total. Él es la imagen perfecta que bajó del cielo para que pudiéramos ver el rostro del verdadero Dios.

 

Cuidado con ir descalzos

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre».

El pasaje al que Jesús se refiere es una historia del desierto, un recuerdo que todos sus oyentes, judíos, conocían bien. En el libro de los Números, capítulo 21, se nos cuenta cómo los israelitas, en su camino hacia la Tierra Prometida, se quejan de la comida y de la vida en el desierto. Como consecuencia, Dios les envía serpientes venenosas que muerden a la gente, y muchos mueren (cfr. Nm 21, 4-9).

En algún documental he visto cómo se recomienda a los que transitan por el desierto del Sinaí que no vayan nunca descalzos porque debajo de la arena hay serpientes muy venenosas que sólo asoman la cabecita, las cuales ni se las ven venir, pero muerden inmediatamente si se va descalzos; una pisada en falso y la mordedura podía ser mortal.

Esto es lo que les sucedió a los israelitas que andaban descalzos por el desierto y no tenían el antídoto. Angustiados, recurren a Moisés. Y aquí es donde la historia da un giro inesperado: Dios no quita a las serpientes, sino que le ordena a Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla en una asta. La instrucción es sencilla: «quien sea mordido y mire a esa serpiente, vivirá».

De la misma manera, nosotros caminamos por el mundo "con los pies descalzos de la fe". Por mantener esa lucha constante de ser seguidor de Jesús estamos siendo expuestos las "serpientes" de las que el mundo está lleno: la crítica, la burla, el desprecio que recibimos por vivir el Evangelio. Recordemos que la fidelidad a Cristo tiene un costo, san Pablo nos cuenta lo que él atravesó (cfr. 2 Cor 11, 23-28). Estas son las "mordeduras" que nos quitan la paz y nos humillan. Pero la respuesta de Dios no es un milagro que quite los problemas, sino una mirada de fe para no devolver el mal que nos hagan por ser cristianos.

 

Dios es como una fuente

de la que no puede dejar de manar agua

         . El texto nos dice que «así tiene /es necesario que/ es preciso que/ es inevitable que ser elevado el Hijo del hombre» y nos dice la finalidad «para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

Está diciendo que ese evento dramático es necesario para que se pueda realizar el plan de Dios. El texto nos confronta con una paradoja: la cruz, el peor acto de maldad de los hombres, se convierte en la máxima revelación de la gloria de Dios. Es importante entender esto: la crucifixión no fue la voluntad del Padre. Dios no deseó ese crimen. Pero cuando el mal hizo su jugada más terrible, Dios la usó para mostrarnos quién es Él en realidad.

¿Por qué? Porque el corazón de Dios es amor puro y sin límites. Es como una fuente que no puede dejar de manar agua, o como la luz que no puede dejar de iluminar. Su naturaleza es amar incluso a quien no lo merece, al que se opone a Él. Y para demostrarnos la profundidad de ese amor, Jesús tuvo que ir hasta el final, hasta dar su vida por nosotros, porque no hay nada más allá de la muerte que se pueda entregar.

Jesús nos dice que la meta de todo esto es que el que cree en Él «tenga vida eterna». Y aquí hay una sorpresa.

 

La vida eterna,

¿una jubilación merecida en el cielo?

Para los de la época, la vida eterna era un premio futuro, una especie de jubilación bien merecida en el cielo. Pero Jesús nos revela algo nuevo. La vida eterna no es un premio para después, es un regalo que se recibe ahora mismo.

No es que nuestra vida biológica, la que viene de la tierra continúe para siempre. Es que, al creer recibimos una vida nueva, una de una calidad distinta que viene de Dios mismo, que es inmortal.

Los primeros cristianos entendieron esto ya que ellos no creían en un Dios que solo resucita muertos, sino en un Dios que da su propia vida a los vivos, y es esa vida la que ya puede vencer a la muerte.

Creer es mucho más que decir "yo creo en Jesús"; es mirar a ese hombre levantado en la cruz, entender el amor que muestra con ese gesto, y luego hacer de tu propia vida una respuesta. Es abrazar el mensaje que nos trajo y es que la verdadera gloria y la felicidad no están en tener, sino en dar la vida.

 

Quien no abraza la decisión de amar

junto conmigo, no me entiende

         «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».

Todos sabemos lo que es ser esclavo de algo, ¿verdad? El esclavo no se pertenece a sí mismo. Siempre está disponible, siempre dependiente de las órdenes de su amo.

Durante siglos hemos pensado en Dios exactamente así: como un jefe que nos tiene de empleados, esperando que cumplamos sus reglas para después darnos la recompensa. Pero cuando Jesús apareció en escena para mostrarnos cómo es realmente el Padre, no llegó como un jefe exigente. Llegó como alguien dispuesto a servir.

Entonces surge una pregunta fascinante: si Dios actúa como un servidor, ¿quién es su jefe? La respuesta nos sorprende: nosotros somos el jefe de Dios. Porque nadie es más esclavo que quien ama de verdad.

Lo vemos todo el tiempo: cuando alguien se enamora, la persona amada puede conseguir cualquier cosa de él. El amor nos convierte en esclavos voluntarios de quienes queremos.

Por eso Jesús nos dice algo revolucionario: "¿Quieres ser realmente hijo de Dios? ¿Quieres parecerte al Padre? Entonces hazte servidor." La cruz no es un símbolo de sufrimiento, sino de amor total, de entrega completa. Cargar la cruz significa ponerse completamente a disposición de los demás, incluso hasta las últimas consecuencias.

Si cambiamos la palabra "cruz" por "amor", el mensaje de Jesús se vuelve cristalino: "Quien no abraza la decisión de amar junto conmigo, no me entiende."

Esta es la elección de quien ha descubierto algo hermoso: la verdadera grandeza está en servir, y la verdadera felicidad llega cuando vemos que alguien comienza a sonreír porque nosotros hicimos algo para hacerlo feliz.

Creer en Jesús es dejarse guiar

en cada decisión por la luz de la cruz.

«Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».

         Creer significa algo muy concreto: dejarse guiar en cada decisión por la luz que viene de Jesús en la cruz.

Recordemos que, en el desierto, los mordidos por serpientes se curaban mirando hacia la serpiente de bronce levantada. Hoy también hay serpientes que nos envenenan. No nos matan físicamente, pero sí atacan nuestra vida auténtica. Pensemos en lo que circula por las redes sociales, en esa mentalidad del "todo vale" que venden los medios, en esa filosofía del "haz lo que te gusta". Son venenos disfrazados.

Pero también hay serpientes internas: los impulsos egoístas, los celos, los rencores, esa agresividad dirigida hacia quienes deberíamos servir. 

¿Quién nos ofrece el antídoto? Ahí está el sentido de esta celebración: dirigir la mirada hacia Jesús exaltado. Es esa mirada la que nos inmuniza contra los venenos que no tocan nuestro cuerpo, pero que atacan la vida auténtica que Él nos trajo.


sábado, 6 de septiembre de 2025

Homilía del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C; Lc 14, 25-33

 


Homilía del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 14, 25-33

                                                                     Conectándolo con el domingo pasado.

Recordemos que la semana pasada todo aconteció durante un banquete en la casa de un jefe de los fariseos, Jesús enseñó a sus seguidores a actuar con pura generosidad. Les dijo que no sirvieran a los demás buscando su propio beneficio o esperando gratitud. En cambio, debían buscar el último lugar y servir a todos, incluso a los menos agradables, con la única intención de hacerlos felices.

Jesús afirma que la gratuidad es la esencia del amor que pide a sus discípulos. A diferencia de los pecadores, que aman y ayudan a quienes les corresponden, los seguidores de Jesús deben amar a sus enemigos y dar sin esperar nada a cambio. La recompensa no es material, sino la perfecta sintonía con el amor de Dios, lo que los convierte en hijos del Altísimo.

Esta propuesta choca con el instinto humano de buscar el beneficio propio. Al saber esto, Jesús se pregunta si habrá muchos que lo sigan en su camino a Jerusalén, intuyendo que la mayoría preferirá no asumir un compromiso tan exigente.

 

La gente espera lo que Jesús no promete

«En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió»

Las multitudes le siguen, pero no han entendido adónde va; ha habido un equívoco. Tal vez cultivan sueños y esperanzas y esperan de Jesús lo que él nunca ha prometido. La gente esperaba lo que en realidad Jesús no había prometido. ¿Qué es lo que esperan de Jesús?, pues favores, protecciones contra desgracias, curaciones, éxito en la vida, gracias especiales como premio que Dios concede a sus fieles más destacados.

 

Esto ha cambiado en nuestra sociedad

Hoy, en nuestra sociedad, poca gente le sigue; la respuesta más cómoda es echar todas las culpas sobre el hedonismo, sobre el laicismo, sobre el secularismo.

 

Otros le abandonan porque

sí han entendido su propuesta.

Y es cierto, hay quienes se han ido y se van porque han entendido la propuesta de Jesús y se asustan, la consideran demasiado exigente y prefieren adaptarse a los criterios de este mundo, diciendo: "¿Y por qué tengo que sacrificarme por los demás cuando puedo hacer lo que todos hacen, es decir, buscar mi interés e intentar hacer lo que me gusta?".

 

Nuestro mensaje podría

no estar en sintonía con el Evangelio.

A menudo nos preguntamos por qué la gente se aleja de la Iglesia. ¿Será solo porque la propuesta de Jesús es demasiado exigente, o podría ser también que no la hemos comunicado con suficiente claridad y lealtad? Tal vez deberíamos revisar nuestras decisiones pastorales para asegurar que el mensaje que transmitimos esté en verdadera sintonía con el Evangelio.


 

Se vuelve porque quiere verificar si le hemos entendido.

«Él se volvió»

Jesús se vuelve porque quiere ver a estas multitudes de frente, porque, como nosotros, ciertamente se quedó asombrado de que hubiera tanta gente dispuesta a seguirle. Se vuelve y los mira a la cara para comprobar si realmente han entendido o están empezando a entender lo que él les propone. Esto que hizo en aquel momento, lo hace ahora mismo con cada uno de nosotros. A Jesús no le preocupa el número. Cosa que a nosotros sí, porque esto tiene ‘consecuencias colaterales’. A Jesús no le preocupa si son muchos o si son pocos.

 

Se vuelve para hacerte una propuesta de vida

Jesús es un enamorado que hace una propuesta de vida. ¿En qué consiste esta propuesta? La propuesta es si quieres unir tu vida a la suya. ¿Estás dispuesto a donar tu vida junto con la de Jesús? Esta es su propuesta y no quiere que haya equívocos; los equívocos de que se le dé la propia adhesión cultivando ilusiones y falsas expectativas.

 

La gente está cerca, pero…

No le han dado su adhesión

«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».

Jesús sabe que las multitudes que lo acompañan están cerca de él, pero no le han dado su adhesión. Un aviso para navegantes: El evangelista Lucas emplea el verbo ‘venir’, en griego lo expresa de esta manera: «Συνεπορεύοντο δὲ αὐτῷ» (del verbo συμπορεύομαι [sumporeúomai] que significa ‘viajar juntos, ir, caminar con, con la implicación de reunirse con’), que quiere decir: ‘Una gran multitud iba junto con él/viajaban con él’; el evangelista no dice que ‘le siguieran’, sino que únicamente iban con él.

 

Iban con él,

 pero no se convertían en sus discípulos

El verbo seguir, en los Evangelios, indica la elección de convertirse en discípulos. Aquí no, aquí se dice que "iban a" él, es decir, eran atraídas por su persona, sentían cierto interés, cierta simpatía; y esto se entiende porque Jesús es una persona hermosa y es imposible permanecer indiferente cuando se le encuentra.

 

Jesús busca más que simple simpatía

Aunque es bueno que la gente se sienta atraída por él y la fe por cualquier motivo (devoción, música del coro, búsqueda de milagros, un sacerdote con carisma y don de gentes), esta atracción inicial no es suficiente. Es solo el punto de partida. Lo que Jesús espera es que las personas profundicen y lo sigan de verdad, aceptando el compromiso de una vida entera, tal como les pasó a sus apóstoles.

Jesús nos va a proporcionar criterios de discernimiento para no confundir la elección de seguirlo con algún entusiasmo pasajero. Después de haber llegado a él, hay que ir más allá; entender bien lo que propone, y él es un enamorado muy exigente.

 

Las cuatro peticiones que Jesús nos hace

Jesús no se contenta con enamoramientos efímeros, como los que son descritos de manera muy eficaz por el profeta Oseas, que utiliza esta imagen. Dice: «¡Vuestro amor es nube mañanera, rocío matinal que se evapora!»  (cfr. Os 6, 4).

 

Jesús propone un compromiso claro y definitivo que contrasta radicalmente con nuestra mentalidad actual. Vivimos en una sociedad que evita las decisiones permanentes y valientes, especialmente en las relaciones afectivas, donde predomina lo provisional y el cambio constante cuando algo no satisface. Esta lógica hace que muchos se pregunten por qué comprometerse con proyectos duraderos como la familia. Sin embargo, esta mentalidad temporal es exactamente opuesta a lo que Jesús demanda: un compromiso firme e irreversible para quienes desean seguirle.

 

Las Cuatro peticiones que Jesús nos hace

1.- Jesús es la única referencia

de todas las decisiones de la vida

«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».

El evangelista Lucas no escribe propiamente «no pospone», sino que lo plantea con una expresión deliberadamente más escandalosa que los traductores han maquillado.

No dice como Mateo «el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (cfr. Mt 10, 37), sino que emplea el verbo μισέω (miséo) que significa ‘odiar, aborrecer, detestar’. Además, lo dice así: «οὐ μισεῖ τὸν πατέρα αὐτοῦ καὶ τὴν μητέρα», que significa «no odia a su padre y a su madre», es decir, aquel que incluso ‘odia’ la propia vida.

 

¿Qué significa ‘odiar’?

Pasar a segundo plano

Para entenderlo vayamos al libro del Deuteronomio, ‘segunda ley’, allá entre los siglos VIII y VI a.C. Estamos en una sociedad donde se contempla la poligamia (no así poliandria) y el libro del Deuteronomio nos dice: «Si un hombre tiene dos mujeres, de las cuales quiere a una y aborrece (שָׂנֵא [sané]: odiar) a otra, y ambas, la querida y la aborrecida, le dan hijos, y el primogénito es hijo de la aborrecida (שָׂנֵא [sané]: odiar), el día que distribuya los bienes a sus hijos no podrá tratar como primogénito al hijo de la querida con perjuicio del hijo de la aborrecida, que es el verdadero primogénito» (cfr. Dt 21, 15-16). Emplea el verbo שָׂנֵא (sané), ‘odiar’. Eso no significa que el esposo la odiaba, significa que ha pasado a un segundo plano porque ha entrado otra mujer que se ha convertido en la 'amada'. La otra no es 'odiada'; es simplemente la amada de menos.


                                                                                                      
El casado casa quiere

¿Qué sucede cuando un muchacho se enamora de una muchacha y decide casarse con ella? Lo que sucede es que hace lo que dice el libro del Génesis, «el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se convierten en una sola carne» (cfr. Gn 2, 24). El libro del Génesis no nos dice que dejen de amar a sus padres o que su amor hacia ellos disminuya y que les olviden o que les repudien. Lo que sucede es que con los padres se establece una relación de amor nueva, un amor diferente al de antes.

Antes ese muchacho, y lo mismo ocurría con la muchacha, decidían junto y dependiendo de sus padres. Sus padres eran quienes le decían a qué hora debían de volver a casa los sábados por la noche. Sin embargo, una vez casados, los padres ya no tienen el mismo lugar que antes, pasan a un segundo plano. Esto no resta ni un ápice el amor hacia los padres, sino que los padres ocupan ahora un nuevo puesto. Es el esposo con la esposa y la esposa con el esposo quienes deciden todo; es cierto que se aconsejarán de sus padres, pero nunca estarán condicionados por sus padres, porque ahora en el primer lugar está la amada y el amado. Esto lo ha recogido la sabiduría popular ‘el casado, casa quiere’; ‘de padres a hijos, de suegros a conejos’; ‘cada pareja, su casa y su pan’; ‘ni en la casa del padre, ni en la del yerno, un día de invierno’ o ‘la nueva pareja debe construir su casa en un punto tal que no vean el humo de la casa de los padres, de los suegros’.

 

 

 

          Todo debe decidirse con Jesús

Lucas emplea el verbo "odiar" para decir que el corte debe ser limpio, sin titubeos, ni medias tintas que puedan dar pie futuras posibles confusiones. Del mismo modo que el esposo y la esposa se consultan y consensuan juntos los diversos proyectos y cuestiones que se van planteando, del mismo modo ocurre con Jesús: Todo debe decidirse con Jesús. Él quiere ser la única referencia de todas las decisiones de la vida y no acepta que haya ‘otros amantes’ de por medio.

 

Analogía entre las series turcas actuales

y la familia judía en tiempos de Jesús

En las series turcas que actualmente se emiten por televisión, el señor de la mansión ejerce control absoluto; decide matrimonios, controla finanzas y herencia, determina quién entra o sale, castiga o recompensa según su criterio. Su palabra es ley y todos dependen de su permiso para decisiones importantes.

En el contexto judío de Jesús, la "casa" familiar funcionaba igual; el patriarca arreglaba matrimonios (cfr. Gn 24, 1-4; Gn 38, 6; Nm 36, 6), administraba bienes (cfr. Gn 25, 5-6; Nm 27, 8-11; Dt 21, 17), decidía profesiones y herencias, podía expulsar cortando todos los lazos económicos y sociales (cfr. Gn 21, 10; Lv 18, 29; Dt 21, 18-21; 1 Sm 20, 6.29; Rut 1, 16-17). La supervivencia dependía completamente del patriarca.

La radicalidad de la propuesta de Jesús se entiende con esta analogía: él no solo pide abandonar comodidades, sino renunciar voluntariamente al sistema total de seguridad más fundamental de su época.

Jesús mismo modeló este desprendimiento ya que a los 30 años dejó la seguridad de la casa de José en Nazaret. Cuando su familia intentó "recuperarlo", él estableció un nuevo criterio: no la sangre o la tradición, sino la obediencia a la Palabra de Dios (cfr. Mc 3, 20-21; Mc 3, 31-32; Mc 3, 33-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21; Lc 11, 27-28; Mt 10, 34-37). Jesús redefinió el concepto de familia, estableciendo que la verdadera familia se basa en hacer la voluntad de Dios, no en los lazos de sangre o las tradiciones familiares. Para nosotros hoy seguir a Cristo requiere subordinar nuestras "casas" tradicionales (costumbres religiosas heredadas, sistemas de seguridad familiar o social) al Evangelio, confiando únicamente en Dios como nuevo Señor y en la comunidad de discípulos como nueva "familia". Cristo primero, todo lo demás debe alinearse o quedar en segundo plano.

 

Cristo en el centro

No se trata de despreciar a la familia o las tradiciones. Se trata de poner a Cristo en el centro, y desde ahí reorganizar todo lo demás. Porque al final, hermanos, la pregunta es simple: ¿Quién es realmente el señor de tu casa? ¿Tus miedos, tus costumbres, tu comodidad... o Cristo? La verdadera familia de Jesús somos los que escuchamos su Palabra y la ponemos en práctica. Y esa familia no tiene fronteras, no se acaba nunca, y nos da una seguridad que ninguna mansión de este mundo puede ofrecer.

 

El último apego

Jesús nos dice que incluso es necesario "odiarse a sí mismo", pero el texto griego es más preciso y profundo: dice τὴν ἑαυτοῦ ψυχήν ("su propia alma/vida" o "la vida de sí mismo"). Esta palabra griega ψυχή abarca tanto la vida física como la vida interior, los planes personales y la propia identidad.

Se desea resaltar es que los cristianos estamos llamados a renunciar al repliegue sobre uno mismo, sobre el propio beneficio y proyecto personal. Por lo tanto, debemos volver a poner en tela de juicio las decisiones que nos impulsan a pensar únicamente en nuestro interés, en lo que nos conviene, en lo que nos gusta.

No se trata de despreciarse como persona, sino de no hacer de nuestros propios intereses, comodidades y seguridades el centro de nuestras decisiones. Cuando Jesús habla de "odiar" la propia ψυχή, se refiere a esa tendencia natural de organizarlo todo en función de "lo mío": mi bienestar, mi futuro, mi reputación, mi comodidad.

Es la renuncia más radical: Incluso el instinto más básico de autopreservación debe quedar subordinado al seguimiento de Cristo.

 

Las Cuatro peticiones que Jesús nos hace

2.- Vida donada, como Jesús

«Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío».

Todos conocemos la expresión "cargar con la propia cruz" para referirnos a las dificultades cotidianas: enfermedades, problemas familiares, incomprensiones. Pero esta no es la cruz del Evangelio.

La cruz evangélica no es el sufrimiento que hay que aceptar, sino el amor llevado hasta el extremo. Es la disponibilidad total - como hizo Jesús - a poner la propia vida al servicio del hermano: "Vida donada, como Jesús".

 

Aceptar las consecuencias de esta elección radical

Cargar la cruz significa aceptar las consecuencias de esta elección radical, porque seguir a Cristo trastorna los criterios del mundo. Cargar con la cruz, a modo de ejemplo concreto, puede significar renunciar al éxito cuando solo se puede obtener traicionando la conciencia; tomar decisiones heroicas ante situaciones imprevistas como un embarazo problemático; reajustar sueños y proyectos cuando chocan con el Evangelio; elegir el perdón, aunque te haga parecer débil o incapaz; aceptar el desprecio social por ser considerado un "fracasado" o "perdedor"; ser ridiculizado por tus convicciones de fe.

Cuando Jesús dijo en la casa del jefe de la sinagoga "la muchacha no está muerta, sino que duerme", todos se burlaron de él (cfr. Lc 8, 52-53). Hoy, declarar que creemos en la vida eterna y apostar por el hombre nuevo que Jesús ha venido a traernos también puede provocar risas.

Cargar la cruz es estar dispuesto a todo para permanecer fiel al Evangelio, sabiendo que las consecuencias no siempre serán agradables, pero que habremos elegido el amor radical de Cristo por encima de la comodidad del mundo.

 

Fiel al Evangelio, cueste lo que cueste

La cruz es todo esto, pero atención, no es el sufrimiento que uno busca, sino que hay un sufrimiento que inevitablemente acompaña la elección de ser fiel al Evangelio. Pero esto hay que tenerlo en cuenta y Jesús quiere que esto quede muy claro.

 

Las Cuatro peticiones que Jesús nos hace

3.- Desprendimiento material total

Jesús debe hacer una tercera petición que es tan exigente y chocante que siente la necesidad de introducirla con dos breves parábolas.

 

La parábola de la torre

«Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”».

 

La torre del Ego

La torre, imagen de la búsqueda

de la gloria de este mundo

En los campos palestinos abundaban las torres de vigilancia para proteger huertos y viñedos, pero Jesús no se refiere a estas torres sencillas y baratas.

La torre de la parábola tiene un significado simbólico profundo al representar la búsqueda de gloria terrenal, el deseo de destacar y mostrarse superior a los demás. Construir una torre significa quererse hacer notar, buscar el reconocimiento y la admiración; demostrar la superioridad y el ego sobre los demás; elevarse por encima de los demás. La torre de la que nos habla Jesús simboliza la ambición humana de alcanzar fama, poder y reconocimiento mundano. Es la metáfora perfecta para el ego que busca gloria personal.


      
Herodes el Grande es el ejemplo perfecto de esta búsqueda de gloria terrenal. Construyó torres por todo su reino como monumentos a su grandeza personal. En su palacio de Jerusalén levantó tres torres famosas, descritas detalladamente por el historiador Josefo: la torre de Mariamme (en honor a su esposa favorita), la torre de Fasael (nombrada por su hermano, de 45 metros de altura y tan hermosa que rivalizaba en belleza con el Faro de Alejandría), y la torre de Hípico (en honor a un amigo personal).

El patrón es revelador es que todas las torres llevaban nombres de personas queridas por Herodes. Era su forma de inmortalizarse a sí mismo y perpetuar su memoria. Herodes construía para la gloria personal, buscando destacar y ser recordado para siempre.

Sus torres representan exactamente "la torre del ego", construcciones que buscan elevar al constructor por encima de los demás, lo opuesto a la torre que propone Jesús, donde la verdadera grandeza se alcanza sirviendo, no dominando. La torre es la imagen de la búsqueda de la gloria de este mundo. El ideal del hombre griego: alcanzar la gloria, la δόξα (doxa).

 

Dos maneras de obtener la gloria

Había dos maneras de obtener la gloria:

La primera era realizando gestos heroicos, ganando batallas, derrotando a los enemigos.

La otra manera era haciendo construcciones para recordar el propio nombre a la posteridad, dar el nombre a las ciudades.

 

Dos maneras de obtener la gloria

1.- Construyendo monumentos para su propia gloria

El salmo 49 recuerda esta gloria de quien ha dado nombre a las tierras y a las ciudades: «Sus tumbas son sus casas eternas, sus moradas de edad en edad, ¡y habían dado su nombre a países!», o esta otra traducción; «Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, Y sus habitaciones para generación y generación; Dan sus nombres a sus tierras».

Herodes encarnaba precisamente este ideal griego de búsqueda de la gloria; quería ser glorioso incluso después de muerto. Pero Herodes llevó "la torre del ego" al extremo: construyó su tumba en el Herodión - a solo 12 kilómetros de Jerusalén y 5 de Belén - como un rascacielos de mármol de 25 metros que dominaba todo el horizonte. Quería ser glorioso incluso después de muerto.

La ironía histórica es impresionante porque Jesús creció literalmente a la sombra de este monumento a la vanidad. Desde Belén era imposible no verlo. El verdadero Rey nació humildemente mientras la "torre del ego" de un falso rey dominaba el paisaje. Y hoy, ¿dónde está la gloria de Herodes? Sus ruinas están cubiertas de polvo, mientras que Jesús - que nació en una cueva - sigue reinando en los corazones.

Sus torres representan exactamente "la torre del ego" - construcciones que buscan elevar al constructor por encima de los demás, lo opuesto a la torre que propone Jesús, donde la verdadera grandeza se alcanza sirviendo, no dominando.

 

Torre del mundo

La Biblia usa el significado de la torre en sentido metafórico. Ya nos había hablado de torres mucho antes que Herodes. ¿Recuerdan la Torre de Babel? Los hombres dijeron: «Edifiquémonos una torre cuya cúspide llegue al cielo y hagámonos un nombre» (cfr. Gn 11,3-4). Los hombres quisieron construir "una torre que llegara hasta el cielo" para hacerse un nombre y sustituir a Dios. Eran los superhombres de la antigüedad. Era la misma obsesión de Herodes: hacerse un nombre, ser recordados. Pero, ¿cuánto duraron esas torres?

Torre de Jesús

También Jesús quiso recibir gloria y nos propone su torre para subir a lo alto, para ser verdaderamente grandes. Pero hay una diferencia radical:

·         La torre del mundo dice: "Sube a lo alto, domina"

·         La torre de Jesús dice: "Baja al último peldaño, sirve"

Es una gloria completamente opuesta al ideal griego de grandeza. Y al final, todas las torres reciben evaluación. Pablo nos recuerda en 1 Corintios 3 que nuestras construcciones pueden ser «de oro, plata, piedras preciosas, o bien con madera, heno y paja», y sigue diciéndonos el Apóstol que «el día del Señor pondrá de manifiesto la obra de cada cual, porque ese día vendrá con fuego, y el fuego pone a prueba la obra de cada uno»; o sea, se verá si la construcción resiste o no (1 Cor 3, 12-13).

 

Mejor siéntate: ahí va el precio

Por eso Jesús nos advierte: «¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?». Es decir, que antes de empezar a construir la torre que yo te propongo, siéntate y reflexiona, piénsalo bien.

Si no sientes necesidad de reflexionar es porque no has entendido qué torre te está proponiendo Jesús. Y cuando sepas el precio... mejor estar sentado, como cuando llegan ciertas facturas. ¿Acaso cuando cambias de casa o de trabajo, o incluso decides casarte o entrar en la vida consagrada no te sientas a reflexionar bien, incluso llegando a dar vueltas durante meses, antes de comprometerte con algo bastante importante? ¿En cuál de las dos torres vas a invertir tu vida?

La parábola de la guerra

«¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz».

Jesús antes de decirnos el precio, cuenta otra parábola, la del rey que debe librar una guerra y debe evaluar si tiene las fuerzas para vencer a este enemigo.

 

Una guerra en dos frentes

El enemigo interno

Porque efectivamente, todos tenemos que pelear una guerra en dos frentes. El primer enemigo está aquí dentro, en tu cabeza: esa voz que siempre te dice "yo primero", "haz lo que te convenga", "¿por qué te vas a complicar por otros?" Todos la conocemos. Es esa batalla que libras contigo mismo cada vez que tienes que elegir entre hacer lo cómodo y hacer lo correcto. Y ahí está la pregunta: "¿Realmente tienes lo que se necesita?".

 

Una guerra en dos frentes

El enemigo externo

El segundo enemigo está por todas partes: todo el mundo diciéndote que hagas como todos, que no te compliques, que la vida es corta y hay que disfrutarla. La presión constante de "relájate", "no seas tan estricto contigo mismo". Otra vez la pregunta: "¿Puedes resistir esto?".

 

La verdad sin maquillaje

Al escuchar estas historias, cualquiera pensaría: "Suena agotador, mejor paso." Pero no es eso lo que busca. Jesús sólo te está diciendo la verdad sin maquillaje: esto no va a ser fácil.

 

La propuesta de Jesús ¿realmente la quieres

o solo te gusta la idea de tenerlo?

Y ahora viene lo bueno: te dice exactamente cuánto cuesta. Como cuando estás en una tienda y ves algo que te encanta. Lo miras, te lo imaginas tuyo, hasta que preguntas el precio. Ahí es donde algunos sacan la tarjeta y otros siguen de largo. La diferencia está en si realmente lo quieres o solo te gusta la idea de tenerlo.

 

Las Cuatro peticiones que Jesús nos hace

4.- Desprendimiento material total

«Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

A Jesús le ha costado decírnoslo, pero aquí está el precio: su torre cuesta todo lo que tienes. Si quieres gastar menos, hay otras opciones.

La torre que se termina desplomando

¿Quieres la gloria del estadio, del deporte? ¿O prefieres la gloria del gran empresario ante quien todos se inclinan, con su imperio de negocios? ¿Tal vez la gloria del ‘influencer’ famoso que ostenta riqueza? Entonces cómprate el megayate de 100 metros, sube y que todos lo admiren.

Pero Jesús te advierte: "Ten cuidado, porque todas esas torres tienen un problema serio: no resisten el desgaste del tiempo."

En los estadios de futbol, esos regates espectaculares a los 35 ya no son los de los 20, y los aplausos empiezan a desvanecerse. Uno es un gran empresario, ¡con tanto poder!, pero cuando te retiras ya nadie te llama por teléfono. Tu fama de ‘influencer’ se desvanece con las nuevas generaciones, y nadie se acuerda de ti. Ese es el desgaste implacable del tiempo sobre estas torres. Se terminan desplomando.

 

Jesús te propone su torre

Jesús te propone su torre. También cuesta todo lo que tienes, pero para construirla tienes que pelear una guerra muy específica.

La guerra es contra esa tendencia que todos tenemos de aferrarnos a las cosas, de querer siempre más. Los griegos tenían una palabra para esto: πλεονεξία (pleonexía), esa sensación de que nunca tienes suficiente. Es una batalla que libras contigo mismo cada día: entre esa voz que te dice "guárdalo para ti" y la otra que te susurra "compártelo".


                                                          
Los bienes terrestres al servicio de los celestes

La propuesta de Jesús es bastante directa: deja de usar las cosas pensando solo en ti mismo. Úsalas para amar a otros.

Pero aquí viene lo interesante: no te está pidiendo que seas infeliz. Al contrario, te está diciendo que hay una alegría mucho más profunda cuando das en lugar de acumular. Cuando construyes amor en lugar de construir muros.

¿Y qué obtienes al final? Una gloria completamente diferente. No la gloria de tener más que otros, sino la gloria de ser como Jesús: alguien que se convirtió en servidor de todos, que no guardó nada para sí mismo. Resulta que esa es la alegría que realmente perdura.