sábado, 22 de octubre de 2022

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

 

Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 23 de Octubre de 2022

            En los domingos anteriores se nos regaló una Palabra bellísima. Se nos hablaba de cómo perseverar en medio de la prueba y de cómo la fe y la oración perseverante son los medios que el Señor nos regala para poder salir victoriosos en el duro combate cristiano. ¿Os acordáis el domingo pasado cómo Moisés por mantener los brazos en alto hacia Dios colaboró con el Señor para que el pueblo de Israel saliera vencedor en el combate contra el feroz Amalec? ¿Os acordáis de la insistencia en medio de la prueba de aquella viuda ante el juez injusto? Salieron victoriosos por permanecer, con el Señor, en el combate.

            Hoy, el Evangelio y el resto de la Palabra proclamada sigue apuntando en la misma línea: en cómo es nuestra Fe. Y Jesús nos ofrece la parábola conocida como la del fariseo y la del publicano [Lc. 18, 9-14]. Esta parábola no está dirigida a los ateos, o a los alejados de las comunidades cristianas. Esta parábola está dirigida para aquellos que cumplían y cumplen con los preceptos dados por Dios en el Sinaí a Moisés.

            Nos cuenta que dos hombres subían al Templo a orar. O sea, dos personas iban a encontrarse con el rostro de Dios, porque para los hebreos el ir al Templo era tanto como ir a ver el rostro de Dios, el estar en el lugar donde realmente está presente Dios; en tu tabernáculo. Dos hombres que no entraron por la misma puerta sur del Templo. El fariseo entró por la puerta que le correspondía, ya que por ella entraban los sacerdotes, el sumo sacerdote y la gente de importancia del pueblo; y el publicano entró por la otra puerta, por donde entraba el resto de la gente. Sin embargo, los dos llegaban al mismo lugar. E incluso, algunos de los del pueblo fiel se atrevían a salir por la puerta que no les correspondía sólo para pedir ayuda o favores a los más privilegiados del pueblo. Ya había diferencias, incluso a la hora de entrar en el Templo.

            Cuando decimos fariseo no nos estamos refiriendo con el significado que solemos usar en nuestro lenguaje. Los fariseos eran un grupo judío, fieles, cumplidores, buena gente, que promovían la pureza ritual y que creían en la resurrección. Fariseos eran Pablo de Tarso y Nicodemo.

El Fariseo de la parábola estaba allí, erguido, de pie en el Templo. Todos los judíos, ante Dios, en señal de respeto y como Padre suyo que eran, estaban ante Dios de pie. Luego era algo normal que se encontrara así, de pie. Este hombre era bueno, ayunaba dos veces por semana, cuando lo mandado era sólo ayunar una única vez; pagaba el diezmo de todo lo que tenía, e incluso pagaba el diezmo de aquellos judíos pobres que no tenían recursos, para que sus hijos también pudieran ir a la escuela rabínica, y abonaba lo que a otros les correspondía en relación con la aportación al Templo y a las viudas. Es decir, era una persona generosa que daba bastante mas de los que realmente le correspondía. Pero tenía un serio problema: no se daba cuenta de cómo Dios le había protegido y ayudado durante toda su vida. Y al darse cuenta no se lo agradecía a Dios. Un ejemplo: si yo el Señor no me hubiera regalado una familia, un empleo para mi padre, el cariño de mis padres, hermanos y familiares…, si el Señor no hubiera estado grande conmigo dándome la vocación y esta diócesis con hermanos presbíteros, ¿qué hubiera sido de mí? ¡Tal vez estaría en la cárcel, robando, fichado por la policía o cualquier otra desdicha! Ese fariseo no se daba cuenta de lo que Dios le había regalado y de cómo de ingrato y desagradecido era para con su Creador y Dador. Por eso pensaba que el fariseo estaba convencido que el publicano era un ser inservible, basura, una nulidad de ser.

            Además, la Palabra usa la palabra ‘Erguido’, como levantando especialmente el cuello o la cabeza. Esto es importante: Cuando uno está con la cabeza levantada y no agachada es para poder mirar al frente; y esto es lo que todos hacemos cuando tenemos que mirarnos ante un espejo. Con este detalle la Palabra nos está indicando que el fariseo no estaba fijando sus ojos en el rostro de Dios, sino ante su propio espejo: No estaba rezando a Dios, estaba teniendo un monólogo consigo mismo porque estaba rezando a la imagen de Dios que él mismo se había creado a su propia imagen y semejanza. Esto es una llamada de atención que el evangelista Lucas hace a los cristianos de las comunidades a no imitar este proceder, ya que no cabría ni la conversión, ni se creería en la misericordia y en los dones divinos, ni la urgente necesidad de ser evangelizados/catequizados, ni el perdón ni el amor desde la categoría de la cruz. Seríamos como paganos con el carnet de cristianos.

            El Publicano de la parábola era uno de los peores bichos que te podías encontrar. Él era uno de los encargados de recaudar dinero para los romanos. Ellos recaudaban de más para llenarse ellos los bolsillos y siempre se aprovechaban de los más pobres y necesitados. Eran malas personas. Es más, si un publicano entraba en la casa de un hebreo, esa casa se tenía que desinfectar y purificar hasta todos los techos y paredes.

            El publicano también estaba de pie, como hebreo que era, lo cual era algo normal. Sin embargo, dice la Palabra «quedándose atrás, no se atrevía a levantar los ojos al cielo». Miraba al suelo, a la tierra y reconoce de ese modo que es barro, miserable y ruin. Y además hace unos gestos que solamente hacían las mujeres como muestra de profundo dolor, de arrepentimiento y penitencia: «se golpeaba el pecho». Se golpeaba en el pecho, donde está el corazón y en el corazón -según el pueblo hebreo- reside lo más noble y lo más ruin de la persona. Al hacer eso el publicano estaba presentándose ante Dios como una persona tan desvalida como aquellas mujeres del pueblo judío; las cuales no eran nada, no valían nada y eran despreciadas por todos en cualquier momento y circunstancias. Así de desvalido se mostraba el publicano ante Dios en el Templo al darse golpes en el pecho.

El publicano sabía que era una persona despreciable, que nadie le quería y que todos le rechazaban hasta la extenuación. Y lo que hace es pedir socorro a Dios en su infinita misericordia. Hace suyo el salmo 50 cuando se reza diciendo: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado». El publicano pedía socorro y misericordia a Dios, ya que del único sitio del que no le podían echar era del Templo y de la presencia de Dios.

Cuando Jesús, al final de la parábola nos dice que «os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no», es tanto como afirmar lo que quiere es que el pecador tome conciencia de su pecado y que desee la Vida nueva que Él viene a traer. Es tanto como decir, ‘tú acoge el Mensaje, y ese Mensaje te irá cambiando’. Jesús no dice al fariseo o al publicano que cambien de vida, porque Él no es un moralista, sino que desea que descubramos su amor. No desea que caigamos en el cumplimiento de las normas, las cuales no las entendemos y terminamos aborreciendo; sino que acojamos su Mensaje y la alegría interna que genera el nuestro ser ese mismo Mensaje, que es el mismo Cristo. 

Por lo tanto, como moraleja: «dime la imagen que tienes de Dios, dime como ‘de colado, de enamorado estas por su Mensaje y te diré cómo es tu fe».

 

No hay comentarios: