Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 23 de Octubre de 2022
En los domingos anteriores se nos
regaló una Palabra bellísima. Se nos hablaba de cómo perseverar en medio de la
prueba y de cómo la fe y la oración perseverante son los medios que el Señor
nos regala para poder salir victoriosos en el duro combate cristiano. ¿Os
acordáis el domingo pasado cómo Moisés por mantener los brazos en alto hacia
Dios colaboró con el Señor para que el pueblo de Israel saliera vencedor en el
combate contra el feroz Amalec? ¿Os acordáis de la insistencia en medio de la
prueba de aquella viuda ante el juez injusto? Salieron victoriosos por
permanecer, con el Señor, en el combate.
Hoy, el Evangelio y el resto de la
Palabra proclamada sigue apuntando en la misma línea: en cómo es nuestra Fe. Y Jesús nos ofrece
la parábola conocida como la del fariseo y la del publicano [Lc. 18, 9-14]. Esta
parábola no está dirigida a los ateos, o a los alejados de las comunidades
cristianas. Esta parábola está dirigida para aquellos que cumplían y cumplen
con los preceptos dados por Dios en el Sinaí a Moisés.
Nos cuenta que dos hombres subían al
Templo a orar. O sea, dos personas iban a encontrarse con el rostro de Dios,
porque para los hebreos el ir al Templo era tanto como ir a ver el rostro de
Dios, el estar en el lugar donde realmente está presente Dios; en tu
tabernáculo. Dos hombres que no entraron por la misma puerta sur del Templo. El
fariseo entró por la puerta que le correspondía, ya que por ella entraban los
sacerdotes, el sumo sacerdote y la gente de importancia del pueblo; y el
publicano entró por la otra puerta, por donde entraba el resto de la gente. Sin
embargo, los dos llegaban al mismo lugar. E incluso, algunos de los del pueblo
fiel se atrevían a salir por la puerta que no les correspondía sólo para pedir
ayuda o favores a los más privilegiados del pueblo. Ya había diferencias,
incluso a la hora de entrar en el Templo.
Cuando decimos fariseo no nos
estamos refiriendo con el significado que solemos usar en nuestro lenguaje. Los
fariseos eran un grupo judío, fieles, cumplidores, buena gente, que promovían
la pureza ritual y que creían en la resurrección. Fariseos eran Pablo de Tarso
y Nicodemo.
• El Fariseo de la parábola
estaba allí, erguido, de pie en el Templo. Todos los judíos, ante Dios, en
señal de respeto y como Padre suyo que eran, estaban ante Dios de pie. Luego
era algo normal que se encontrara así, de pie. Este hombre era bueno, ayunaba
dos veces por semana, cuando lo mandado era sólo ayunar una única vez; pagaba
el diezmo de todo lo que tenía, e incluso pagaba el diezmo de aquellos judíos
pobres que no tenían recursos, para que sus hijos también pudieran ir a la
escuela rabínica, y abonaba lo que a otros les correspondía en relación con la
aportación al Templo y a las viudas. Es decir, era una persona generosa que
daba bastante mas de los que realmente le correspondía. Pero tenía un serio
problema: no se daba cuenta de cómo Dios le había protegido y ayudado durante
toda su vida. Y al darse cuenta no se lo agradecía a Dios. Un ejemplo: si yo el
Señor no me hubiera regalado una familia, un empleo para mi padre, el cariño de
mis padres, hermanos y familiares…, si el Señor no hubiera estado grande conmigo
dándome la vocación y esta diócesis con hermanos presbíteros, ¿qué hubiera sido
de mí? ¡Tal vez estaría en la cárcel, robando, fichado por la policía o
cualquier otra desdicha! Ese fariseo no se daba cuenta de lo que Dios le había
regalado y de cómo de ingrato y desagradecido era para con su Creador y Dador. Por
eso pensaba que el fariseo estaba convencido que el publicano era un ser
inservible, basura, una nulidad de ser.
Además, la Palabra usa la palabra ‘Erguido’, como levantando especialmente
el cuello o la cabeza. Esto es importante: Cuando uno está con la cabeza
levantada y no agachada es para poder mirar al frente; y esto es lo que todos
hacemos cuando tenemos que mirarnos ante
un espejo. Con este detalle la Palabra nos está indicando que el fariseo
no estaba fijando sus ojos en el rostro de Dios, sino ante su propio espejo:
No estaba rezando a Dios, estaba teniendo un monólogo consigo mismo porque
estaba rezando a la imagen de Dios que él mismo se había creado a su propia
imagen y semejanza. Esto es una llamada de atención que el evangelista Lucas
hace a los cristianos de las comunidades a no imitar este proceder, ya que no
cabría ni la conversión, ni se creería en la misericordia y en los dones
divinos, ni la urgente necesidad de ser evangelizados/catequizados, ni el
perdón ni el amor desde la categoría de la cruz. Seríamos como paganos con el
carnet de cristianos.
• El Publicano de la parábola era uno de los peores bichos que te
podías encontrar. Él era uno de los encargados de recaudar dinero para los
romanos. Ellos recaudaban de más para llenarse ellos los bolsillos y siempre se
aprovechaban de los más pobres y necesitados. Eran malas personas. Es más, si
un publicano entraba en la casa de un hebreo, esa casa se tenía que desinfectar
y purificar hasta todos los techos y paredes.
El publicano también estaba de pie,
como hebreo que era, lo cual era algo normal. Sin embargo, dice la Palabra «quedándose
atrás, no se atrevía a levantar los ojos al cielo». Miraba al suelo, a la
tierra y reconoce de ese modo que es barro, miserable y ruin. Y además hace
unos gestos que solamente hacían las mujeres como muestra de profundo dolor, de
arrepentimiento y penitencia: «se golpeaba el pecho». Se golpeaba en el pecho,
donde está el corazón y en el corazón -según el pueblo hebreo- reside lo más
noble y lo más ruin de la persona. Al hacer eso el publicano estaba
presentándose ante Dios como una persona tan desvalida como aquellas mujeres
del pueblo judío; las cuales no eran nada, no valían nada y eran despreciadas
por todos en cualquier momento y circunstancias. Así de desvalido se mostraba
el publicano ante Dios en el Templo al darse golpes en el pecho.
El
publicano sabía que era una persona despreciable, que nadie le quería y que
todos le rechazaban hasta la extenuación. Y lo que hace es pedir socorro a Dios
en su infinita misericordia. Hace suyo el salmo 50 cuando se reza diciendo: «Misericordia,
Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo
mi delito, limpia mi pecado». El publicano pedía socorro y misericordia a Dios,
ya que del único sitio del que no le podían echar era del Templo y de la
presencia de Dios.
Cuando
Jesús, al final de la parábola nos dice que «os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquel no», es tanto como afirmar lo que quiere es que el pecador
tome conciencia de su pecado y que desee la Vida nueva que Él viene a traer. Es
tanto como decir, ‘tú acoge el Mensaje, y ese Mensaje te irá cambiando’. Jesús
no dice al fariseo o al publicano que cambien de vida, porque Él no es un
moralista, sino que desea que descubramos su amor. No desea que caigamos en el
cumplimiento de las normas, las cuales no las entendemos y terminamos
aborreciendo; sino que acojamos su Mensaje y la alegría interna que genera el
nuestro ser ese mismo Mensaje, que es el mismo Cristo.
Por
lo tanto, como moraleja: «dime la imagen que tienes de Dios, dime como ‘de
colado, de enamorado estas por su Mensaje y te diré cómo es tu fe».
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