Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo b
19 de septiembre de 2021
Si pudiera poner un eslogan o una frase que pudiese
resumir lo que hoy aquí estamos celebrando usaría la del Salmo responsorial: «El
Señor sostiene mi vida». Es evidente
hermanos que a nadie le gusta estar enfermo, ser víctima de incomprensión, de
maledicencia o de críticas. Es cierto que esto lo podemos asumir, no con emoción
porque no causa ninguna emoción, sino como aquel que deposita en las manos del
Padre una ofrenda doliente pero fragante, con silencio y paz. Todo esto tiene
una palabra equívoca, la palabra ‘abandono’. Siempre que uno pronuncia esta
palabra en los auditorios provoca una serie de extrañezas e incomprensiones,
porque abandonarse le suena a algunas personas a pasividad, resignación,
fatalismo, cruzarse de brazos, no hacer nada…Pero he de decirles desde el
principio que no se trata de un abandono pasivo, sino dinámico. Es más, la
vivencia del abandono coloca a la persona en su máximo nivel de eficacia,
productividad y potencialidad. Pueden comprender que si se trata de abandonar
todo lo negativo, todo lo destructivo del corazón, el resultado ha de ser eminentemente
positivo y lo es. En todo acto de abandono en principio palpita un ‘no’. Pero
no estamos hablando de una experiencia negativa, sino más bien de una
experiencia oblativa. Porque hay que sacrificar, una criatura vivísima pero
autodestructiva, regresiva y agresiva que palpita en nosotros. Un ‘no’ a lo que
yo quería o hubiese querido: Venganza, me hicieron una infamia y me brota
instintivamente el impulso de venganza. Pero ‘no’ a esa venganza. Resentimiento
porque todo me está saliendo mal en la vida, no a ese resentimiento. Tristeza y
vergüenza porque no nací siendo tan poca cosa y físicamente o moralmente, no a
esa tristeza y vergüenza. ¡Qué pena a aquello que sucedió y que al suceder
ya fue un hecho consumado y no podemos
volver atrás!, no a esa pena. Y en el abanico general de nuestra vida vamos
diciendo ‘no, no, no’, muriendo y muriendo a todos los impulsos agresivos,
regresivos y autodestructivos. En el fondo del abandono está un morir, un
sacrificar una realidad vivísima pero negativa y autodestructiva. Hay un ‘no’,
y hay un ‘sí’. ‘Sí Padre, lo que tu dijiste, sí a lo que tú dispusiste,
permitiste’. Estamos en la espiritualidad de los anakín bíblicos, cuya palabra específica y básica es ‘hágase’.
Todo lo que nosotros nos resistimos lo convertimos en
enemigo. Si no me gustan estas manos, estas manos son mis enemigas; si no me
gusta este tipo antipático que vive y trabaja conmigo es mi enemigo; si no me
gusta este frio, esta lluvia, ese sol o esta niebla o granizo, es mi enemigo.
Los enemigos existen dentro de nosotros y nuestros enemigos existen en tanto y
en cuanto nosotros les damos vida con nuestras resistencias mentales. Si
nuestros enemigos están dentro de nosotros, nuestros amigos también están
dentro de nosotros. Si acepto estas manos, estas manos son mis amigas; si
acepto a este tipo antipático que convive conmigo es mi amigo, el problema no
está en él, está en mí. Si acepto este cuerpo, este cuerpo es mi amigo… si
acepto este viento, es el hermano viento; si acepto la enfermedad, es la
hermana enfermedad. Uno de los mayores puntos de sabiduría del cristiano
consiste en hacerse hermano y amigo de la hermana enfermedad. Si acepto la
muerte, es la hermana muerte. En nuestras manos está en trasformar a todos nuestros
enemigos en amigos, todos los males en bienes y todo gracias ‘a la
reconciliación’. ‘Reconciliación’ es que antes era enemigo de algo y ahora no
lo soy; porque antes lo rechazaba y ahora lo acepto. Puedo ser enemigo de mi
nariz, y estar toda la vida pensando mal de mi nariz porque no me gusta y
amargarme la vida por mi nariz, voy a reconciliarme con mi nariz, que es tanto
como decir, voy a aceptar de las manos de Dios el hecho de que tenga esta nariz,
estas manos o aquel tipo tan desagradable y antipático. Este es pues el
concepto de reconciliación: hacer la paz, aceptar. Tantas cosas que nos
resistimos inconscientemente.
La gente vive resentida y desesperada porque aquella cosa
le salió mal y no tuvieron suerte, porque aquí o allí hubo un accidente y que
les destrozó todo lo que se proponían, porque simplemente aquí hubo una
lamentable equivocación en la vida y ahora en este momento ya no se puede hacer
nada, hechos pasados, hechos consumados. Como se podrán darse cuenta, más de un
60, 70, 80 o 90 % de las cosas no tienen solución, o la solución no está en
nuestras manos. ¿Cómo me hubiera gustado haber nacido con un temperamento
alegre y jovial para estar feliz con la gente y nació con un temperamento
desagradable que entristece a los que tiene al lado por ser desaborido,
desagradable y retraído?... pero cada uno es como es. Por lo tanto un tanto por
ciento de las cosas que nos suceden no tienen solución. Si no hay nada que hacer
¿qué se consigue con resistir a realidades que uno no puede cambiar? Las cosas
que tienen solución se solucionan combatiéndolas y las cosas que no tienen
solución se solucionan dejándolas en las manos de Dios. Y las dejamos en las
manos de Dios porque esto de esta manera deja de ser una fuente de amargura
para nosotros. La sabiduría nos dice que los imposibles, lo que no tiene
solución, lo que nos hace sufrir sobremanera, hay que dejarlos en las manos del
Padre. En tus manos lo dejo y haz de mí lo que quieras. Y por todo lo que hayas
permitido de mí en mi vida vengo a decirte que ‘estoy de acuerdo con todo y que
lo acepto todo, con tal que tu voluntad se haga en mi y en todas tus criaturas.
Y no deseo nada más, Dios. Y pongo mi vida entre tus manos, y pongo mi vida
entre tus manos y pongo mi pasado, mi presente y mi futuro entre tus manos,… te
lo doy, Dios mío, incondicionalmente, con todo el ardor de mi corazón, porque
te amo’. Y es una necesidad de amor el darme y entregarme entre tus manos, con
infinita confianza porque tú eres mi Padre.
Y de esta manera la paz ya está tocando la puerta de tu
corazón. De tal manera que lo que tenga solución, combatir ferozmente; pero lo
que no tiene solución, dejadlo en las manos de Dios. Cuando yo dijo ‘dejar’,
cuando yo digo ‘que dejo este reloj encima de la mesa’, significa que yo me
desprendí de este reloj, que ya no lo toco. El reloj está ahí y yo estoy aquí. ‘Dejar
en la manos de Dios’ quiere decir que del mismo modo que yo dejo este reloj en
un lugar y me desvinculo de él, pues ese fracaso, disgusto o problema al
dejarlo en las manos de Dios yo ya me desvinculo de él y libero mi mente, ya lo
dejé. Y pasa que la mente queda en silencio y pasa que automáticamente el
corazón entra en paz. Silencio en la mente y paz en el corazón. Y el abandono
es un homenaje en el silencio a Dios nuestro Dios, a Dios nuestro Padre. Nosotros estamos en una experiencia de Dios y
en este momento estamos afrontando la vida desde el punto de vista de la fe y
de la experiencia de Dios. Por eso dijo que lo dejemos en las manos de Dios. Y
poco a poco, entregando a Dios todo aquello que somos, por lo que luchamos y
por lo que nos desborda en el dolor y en sufrimiento, proclamamos, con plena fe
y convencimiento aquello que recitamos en el Salmo responsorial: «El Señor sostiene mi vida».