Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo A
25
de octubre de 2020
Ex 22, 20-26; Sal
17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab; 1 Tes 1, 5c-10; Mt 22, 34-40
Uno de los grandes males de nuestro
tiempo es la dispersión: Hacer muchas cosas, y muchas de ellas buenas, pero sin
el hilo conductor entre ellas, sin el necesario equilibrio entre ellas. Y eso
nos lleva a contradicciones: cuando la vida no está interiormente unificada no
es coherente y no suele ser gozosa. Por
eso es clave saber qué es aquello por el cual todo se vertebra, todo se
unifica.
Un ejemplo para intentar iluminar
este evangelio. Todos conocemos lo que pasó con el Titanic, pues en el siglo
XVII también ocurrió una historia semejante que ocurrió el 10 de agosto de
1628. Se produjo en esa fecha la botadura en Estocolmo del que era el mayor
navío militar de aquel momento, era imponente por su tamaño, por su lujo, por
su potencia de fuego. El nombre de aquel barco era el ‘Vasa’. El buque estaba
armado con 64 cañones de bronce colocados en tres puentes: la superior, batería
alta y batería baja. El Vasa desplazaba más de 1200 toneladas.
La superficie bélica era de 1150 m² y tenía un peso total de unas 80
toneladas. Se calcula la dotación del Vasa en ciento treinta
marineros y trescientos soldados. Y estaba allí presente todo el cuerpo
diplomático, el rey de Suecia siendo testigos de la inauguración de este
potente navío militar. Y ante los ojos atónitos de todos los presentes, en su
primera singladura una fuerte ráfaga de viento azotó al ‘Vasa’ y
el buque volcó al llevar demasiada carga que no estaba bien estibada y que se
desplazó al otro lado del buque, lo que agravó la zozobra del mismo. Y se
hundió. ¿Qué había pasado? Pues que en la
construcción del barco había habido una desconexión peligrosísima entre los
distintos gremios, entre los escultores –a los cuales les interesaba que
los adornos del barco fueran perfectos y muy bellos., los fundidores de los
cañones –les interesaba solo la potencia de fuego-, por otra parte, los
diseñadores de los mástiles y de las velas habían hecho su trabajo –porque les
interesaba que el barco fuera rápido y veloz-. Pero para construir ese barco
habían contratado de su casa lo mejor, pero sin capacidad de conjugarse entre
ellos, sin capacidad de coordinarse entre sí, sin
la docilidad necesaria para seguir la directriz de un ingeniero naval que les
coordinase a todos ellos; por lo que toda la tarea realizada estaba
descompensada. Cada uno hacía un gran trabajo, pero no había un hilo conductor
y el resultado fue catastrófico.
Así es nuestra vida, el único
principio digno y capaz de unificar todo lo que hacemos es ese «shemá Israel» que se proclama al pueblo judío: «Escucha, Israel,
el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas»
(Dt 6, 4-5). El amor a Dios es lo que
hace capaz de integrar todas las cosas que hacemos. El amor es ese hijo
que conecta todo lo que hacemos. Está llamado a ser el principio vertebrador de
obras, pensamientos, sentimientos. Es como si el amor fuera el director de obra
o el director de la orquesta de nuestra vida. Y
cuando no existe ese director de obra o principio unificador, ese puesto lo
termina ocupando un pecado oculto: Ya sea la soberbia, la avaricia, la
lujuria, la ira, la gula, la envidia, la pereza. ¿Qué cosa está unificando toda
nuestra vida?
Y resulta importante las veces que
el Señor, en el Evangelio resalta el ‘todo’: «Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente».
Y lo hace porque sabe que es muy difícil el unificar toda nuestra vida. Y para
que la espiritualidad no se quede en meras abstracciones, el Señor lo aterriza
en la segunda parte del evangelio de hoy: «Este
mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo». A Jesús
no le habían preguntado por el segundo, sólo le habían preguntado por el
primero, pero Jesús añade el segundo. Jesús lo añade porque es consciente de
que sin este segundo el primero no se vive bien: el amor si no se encarna es
falso. «Obras son amores y no buena razones». El amor a Dios suele ser
abstracto, difuso sino es encarnado en el amor al prójimo.
Si lo propio del amor es unificarnos
interiormente en todas las cosas que hacemos, el amor al prójimo garantiza que
eso sea auténtico, no una palabra bonita; no un deseo sino una realidad.
Pidamos a nuestra Madre del Cielo
que toda nuestra vida estés sostenida en el amor a Dios y al prójimo, como
principios unificadores de nuestra existencia.