sábado, 24 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo A

Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

25 de octubre de 2020

Ex 22, 20-26; Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab; 1 Tes 1, 5c-10; Mt 22, 34-40

             Hoy en el Evangelio se nos pregunta una cuestión clave: «¿Cuál es el mandamiento principal de la ley?». Es decir, que a Jesús se le pregunta por lo importante, se le pregunta por lo principal: ¿qué es lo principal? Es clave saber qué cosa es lo principal para poder vertebrar todas las demás cosas en torno a eso.

            Uno de los grandes males de nuestro tiempo es la dispersión: Hacer muchas cosas, y muchas de ellas buenas, pero sin el hilo conductor entre ellas, sin el necesario equilibrio entre ellas. Y eso nos lleva a contradicciones: cuando la vida no está interiormente unificada no es coherente y no suele ser gozosa. Por eso es clave saber qué es aquello por el cual todo se vertebra, todo se unifica.

            Un ejemplo para intentar iluminar este evangelio. Todos conocemos lo que pasó con el Titanic, pues en el siglo XVII también ocurrió una historia semejante que ocurrió el 10 de agosto de 1628. Se produjo en esa fecha la botadura en Estocolmo del que era el mayor navío militar de aquel momento, era imponente por su tamaño, por su lujo, por su potencia de fuego. El nombre de aquel barco era el ‘Vasa’. El buque estaba armado con 64 cañones de bronce colocados en tres puentes: la superior, batería alta y batería baja. El Vasa desplazaba más de 1200 toneladas. La superficie bélica era de 1150 m² y tenía un peso total de unas 80 toneladas. Se calcula la dotación del Vasa en ciento treinta marineros y trescientos soldados. Y estaba allí presente todo el cuerpo diplomático, el rey de Suecia siendo testigos de la inauguración de este potente navío militar. Y ante los ojos atónitos de todos los presentes, en su primera singladura una fuerte ráfaga de viento azotó al ‘Vasa’ y el buque volcó al llevar demasiada carga que no estaba bien estibada y que se desplazó al otro lado del buque, lo que agravó la zozobra del mismo. Y se hundió. ¿Qué había pasado? Pues que en la construcción del barco había habido una desconexión peligrosísima entre los distintos gremios, entre los escultores –a los cuales les interesaba que los adornos del barco fueran perfectos y muy bellos., los fundidores de los cañones –les interesaba solo la potencia de fuego-, por otra parte, los diseñadores de los mástiles y de las velas habían hecho su trabajo –porque les interesaba que el barco fuera rápido y veloz-. Pero para construir ese barco habían contratado de su casa lo mejor, pero sin capacidad de conjugarse entre ellos, sin capacidad de coordinarse entre sí, sin la docilidad necesaria para seguir la directriz de un ingeniero naval que les coordinase a todos ellos; por lo que toda la tarea realizada estaba descompensada. Cada uno hacía un gran trabajo, pero no había un hilo conductor y el resultado fue catastrófico.

            Así es nuestra vida, el único principio digno y capaz de unificar todo lo que hacemos es ese «shemá Israel» que se proclama al pueblo judío: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). El amor a Dios es lo que hace capaz de integrar todas las cosas que hacemos. El amor es ese hijo que conecta todo lo que hacemos. Está llamado a ser el principio vertebrador de obras, pensamientos, sentimientos. Es como si el amor fuera el director de obra o el director de la orquesta de nuestra vida. Y cuando no existe ese director de obra o principio unificador, ese puesto lo termina ocupando un pecado oculto: Ya sea la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia, la pereza. ¿Qué cosa está unificando toda nuestra vida?

            Y resulta importante las veces que el Señor, en el Evangelio resalta el ‘todo’: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente». Y lo hace porque sabe que es muy difícil el unificar toda nuestra vida. Y para que la espiritualidad no se quede en meras abstracciones, el Señor lo aterriza en la segunda parte del evangelio de hoy: «Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo».  A Jesús no le habían preguntado por el segundo, sólo le habían preguntado por el primero, pero Jesús añade el segundo. Jesús lo añade porque es consciente de que sin este segundo el primero no se vive bien: el amor si no se encarna es falso. «Obras son amores y no buena razones». El amor a Dios suele ser abstracto, difuso sino es encarnado en el amor al prójimo.

            Si lo propio del amor es unificarnos interiormente en todas las cosas que hacemos, el amor al prójimo garantiza que eso sea auténtico, no una palabra bonita; no un deseo sino una realidad.

            Pidamos a nuestra Madre del Cielo que toda nuestra vida estés sostenida en el amor a Dios y al prójimo, como principios unificadores de nuestra existencia.

sábado, 17 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Homilía XXIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A)                                18/10/2020

Isaías 45, 1. 4-6

Sal 95, 1 y 3. 4-5. 7-8a. 9-10ac 

Tesalonicenses 1, 1-5b

Mateo 22, 15-21

           Hermanas, el hombre moderno descuida tanto su interioridad que ya no sabe lo que significa. Vive sumergido en el lodo de sus pasiones, centrado en divertirse y en disfrutar de todos los placeres de este mundo. Le da igual vivir en un mundo dominado por el mal, la violencia, la corrupción, la relajación de las costumbres, la perversión, la indiferencia ante Dios o incluso el desprecio de Dios. Ese hombre tiene una brújula que no indica hacia el norte, sino hacia sus apetencias y sensualidades. Pero lo más inquietante de todo esto es que a Dios se le quiere quitar de la esfera social, cultural, política, educativa, eclesial y personal. Esta gran ausencia representa la peor de las amenazas para la humanidad. 

            Los creyentes tenemos la obligación grave de anunciar a Dios conforme a la vocación que el Señor nos haya entregado. Cuando estamos lejos de Dios el hombre se dispersa en vanos placeres. San Pablo, cuando escribe a la comunidad de Tesalónica es muy consciente de cómo muchos de los hermanos que forman parte de esa comunidad antes estaban dominados por sus pasiones y totalmente dispersos en placeres; eran un desastre de persona, con la brújula de su vida totalmente averiada, pero ahora todo ha ido cambiando. San Pablo les fue enseñando a recuperar la vida interior digna al cultivar en ellos el silencio. El silencio cuesta, porque hay mucho ruido y dispersión, se escuchan muchos ‘cantos de sirena’ y el demonio quiere que nos sumerjamos en el bullicio. El silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios. San Pablo les anuncia el kerigma, les habla con sus palabras y su propia vida del amor de su vida: les habla de Jesucristo. Es cierto que él no conoció personalmente al Señor, tal y como lo hicieron los otros apóstoles, pero él tiene una fuerte experiencia de cómo Jesucristo le dio un vuelco total a su vida. Pablo, que conoce a los hermanos de esa comunidad y sabe de sus historias de pecado y de miseria, se alegra profundamente porque al acoger a Cristo en sus vidas esas familias enfrentadas se han reconciliado, porque ese mujeriego se ha reformado, porque ese rico avaro ha aprendido a compartir, porque esa mujer perdida en los afectos ha encontrado a Cristo como su único amor, … porque la fe al ponerla en práctica no tiene hermanos en la comunidad que pasan hambre o que están solos por la enfermedad o ancianidad. Porque han descubierto que tener a Cristo entre ellos es lo mejor que les ha podido pasar en la vida. Dice San Pablo: «En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor».

            Cuando esos herodianos y fariseos se acercan a Jesús para hacerle esa pregunta capciosa de ‘si es lícito de pagar impuesto al César o no’, esos herodianos y fariseos están dispersos en vanos placeres y en el fango del pecado. Ellos están cegados por el dinero, el poder y el odio. El dinero no es de Dios, sino que de Dios somos nosotros mismos, y por lo mismo nosotros solamente debemos estar sometidos a Dios. Ya San Agustín, que afirmaba: “El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios la suya en vosotros” (Com. Ps 57,11). La trampa la resuelve Jesús, no solamente con inteligencia, sino con sabiduría, donde salta por los aires la legalidad con la que pretenden acusarlo en su caso. La respuesta de Jesús no es evasiva, sino profética; porque a trampas legales no valen más que respuestas proféticas. El tributo de hacienda es socialmente necesario; el corazón, no obstante, lleva la imagen de Dios donde el hombre recobra toda su dignidad, aunque pierda el “dinero” o la imagen del césar de turno que no valen nada.

            El hombre moderno, como esos herodianos y fariseos, actúa inconscientemente. No miden todas las consecuencias de sus actos. Prefiere la ilusión a la realidad. Mas cuando uno se encuentra con Cristo, como le pasó a la comunidad de los tesalonicenses y al propio Pablo, va y vende todo lo que tiene para comprar ese campo y puede decir con plena convicción: «Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia» (Filp 1,21).


sábado, 10 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

11 de octubre de 2020 Mateo 22, 1-14

          Acaba de ser proclamada la parábola de los convidados a la boda del hijo del rey. Un rey que convida al banquete de su hijo y que recibe un gran rechazo, un gran menosprecio, una gran indiferencia. Se había invitado a los principales de la sociedad y han sido éstos quienes han rechazo mencionada invitación. Pero hay una gran paradoja, porque es un gran honor recibir la invitación para participar de las bodas del hijo del rey y lo han despreciado. El rey, que es imagen de Dios, que nos lo quiere dar todo participando de las bodas de su Hijo y nosotros en vez de sentirnos agraciados y agradecidos y en vez de sentirnos elegidos, tenemos un gran rechazo. Y aquí sale una idea clave de esta parábola: La esencia del pecado es no dejarse amar por Dios.

            Es instructivo ver los motivos por los que los invitados se han excusado: no hicieron caso de la invitación, el uno se fue a su campo, el otro a su negocio, el otro va a probar sus yuntas de bueyes, etc. Hay una serie de motivos por los que se rechaza esa gran invitación del rey. Pero si nos damos cuenta no se tratan de motivos, sino de excusas para no acudir. No hay motivo alguno para rechazar ese gran regalo de Dios. Cuando anteponemos cosas ante la invitación de Dios se tratan de excusas, dejando a Dios en segundo lugar. Cuando colocamos nuestras cosas en primer lugar relegando a Dios en segundo o tercer lugar, estamos cayendo en un pecado de minusvaloración, de menos precio, de indiferencia ante Dios. Y esto es muy grave, es tan grave que dice la parábola que la reacción del rey fue tremenda, «el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad». Y todo por desagradecidos. Es algo que nos debe de hacer meditar porque también nosotros, a nuestra medida y a nuestro nivel, vivimos también esa tentación de anteponer otras cosas a la llamada de Dios o de dejar en segundo lugar esa llamada.

            Hay un dicho que dice «si estás tan ocupado como para no poder orar, es que estás más ocupado de lo que Dios quiere». ¿Cómo es posible que no tengamos tiempo para Dios? ¿Cómo es posible que no tengamos tiempo para priorizar en la invitación que el Señor nos hace para participar en su intimidad? Dios no quiere que estés tan apegado a las cosas. Podemos tener el riesgo de tener apegos que se convierten en excusas para dejar la llamada de Dios en segundo o tercer lugar.

            Hay una viñeta en la que aparece un niño y debajo ponía «demasiado joven para pensar en Dios». Al lado aparecía a ese mismo niño pero ya en la edad adolescente con sus novias que ponía «demasiado feliz para pensar en Dios»; luego se le veía en la siguiente viñeta cuando ya había conseguido comprar su primer coche y su casa y se sentía muy orgulloso y decía «demasiado autosuficiente para pensar en Dios»; en la siguiente viñeta se le veía demasiado enfrascado en la vida laboral y ocupado, y decía: «demasiado ocupado para pensar en Dios»; en la siguiente viñeta se le veía cansadísimo e intentando descansar y decía: «demasiado cansado para pensar en Dios»; y en la última se le ve en la tumba y dice: «demasiado tarde para pensar en Dios». Y es verdad que se nos puede pasar la vida anteponiendo todas las cosas a esa invitación que nos hace Dios a participar en el banquete de su Hijo.

            Que el Señor nos de la gracia de priorizar esa llamada del Señor y a participar en esa intimidad con el Señor.

Pero hay una segunda parte en esta parábola: visto ese rechazo, el rey convidó, no ya a los principales, sino a todos, a los más humildes, a buenos y malos. La invitación no nace de nuestro mérito. Dios no nos quiere porque seamos buenos; Dios nos quiere para que podamos ser buenos. Y la paradoja es que uno de esos invitados entró sin traje de fiesta. Y entonces le dice el rey «amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?», y es expulsado con indignación porque tampoco este ha entendido que tenía que responder con gratitud como les había ocurrido a los principales, éste tampoco lo había entendido. ¿Cómo te has atrevido a entrar sin el traje de fiesta? La Tradición de la Iglesia ha entendido este texto como la importancia de acercarse a Dios en gracia, en estado de gracia. Vivir en gracia de Dios no es la condición que Dios pone para querernos, sino que es la consecuencia lógica del habernos abierto al amor de Dios. Lo lógico es que de ese agradecimiento de ser invitado al banquete se derive una conversión y el vivir en gracia, el vestirnos el traje de fiesta. De otro modo seríamos una ingratos como los primeros. El amor de Dios es gratuito, pero no es barato; requiere de nosotros una respuesta de totalidad.

Ojalá nos sintamos agraciados de estar sentados en este banquete, porque ésta Eucaristía que celebramos es el banquete de bodas del Hijo del Rey. Que la Virgen María nos conceda ser muy humildes y muy agradecidos. 


sábado, 3 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXVII del tiempo ordinario, ciclo a

Homilía XXVII Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A) 04/10/2020; Mateo 21,33-43

            Hoy se acaba de proclamar el evangelio de los viñadores homicidas que acabamos de escuchar. El contexto inmediato de esta parábola se refiere a la relación entre Dios y el Pueblo de Israel: primero fueron enviados los profetas, que no fueron acogidos y finalmente fue enviado el Hijo que no fue acogido mayoritariamente. Pero como todas las parábolas de Jesús esta es una historia abierta que estamos invitados a aplicar en nuestras vidas, ya que en esta historia abierta está aconteciendo toda la historia de la salvación. Porque todo esto también acontece en nuestra sociedad, en nuestros días cuando construimos un mundo a espaldas a Dios, olvidando nuestras raíces cristianas. Porque estamos construyendo un mundo teniendo en cuenta sólo la economía sin tener en cuenta el patrimonio espiritual. Un hombre secularizado que pretende ser el heredero, el dueño de la cultura.

            Pero también sucede que en la vida de la Iglesia Dios envía a sus santos, a los profetas y resultan molestos, no son bien acogidos. Tal vez porque esperamos que los profetas nos alaguen los oídos, que vengan a firmar lo que pensamos…, pero como vienen en nombre de Dios y traen la Palabra de Dios, esa Palabra entra hasta el interior y nos ponen en crisis porque estamos instalados en la mediocridad, en la comodidad, en las ideologías. Y claro, esta palabra de los profetas y de los santos suele resultar molestos por aquellos que no se quieren dejar cuestionar por los enviados del Señor. Por lo tanto, aquello que aconteció entre Jesús e Israel sigue aconteciendo también entre nosotros actualmente.

            Hay una frase sorprendente en este evangelio que retrata cómo es el corazón de Dios: «Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’». Es la solución dramática que sale del corazón de Dios; Dios que arriesga en lo más querido que tiene, en su propio hijo. Se arriesga por nuestra salvación. Y se ha arriesgado mucho poniendo a su Hijo en manos de quienes conformamos su Iglesia que somos muy limitados y pecadores.

Y supongo que le daremos muchos disgustos, aunque alguna alegría supongo que de vez en cuando. Y además se nos queda en la Eucaristía y no siempre recibimos la Eucaristía con la debida preparación, conciencia y gratitud. Y no siempre esa presencia eucarística del Señor la cuidamos como debiéramos. Y se queda en el perdón de los pecados que muchas veces lo recibimos de una forma superficial sin la verdadera conversión. Y se queda con nosotros llamándonos a la oración y resulta que priorizamos por nuestra pereza queriendo otra cosa antes que orar. Y nos anuncia que está presente en los débiles y en los sufrientes de este mundo y sin embargo nosotros permanecemos indiferentes ante esta presencia de Jesús. Y Él sigue diciéndonos «y tuve hambre y no me disteis de comer y tuve sed y no me disteis de beber…». Es decir, resuena de forma dramática esa apuesta tan arriesgada que hace el Señor: “A mí hijo, por lo menos lo respetarán… a mí hijo lo tratarán de otra manera”.

            Pues el Señor se ha arriesgado y ha sido dramática su apuesta. Y Él no da por perdida nuestra situación y sigue arriesgando. Y si el Señor sigue arriesgando y sigue poniendo a su Hijo en nuestras manos, sigue enviando labradores a esa viña, y sigue enviando enviados y profetas, obviamente es porque Él tiene esperanza. Y nosotros no tenemos derecho a desesperar cuando vemos al Señor apostar de una forma tan fuerte en favor de su viña, y no se arrepiente de haber enviado a su Hijo. Y aun sabiendo cómo iba a ser tratado su Hijo lo envió. Dios lo arriesga todo por ti.