sábado, 28 de abril de 2018

Homilía del Domingo V del Tiempo Pascual, ciclo b


DOMINGO V del tiempo Pascual, ciclo b
            En la Plegaria Eucarística segunda, después de la Consagración, el presbítero se dirige a Dios Padre y le dice: «te damos gracias
porque nos haces dignos de servirte en tu presencia
». Es decir, que aquí los méritos personales que hayamos podido alcanzar, los años que estemos en la Iglesia o el cúmulo de mortificaciones y sacrificios que tengamos no nos valen para estar ahora en la Eucaristía en la presencia de Dios. Porque ahora estamos en la presencia de Dios y Dios, nos escruta el corazón. Quien nos hace dignos de estar ahora aquí, en la Eucaristía, es el propio Dios. Nosotros no somos nada ante Dios y lo que somos es porque Él generosamente nos lo entrega.
            Si el Espíritu Santo es el que me habilita para poder ser digno de servir a Dios en su presencia y a mi hermano también le habilita para que también le sirva en su presencia, ¿quién soy yo para desconfiar de mi hermano? ¿De dónde surgen mis resistencias a la hora de amarle? Los discípulos, nos cuenta la primera de las lecturas (Hechos de los Apóstoles 9, 26-31), desconfiaban de Pablo. Se acordaban de la saña con la que perseguía a los cristianos y ellos no se fiaban de él. Ellos se podían pensar «aquí tenemos un topillo que quiere conocernos para destruirnos desde dentro». A lo que es el propio Bernabé quien les da una catequesis de cómo Jesucristo resucitado actúa en la vida de las personas, en este caso en la vida de Pablo. Posteriormente lo proclamará el propio Pablo sobre cómo Dios «os ha hecho dignos de compartir la herencia de los creyentes en la luz. Él es el que nos arrancó del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, de quien los viene la liberación y el perdón de los pecados» (Col 1, 12-14).
            Cuando los sarmientos estamos unidos a la vid seremos capaces de disfrutar de una realidad oculta para el resto los hombres, pero reservada para los amigos del Señor (San Juan 15, 1-8). Recordemos lo que nos dice el Señor Jesús, «seréis mis amigos», estaréis a mi lado, estaréis unidos a mí… «si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 14). Es decir, seremos sus amigos siempre que desobedezcamos al mundo y a sus pasiones. Nuestro pensamiento debe de estar orientado hacia allí donde está nuestro tesoro, Cristo.  Seremos sus amigos, nosotros los sarmientos estaremos unidos a la vid que es Cristo siempre que diariamente recibamos la dosis del Espíritu Santo que se nos regala en la oración, siempre que desahoguemos nuestra alma ante el Señor, siempre que le pidamos de aquella Sabiduría que le asiste en su divino trono… Y yo no sé cómo lo hará Dios, ni cómo se irá apañando, pero en ese trato frecuente con Él uno va ascendiendo peldaños, descubriendo más su amor y a dar a cada cosa la importancia real que debe de tener. Nos dice el Santo Cura de Ars «hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios» y sigue diciéndonos «hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido» (De una catequesis sobre la hermosa obligación del hombre: orar y amar).
            Y de ese corazón que se va ensanchando en ese encuentro diario con el Señor, en ese recibir la dosis diaria del Espíritu Santo, en esa obediencia a la Palabra ese amor cristiano uno lo concreta en hechos (Primera carta del Apóstol San Juan 3, 18-24). Nuestra obediencia nace de esa especial vinculación con Jesús. A más vinculación se dará una mayor capacidad y disposición de darnos en el perdón y en el amor.

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