domingo, 11 de febrero de 2018

Homilía del Sexto domingo del Tiempo Ordinario, ciclo b


DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
            El Evangelio hoy está hablando de ti. Tú hoy sales en las lecturas que están siendo proclamadas en torno a todo el mundo. Tú hoy eres uno de los protagonistas del día. Tú y yo. Porque tú y yo somos ese leproso. Tenemos la lepra. No nos enfademos porque tal vez estés pensando que te estoy faltando al respeto o algo de eso. No estoy haciendo nada malo, simplemente estoy intentando ponerte en la verdad y haciendo un ejercicio de discernimiento para ponerme yo también en la verdad. Es cierto que no tenemos erupciones en la piel, ni inflamaciones ni esos síntomas propios de esta grave enfermedad (PRIMERA LECTURA, Lv 13, 1-2.44-46), sin embargo somos leprosos.
            Nuestra lepra es el pecado. Y en concreto, cada uno tenemos una lepra particular, concreta y bien definida, que es ese pecado que nos impide gozar de la presencia de Dios y que nos está robando el poder disfrutar de la gracia divina. Hay sacerdotes que afirman que esto del pecado no existe, que lo que se suele dar son equivocaciones, errores, meteduras de pata. Yo a esos sacerdotes les llamo embusteros y mentirosos. Si se niega la existencia del pecado estamos negando la existencia del enemigo, de Satanás, y si negamos la existencia de Satanás no daría lugar la gran batalla, la gran guerra que tenemos que entablar diariamente en nuestra vida cristiana. Y no entablaríamos esa guerra porque nos habríamos posicionado del bando de Satanás, dando la espalda al mismo Dios. Y lo curioso es que estaríamos en el bando del mal cuando estaríamos negando la misma existencia de Satanás y de su malvada obra que es el pecado. ¿O es que acaso no es pecado llegar a casa bebido y tratar a tu familia con constantes salidas de tono, con agresividad, faltando el respeto e imponiendo la tiranía de aquel que no es dueño de sí mismo? ¿Acaso no es pecado el no ayunar de algo que implique una renuncia personal para ayudar a los demás? ¿Acaso no es pecado el mirar con lujuria a esa otra persona olvidándote de su dignidad de hijo o hija de Dios? ¿Acaso no es pecado el vivir en concubinato con una persona que no es tu cónyuge despreciando la bendición que el mismo Dios otorga en el sacramento del matrimonio? ¿Acaso no es pecado el abuso de autoridad de algunos sacerdotes cerrando las puertas de sus parroquias a las nuevas formas de espiritualidad que el Señor va suscitando en su Iglesia? ¿Acaso no es pecado el aprovecharse de un cargo público para sacar el máximo interés personal? (...) Satanás tiene tal poder de engaño y de mentira que nos presenta como deseable lo que nos conduce a la muerte eterna.  A lo que la Palabra nos dice, tanto a ti como a mí: ¡Impuro!, ¡impuro!
            En las Primeras Comunidades Cristianas todo aquel que tenía un pecado notorio se le expulsaba de la Comunidad e incluso del pueblo. Porque el pecado nos expulsa del Estado de Gracia. Y el pecador iba vagando de un lado para otro y solamente cuando daba muestras fehacientes de su profundo dolor de sus pecados y del deseo firme de arrepentimiento, y sólo después de ser escrutado, examinado y pasado una serie de pruebas que se le ponían –por parte de los responsables de la comunidad y de los presbíteros- eran reincorporados a la Comunidad mediante un rito de nueva admisión. Esto era necesario hacerlo porque una manzana podrida en el cesto podía podrir al resto. Esto ahora no se hace y algunos conciben como normal algo que en si mismo es un germen de muerte eterna.
            El mismo Salmo Responsorial de hoy nos narra una experiencia de liberación del pecado y de profundo agradecimiento a Dios porque el amor ha sido más fuerte que el daño que uno libremente ha ocasionado. (SALMO RESPONSORIAL, Sal 31, 1-2.5.11). El salmista nos ofrece una catequesis a cada uno. Antes su vida era un caos, donde todo cabía y las cosas eran buenas o malas conforme a su conveniencia. Él era esclavo de su pecado, de esa lepra, un pecado que le iba presionando –pero él no se daba cuenta- y le impedía amar con todas sus fuerzas, porque en vez de buscar el bien del otro primero primaba el propio. Llega un momento en el que uno se va apagando internamente y el hastío coloniza todas las facetas de su vida. Sin embargo algo le debió de suceder –tal vez la muerte de un ser querido, un cambio de suerte, un acontecimiento notable en su vida- en el que el mismo Dios intervino o permitió para lanzarle una soga para sacarle de ese particular foso donde él mismo se había metido. Y es aquí, cuando va teniendo, poco a poco una pequeña experiencia del amor de Dios, todos sus anteriores esquemas de vida –su concepción del dinero, el modo de relacionarse con las personas del otro sexo, su trabajo y tiempo de ocio libre, etc...- se van derrumbando y va descubriendo el daño que se ha ido haciendo y lo que él mismo, con su comportamiento, ha ido generando a todos aquellos que le aman. El contacto con Dios permite que esa particular venda que tenía en sus ojos se vaya cayendo y pueda vivir en la verdad y romper con la tiranía de la mentira. De ahí que el mismo autor del salmo grite lleno de júbilo «Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación». El contacto con Dios le hace reconocer su pecado, le genera llorar por su pecado, le permite ser perdonado por Dios y ser sanado en su totalidad por el Todopoderoso. Él tiene experiencia del Demonio y tiene experiencia de la Gracia de Dios que es mucho más fuerte que el mal y que todo pecado. Es más, el salmista va adquiriendo una amistad tan íntima con Dios que va teniendo con Él una serie de secretos, de cosas que solamente quedarán entre Dios y él.
            De esos secretos bien sabe San Pablo (SEGUNDA LECTURA, 1 Cor 10, 31-11,1) cuando al escribir a los corintios les dice «sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Él se sabía leproso, había sido perseguidor de los cristianos, y era conciente de la fragilidad en la fe de muchos de esos corintios que podían escandalizarse por cualquier cosa. Y va adquiriendo esa delicadeza y paciencia en el trato con estos hermanos débiles en la fe para ir fortaleciéndoles. Y puede fortalecerles porque Pablo de Tarso previamente, en esas confidencias de intimidad llenos de secretos compartidos con Jesucristo, fue fortalecido para dar testimonio valiente del Señor hasta poder dar la sangre por Él. Cuando uno está con Jesucristo nos sucede lo mismo que al leproso del Evangelio (EVANGELIO, Mc 1, 40-45) que uno reconoce su pecado, le duele su pecado, llora por su pecado, se arrepiente de su pecado, implora perdón por su pecado, y el Señor Jesús nos dice «quiero, queda limpio», rompiéndonos esa cadena que teníamos atada en el cuello por Satanás, ya que éramos sus esclavos, para pasar a ser hijos libres de un Dios que nos ama y nos envuelve con sus alegres cantos de liberación.
Blog: capillaargaray.blogspot.com
Palencia, España - 11 de febrero de 2018

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