Cristo nos envía a la misión. Y uno se encuentra
en medio de la vorágine de la gente donde uno va y el otro viene, uno grita
‘viva’ y otro grita ‘muera’. Uno se sienta en el tren y cada cual está
enfrascado con su teléfono o leyendo su libro donde no se da ni un cruce de
miradas, o no digamos nada se aíslan con sus cascos musicales a todo volumen.
Por la calle, parecido, cada cual a lo suyo y cada cual con su propia
motivación para hacer las cosas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer en cada
momento, sabe con quien se debe de encontrar, de tal modo que los planes de
cada cual se van llevando a cabo. Cuando todo marcha con normalidad nadie se
acuerda de Dios, pero tan pronto como un imprevisto o la desgracia se hace
patente en la vida de alguno, enseguida echamos la culpa a Dios, como si Dios
fuera aquel que debería de estar a nuestro capricho y órdenes, así como el
garante de que todo marche correctamente para nuestro confort.
Las
diversas corrientes filosóficas y culturales nos han ido ‘adiestrando’ para que no sintamos la necesidad ni de
hablar del Dios de Jesucristo. Es que ya ni echarle de menos. Hemos reducido
nuestra relación con Dios a la misa dominical –y si se acude- a los actos
sociales de bautismos, primeras comuniones, bodas y funerales, así como algunas
manifestaciones de piedad popular movidos por un sentimiento afectivo de
identificación con algo. De tal modo que se nos vende el producto de que tú
puedes ser cristiano pero ‘no es
necesario que te conviertas’, ‘tu sigue con tu vida tal y como vas, ya que
lo importante es que tú seas feliz’. Además ¿quién es la Iglesia para decirme a
mí cómo tengo que vivir?, si yo quiero irme a vivir con mi novio ¿por qué la
Iglesia se tiene que meter en mi vida? Claro, partimos de una premisa
totalmente equivocada: Ser cristiano y
vivir como a uno le convenga, sin conversión. Además, hay gente tan
retorcida que llega a pensar que los curas hablamos de la conversión porque
queremos manipular sus conciencias.
Dice el
Evangelio que «los Doce salieron a
predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban». La Iglesia enseña a vivir en libertad, a tener la
mente despejada para poder sopesar las decisiones correctamente. Ayuda a
adquirir la capacidad de discernimiento para poder valorar, en su justa medida,
las razones en pro o en contra de las diversas situaciones que se nos vayan
presentando en la vida. Adentrarse en
las sendas de la conversión es ir aprendiendo a ejercer la libertad.
San
Pablo, en la carta a los Efesios, nos dice que «Él –Dios- nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor». O sea, que
estamos llamados a ser santos, a ponernos ‘manos a la obra’ para avanzar por la
senda de la conversión. Pero no lo tenemos nada fácil, ya que el tumulto y las
voces del error son cautivadoras, pero la
Verdad tiene su representante vivo en la persona de Jesucristo, y no hemos
de buscar la verdad en otro lugar. Si uno no profundiza en la Verdad de Cristo,
si uno no se abraza con todas sus fuerzas a Cristo se terminará confundiendo
con el mundo y tendrá su bautismo muerto. Si yo me confundo con el mundo la luz
de Cristo que uno porta se terminará desvaneciendo.
Satanás
nos conduce con facilidad al engaño. Antes términos como amor, fidelidad,
virginidad y virtud eran enmarcados como algo bueno y digno de ser deseado. Las
numerosas catequesis de Satanás han generado que estos términos hayan adquirido
connotaciones negativas, quedando muy trastocados, dificultando la trasmisión
de la Palabra de Dios. El propio testigo del Evangelio se siente con pocas
fuerzas ya que es mirado bajo sospecha ofertando algo que no es deseado y se
desalienta al no encontrar puntos de referencia.
El que
es enviado a la misión se encuentra con un mundo donde no hay ninguna
exigencia, ninguna moralidad, ningún sacrificio ya que nos movemos por
argumentos contradictorios que nacen del relativismo. ¿Cómo plantear el mensaje
urgente de la conversión en este contexto? Cualquier adolescente que está
despertando a la vida adulta se le presentan opciones como si quiere ser
homosexual, bisexual, transexual, si quiere ser ateo o agnóstico, si desea
unirse a otra persona sin comprometerse o casarse…es bombardeado por todos
lados. Se les inculca diciéndoles que ellos pueden elegir lo que quieran, que
es su elección personal y que no dependen para nada ni de la tradición, ni de
la costumbre, ni de instituciones ni de controles sociales. La confusión se
adueña de todo. Es imposible vivir sin
bienes intensamente valorados y deseados, los cuales los podamos usar para
colocarlos en lo más alto de nuestra escala de valores y para utilizarlos para
emitir juicios y valoraciones. Como dice San Pablo «Y también vosotros, que habéis escuchado la palabra de verdad, el
Evangelio de vuestra salvación, en el que creísteis, habéis sido marcados por
Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia,
para liberación de su propiedad, para alabanza de su gloria». Nosotros
sabemos valorar las cosas en su justa medida siempre y cuando estemos
fuertemente afianzados en Cristo Jesús, Señor nuestro.
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