Apocalisis
7,2-4. 9-14
Salmo 23,1-2.
3-4ab. 5-6
Primera de San
Juan 3, 1-3
Mateo 5, 1-12a
Me da la impresión que los cristianos andamos por la vida
encorvados. ¡Nuestra vida espiritual tiene ya hasta una joroba! Sí hermanos, tenemos una hermosa joroba porque nos hemos ido dejando someter a los
criterios y formas de pensar y amar de este mundo. Todo eso se ha ido
cargando sobre nuestras espaldas hasta que ha generado lo que ha generado.
Nuestros ojos apenas pueden alzar la mirada porque nos hemos dejado domesticar
por Satanás. Sus seducciones, sus
tentaciones, sus insinuaciones, su modo de estar oculto pero administrándonos sus dosis de maldad ya
forman parte de nuestro organismo espiritual. Se nos está adiestrando para
eliminar todo resquicio del ‘estado de gracia’. De tal modo que cuando uno
siempre tiene puesta su mirada en el suelo se llega a olvidar del Cielo. Y si
nos olvidamos del cielo perdemos nuestras auténticas raíces, ya que como nos
dice San Pablo: No olvidéis que sois ciudadanos del cielo.
Además Satanás
es vengativo y crueL hasta niveles insospechados. Cuando un alma se
siente amada por Dios y alza la mirada hacia lo alto, corrigiendo su columna
encorvada –con todo lo que supone de arrepentimiento, de deseo profundo de
conversión y de corresponder con amor a Cristo-,ya se procura Satanás que todos
aquellos que le rodean, que tienen sus buenas jorobas –sus amigos y gente de
confianza- la dejen de lado, la aparten, la marginen, no cuenten con ella.
Satanás lo hace con la esperanza de poderla reclutar de nuevo. La lucha interna
de esa persona es durísima. Pero vamos a verlo desde lo alto, al lado de Dios:
Cuando Dios, la Santísima Virgen ,
los ángeles y arcángeles, toda la corte celestial y los santos de todos los
tiempos están observando a esa persona que lucha por ser santa se parecen a esos seguidores de un equipo
de fútbol que con sus cantos y aplausos animan entusiasmados, con todo su
ser, para que su equipo consiga ganar la tan ansiada copa de la victoria. Y
Dios anima a esa alma proporciándole el don del Espíritu Santo.
En la primera carta de San
Juan ya nos avisa diciéndonos que «el
mundo no nos conoce porque no le conoció
a Él». Seamos claros: El mundo desprecia a los que son de Dios y no quieren
tener ninguna relación con ellos, porque
con el actuar cristiano les denuncia en su pecado. Con esto no quiero decir que el que actué como
cristiano sea precisamente santo. Tal vez sea más pecador que todos ellos
juntos, pero con un matiz muy importante: Se ha puesto en camino de CONVERSIÓN y desea tener a Jesucristo en el centro de su ser. Si se han dado cuenta, en la lectura del Apocalipsis ya nos URGE A LA CONVERSIÓN. Dice el Apocalipsis: «Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la
tierra y al mar, diciéndoles: “No dañéis a la tierra ni al mar ni a los
árboles, hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios». Los
males cósmicos son una llamada a la conversión. Nos dice con toda claridad que dejemos de andar encorvados sacando la
joroba, mirando al suelo y viviendo a lo mundano.
Y para que uno pueda
enderezarse es muy importante recibir,
con cierta frecuencia, una palabra
de los presbíteros, de los catequistas, de los responsables, de los hermanos
por medio de sus ecos… porque Jesucristo se hace presente de este modo. Es
asombroso cómo el Espíritu Santo, con unas vasijas tan frágiles como somos
nosotros, sea capaz de hacerse presente.
Esto es un motivo claro para alabar y dar gracias a Dios. Los sacramentos, en especial el de Reconciliación y el de la Eucaristía son nuestros
mejores aliados para estar conectados directamente con toda la Corte Celestial de los Santos.