La madurez en la Fe es como el desarrollo de una planta: cuando la semilla está plantada, si es cuidada crecerá y se fortalecerá hasta que florezca su hermoso fruto cuando llegue a la madurez. Un largo camino, constante, incesante, que no debe detenerse en su proceso si se quiere llegar a un buen final.
La planta, como un cristiano que está creciendo, no se vale por sí misma: la primera necesita a un jardinero que la cuide, que le ayude en aquello en lo que ella no es autosuficiente; por su parte, el joven necesita también a gente a su alrededor que le instruya y muestre el camino correcto. Ambos serían un apoyo, un ejemplo que, sirviéndose de su experiencia, harían más fácil el trayecto. La planta asentará sus raíces firmemente, aferrándose a la tierra de la que extraerá los nutrientes. El joven llegará a tener la suficiente capacidad como para comprender, asimilar y disfrutar de toda la riqueza que se le ha puesto alrededor: de la Palabra, las tradiciones, valores fundamentales como la amistad, el cariño y amor de su familia, la sociedad... Ambos tendrán una sólida estabilidad, un equilibrio que les permita permanecer ante los más huracanados vientos, las mayores tormentas, los momentos más duros.
Sin embargo, todo esto no es suficiente para el pleno desarrollo. Falta algo, lo más esencial. Algo sin lo que ni la planta ni ningún cristiano podrá llegar a la cumbre. Una planta requiere de la luz para la vida. Su motor más poderoso será el sol, hacia el que ascenderá y del que agradecerá su energía. Del mismo modo, el cristiano necesita al igual el Sol, la Luz, el cristiano necesita a Dios. Dios será quien nos ilumine en todo momento, en los buenos y en los malos; a Él agradecerá el cristiano su vida y todo lo que en ella acontece. Dios será el eje principal en su existencia y sin Él la persona no podrá resistir, como la planta tampoco puede sobrevivir en la penumbra.
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