Homilía de la dedicación de la basílica de Letrán
Jn 2, 13-22
Dios no quiere trueques
Podríamos
quedarnos en lo llamativo del gesto —y seguro que se comentará mucho—, pero
vayamos a lo hondo. Lo que Jesús cuestiona es una forma “comercial” de tratar a Dios: yo
te doy algo y tú me pagas con favores. Como cuando uno piensa: “si hago
este sacrificio, si me porto perfecto, Dios me debe una bendición”. Ese trueque
—muy humano, pero al final pagano— es justo lo que Jesús viene a desactivar. No
busca ritos mejor hechos, sino otra relación:
gratuita, sin tarifas ni recompensas a cambio. Ahí pondremos el foco hoy.
Para ubicarnos:
esto ocurrió en Jerusalén, en la gran explanada del Templo. Imagina un
espacio del tamaño de unos 22 campos de fútbol, construido por Herodes a base
de recortar la cima de una montaña. En el lado norte —donde hoy está la Cúpula
de la Roca— se alzaba entonces el santuario. La obra empezó hacia el
19 a. C. (María tendría dos o tres años por entonces). Si miras el entorno,
verías el monte
de los Olivos (הַר הַזֵּיתִים, Har
HaZetím), y entre el monte y la explanada corría el torrente Cedrón
(קִדְרוֹן, Qidrón); muy cerca, Getsemaní
(גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním). Los
arqueólogos reconstruyen así el conjunto hacia la Pascua del año 28: la cuenta
cuadra porque, si el proyecto arrancó en el 19 a. C., los “46 años” que cita
Juan nos llevan justamente a esa fecha.
Distingue entre Templo y
santuario
Clave para
entender el pasaje: Juan distingue entre “templo” (ἱερόν, hierón)
y “santuario”
(ναός, naós). Jesús no dice «destruid este templo»,
sino «destruid este santuario»; «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον».
El templo [ἱερόν (hierón)] era todo el
complejo: explanada, pórticos, atrios y edificios.
El santuario [ναός (naós)] era la zona
sagrada donde se ofrecían los sacrificios y donde se creía que estaba la
presencia de Dios en el Santo de los Santos.
Con eso en mente,
imagina la escena a pie de calle; junto al muro occidental corría la vía herodiana,
una calzada adoquinada de unos 8,5 metros de ancho, flanqueada por tiendas.
Allí se vendía de todo, pero lo más buscado eran cosas para el culto: corderos,
palomas, incienso, aceites, vasijas de piedra… Lo normal era comprar ahí o
junto al torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón), cerca de Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním), antes de subir al Templo (ἱερόν, hierón).
Así funcionaba la logística del lugar, y entenderla ayuda a captar el alcance
del gesto de Jesús
Un comercio totalmente desbordado
En Pascua todo se
desbordaba. El comercio ya no se quedaba en la vía herodiana ni
junto al Cedrón
(קִדְרוֹן, Qidrón): a Jerusalén
llegaban multitudes y los animales para los sacrificios se compraban allí,
no se traían de casa. Con tanta gente, los puestos acababan metiéndose en los atrios
del Templo
(ἱερόν, hierón).
Con
intereses organizados alrededor del culto
En la parte sur
estaba el Pórtico
Regio, una basílica inmensa que esos días funcionaba como gran
mercado de bueyes, corderos y palomas. Y un dato clave para entender la
tensión: buena parte de ese circuito —puestos y cambio de moneda—
estaba bajo el control de la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas)
y Caifás
(Καϊάφας, Kaiáphas); no era solo “ruido en el atrio”,
había intereses
organizados alrededor del culto (cfr. Lc 3,2; Jn 11,47-53; Jn 18,13). La Puerta de Coponio
daba acceso por una escalinata monumental que pasaba sobre un gran arco y
bajaba hacia la piscina de Siloé (שִּׁלֹּחַ, Shiloákh).
En el basamento
del arco había cuatro estancias donde trabajaban los cambistas.
Para hacerse una idea: la escalinata medía 15,20 m de
ancho; el arco, 17,5 m de alto; el tramo en pendiente hacia
Siloé, 35
m. Arriba, el Pórtico Regio se extendía 185 m,
con cuatro filas de 40 columnas y un segundo piso: un
hervidero de voces, idas y venidas y regateos. Desde allí se veía la explanada
abierta a todos —también a personas enfermas o con limitaciones, e incluso a no
judíos—, mientras que al santuario (ναός, naós)
solo entraban los judíos; a sus pies corría el muro de separación
que un pagano no podía cruzar.
Jesús
denuncia la lógica del intercambio
En ese contexto,
Jesús trenza un látigo, vacía los atrios de animales y
comerciantes, y baja a las salas de los cambistas. Su gesto no va solo contra
el ruido: denuncia
que la lógica del intercambio se ha colado en el espacio del encuentro
con Dios.
Las monedas lo delatan
Esas cuatro
estancias no son una conjetura: los arqueólogos las identificaron por lo que
apareció delante. Hallaron dos tipos de monedas propias de la época de Jesús.
Unas llevaban el rostro de Tiberio y, al reverso, la efigie de Livia. Esas
circulaban por la ciudad, pero no podían entrar en el Templo (ἱερόν, hierón):
las imágenes paganas se consideraban impropias del recinto sagrado. El segundo
grupo eran prutot (hebreo plural פְּרוּטוֹת, prutót), piezas sin
símbolos paganos. Quien quería hacer una ofrenda tenía que cambiar sus monedas
“romanas” por פְּרוּטוֹת (prutót). Justo ahí —frente a esas salas— aparecieron
ambas: prutot y monedas de Tiberio. Se conservan en el The Vision Centre, al
sur de la explanada, y muchas datan del 70 d. C., el año de la destrucción del
Templo. Probablemente quedaron sepultadas cuando los soldados derribaron los
grandes sillares del Pórtico Regio. Con ese hallazgo, la conclusión es directa:
ahí estaba el cambio de moneda. Y un dato incómodo: aunque Jesús vació el
atrio, al poco tiempo todo volvió a su sitio; el flujo de dinero en el lugar
santo siguió como siempre.
«Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes,
ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles,
los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció
las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad
esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos
se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».
El Templo era un gran banco
En Pascua, cada judío llevaba a Jerusalén la moneda de la tasa del Templo
(ἱερόν, hierón); venían de todas partes. En la práctica, el Templo
funcionaba como el banco más grande de la región: En el segundo libro de
los Macabeos describe su tesoro «lleno de riquezas incalculables» y
habla de grandes sumas y depósitos custodiados allí (cfr. 2 Mac
3,6.8.10-12.14-16). Todo ese circuito —ofrendas, cambio y ventas— lo
administraba y gestionaba la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas)
y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas) (cfr. Mt 17,24; Lc 3,2; Jn 18,13).
Los profetas ya habían
cuestionado seriamente todo esto
Al llegar al Templo, Jesús se encuentra un mercado “a servicio del culto”:
bueyes, ovejas, palomas y cambistas en fila. No es nuevo; los profetas ya
habían cuestionado esa manera de tratar a Dios como si todo fuera intercambio.
Zacarías había anunciado que ese mercado terminaría: «Y las ollas de
Jerusalén y de Judá estarán consagradas a Yahvé Sebaot; todos los que quieran
sacrificar vendrán a hacer uso de ellas, y en ellas cocerán; y aquel día no
habrá más comerciantes en el templo de Yahvé Sebaot» (cfr. Zac 14,21).
Malaquías habló de una purificación a fondo: como fuego de fundidor o lejía
de lavanderos, para refinar a los sacerdotes: «Voy a enviar a mi mensajero a
allanar el camino delante de mí, y en seguida vendrá a su templo el Señor a quien
vosotros buscáis; y el Ángel de la alianza que tanto deseáis, ya llega, dice Yahvé
Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie
cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se
sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará
como el oro y la plata y serán quienes presenten a Yahvé oblaciones legítimas»
(cfr. Mal 3,1-3).
Y el salmista lo dijo sin rodeos: «No
tomaré novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues son mías
las fieras salvajes, las bestias en los montes a millares; conozco las aves de
los cielos, mías son las alimañas del campo. Si hambre tuviera, no te lo diría,
porque mío es el orbe y cuanta encierra. ¿Acaso como carne de toros o bebo sangre
de machos cabríos?» (cfr. Sal 50, 9-13).
Jesús
plantea cambiar de lógica
Algunos profetas
pensaron la “purificación” como poner orden en el culto: cuidar los ritos, no
ofrecer animales defectuosos, hacer las cosas con dignidad (cfr. Mal
1,7-8.13-14). Pero lo de Jesús va por otro lado. En su tiempo, de hecho, los
corderos ya se revisaban dos veces para que no tuvieran fallos. Su gesto no es
“hagamos el rito mejor”, sino “cambiemos la lógica”: no más relación con
Dios basada en trueques y méritos, sino una forma nueva de encuentro y vida.
La idea era clara:
Si doy algo a Dios, Dios me debe
algo
El relato es claro. Jesús vacía el Templo, echa a personas y animales y
vuelca el dinero de los cambistas (cfr. Jn 2,15). Mateo y Marcos añaden un
detalle incómodo. Expulsó a vendedores y también a compradores (cfr. Mt 21,12;
Mc 11,15). ¿Por qué también a los que compraban? Porque habían asumido una idea
muy extendida. Si yo doy algo, Dios me debe algo. Así, muchos —sobre todo los
más pobres— quedaban atrapados en un trueque religioso. Yo pago y Dios me
bendice con cosechas, salud y prosperidad. El Templo funcionaba como un
mercado de favores. Jesús no viene a perfeccionar ese sistema con ofrendas
más bonitas. Viene a desactivarlo. Esa lógica comercial no es la relación que
Dios quiere.
Jesús corta el negocio para
defender a los pobres
Hay un detalle que Juan no deja pasar. Jesús se encara con los vendedores
de palomas. ¿Quién compraba palomas en el Templo? La gente con menos recursos
que no podía pagar un cordero. De hecho, María y José ofrecieron dos palomas
según la norma sobre los pobres, no por capricho sino por falta de medios (cfr.
Lc 2,24; Lv 12,8). El gesto de Jesús apunta ahí. Una religiosidad de trueque
termina cargándose sobre los más vulnerables. La crítica es clara. Los dones de
Dios no se compran. Se reciben gratis. No hace falta sostener ese circuito de
sacrificios y holocaustos para ganar su favor. Eso es precisamente lo que Jesús
corta de raíz cuando manda retirar las palomas del mercado del Templo.
Este gesto le costará la vida a Jesús
Los discípulos conectan lo que ven con el salmo que dice «el celo de tu casa me devora» y lo leen en
Jesús. Ese impulso por mostrar el verdadero rostro de Dios no se quedará en un
gesto aislado. Le costará la vida. Al denunciar una religión de trueques
instalada en el Templo, toca intereses muy concretos y los gestores del sistema
—la familia de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas)—
deciden quitárselo de encima. El celo por una relación auténtica con Dios
consume a Jesús y lo conduce a la cruz (cfr. Sal 69,10; Jn 2,17; Jn 11,47-53;
Jn 18,13).
El
mensaje central del pasaje
Aquí está el centro. Jesús nos pide terminar con la relación de intercambio
y anuncia un Templo nuevo. No habla del ἱερόν (templo), habla del ναός
(santuario). Ese Templo es su cuerpo y, unidos a él, lo que cuenta no son pagos
sino los sacrificios verdaderos de la vida y del amor concreto. Eso es
lo que Dios considera grato (cfr. Jn 2,19-21; 1 Pe 2,4-5; Rom 12,1; Heb
13,15-16).
«Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos
nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los
judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y
tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y,
cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo
había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».
Una nueva relación alejada de los trueques:
Centrada
en su persona
Aclaremos términos para no liarnos. “Templo” en Juan suele ser ἱερόν, (hierón),
es decir, todo el complejo de la explanada y los pórticos, una zona donde
incluso podían entrar paganos. “Santuario” es ναός, (naós), el espacio
interior que representaba la presencia de Dios. Cuando Jesús dice «λύσατε τὸν
ναὸν τοῦτον» no está hablando de derribar el ἱερόν, (hierón) o templo, sino de
ese ναός (naós) o santuario. Y Juan precisa que se refería a su propio
cuerpo. En corto: no propone demoler edificios, sino pasar del antiguo sistema
de trueques religiosos a una relación nueva centrada en su persona. Unidos a él
es donde de verdad se ofrece lo que a Dios le agrada, la vida vivida en amor
(cfr. Jn 2,19-21; Rom 12,1; Heb 13,15-16). Y
—anota el evangelista— se refería a su cuerpo, a su persona como nuevo
santuario, el lugar donde realmente se puede encontrar a Dios; unidos a este
santuario se pueden ofrecer los sacrificios auténticos, gratos a Dios.
El santuario es la Iglesia:
hace presente su amor en medio
del mundo
Si hablamos del “nuevo santuario”, no pensemos en un edificio. Juan dice que es el propio cuerpo de Jesús. ¿Qué implica hoy? Que quien confía en él entra en una comunidad viva donde su Espíritu impulsa a amar como él amó. A eso llamamos Iglesia: personas unidas a Cristo que hacen visible su amor en medio del mundo. Ahí está el santuario real de ahora mismo: Cristo con los suyos, y los suyos con Cristo (cfr. Jn 2,21; 1 Pe 2,4-5; 1 Co 3,16-17; Ef 2,19-22).
Hablemos claro. El santuario nuevo no excluye a nadie. En el antiguo, todo
eran barreras. Había una balaustrada que frenaba a los paganos con avisos de
muerte, otra que detenía a las mujeres, otra que solo dejaba pasar a los
hombres israelitas, luego una más para los sacerdotes y, al final, un último
límite que solo cruzaba el Sumo Sacerdote una vez al año. Jesús inaugura otro
modo. Su persona y la comunidad unida a él derriban esos muros. El velo se
rasga, las distancias con Dios caen y lo sagrado deja de ser un recinto con
filtros para convertirse en una comunión abierta. Ese es el templo vivo que
propone, sin puertas giratorias, donde los fieles puedan ejercer su derecho de
practicar su propia forma de vida espiritual en las parroquias, donde la
sinodalidad sea una realidad y no una estrategia de manipulación y sin zonas
VIP (cfr. Mt 27,51; Mc 15,38; Ef 2,14-22; Heb 10,19-20).



