miércoles, 5 de noviembre de 2025

Homilía de la Dedicación de la Basílica de Letrán Jn 2, 13-22 (Jesús con el azote de cordeles)


 Homilía de la dedicación de la basílica de Letrán

Jn 2, 13-22

        Nos pasa algo curioso con este texto. Solemos imaginar a Jesús cercano y cariñoso, y de pronto lo vemos enfadado, trenzando un látigo y vaciando el Templo (ἱερόν, hierón) de compradores y vendedores. La escena choca, sí, pero conecta con una pregunta muy actual: ¿qué pasa cuando la fe y el dinero se mezclan y todo se vuelve transacción? Es un tema que levanta críticas dentro y fuera de la Iglesia, y hoy el relato nos obliga a mirarlo de frente.

Dios no quiere trueques

Podríamos quedarnos en lo llamativo del gesto —y seguro que se comentará mucho—, pero vayamos a lo hondo. Lo que Jesús cuestiona es una forma “comercial” de tratar a Dios: yo te doy algo y tú me pagas con favores. Como cuando uno piensa: “si hago este sacrificio, si me porto perfecto, Dios me debe una bendición”. Ese trueque —muy humano, pero al final pagano— es justo lo que Jesús viene a desactivar. No busca ritos mejor hechos, sino otra relación: gratuita, sin tarifas ni recompensas a cambio. Ahí pondremos el foco hoy.

Para ubicarnos: esto ocurrió en Jerusalén, en la gran explanada del Templo. Imagina un espacio del tamaño de unos 22 campos de fútbol, construido por Herodes a base de recortar la cima de una montaña. En el lado norte —donde hoy está la Cúpula de la Roca— se alzaba entonces el santuario. La obra empezó hacia el 19 a. C. (María tendría dos o tres años por entonces). Si miras el entorno, verías el monte de los Olivos (הַר הַזֵּיתִים, Har HaZetím), y entre el monte y la explanada corría el torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón); muy cerca, Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním). Los arqueólogos reconstruyen así el conjunto hacia la Pascua del año 28: la cuenta cuadra porque, si el proyecto arrancó en el 19 a. C., los “46 años” que cita Juan nos llevan justamente a esa fecha.

Distingue entre Templo y santuario

Clave para entender el pasaje: Juan distingue entre “templo” (ἱερόν, hierón) y “santuario” (ναός, naós). Jesús no dice «destruid este templo», sino «destruid este santuario»; «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον».

El templo [ἱερόν (hierón)] era todo el complejo: explanada, pórticos, atrios y edificios.

El santuario [ναός (naós)] era la zona sagrada donde se ofrecían los sacrificios y donde se creía que estaba la presencia de Dios en el Santo de los Santos.

Con eso en mente, imagina la escena a pie de calle; junto al muro occidental corría la vía herodiana, una calzada adoquinada de unos 8,5 metros de ancho, flanqueada por tiendas. Allí se vendía de todo, pero lo más buscado eran cosas para el culto: corderos, palomas, incienso, aceites, vasijas de piedra… Lo normal era comprar ahí o junto al torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón), cerca de Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním), antes de subir al Templo (ἱερόν, hierón). Así funcionaba la logística del lugar, y entenderla ayuda a captar el alcance del gesto de Jesús

Un comercio totalmente desbordado

En Pascua todo se desbordaba. El comercio ya no se quedaba en la vía herodiana ni junto al Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón): a Jerusalén llegaban multitudes y los animales para los sacrificios se compraban allí, no se traían de casa. Con tanta gente, los puestos acababan metiéndose en los atrios del Templo (ἱερόν, hierón).

Con intereses organizados alrededor del culto

En la parte sur estaba el Pórtico Regio, una basílica inmensa que esos días funcionaba como gran mercado de bueyes, corderos y palomas. Y un dato clave para entender la tensión: buena parte de ese circuito —puestos y cambio de moneda— estaba bajo el control de la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas); no era solo “ruido en el atrio”, había intereses organizados alrededor del culto (cfr. Lc 3,2; Jn 11,47-53; Jn 18,13). La Puerta de Coponio daba acceso por una escalinata monumental que pasaba sobre un gran arco y bajaba hacia la piscina de Siloé (שִּׁלֹּחַ, Shiloákh).

En el basamento del arco había cuatro estancias donde trabajaban los cambistas. Para hacerse una idea: la escalinata medía 15,20 m de ancho; el arco, 17,5 m de alto; el tramo en pendiente hacia Siloé, 35 m. Arriba, el Pórtico Regio se extendía 185 m, con cuatro filas de 40 columnas y un segundo piso: un hervidero de voces, idas y venidas y regateos. Desde allí se veía la explanada abierta a todos —también a personas enfermas o con limitaciones, e incluso a no judíos—, mientras que al santuario (ναός, naós) solo entraban los judíos; a sus pies corría el muro de separación que un pagano no podía cruzar.

Jesús denuncia la lógica del intercambio

En ese contexto, Jesús trenza un látigo, vacía los atrios de animales y comerciantes, y baja a las salas de los cambistas. Su gesto no va solo contra el ruido: denuncia que la lógica del intercambio se ha colado en el espacio del encuentro con Dios.

Las monedas lo delatan


Esas cuatro estancias no son una conjetura: los arqueólogos las identificaron por lo que apareció delante. Hallaron dos tipos de monedas propias de la época de Jesús. Unas llevaban el rostro de Tiberio y, al reverso, la efigie de Livia. Esas circulaban por la ciudad, pero no podían entrar en el Templo (ἱερόν, hierón): las imágenes paganas se consideraban impropias del recinto sagrado. El segundo grupo eran prutot (hebreo plural פְּרוּטוֹת, prutót), piezas sin símbolos paganos. Quien quería hacer una ofrenda tenía que cambiar sus monedas “romanas” por פְּרוּטוֹת (prutót). Justo ahí —frente a esas salas— aparecieron ambas: prutot y monedas de Tiberio. Se conservan en el The Vision Centre, al sur de la explanada, y muchas datan del 70 d. C., el año de la destrucción del Templo. Probablemente quedaron sepultadas cuando los soldados derribaron los grandes sillares del Pórtico Regio. Con ese hallazgo, la conclusión es directa: ahí estaba el cambio de moneda. Y un dato incómodo: aunque Jesús vació el atrio, al poco tiempo todo volvió a su sitio; el flujo de dinero en el lugar santo siguió como siempre.

Ahora podemos comprender mejor lo que sucedió en el Templo cuando Jesús llegó para la Pascua.

 

«Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

El Templo era un gran banco

En Pascua, cada judío llevaba a Jerusalén la moneda de la tasa del Templo (ἱερόν, hierón); venían de todas partes. En la práctica, el Templo funcionaba como el banco más grande de la región: En el segundo libro de los Macabeos describe su tesoro «lleno de riquezas incalculables» y habla de grandes sumas y depósitos custodiados allí (cfr. 2 Mac 3,6.8.10-12.14-16). Todo ese circuito —ofrendas, cambio y ventas— lo administraba y gestionaba la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas) (cfr. Mt 17,24; Lc 3,2; Jn 18,13).

Los profetas ya habían

cuestionado seriamente todo esto

Al llegar al Templo, Jesús se encuentra un mercado “a servicio del culto”: bueyes, ovejas, palomas y cambistas en fila. No es nuevo; los profetas ya habían cuestionado esa manera de tratar a Dios como si todo fuera intercambio. Zacarías había anunciado que ese mercado terminaría: «Y las ollas de Jerusalén y de Judá estarán consagradas a Yahvé Sebaot; todos los que quieran sacrificar vendrán a hacer uso de ellas, y en ellas cocerán; y aquel día no habrá más comerciantes en el templo de Yahvé Sebaot» (cfr. Zac 14,21).

Malaquías habló de una purificación a fondo: como fuego de fundidor o lejía de lavanderos, para refinar a los sacerdotes: «Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y en seguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el Ángel de la alianza que tanto deseáis, ya llega, dice Yahvé Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata y serán quienes presenten a Yahvé oblaciones legítimas» (cfr. Mal 3,1-3).

 Y el salmista lo dijo sin rodeos: «No tomaré novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues son mías las fieras salvajes, las bestias en los montes a millares; conozco las aves de los cielos, mías son las alimañas del campo. Si hambre tuviera, no te lo diría, porque mío es el orbe y cuanta encierra. ¿Acaso como carne de toros o bebo sangre de machos cabríos?» (cfr. Sal 50, 9-13).

Jesús plantea cambiar de lógica

Algunos profetas pensaron la “purificación” como poner orden en el culto: cuidar los ritos, no ofrecer animales defectuosos, hacer las cosas con dignidad (cfr. Mal 1,7-8.13-14). Pero lo de Jesús va por otro lado. En su tiempo, de hecho, los corderos ya se revisaban dos veces para que no tuvieran fallos. Su gesto no es “hagamos el rito mejor”, sino “cambiemos la lógica”: no más relación con Dios basada en trueques y méritos, sino una forma nueva de encuentro y vida.

La idea era clara:

Si doy algo a Dios, Dios me debe algo

El relato es claro. Jesús vacía el Templo, echa a personas y animales y vuelca el dinero de los cambistas (cfr. Jn 2,15). Mateo y Marcos añaden un detalle incómodo. Expulsó a vendedores y también a compradores (cfr. Mt 21,12; Mc 11,15). ¿Por qué también a los que compraban? Porque habían asumido una idea muy extendida. Si yo doy algo, Dios me debe algo. Así, muchos —sobre todo los más pobres— quedaban atrapados en un trueque religioso. Yo pago y Dios me bendice con cosechas, salud y prosperidad. El Templo funcionaba como un mercado de favores. Jesús no viene a perfeccionar ese sistema con ofrendas más bonitas. Viene a desactivarlo. Esa lógica comercial no es la relación que Dios quiere.

Jesús corta el negocio para defender a los pobres

Hay un detalle que Juan no deja pasar. Jesús se encara con los vendedores de palomas. ¿Quién compraba palomas en el Templo? La gente con menos recursos que no podía pagar un cordero. De hecho, María y José ofrecieron dos palomas según la norma sobre los pobres, no por capricho sino por falta de medios (cfr. Lc 2,24; Lv 12,8). El gesto de Jesús apunta ahí. Una religiosidad de trueque termina cargándose sobre los más vulnerables. La crítica es clara. Los dones de Dios no se compran. Se reciben gratis. No hace falta sostener ese circuito de sacrificios y holocaustos para ganar su favor. Eso es precisamente lo que Jesús corta de raíz cuando manda retirar las palomas del mercado del Templo.

Este gesto le costará la vida a Jesús

Los discípulos conectan lo que ven con el salmo que dice «el celo de tu casa me devora» y lo leen en Jesús. Ese impulso por mostrar el verdadero rostro de Dios no se quedará en un gesto aislado. Le costará la vida. Al denunciar una religión de trueques instalada en el Templo, toca intereses muy concretos y los gestores del sistema —la familia de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas)— deciden quitárselo de encima. El celo por una relación auténtica con Dios consume a Jesús y lo conduce a la cruz (cfr. Sal 69,10; Jn 2,17; Jn 11,47-53; Jn 18,13).

El mensaje central del pasaje

Aquí está el centro. Jesús nos pide terminar con la relación de intercambio y anuncia un Templo nuevo. No habla del ἱερόν (templo), habla del ναός (santuario). Ese Templo es su cuerpo y, unidos a él, lo que cuenta no son pagos sino los sacrificios verdaderos de la vida y del amor concreto. Eso es lo que Dios considera grato (cfr. Jn 2,19-21; 1 Pe 2,4-5; Rom 12,1; Heb 13,15-16).

 

«Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».


                                                   Una nueva relación alejada de los trueques:

Centrada en su persona

Aclaremos términos para no liarnos. “Templo” en Juan suele ser ἱερόν, (hierón), es decir, todo el complejo de la explanada y los pórticos, una zona donde incluso podían entrar paganos. “Santuario” es ναός, (naós), el espacio interior que representaba la presencia de Dios. Cuando Jesús dice «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον» no está hablando de derribar el ἱερόν, (hierón) o templo, sino de ese ναός (naós) o santuario. Y Juan precisa que se refería a su propio cuerpo. En corto: no propone demoler edificios, sino pasar del antiguo sistema de trueques religiosos a una relación nueva centrada en su persona. Unidos a él es donde de verdad se ofrece lo que a Dios le agrada, la vida vivida en amor (cfr. Jn 2,19-21; Rom 12,1; Heb 13,15-16). Y —anota el evangelista— se refería a su cuerpo, a su persona como nuevo santuario, el lugar donde realmente se puede encontrar a Dios; unidos a este santuario se pueden ofrecer los sacrificios auténticos, gratos a Dios.

El santuario es la Iglesia:

hace presente su amor en medio del mundo

Si hablamos del “nuevo santuario”, no pensemos en un edificio. Juan dice que es el propio cuerpo de Jesús. ¿Qué implica hoy? Que quien confía en él entra en una comunidad viva donde su Espíritu impulsa a amar como él amó. A eso llamamos Iglesia: personas unidas a Cristo que hacen visible su amor en medio del mundo. Ahí está el santuario real de ahora mismo: Cristo con los suyos, y los suyos con Cristo (cfr. Jn 2,21; 1 Pe 2,4-5; 1 Co 3,16-17; Ef 2,19-22).


Hablemos claro. El santuario nuevo no excluye a nadie. En el antiguo, todo eran barreras. Había una balaustrada que frenaba a los paganos con avisos de muerte, otra que detenía a las mujeres, otra que solo dejaba pasar a los hombres israelitas, luego una más para los sacerdotes y, al final, un último límite que solo cruzaba el Sumo Sacerdote una vez al año. Jesús inaugura otro modo. Su persona y la comunidad unida a él derriban esos muros. El velo se rasga, las distancias con Dios caen y lo sagrado deja de ser un recinto con filtros para convertirse en una comunión abierta. Ese es el templo vivo que propone, sin puertas giratorias, donde los fieles puedan ejercer su derecho de practicar su propia forma de vida espiritual en las parroquias, donde la sinodalidad sea una realidad y no una estrategia de manipulación y sin zonas VIP (cfr. Mt 27,51; Mc 15,38; Ef 2,14-22; Heb 10,19-20).