viernes, 1 de agosto de 2025

Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, ciclo c; Lc 12, 13-21

 Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, ciclo c

Lc 12, 13-21

 

Los verdaderos problemas surgen la mayoría de las veces en muchas de las familias cuando hay que dividir la herencia. La herencia que debe dividirse es la que divide a las familias, porque frente al dinero incluso las mejores personas pueden perder la cabeza y no ver sino su propio interés. Sucede también entre los cristianos llegándose a negar el saludo. Es raro encontrar hermanos creyentes que antes de empezar a hablar de la herencia tomen en mano el Evangelio porque quieren seguir no los criterios de este mundo, sino los de Jesús de Nazaret, los que nos propone el Evangelio.

A veces, con la ayuda de algún amigo sabio y prudente, que actuando como mediador permita que las partes logran llegar a un acuerdo, pero otras veces las discusiones llevan a los insultos, alimentan rencores que se prolongan por años y a veces los hermanos llegan a no dirigirse ni la palabra.

 

¿Por qué razón ocurre esta locura?

Estas cosas suceden y sucedían en tiempos de Jesús. ¿Por qué razón? Porque los criterios de la gestión de los bienes son los mismos hoy que entonces; si los criterios de fondo son los mismos, no hay que esperar que den resultados diferentes. Y los resultados serán los odios, rencores, incluso se mezclarán temas familiares y pertenecientes al pasado para empeorar la situación.


 

Es posible poner cordura.

Esta locura se puede parar. Es preciso curar el problema de raíz. ¿Cuál o cuáles son esos problemas de raíz? Son los criterios de la gestión de los bienes los que deben ser verificados. De eso trata el pasaje evangélico de hoy.

 

«En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes
».

 

Jesús es interrumpido en medio de su discurso

Jesús estaba en medio de la multitud y estaba dirigiendo palabras sinceras a sus discípulos, anunciándoles que a causa del Evangelio se encontrarían con oposiciones y persecuciones. Les decía cosas como estas: «No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer nada más. Os diré a quien debéis temer: temed Aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar a la Gehenna» (cfr. Lc 12, 4-5).

Jesús estaba tratando un tema muy importante cuando intervino uno de la multitud que lo interrumpió. Lo más lógico hubiera sido que esta persona hubiera pedido una aclaración o que hiciese alguna objeción a la enseñanza de Jesús. No era esa su intención porque poco o nada le estaba interesando el tema propuesto por Jesús. Él quiere que Jesús resuelva su problema, que tome posición a su favor con respecto a la herencia.

 


El impertinente.

Este hombre que estaba presente oyendo a Jesús, pero no queriéndose enterar de nada, es el que estaba con problemas de herencias.

La tradición judía y las leyes rabínicas posteriores, conocidas como Halajá (הֲלָכָה) desarrollaron la idea de que el primogénito, al ser el principal heredero y continuar la línea familiar, asumía la responsabilidad general de la familia, lo que incluía el sustento de los dependientes, como la madre viuda y las hermanas solteras.  La ley judía oral y escrita posterior detalló cómo los herederos (los hijos) tenían la obligación de mantener a la madre viuda y a las hermanas solteras hasta su matrimonio. Algunas fuentes halájicas, como las discusiones en el Talmud (por ejemplo, en el tratado ‘Bava Batra’ escrito en arameo judío babilónico (בָּבָא בַּתְרָא) que significa ‘La última puerta’), afirma que los hijos varones que heredan estaban obligados a mantener a sus hermanas hasta que se casasen. Un ejemplo de cómo esto se interpretaba se encuentra en algunos comentarios que explican que los hijos eran forzados a mantener a las hijas y hermanas hasta que alcanzaran la edad adulta y pudieran casarse.

Quien dividía la herencia debía ser el hermano mayor, al cual, según la Torá (תּוֹרָה) y el Talmud que la completa y explica, le correspondían dos tercios del patrimonio porque luego tenía la obligación de mantener a la madre si aún vivía y también a las hermanas si aún eran solteras (cfr. Dt 21, 17; Nm 27, 1-11; Nm 36, 1-12; Gn 25, 5-6; Ex 20, 12; Dt 5, 16; Dt 24, 19-21).

Probablemente el hermano mayor no se estaba ateniendo a las normas y el hermano menor estaba sufriendo injusticia. He aquí la razón por la que recurre a Jesús.

 

Jesús ¿se involucra en este asunto?

¿Qué habríamos hecho nosotros? ¿Hubiéramos tomado parte a favor de uno o del otro?; ¿nos hubiéramos posicionado? Es un asunto muy delicado.

El libro de los Proverbios en el capítulo 26 dice que dejarse involucrar en una discusión, en una pelea que no nos concierne es como tomar a un perro rabioso por las orejas. Es más, emplea estas palabras: «Agarra a un perro por las orejas quien se mezcla en riña ajena» (cfr. Pr 26, 17); Intervenir en una disputa o conflicto que no te concierne directamente es una acción insensata que probablemente te causará problemas o dolor, al igual que sujetar a un perro por las orejas solo resultará en que te muerda. Mejor no hacerlo.

 

Y viene con exigencias…

Es molesto el hecho de que interrumpan mientras se estaba llevando a cabo una enseñanza; pero es aún más molesto cuando uno descubre las formas empleadas por esa persona. El texto griego nos ayuda comprenderlo: «Εἰπὲ τῷ ἀδελφῷ μου μερίσασθαι μετ’ ἐμοῦ τὴν κληρονομίαν».

«Εἰπὲ» es un imperativo aoristo del verbo λέγω (légo), que se traduce como "di". Implica una orden o un mandato directo, a menudo con una connotación de inmediatez o de "hazlo ya"; Este el verbo griego debería traducirse "di inmediatamente a mi hermano que me dé lo que me corresponde". El hombre viene con exigencias ante Jesús. Por lo tanto, muy lejos de la traducción tan suavizada y serena que se nos ofrece: «dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».  

 

 

La respuesta de Jesús puede resultar poco cortés: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».

 

Jesús muestra cierto desapego

de la herencia terrenal.

En realidad, Jesús quiere simplemente marcar un cierto desapego suyo del tema. Él ha hablado de herencia algunas veces, pero no la que tiene en mente su interlocutor y era otro tipo de herencia (cfr. Mt 19, 16; Mc 10, 17; Lc 18, 18; Mt 19, 29; Mc 10, 29-30; Lc 18, 29-30; Jn 3, 15-16; Ga 6, 8; Jn 4, 14), la herencia de la Vida Eterna; la herencia de la vida del Eterno. He aquí la herencia que realmente le interesa a Jesús. Jesús muestra claramente un cierto desapego de esta herencia de la que habla este hombre.

 

Un mensaje para todos.

«Hombre» (ἄνθρωπε) (el cual es un vocativo singular masculino de ἄνθρωπος) que se traduce por «¡Oh hombre!»; es una forma de llamar la atención de la persona, dirigiéndose a ella de manera enfática y directa. Así es como empieza la respuesta de Jesús, sin nombre propio porque el mensaje está dirigido a todo hombre. Jesús plantea una lógica nueva y desea hacerla conocer a todos.

«¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Jesús no es un escriba ni es un rabino; precisamente los escribas y los rabinos eran los que se encargan de deliberar cuando se dan estos problemas y se encargan porque esto les genera una importante fuente de ingresos económicos. Además, ellos son los que están constituidos como autoridades para resolver estos casos según los criterios de la justicia humana. Jesús no acepta estos criterios porque de ellos nacen las disidencias, los odios y las guerras. Jesús quiere introducir en el mundo su justicia, una nueva justicia.

 

Jesús nos ofrece criterios para discernir.

Ahora nos invita a buscar la raíz del mal, a diagnosticar la enfermedad de dónde vienen los problemas. Esta disputa que tiene con su hermano mayor deriva de no tener claro en la mente a quién pertenecen los bienes de este mundo. No tienen claro quién es el propietario de todos los bienes. Es preciso aclarar sobre quien es el propietario para subsanar los problemas.

 

¿Quién es el titular/propietario de los bienes?

Para los paganos los bienes de este mundo pertenecen a quien tuvo la fortuna de encontrárselos en las manos, a quien se los ganó, a quien los acumuló legalmente lucrando en el intercambio, nunca en el trabajo.

En el trabajo no se hace uno rico, se gana en el intercambio. Es claro que si son suyos uno los puede administrar incluso después de muerto, es decir, los puede dejar en herencia si son suyos. Aquí es cuando empieza las consecuencias de la postura de Jesús; Jesús dice que los bienes no son suyos.

Los hombres están atrapados por la telaraña de la mentira que les hace pensar, creer y actuar como dueños, cuando realmente no es así; nada pertenece al hombre. Todo es de Dios, todo es don suyo (cfr. Co 3, 23; Col 1, 15-17). Recordemos el primer versículo del Salmo 24: «De Yahvé es la tierra y cuando la llena, el orbe y cuantos lo habitan». Nosotros únicamente somos simples administradores, pero nada es nuestro. Son de Dios los bienes materiales que Él ha preparado porque sirven para el alimento, la vestimenta, la salud, los bienes espirituales, la inteligencia, todas las capacidades, etc.

La misma vida no nos pertenece, no nos la hemos dado; todos la hemos recibido como un don. Esta es la verdad.

 

Consecuencia del hecho de que Dios sea el dueño.

Si solo Dios es el dueño, solo Él puede dejar en herencia. No puede dejar en herencia el padre biológico porque él no es dueño; es Dios quien puede dejar en herencia de generación en generación a todos sus hijos. De hecho, en Israel, la tierra de la cual el pueblo recibía el alimento (todos eran agricultores y ganaderos), no podía ser comprada ni vendida porque la tierra era y es de Dios (cfr. Lv 25, 23; Sal 89, 11; 1 Co 10, 26).

Podía ser dejada la tierra en herencia, permaneciendo siempre propiedad de Dios, por lo cual no era posible añadir casa a casa, campo a campo. Si se empezaba a ir acumulando casas y campos, etc., esto suponía actuar fuera del designio de Dios (cfr. Is 5,8; Is 10, 1-2; Am 5, 11-12; Mi 2, 1-2; Jr 5, 26-28; 1 R 21, ‘la viña de Nabot’).

 

Jesús denuncia la causa de todos los males.

Jesús denuncia la causa de todos los males, de las divisiones y también de las guerras. Nos dice: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia». La traducción no se ajusta al texto griego original.

«Ὁρᾶτε καὶ φυλάσσεσθε ἀπὸ πάσης πλεονεξίας», que traducido significa: «Continuad estando vigilantes y continuad manteniéndoos alejados de toda forma de codicia».

«Ὁρᾶτε» es un imperativo presente. Este tiempo verbal no solo da una orden, sino que la presenta como una acción continua, habitual o en curso; por eso tiene el significado de «continuad estando vigilantes». No se trata de un imperativo aoristo (que sería una orden para una acción puntual), el presente indica una actitud constante.

«Φυλάσσεσθε» es otro imperativo presente. Al igual que el anterior, indica una acción continua. No es una protección de una sola vez, sino una protección que debe mantenerse en el tiempo. Por eso tiene en significado de «continuad manteniéndoos alejados». Al emplear la voz media del verbo

(-εσθε) indica que la acción de protegerse recae sobre el propio sujeto que la realiza. La orden no es "guarden a otros", sino que "se guarden a sí mismos (de toda clase de codicia)". Es una acción reflexiva.

 


¿Dónde está el peligro?

«…de toda clase de codicia». El peligro que tiene un sustantivo en griego «πλεονεξία» (pleonexía); que significa «avaricia, avidez, codicia». Πλεονεξία deriva del verbo πλεονεῖν (pleonein) que es el infinitivo del verbo griego πλεονέω (pleoneō) cuyo significado es «tener más»; «ser codicioso», «ser avaro». Se demuestra una comprensión profunda de cómo la palabra "avaricia" se forma a partir de la idea de "querer tener más". Esta es la enfermedad, el peligro del cual Jesús quiere ponernos en guardia. Nos deshumanizamos si nos dejamos involucrar por este mal ya que siempre queremos tener mas y más (cfr. Jc 11, 30-35; Lc 16, 21).

 

¿De dónde viene la avaricia?

El miedo a la muerte

¿De dónde viene esta avidez innata que todo hombre experimenta? Esta frenesí de querer siempre acumular más viene del deseo que todos nosotros experimentamos de retener la vida. La vida se nos escapa de las manos, como si tuviéramos arena. Cada segundo que pasa es vida que se va (cfr. Sal 90, 5-6; Sal 144, 4; Jb 14, 1-2; St 4, 14).

 

 

El engaño

¿Cómo retener la vida? He aquí el engaño ya que el miedo a la muerte nos dice: "Agárrate a los bienes de este mundo"; “estos bienes terrenales son los que alimentan la vida”. Te ilusiona que poseyendo estos bienes retienes la vida.

La πλεονεξία (pleonexía), la avaricia es la hija primogénita del miedo a la muerte; pero es únicamente una ilusión la solución que te sugieren los bienes.

Jesús no desprecia los bienes materiales, como hicieron los filósofos cínicos. Diógenes de Sínope vivió en la más absoluta pobreza, habitando en una gran tinaja de barro (o "barril") en el mercado de Atenas. Se cuenta que solo poseía una capa, un bastón y una escudilla, y que incluso arrojó esta última cuando vio a un niño beber agua con las manos, dándose cuenta de que ni siquiera la escudilla era necesaria. Su desprecio por los bienes era una provocación directa a la sociedad que él consideraba corrupta. Jesús nos da un serio aviso: Mucho cuidado si tienes como propósito en la vida el acumular bienes.

Jesús desea que los bienes terrenales nos sirvan para buscar los celestiales. Recordemos lo que rezamos en la oración colecta de la Eucaristía del domingo XVII del tiempo ordinario: «Oh Dios, protector de lo que en ti esperan, sin ti nada es santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo».

Jesús lo resume a la perfección: «Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». El éxito de una vida según Jesús no se valora en base a los bienes que uno ha acumulado. Esto es locura.

 

La enfermedad de la avaricia

te lleva al final a odiar la vida.

La sabiduría evangélica nos ofrece en un texto muy hermoso escrito por san Pablo: «Porque nosotros no hemos traído nada el mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estaremos contentos con eso. Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la reina y en perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos» (cfr. 1 Tm 6, 7-10).

 

Los bienes nos engañan. Hay otro pasaje que proviene del libro de Eclesiastés o Qohélet (קֹהֶלֶת) en el que el autor habla como si fuera el rey Salomón; relata su exhaustiva búsqueda de la felicidad en los placeres, las riquezas y los grandes proyectos. Dice así: «Engrandecí mis obras, me edifiqué casas, me planté viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de toda clase de fruto. Me hice estanques de agua para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve más vacas y ovejas que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Fui engrandecido y aumenté más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de gozo alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol. Después volví yo a considerar la sabiduría, la locura y la necedad; porque ¿qué podrá hacer el hombre que venga después del rey? Lo que ya fue hecho. Y he visto que la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas. El sabio tiene sus ojos en su cabeza, mas el necio anda en tinieblas; pero también entendí yo que un mismo suceso acontecerá al uno como al otro. Entonces dije yo en mi corazón: Como sucederá al necio, me sucederá también a mí. ¿Para qué, pues, he trabajado hasta ahora por hacerme más sabio? Y dije en mi corazón que también esto era vanidad. Porque ni del sabio ni del necio hay memoria para siempre; pues en los días venideros todo será olvidado, y lo mismo morirá el sabio que el necio. Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu» (cfr. Qo 2, 4-17). Su conclusión es: He aborrecido la vida.

La gestión de los bienes que deberían ser para la vida, si son gestionados por la πλεονεξία (pleonexía), por la avaricia, por esta enfermedad, te llevan al final a odiar la vida.

                                          La parábola que confirma las palabras de Jesús

1.- ¿Te gustaría estar en el lugar de ese agricultor?

«Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”».

 Jesús quiere hacernos identificar con ese agricultor afortunado, bendecido por la fortuna. Quiere hacernos llegar a decir: "Me gustaría estar en el lugar de este hombre". De hecho, él nos lo presenta de un modo que nos lo hace extremadamente simpático. Es alguien que se esfuerza, es previsor y también es bendecido por Dios.

El libro del Deuteronomio dice que los frutos de la tierra son una bendición del Señor (cfr. Dt 28, 1-5). Además, este agricultor afortunado no se dice que sea un ladrón, un impío, que cometiera alguna injusticia; por lo tanto, hay que suponer la presunción de inocencia, es una persona honesta y debería ser feliz. Empero tiene un problema: «¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha»; reformulando: "¿Qué haré con los bienes que ahora tengo en mis manos?".

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

2.- Ese agricultor eres tú

Ese agricultor eres tú. Reconoce que tienes muchos bienes en tus manos y ahora debes decidir qué hacer con ellos. No se trata solo del dinero, sino de todos los bienes que constituyen la riqueza de tu persona, tu inteligencia, tus capacidades, tu buen carácter, la fortuna que has tenido de poder estudiar… ¿qué haces con esta riqueza? ¿Qué haré?

San Basilio de Cesarea en la homilía titulada "Homilía de San Basilio sobre la parábola de los graneros", (cfr. Patrología Griega, volumen 31, y se la conoce como homilía 6 recopilada por Jacques-Paul Migne) nos dice lo siguiente: «Noten, este agricultor es infeliz por la fertilidad de sus campos, por lo que tiene. Es aún más infeliz porque no sabe qué hacer con ello, qué le espera. La tierra para él no produce bienes, sino suspiros. No aumenta la abundancia de frutos, le trae preocupaciones, penas, ansiedad. Se lamenta como los pobres. ¿Su grito ‘¿qué haré?’ no es acaso el mismo que emite el indigente? ¿Dónde encontraré comida, vestido? El rico hace el mismo lamento, está afligido. Lo que trae alegría a los demás lo mata a él. No se alegra cuando los graneros están llenos. Las riquezas desbordantes e incontenibles lo hieren. Teme que alguna gota se escape. Que sea motivo de alivio para un indigente. ¿Qué haré?».

 

El razonamiento del agricultor ocupa la parte central de la parábola y encuentra la solución: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes».

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

3.- La riqueza la retengo para mí

He aquí la elección que hace el agricultor. Jesús desea que le prestemos toda nuestra atención porque todos razonamos de la misma manera: «Esta riqueza que tengo la retengo para mí». Hace la elección equivocada; en lugar de dejar que estos bienes alcancen el destino para el cual fueron entregados en nuestras manos, uno lo retine para sí, olvidándonos que esta fortuna tiene destinatarios.

Retiene para sí la riqueza. En lugar de saciar el hambre, en lugar de responder a las necesidades de quienes él tiene cerca, desea dedicarse a ampliar los almacenes. Haciendo esto impide que los bienes lleguen a los destinatarios. ¿Quiénes son los destinatarios? Los hermanos que sufren.

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

4.- El drama del este hombre

«Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”».

Jesús ¿qué pretende que descubramos detrás de estas palabras del agricultor? Nos muestra el drama de esta persona: Ha pasado toda la vida acumulando; no ha disfrutado los dones que Dios le ha ido dando; ha vivido para trabajar. Se nota que este agricultor no plantea excesos ni una vida disoluta (cfr. Sb 2, 6-8). Podía haber pensando que la vida era breve y que entregarse a los placeres hubiera sido la opción más acertada.

Un programa de vida infeliz porque está desprovisto de amor; este hombre está solo. Nos preguntamos, ¿acaso este hombre no tenía familia, esposa, hijos? ¿No estaban los vecinos, los amigos? Claro que estaban a su lado. Vivía en medio de la gente, pero no la veía. Para estas personas no tenía tiempo, no tenía energías para emplear, no podía pensar en ellos, no cultivaba los sentimientos, solo le interesaba quien le hablaba de bienes y le sugería cómo obtener buenos resultados en el campo. Pensaba en las cosechas, en los almacenes, en el grano.

                                          La parábola que confirma las palabras de Jesús

5.- El ideal de la vida de este agricultor

En el soliloquio de este agricultor captamos su ideal de vida; el cual podría llegar a ser el nuestro si enfermamos de πλεονεξία, la codicia, la avaricia. Un síntoma de la enfermedad de la codicia o de la avaricia es acumular bienes y razonar de este modo: “Ahora puedo descansar y disfrutar de la vida”.  

En su mente no había nada más que el trabajo y acumular riquezas y, naturalmente, quien estaba excluido de todo era Dios. Los bienes eran el ídolo que le creó el vacío alrededor, lo deshumanizaron.

En sus planteamientos de futuro sólo cabe él; sólo existe él. Este es el peligro que Jesús quiere denunciar. Los bienes producen este problema: hacerte olvidar a los destinatarios de la fortuna que has tenido; vivir sólo para ti.

La parábola que confirma las palabras de Jesús

6.- La enseñanza del viejo rabino

Un viejo rabino estaba hablando del peligro de las riquezas y le dijo a uno de sus discípulos: "Ve a la ventana, mira por la ventana, ¿qué ves?". "Bueno, veo a un pobre que pide limosna y ahora está pasando una madre con un niño en brazos. Ah, ahora hay un labrador que conduce un asno cargado". Luego el rabino tomó un pincel con plata. En hebreo, plata se dice kessef [כֶּסֶף], pero kessef también significa dinero. La plata, el kessef, en la ventana se convirtió en un espejo. Luego le dijo a su discípulo: "Ve a mirar por la ventana, ¿qué ves?". "Bueno, me veo a mí mismo". “¿Entiendes? Si pones el dinero delante de tus ojos, ya no ves a las personas, solo ves lo que te interesa”. Este es el peligro de la riqueza. Esta idea está muy vinculada a otra expresión popular: ‘Si quieres conocer a Menganito dale un carguito’; el cargo de responsabilidad como el dinero pueden nublan la mente y cerrar el corazón.

Si se razona como este agricultor era la persona más desafortunada porque has fallado en la vida.

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

7.- Actuó como un necio

Ahora entra otro personaje y es su juicio el que cuenta al final.

«Pero Dios le dijo: Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».

La palabra «necio» en griego es ἄφρων (áphrōn), que también significa «indocto, insensato, loco, propiamente sin sentido, es decir estúpido, ignorante, (específicamente) egotista, imprudente, o (moralmente) incrédulo».

En la parábola, de repente, entra en escena un segundo personaje que es Dios y que no nos gusta mucho porque se comporta de manera incomprensible, no deja disfrutar la pensión a este hombre que ha trabajado tanto.

No nos gusta este nuevo personaje y Jesús no quiere que nos guste precisamente porque ataca los razonamientos que ha hecho este agricultor y estos razonamientos son los nuestros.

Si no nos gusta, significa que ahora el juicio que pronuncia este personaje, que es Dios, nos concierne a nosotros. Naturalmente, no fue Dios quien lo hizo morir, murió de estrés. Demasiadas preocupaciones, las molestias, el insomnio, cada ruidito lo mantenían despierto porque había ladrones, luego el exceso de trabajo, en fin, murió de infarto.

El juicio sobre los proyectos que tiene en mente este hombre en el empleo de sus bienes es muy duro, es "necio" ἄφρων, (áphrōn), dice Jesús.

Ἄφρων [el prefijo ἀ- (alpha privativa), que significa "sin" o "no"; la palabra φρήν (phrēn), que significa "mente", "razón" o "juicio"] en griego significa un imprudente, uno que no reflexiona, un insensato. Es un pobre hombre del que sentir compasión.

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

8.- Primer gravísimo error: Aduana

El primer error que él ha cometido, del cual luego derivaron todos los demás; no tuvo presente que en cierto momento viene la expropiación de estos bienes. No tomó en consideración que nuestra vida tiene un comienzo y una conclusión, la abundancia le hizo olvidar que los bienes, la riqueza es precaria; por lo cual es insensato apegar el corazón a las riquezas.

El razonamiento de este hombre es considerado sabio para las personas que se mueven por los criterios mundanos. Incluso muchos cristianos, cuando escuchan decir que uno puede permitirse comprar barcos, aviones, hacer viajes espaciales, llegan a decir: "¡Ah, bienaventurado él!", “¡Qué suerte tiene que puede permitírselo!”. Por el contrario, Jesús nos dice que de este modo se es necio según el juicio de Dios.

Este agricultor quería asegurarse el futuro, pero se equivocó de manera. No apostó por lo que permanece, sino por lo que perece, por lo que en la aduana de la vida te es requisado. Por allí no pasan los bienes que has tenido en tus manos.

En la aduana de la muerte se controla y regula el modo de cómo has gestionado estos bienes; si los has gestionado por amor. El amor pasa la aduana con normalidad, mientras que la riqueza te engaña porque expulsa de tu mente el pensamiento de la muerte. Más allá de la aduana no puedes llevarte los bienes porque te son requisados en su totalidad.

Es la persona que no hizo caso a la instrucción del Salmo 90 que reza: «¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sensatez en nuestra cabeza!» (cfr. Sal 90, 12). Y nos lo vuelve a recordar otro salmo: «De unos palmos hiciste mis días, mi existencia nada es para ti, sólo un soplo el hombre que se yergue, mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona, sin saber quién las recogerá» (cfr. Sal 39, 6-7).

 


La parábola que confirma las palabras de Jesús

9.- Segundo gravísimo error: Acumular para sí

El segundo error que se denuncia al final de la parábola: «el que atesora para sí».

"Ha acumulado tesoros para sí". No se condena el hecho de que ha producido muchos bienes porque ha trabajado, sino porque ha acumulado para sí.

El hombre es considerado insensato (ἄφρων, áphrōn) porque su error no es la falta de bienes, sino de perspectiva. No ha comprendido que la verdadera riqueza no se mide por lo que se acumula para uno mismo, sino por la capacidad de crecer en humanidad. Se crece como hombres no acumulando bienes para sí, sino donando estos bienes para hacer feliz a alguien por amo; para entregarlos a los destinatarios que son los pobres que los necesitan.

El plan de futuro del agricultor no difiere mucho de la mentalidad de muchos cristianos hoy en día. Su propósito es el mismo: acumular para sí mismos. La diferencia está en la forma. Mientras el agricultor se propone almacenar sus bienes para luego "comer, beber y regocijarse", el cristiano moderno a menudo se plantea usar el dinero ahorrado con duro trabajo para permitirse viajes, cruceros y fiestas, centrando su propósito en el bienestar y el disfrute personal.

Razonas como el agricultor. Nadie te dice que no debes descansar, pero ¡atención!, estás pensando en ti mismo, te estás arriesgando a cometer el pecado de omisión. Me he encontrado con personas jubiladas que me dicen que ahora están ‘de modo vacaciones’ y si les planteas que realicen algo de voluntariado o que colaboren en la parroquia, ellos se cierran en sí mismos actuando como necios. Me estaba acordando de unos maestros y de unos trabajadores de la banca que así me respondieron. Actúan como un… ἄφρων, (áphrōn).

 

La parábola que confirma las palabras de Jesús

10.- Tercer gravísimo error: Excluir a Dios de su vida

El tercer error que cometió este agricultor es que no se enriqueció ante Dios, excluyó a Dios de su vida. Lo reemplazó con un ídolo.

El propósito de su vida eran los bienes. No pensó en otra cosa. ¿Cómo se enriquece uno ante Dios? Jesús nos lo explica poco después en el Evangelio según Lucas cuando dice: «Vended vuestros bienes y dadlos en limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe. Porque donde esté vuestro tesoro, allí también está vuestro corazón» (cfr. Lc 12, 33-34).

Solo hay una cosa que podemos llevar con nosotros al final de nuestra vida que nos sigue a todas partes, incluso más allá de la muerte, no los bienes, sino las obras de amor (cfr. 1 Co 13, 13).

Cuando atravesemos la aduana de la muerte podremos seguir llevando con nosotros, no lo que hemos tenido y acumulado para nosotros mismos, sino lo que hemos donado. Esto podemos llevarlo siempre con nosotros, incluso más allá de la muerte.

lunes, 28 de julio de 2025

Homilía de Santa Marta Jn 11, 19-27

 Homilía de la fiesta de Santa Marta

Jn 11, 19-27

29.07.2025

 


¿Qué les sucede a quienes encuentran a Cristo en sus vidas? El evangelio abre los ojos, ven el mundo, la familia, el dinero, los amigos de una manera diferente a como los veían antes. Tienen una luz, ven adónde van porque tienen los ojos abiertos.

 

Preguntas latentes

¿Adónde voy? Cristo me ha abierto los ojos y cuando sigo la luz del Evangelio me convierto en una persona hermosa porque me parezco a Cristo. Sin embargo, hay otra pregunta latente: ¿Cuál es el destino último de mi vida?

 

¿Nuestra vida es un breve camino hacia la tumba?

Si queremos ser hombres y vivir en la verdad es preciso hacernos esta pregunta: ¿Nuestra vida es un breve camino hacia la tumba? Si este fuera nuestro destino, nos preguntamos si vale la pena nacer, y luego ¿valdría la pena traer hijos al mundo para luego entregarlos a ese monstruo que es la muerte? Y si hay un Dios, ¿nos habría hecho con este destino? ¿Se quedaría observándonos mientras vamos hacia una tumba? Sería un Dios cruel.

Nuestra cultura nos lleva a reprimir el pensamiento de la muerte, e incluso los cristianos están marcados por esta cultura y no les gusta reflexionar sobre el destino final; también ellos lo consideran de mal gusto. Cuando estaba de capellán en el hospital me decían las enfermeras: ‘Ha habido un exitus’, que en el lenguaje común tiene una connotación positiva; no así en el ámbito médico, ya que "exitus" se refiere exclusivamente al final de la vida. Se evita la palabra ‘muerte’ o ‘difunto’.

 


Concepción de Dios como el genio de la lámpara.

A veces, la gente no entiende bien qué es la fe. Creen que creer en Cristo es solo pedirle que les haga milagros para vivir más tiempo en este mundo. Pero si Dios no les da lo que piden, si no los libra de la muerte, se preguntan: "¿Para qué sirve entonces la fe si Dios no me ayuda cuando más lo necesito, frente a la muerte?".

En el fondo, se ve la fe como un negocio o un intercambio. "Yo creo y rezo, y a cambio, Dios me da lo que le pido". Si no hay "entrega" (milagros, ayuda), la "inversión" (la fe) parece inútil. No se concibe la fe como una relación o un camino, sino como un medio para un fin muy específico y material.

La muerte es el "monstruo" que nos acorrala. Es lo desconocido, lo inevitable, aquello sobre lo que no tenemos control. Si la fe no puede quitarnos ese miedo o posponer lo inevitable, ¿de qué sirve? Aquí se busca en la fe una especie de "seguro de vida" o una garantía para evitar el sufrimiento y la finitud humana.

Se percibe a Dios casi como un "genio de la lámpara" o un "mago" que debería solucionar los problemas instantáneamente y a nuestra manera. Se espera una intervención directa y visible, y si no ocurre así, se siente que Dios "no ayuda" o "no existe". Se ignora que la ayuda de Dios puede manifestarse de otras formas (fortaleza interior, consuelo, presencia en el sufrimiento, a través de otras personas, etc.) que no implican necesariamente un milagro que altere las leyes naturales.

Esto significa que no se ha profundizado en enseñanzas sobre el sentido del sufrimiento, el valor redentor de la cruz, la naturaleza de la gracia (que no siempre es un milagro visible), la esperanza de la resurrección, o la idea de que la fe es una respuesta de amor y confianza a Dios, más allá de lo que nos pueda "dar". Hay una falta de una catequización seria y profunda.

 

¿Nos quedaremos en el reino de los muertos?

Siempre tratamos de posponer este momento, no pensamos en el sentido último de nuestra vida. La pregunta es inevitable: ¿Descenderé a un abismo oscuro y silencioso, al Sheol (שאול, en hebreo) en este reino de los muertos? ¿Luego me quedo allí? ¿Todo se disolverá en la nada de la que provengo? El mundo seguirá después de mí tranquilamente.

 Es precisamente esta nada lo que es difícil de aceptar, porque sentimos que estamos hechos para la vida, para el infinito. Dios nos hizo para la vida. ¿Dónde voy a parar al final de mi vida?

 

Una página de teología

La liturgia nos propone el evangelio de lo que impropiamente se llama ‘la resurrección de Lázaro’. Debemos prestar mucha atención porque el tema es delicado. El evangelista no quiso redactar una crónica de un hecho, y quien lo interpretara de esta manera se encontraría luego con preguntas a las que no podría responder. Preguntas tan incómodas tales como “ya que resucitaste a Lázaro, mira, tengo un pariente que murió hace unos días, sácalo también a él del Sheol”.

Es muy importante abordar este texto que no es una crónica, sino una página de teología que fue compuesta por el evangelista san Juan elaborada partiendo de una curación significativa realizada por Jesús.

 

Lo de Lázaro es una reanimación.

Para comprender esta página, debemos hacer una distinción entre resurrección y reanimación. Lo acontecido a Lázaro no es exacto llamarlo resurrección; es una reanimación.

 

 

Los tres mundos.

1.- donde nos encontramos

Y para comprender, imaginemos tres mundos:

El primer mundo, donde nos encontramos, donde vivimos, crecemos, trabajamos, nos esforzamos, formamos una familia. Este no es nuestro destino final y lo sabemos.

 

Los tres mundos.

2.- Estar en la prisión del Sheol

En cierto punto, debemos entrar en un segundo mundo que los hebreos amaban llamar Sheol, esa especie de cueva debajo de la tierra, en las profundidades. La Biblia menciona las "puertas del Sheol" (cfr. Is 38, 10; Sal 9, 13), lo que sugiere que era un lugar del que no era fácil salir, una especie de prisión o fortaleza. Esta imagen de "puertas" también podría contribuir a la idea de un acceso a un espacio interior y cerrado por donde se accede a este segundo mundo (cfr. Is 38, 10; Sal 9, 13; Job 17, 16).

Si alguien logra sacarme de este segundo mundo y me trae de vuelta al primero, no es resurrección, es reanimación. Me trae de vuelta a esta realidad en la que estoy acostumbrado a vivir, con el inconveniente de que debo morir una segunda vez; debo volver a este segundo mundo, el del reino de los muertos, del Sheol (שאול).  Resucitar no significa volver aquí, porque luego la muerte vuelve a llevarse la presa; esta no es una victoria sobre la muerte.

 


Los tres mundos.

3.- Estar en el mundo de Dios

Jesús nos realiza señales que nos indica qué victoria es capaz de obtenernos contra la muerte. La victoria sobre la muerte es introducir a quien ha entrado en el segundo mundo en el tercer mundo, el de Dios. Jesús rompió la puerta del Sheol (cfr. Ap 1, 18; Jn 20, 1; Lc 24, 2) y nos introdujo a todos en el tercer mundo, que es el mundo de Dios (cfr. Col 1, 18; 1 Cor 15, 20-23).

En los Hechos de los Apóstoles se nos dice: «Dios, sin embargo, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que ésta lo retuviera con su poder» (cfr. Hch 2, 24). Cuando uno resucita, significa que ha entrado en el tercer mundo, y del tercer mundo, el de Dios, donde uno está revestido del cuerpo nuevo, el cuerpo espiritual, incorruptible, como lo llama Pablo (cfr. 1 Cor 15, 42-44; 1 Cor 15, 53-54; Flp 3, 20-21), uno ya no es despojado de este cuerpo, no se puede volver de nuevo a este mundo.

Pero hay dos tipos de resurrección; la de la vida eterna y la de la muerte eterna (cfr. Jn 5, 28-29; Catecismo de la Iglesia Católica nn.1038-1041 y 988 al 1004).

Lázaro si hubiera resucitado

no le hubiera hecho ningún favor

al traerlo de nuevo a la vida terrena.

Entendemos entonces que Lázaro no fue al tercer mundo y, por lo tanto, no resucitó, porque si hubiera resucitado, no habría vuelto atrás. Fue reanimado. Si Lázaro hubiera resucitado de verdad, es decir, si hubiera entrado en el mundo de Dios, no le habrían hecho un gran favor al traerlo de vuelta aquí para tener que recorrer el mismo camino, morir una segunda vez y luego resucitar definitivamente.

 

Ocurrió en Betania

Este episodio está ambientado en Betania. Se encuentra donde fue bautizado junto con sus discípulos. Y allí se recibe la noticia de que Lázaro está mal. Betania se encuentra a tres kilómetros de Jerusalén, antes de llegar al Monte de los Olivos, donde comienza el desierto de Judea.

 

La llegada de Jesús a Betania

Jesús se dirige hacia Betania. Pero notaremos un hecho extraño: Jesús no entra en la aldea; se detiene antes y espera allí a que todos salgan hacia Él.

Voy a retomar desde el versículo 17. «A su llegada, Jesús se encontró con que hacía ya cuatro días que Lázaro había sido sepultado. Betania está muy cerca de Jerusalén, como a dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a Betania para consolar a Marta y María por la muerte de su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

 

Cuatro días es la muerte definitiva.

Cuando Jesús llega cerca de Betania, el evangelista Juan nota que Lázaro había muerto hacía cuatro días. Ese número cuatro indica una muerte definitiva. Ellos iban a visitar el sepulcro durante tres días para ver si aún había alguna señal de vida, pero al cuarto día se resignaban: "Ha muerto". ¿Qué sucede en Betania ante esta muerte? Dice el evangelista que los judíos iban a María y a Marta para consolarlas por la muerte del hermano. Iban a dar el pésame, como hacemos nosotros, es decir, repetir esas frases que en el fondo no consuelan: "La vida continúa"; "siempre se van los mejores", "siempre estará en nuestro recuerdo"; "nadie muere mientras uno lo conserve en su corazón". En estas situaciones, diría que quizás más que las palabras, es mejor el silencio, esta participación en el dolor íntimo e intenso que se manifiesta en el llanto. Luego están, naturalmente, los ritos de despedida que vemos incluso entre los no creyentes, y, por lo tanto, quizás lecturas de alguna poesía o de algún canto que amaba la persona que nos ha dejado. Es una forma de decir: "La muerte quiso llevárselo, pero de alguna manera lo retenemos aquí". Es una forma de superar este trauma de la pérdida de una persona querida.

 

Marta se enfada con Jesús.

Jesús no entra en la aldea. Marta cuando sabe que viene Jesús le sale al encuentro, mientras María se queda sentada en casa.

Cuando Marta se encuentra al Maestro, le reprocha. No se postra a sus pies, como luego sí hará María; se enfada con Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Parafraseando a Marta le dijo a Jesús: “Si tan solo hubieras venido a tiempo, Jesús, mi hermano no habría muerto”; “Tu presencia habría sido suficiente para salvar a mi hermano, pero no estuviste aquí”; “si Dios existe, ¿por qué no interviene cuando lo necesitamos?".  Jesús comprende su dolor y sabe que es el dolor quien habla a través de Marta. Jesús no intervino, y Marta dice a Jesús: «Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».

 

Marta piensa que sólo

existe esta vida mortal

Marta tiene el recuerdo de los grandes profetas Elías y Eliseo, que habían reanimado a niños: Elías reanima el hijo de la mujer de Sarepta (cfr. 1 Re 17, 17-24); Eliseo reanima el hijo de la familia sunamita (cfr. 2 Re 4, 32-37). Y, sin embargo, aquí se trataba de una reanimación de niños que acababan de expirar. Lázaro, en cambio, llevaba muerto cuatro días. ¿Y qué puede hacer Jesús? Marta recurre a Él porque todavía piensa que la vida es esta y solo esta, la vida mortal.

 

Respuesta de Jesús.

«Tu hermano resucitará». Una concepción farisaica que claramente Marta comparte (cfr. Hch 23, 6-8).

Existía la convicción de que cuando llegara el reino de Dios, los justos resucitarían, es decir, volverían a esta vida para disfrutar de este mundo nuevo. Y Marta dice: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día», que es tanto como decir: "Jesús, mi hermano, siendo uno de los justos, ciertamente resucitará en ese tiempo". Pero esta resurrección no consuela a nadie.

Cuando se entra en el segundo mundo, el ‘κοιμητήριον’ (koimētērion) del reino de los muertos, no se permanece allí; se entra inmediatamente en el tercer mundo porque Jesús ha abierto de par en par la puerta de este sepulcro, no para volver aquí, sino para entrar en el mundo de Dios.

 

Jesús dona una vida que no muere.

Esto es lo que Jesús dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».

Pero Marta cree en el Dios que resucita a los muertos. Jesús, en cambio, habla del Dios que da una vida que no muere, que va más allá de la muerte biológica. De modo que el que muere, en realidad, no muere; entra con su vida divina que le ha sido dada en el mundo y en la casa del Padre.

Continúa Jesús: "Todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre". Jesús sitúa la resurrección en el presente, una resurrección, no una reanimación, sino una entrada inmediata en el mundo de Dios. Jesús no vino a resucitar cadáveres, sino a donar a los vivos una vida que no muere.


                                                                                                         Con una metáfora…

Aquí debemos recurrir a alguna imagen, y creo que la más hermosa es la de pensar en dos gemelos en el vientre de la madre. No tienen ninguna idea de la vida que les espera. Son felices de tener su cordón umbilical, y para ellos, dejar esa vida es una muerte. Imaginemos que uno de los gemelos nace. ¿Qué piensa el gemelo que se quedó en el vientre materno? "Mi hermano ha muerto". En realidad, no ha muerto; ha entrado en una vida completamente diferente, pero ha salido de ese pequeño mundo en el que, en cierto momento, se sentía demasiado apretado. Exactamente lo que nos sucede a nosotros después de quizás una larga vejez. Deseamos otra vida, otro mundo. Parafraseando lo que Pablo dice en la carta a Timoteo: "Ha llegado el momento de levar anclas", es decir, de salir de este mundo e ir hacia otros puertos (cfr. 2 Tim 4, 6).

 

El niño en el vientre de su madre

no puede contemplar el rostro de su madre…

La fe nos permite ver la muerte y el paso de este mundo a un mundo definitivo como un momento doloroso, dramático, pero un momento bendito porque nos permite contemplar luego cara a cara a ese Dios que es Padre, que es Madre. El niño que está en el vientre materno no puede contemplar el rostro de su madre; solo cuando sale de esta forma de vida se encuentra frente al rostro de la madre. Solo así podremos contemplar el rostro de Dios cuando pasemos de la vida a la vida.

 

 

Marta ha acogido la palabra de Jesús.

Marta responde a Jesús diciendo: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

Jesús ha llevado a Marta a comprender qué sentido tiene la muerte de un hermano. Marta ha acogido la luz que la palabra de Jesús ha dado a este acontecimiento doloroso que está viviendo, y Marta ha dado su adhesión a esta luz. Y como consecuencia, veremos que mientras todos los judíos lloran, María y Marta no llorarán. La hermana María todavía está en la aldea, y ahora Marta va a invitarla a hacer su misma experiencia: a salir de la aldea donde todos están llorando, donde solo hay palabras que intentan consolar, pero no dan la verdadera consolación, el sentido al acontecimiento doloroso que están viviendo. Marta invita a salir de la aldea a su hermana y a ir al encuentro de Jesús.