miércoles, 5 de noviembre de 2025

Homilía de la Dedicación de la Basílica de Letrán Jn 2, 13-22 (Jesús con el azote de cordeles)


 Homilía de la dedicación de la basílica de Letrán

Jn 2, 13-22

        Nos pasa algo curioso con este texto. Solemos imaginar a Jesús cercano y cariñoso, y de pronto lo vemos enfadado, trenzando un látigo y vaciando el Templo (ἱερόν, hierón) de compradores y vendedores. La escena choca, sí, pero conecta con una pregunta muy actual: ¿qué pasa cuando la fe y el dinero se mezclan y todo se vuelve transacción? Es un tema que levanta críticas dentro y fuera de la Iglesia, y hoy el relato nos obliga a mirarlo de frente.

Dios no quiere trueques

Podríamos quedarnos en lo llamativo del gesto —y seguro que se comentará mucho—, pero vayamos a lo hondo. Lo que Jesús cuestiona es una forma “comercial” de tratar a Dios: yo te doy algo y tú me pagas con favores. Como cuando uno piensa: “si hago este sacrificio, si me porto perfecto, Dios me debe una bendición”. Ese trueque —muy humano, pero al final pagano— es justo lo que Jesús viene a desactivar. No busca ritos mejor hechos, sino otra relación: gratuita, sin tarifas ni recompensas a cambio. Ahí pondremos el foco hoy.

Para ubicarnos: esto ocurrió en Jerusalén, en la gran explanada del Templo. Imagina un espacio del tamaño de unos 22 campos de fútbol, construido por Herodes a base de recortar la cima de una montaña. En el lado norte —donde hoy está la Cúpula de la Roca— se alzaba entonces el santuario. La obra empezó hacia el 19 a. C. (María tendría dos o tres años por entonces). Si miras el entorno, verías el monte de los Olivos (הַר הַזֵּיתִים, Har HaZetím), y entre el monte y la explanada corría el torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón); muy cerca, Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním). Los arqueólogos reconstruyen así el conjunto hacia la Pascua del año 28: la cuenta cuadra porque, si el proyecto arrancó en el 19 a. C., los “46 años” que cita Juan nos llevan justamente a esa fecha.

Distingue entre Templo y santuario

Clave para entender el pasaje: Juan distingue entre “templo” (ἱερόν, hierón) y “santuario” (ναός, naós). Jesús no dice «destruid este templo», sino «destruid este santuario»; «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον».

El templo [ἱερόν (hierón)] era todo el complejo: explanada, pórticos, atrios y edificios.

El santuario [ναός (naós)] era la zona sagrada donde se ofrecían los sacrificios y donde se creía que estaba la presencia de Dios en el Santo de los Santos.

Con eso en mente, imagina la escena a pie de calle; junto al muro occidental corría la vía herodiana, una calzada adoquinada de unos 8,5 metros de ancho, flanqueada por tiendas. Allí se vendía de todo, pero lo más buscado eran cosas para el culto: corderos, palomas, incienso, aceites, vasijas de piedra… Lo normal era comprar ahí o junto al torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón), cerca de Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním), antes de subir al Templo (ἱερόν, hierón). Así funcionaba la logística del lugar, y entenderla ayuda a captar el alcance del gesto de Jesús

Un comercio totalmente desbordado

En Pascua todo se desbordaba. El comercio ya no se quedaba en la vía herodiana ni junto al Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón): a Jerusalén llegaban multitudes y los animales para los sacrificios se compraban allí, no se traían de casa. Con tanta gente, los puestos acababan metiéndose en los atrios del Templo (ἱερόν, hierón).

Con intereses organizados alrededor del culto

En la parte sur estaba el Pórtico Regio, una basílica inmensa que esos días funcionaba como gran mercado de bueyes, corderos y palomas. Y un dato clave para entender la tensión: buena parte de ese circuito —puestos y cambio de moneda— estaba bajo el control de la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas); no era solo “ruido en el atrio”, había intereses organizados alrededor del culto (cfr. Lc 3,2; Jn 11,47-53; Jn 18,13). La Puerta de Coponio daba acceso por una escalinata monumental que pasaba sobre un gran arco y bajaba hacia la piscina de Siloé (שִּׁלֹּחַ, Shiloákh).

En el basamento del arco había cuatro estancias donde trabajaban los cambistas. Para hacerse una idea: la escalinata medía 15,20 m de ancho; el arco, 17,5 m de alto; el tramo en pendiente hacia Siloé, 35 m. Arriba, el Pórtico Regio se extendía 185 m, con cuatro filas de 40 columnas y un segundo piso: un hervidero de voces, idas y venidas y regateos. Desde allí se veía la explanada abierta a todos —también a personas enfermas o con limitaciones, e incluso a no judíos—, mientras que al santuario (ναός, naós) solo entraban los judíos; a sus pies corría el muro de separación que un pagano no podía cruzar.

Jesús denuncia la lógica del intercambio

En ese contexto, Jesús trenza un látigo, vacía los atrios de animales y comerciantes, y baja a las salas de los cambistas. Su gesto no va solo contra el ruido: denuncia que la lógica del intercambio se ha colado en el espacio del encuentro con Dios.

Las monedas lo delatan


Esas cuatro estancias no son una conjetura: los arqueólogos las identificaron por lo que apareció delante. Hallaron dos tipos de monedas propias de la época de Jesús. Unas llevaban el rostro de Tiberio y, al reverso, la efigie de Livia. Esas circulaban por la ciudad, pero no podían entrar en el Templo (ἱερόν, hierón): las imágenes paganas se consideraban impropias del recinto sagrado. El segundo grupo eran prutot (hebreo plural פְּרוּטוֹת, prutót), piezas sin símbolos paganos. Quien quería hacer una ofrenda tenía que cambiar sus monedas “romanas” por פְּרוּטוֹת (prutót). Justo ahí —frente a esas salas— aparecieron ambas: prutot y monedas de Tiberio. Se conservan en el The Vision Centre, al sur de la explanada, y muchas datan del 70 d. C., el año de la destrucción del Templo. Probablemente quedaron sepultadas cuando los soldados derribaron los grandes sillares del Pórtico Regio. Con ese hallazgo, la conclusión es directa: ahí estaba el cambio de moneda. Y un dato incómodo: aunque Jesús vació el atrio, al poco tiempo todo volvió a su sitio; el flujo de dinero en el lugar santo siguió como siempre.

Ahora podemos comprender mejor lo que sucedió en el Templo cuando Jesús llegó para la Pascua.

 

«Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

El Templo era un gran banco

En Pascua, cada judío llevaba a Jerusalén la moneda de la tasa del Templo (ἱερόν, hierón); venían de todas partes. En la práctica, el Templo funcionaba como el banco más grande de la región: En el segundo libro de los Macabeos describe su tesoro «lleno de riquezas incalculables» y habla de grandes sumas y depósitos custodiados allí (cfr. 2 Mac 3,6.8.10-12.14-16). Todo ese circuito —ofrendas, cambio y ventas— lo administraba y gestionaba la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas) (cfr. Mt 17,24; Lc 3,2; Jn 18,13).

Los profetas ya habían

cuestionado seriamente todo esto

Al llegar al Templo, Jesús se encuentra un mercado “a servicio del culto”: bueyes, ovejas, palomas y cambistas en fila. No es nuevo; los profetas ya habían cuestionado esa manera de tratar a Dios como si todo fuera intercambio. Zacarías había anunciado que ese mercado terminaría: «Y las ollas de Jerusalén y de Judá estarán consagradas a Yahvé Sebaot; todos los que quieran sacrificar vendrán a hacer uso de ellas, y en ellas cocerán; y aquel día no habrá más comerciantes en el templo de Yahvé Sebaot» (cfr. Zac 14,21).

Malaquías habló de una purificación a fondo: como fuego de fundidor o lejía de lavanderos, para refinar a los sacerdotes: «Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y en seguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el Ángel de la alianza que tanto deseáis, ya llega, dice Yahvé Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata y serán quienes presenten a Yahvé oblaciones legítimas» (cfr. Mal 3,1-3).

 Y el salmista lo dijo sin rodeos: «No tomaré novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues son mías las fieras salvajes, las bestias en los montes a millares; conozco las aves de los cielos, mías son las alimañas del campo. Si hambre tuviera, no te lo diría, porque mío es el orbe y cuanta encierra. ¿Acaso como carne de toros o bebo sangre de machos cabríos?» (cfr. Sal 50, 9-13).

Jesús plantea cambiar de lógica

Algunos profetas pensaron la “purificación” como poner orden en el culto: cuidar los ritos, no ofrecer animales defectuosos, hacer las cosas con dignidad (cfr. Mal 1,7-8.13-14). Pero lo de Jesús va por otro lado. En su tiempo, de hecho, los corderos ya se revisaban dos veces para que no tuvieran fallos. Su gesto no es “hagamos el rito mejor”, sino “cambiemos la lógica”: no más relación con Dios basada en trueques y méritos, sino una forma nueva de encuentro y vida.

La idea era clara:

Si doy algo a Dios, Dios me debe algo

El relato es claro. Jesús vacía el Templo, echa a personas y animales y vuelca el dinero de los cambistas (cfr. Jn 2,15). Mateo y Marcos añaden un detalle incómodo. Expulsó a vendedores y también a compradores (cfr. Mt 21,12; Mc 11,15). ¿Por qué también a los que compraban? Porque habían asumido una idea muy extendida. Si yo doy algo, Dios me debe algo. Así, muchos —sobre todo los más pobres— quedaban atrapados en un trueque religioso. Yo pago y Dios me bendice con cosechas, salud y prosperidad. El Templo funcionaba como un mercado de favores. Jesús no viene a perfeccionar ese sistema con ofrendas más bonitas. Viene a desactivarlo. Esa lógica comercial no es la relación que Dios quiere.

Jesús corta el negocio para defender a los pobres

Hay un detalle que Juan no deja pasar. Jesús se encara con los vendedores de palomas. ¿Quién compraba palomas en el Templo? La gente con menos recursos que no podía pagar un cordero. De hecho, María y José ofrecieron dos palomas según la norma sobre los pobres, no por capricho sino por falta de medios (cfr. Lc 2,24; Lv 12,8). El gesto de Jesús apunta ahí. Una religiosidad de trueque termina cargándose sobre los más vulnerables. La crítica es clara. Los dones de Dios no se compran. Se reciben gratis. No hace falta sostener ese circuito de sacrificios y holocaustos para ganar su favor. Eso es precisamente lo que Jesús corta de raíz cuando manda retirar las palomas del mercado del Templo.

Este gesto le costará la vida a Jesús

Los discípulos conectan lo que ven con el salmo que dice «el celo de tu casa me devora» y lo leen en Jesús. Ese impulso por mostrar el verdadero rostro de Dios no se quedará en un gesto aislado. Le costará la vida. Al denunciar una religión de trueques instalada en el Templo, toca intereses muy concretos y los gestores del sistema —la familia de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas)— deciden quitárselo de encima. El celo por una relación auténtica con Dios consume a Jesús y lo conduce a la cruz (cfr. Sal 69,10; Jn 2,17; Jn 11,47-53; Jn 18,13).

El mensaje central del pasaje

Aquí está el centro. Jesús nos pide terminar con la relación de intercambio y anuncia un Templo nuevo. No habla del ἱερόν (templo), habla del ναός (santuario). Ese Templo es su cuerpo y, unidos a él, lo que cuenta no son pagos sino los sacrificios verdaderos de la vida y del amor concreto. Eso es lo que Dios considera grato (cfr. Jn 2,19-21; 1 Pe 2,4-5; Rom 12,1; Heb 13,15-16).

 

«Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».


                                                   Una nueva relación alejada de los trueques:

Centrada en su persona

Aclaremos términos para no liarnos. “Templo” en Juan suele ser ἱερόν, (hierón), es decir, todo el complejo de la explanada y los pórticos, una zona donde incluso podían entrar paganos. “Santuario” es ναός, (naós), el espacio interior que representaba la presencia de Dios. Cuando Jesús dice «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον» no está hablando de derribar el ἱερόν, (hierón) o templo, sino de ese ναός (naós) o santuario. Y Juan precisa que se refería a su propio cuerpo. En corto: no propone demoler edificios, sino pasar del antiguo sistema de trueques religiosos a una relación nueva centrada en su persona. Unidos a él es donde de verdad se ofrece lo que a Dios le agrada, la vida vivida en amor (cfr. Jn 2,19-21; Rom 12,1; Heb 13,15-16). Y —anota el evangelista— se refería a su cuerpo, a su persona como nuevo santuario, el lugar donde realmente se puede encontrar a Dios; unidos a este santuario se pueden ofrecer los sacrificios auténticos, gratos a Dios.

El santuario es la Iglesia:

hace presente su amor en medio del mundo

Si hablamos del “nuevo santuario”, no pensemos en un edificio. Juan dice que es el propio cuerpo de Jesús. ¿Qué implica hoy? Que quien confía en él entra en una comunidad viva donde su Espíritu impulsa a amar como él amó. A eso llamamos Iglesia: personas unidas a Cristo que hacen visible su amor en medio del mundo. Ahí está el santuario real de ahora mismo: Cristo con los suyos, y los suyos con Cristo (cfr. Jn 2,21; 1 Pe 2,4-5; 1 Co 3,16-17; Ef 2,19-22).


Hablemos claro. El santuario nuevo no excluye a nadie. En el antiguo, todo eran barreras. Había una balaustrada que frenaba a los paganos con avisos de muerte, otra que detenía a las mujeres, otra que solo dejaba pasar a los hombres israelitas, luego una más para los sacerdotes y, al final, un último límite que solo cruzaba el Sumo Sacerdote una vez al año. Jesús inaugura otro modo. Su persona y la comunidad unida a él derriban esos muros. El velo se rasga, las distancias con Dios caen y lo sagrado deja de ser un recinto con filtros para convertirse en una comunión abierta. Ese es el templo vivo que propone, sin puertas giratorias, donde los fieles puedan ejercer su derecho de practicar su propia forma de vida espiritual en las parroquias, donde la sinodalidad sea una realidad y no una estrategia de manipulación y sin zonas VIP (cfr. Mt 27,51; Mc 15,38; Ef 2,14-22; Heb 10,19-20).

miércoles, 29 de octubre de 2025

Solemnidad de Todos los Santos; Mt 5, 1-12 Bienaventuranzas

Solemnidad de Todos los Santos

01.11.2025; Mt 5, 1-12 (Las Bienaventuranzas)

          En otras épocas, los santos estaban en plena vigencia. Las iglesias se llenaban de sus altares e imágenes, y mucha gente acudía a ellos incluso más que a Dios. ¿Por qué? Porque, aunque sabemos que Dios es Padre y cuida de todos, a veces lo sentimos lejos, como si no entrara en los líos de cada día. A los santos, en cambio, los percibimos a mano: han pasado por nuestras mismas peripecias y se nos vuelven amigos con quienes desahogarnos y de quienes recibir consuelo y ayuda.

Los santos, compañeros de camino:

consuelo, ejemplo y decisiones

No es raro, entonces, que para casi cualquier apuro haya un santo “patrón”. Los sentimos como hermanos y hermanas que ya pasaron por lo mismo y, por eso, entendemos que pueden ponerse en nuestra piel. Si alguien padece llagas que no cicatrizan, piensa en san Roque; con problemas de vista, en santa Lucía; para la garganta, san Blas. Y hay de todo: desde la calvicie hasta la obesidad, la ludopatía, la cleptomanía o el dolor de cabeza. Al final, lo que cuenta es ese trato de confianza: hablar con los santos como quien habla con un amigo. Es una relación bonita y vale la pena cuidarla.

 

Conviene precisarlo: no nos acercamos a los santos para que “hagan de intermediarios” y nos consigan un milagro. Eso no va de eso. Lo valioso es que, desde la luz de Dios, nos enseñan con su propia vida cómo atravesar los momentos difíciles—los mismos que ellos pasaron—, y nos empujan a elegir a la manera del Evangelio. Hoy la liturgia nos propone mirar de frente las bienaventuranzas que Jesús proclamó en el monte (cfr. Mt 5,3-12): son opciones concretas de vida que los santos abrazaron y a las que también nosotros estamos invitados si queremos acertar con nuestra vida.

Para Jesús ser bienaventurado

es aquel que ha acertado con la vida

¿Qué entendemos por “bienaventurada” cuando lo decimos de alguien? Normalmente, que “le va de cine”: juventud, salud, atractivo, reconocimiento… y, si puede ser, una buena cuenta corriente. Ese es el retrato que suele venirnos a la cabeza. Pero, siendo sinceros, ¿de verdad eso agota lo que significa ser bienaventurado?

En la Biblia, llamar “bienaventurada” a una persona es felicitarla porque ha acertado con la vida. La pregunta importante no es “qué tiene”, sino quién te da la enhorabuena.

La pregunta decisiva:

¿de quién quieres oír “has acertado”?

Si buscas el aplauso de los criterios de siempre —los del escaparate social que todos conocemos, también dentro de casa—, basta con caminar en dirección opuesta a lo que propone Jesús. Lo más probable es que te aplaudan: acumulas, presumes, subes peldaños… y escucharás: “¡Éste sí que triunfa!”. Pero una cosa es el ruido del aplauso y otra, muy distinta, la verdad de la bienaventuranza. ¿De quién quieres oír ese “has acertado”?

Seamos claros: a veces llamamos “bienaventurado” a quien, para Jesús, va por la ruta equivocada. Al que vive para acumular, Jesús no le daría una palmadita; más bien le diría: “te has perdido”. Por eso no compremos sin pensar el lenguaje del éxito. Si al final queremos oír de Dios: “enhorabuena, te pareces a Jesús de Nazaret”, nos toca aterrizar las bienaventuranzas en decisiones concretas, aquí y ahora.

Escuchemos a Jesús…

«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo».

El pecado” es errar el blanco

Al final todos vamos detrás de lo mismo: la alegría. Casi todo lo que hacemos lleva esa brújula. El lío es que, a veces, apuntamos mal. En hebreo, pecado es חַטָּאת (ḥaṭṭā’t; se lee “já-ttat”) que significa “errar el blanco”. Disparamos hacia la alegría y nos quedamos en el placer inmediato… y llega la decepción. El pecado no es tanto maldad como despiste.

Y Dios no va con el palo: ve a un hijo desorientado y quiere una sola cosa, que encuentre cuanto antes la ruta de la alegría. Hoy Jesús nos da la pista. Toca elegir: ¿nos fiamos de su propuesta o seguimos con nuestras mañas para ser felices y, en el intento, seguimos errando el blanco?


El símbolo del Monte

Nos cuenta el evangelista Mateo que Jesús lanzó su propuesta en el monte. La tradición cristiana ha visto ese monte en la colina que domina Cafarnaúm —ahí está la iglesia de las Bienaventuranzas—. El lugar impresiona, sí, pero Mateo no se queda en la geografía. El “monte” en la Biblia es un símbolo potente: en la antigüedad se pensaba que los dioses habitaban arriba, en las cumbres —basta recordar el Olimpo griego—.

Ponerse a tiro de su mirada

Subir al monte es acercarse a Dios, ponerse a tiro de su mirada. Por eso Moisés sube al Sinaí/Horeb (cfr. Ex 19,3; 24,12-18; 34,4), Elías sube al monte de Dios (cfr. 1 Re 19,8-13) y Jesús se lleva a Pedro, Santiago y Juan a la transfiguración en lo alto (cfr. Mt 17,1-8; Mc 9,2-8; Lc 9,28-36): allí se hace una experiencia especial de Dios, se le cogen el pulso a sus pensamientos, a sus sentimientos, a sus criterios. También Balaam es llevado por Balac a distintas alturas para pronunciar oráculos: a Bāmôt-Baʿal (בָּמוֹת־בָּעַל; “Altos de Baal”) (cfr. Nm 22,41), a la cima del Pisgá (פִּסְגָּה, Pisgáh) (cfr. Nm 23,14) y a la cima del Peor (פְּעוֹר, Peʿōr), frente al desierto (cfr. Nm 23,28), donde levantan altares antes de cada oráculo (cfr. Nm 23,1-3; 23,29-30). Pero Balaam no pudo maldecir a Israel: Dios no se desdice ni cambia de parecer como nosotros (cfr. Nm 23,19) y, además, el Espíritu de Dios le puso las palabras en la boca; allí donde le pedían maldición, terminó pronunciando bendición (cfr. Nm 23,5; 23,16; 24,2).

La llanura: la vida de cada día “con sus inercias”

Desarrollando el símbolo: el monte se despega de la llanura. En la llanura va la vida de cada día, con sus inercias y su “sabiduría” de siempre —que, vista desde Dios, es corta de miras—. Y todos conocemos el repertorio: “Lo importante es la salud (mejor, la salud lo es todo); lo que cuenta es el éxito; bienaventurado el que tiene un buen saldo; bienaventurado el que viaja y disfruta; no te prives de nada; a mí lo que me interesa es el sexo; sacrificarse por otros, ni hablar…”. Ésas son las consignas que circulan abajo, el modo común de razonar.

Subir al monte es tomar distancia para escuchar otra música y contrastar nuestros criterios con los de Dios.

Salir de la llanura para acertar el rumbo

¿Quién encuentra de verdad la alegría? ¿El que se amolda a los tópicos de siempre? Para no jugarnos la vida a ciegas, hagamos algo sencillo: salir de la llanura un momento y subir al monte para escuchar qué piensa Dios y cuáles son sus bienaventuranzas (cfr. Mt 5,3-12). Luego, cada cual es libre: siempre se puede volver a lo de siempre —al “sentido común” de abajo o a un “creo un poco” y ya—. Pero, si queremos acertar el rumbo, merece la pena subir y oír de labios de Jesús cómo entiende la vida, y después bajar y convertirlo en decisiones concretas. Ahí se juega la alegría.

Las bienaventuranzas

1.- Los pobres en el espíritu

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».

         Ojo con esta bienaventuranza: hay que entenderla bien. A veces se ha dicho —y tiene tradición detrás— que uno puede ser muy rico y, si “tiene el corazón desprendido” y ayuda mucho, sería un “rico bueno”. No va por ahí. Jesús declara bienaventurado al pobre.

El pobre es el que no tiene nada.

¿Y quién es el pobre? El que no tiene nada. Ahora, no confundamos: una cosa es quedarse pobre por una desgracia —un terremoto, una enfermedad, la guerra, una riada que arrasa casa y campo—, y otra lo que Jesús llama “pobre”.

Ese “pobre por desgracia” no es el bienaventurado de esta frase. Sería una lectura engañosa y contraria a la Biblia: Dios prometió a su pueblo que no hubiera pobres entre ellos (cfr. Dt 15,4), y en la Iglesia primera, al compartir los bienes, no había necesitados (cfr. Hch 4,34). El mundo que Dios quiere no es un mundo de miserias, sino uno donde sus hijos vivan en plenitud. Por eso, la pobreza que Jesús llama bienaventurada no es la miseria forzada.

La inercia natural nos empuja a acumular

Jesús no está hablando a los desheredados de Cafarnaúm, a los andrajosos o a los mendigos, sino a sus discípulos: «Bienaventurados los pobres en el espíritu» (cfr. Mt 5,3). ¿Y eso qué significa? Que nuestra inercia natural no nos empuja a soltar, sino a retener: guardamos, acumulamos, y siempre parece poco—para uno, para los hijos, para los nietos… Esa es la pulsión.

Pobres en el espíritu:

soltar para que sólo permanezca el amor

El Espíritu, en cambio, tira en sentido contrario: a despojarnos, a no quedarnos con todo, a poner los bienes donde hacen falta.

Bienaventurado es quien se deja llevar por ese Espíritu y no se aferra a lo que Dios ha puesto en sus manos; bienaventurado quien, al final, no se ha reservado nada porque lo ha puesto a disposición del que lo necesita. La imagen es clara: lo que no entregamos “en el camino”, se pierde “en la aduana”; no se convierte en amor, y sólo el amor permanece.

Dar donde hace falta:

Así vive el que ya pertenece al Reino

¿Quién encarna esto del todo? Jesús de Nazaret. Él no se guardó ni un instante: todo fue don. Por eso el Padre puede decirle: “Eres de verdad mi Hijo; has construido el Reino de Dios”. Y ésa es la promesa para los pobres en el espíritu —no para los pobres por desgracia—: «porque de ellos es el reino de los cielos». No se trata de “algún día, en el paraíso”: cuando uno se hace pobre por amor, movido por el Espíritu, ya pertenece al Reino. Ésta es la primera propuesta de alegría de Jesús. Pobreza por amor, no por desgracia: así empieza la alegría.

 

Las bienaventuranzas

2.- Los mansos

«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra».

Cuando oímos “manso” pensamos en alguien tranquilo, que no se mete en líos y traga injusticias sin rechistar. ¿Habla de eso Jesús? No. Para entenderlo conviene ir al Salmo 37, de donde toma la frase: allí se describe a quien, aun sufriendo atropellos, renuncia a la escalada y no responde con violencia: «Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores, que será peor» (cfr. Sal 37,8).

Mansedumbre no es rendirse:

es la fuerza que construye tierra nueva

La Biblia distingue: hay una “ira de Dios”, su amor encendido por la justicia, y está nuestra ira, buena como alarma cuando vemos una injusticia, pero peligrosa si se descontrola y se vuelve agresión. La mansedumbre no es resignarse; es la forma justa de reaccionar: intervenir, sí, pero sin añadir más mal.

En la lógica del camino, esta bienaventuranza viene antes de la de “los que lloran”: primero, la tentación es endurecerse y pensar que todo se arregla empujando; después, cuando se elige amar de verdad, llega el dolor por cómo están las cosas. Jesús se define así: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (cfr. Mt 11,29). Tuvo choques serios con el poder político y religioso, pero los vivió como manso: firme por la justicia, sin replicar con violencia.

¿Y la promesa? «ellos heredarán la tierra». No “el cielo”: la tierra. Con Dios, los mansos acaban siendo constructores de una tierra nueva. Aunque parezca que hoy la tierra la ocupan los fuertes y los que imponen la cultura del “yo primero”, Dios dice: con vuestra mansedumbre vamos a levantar algo habitable para todos. Aquí, ahora.

 

Las bienaventuranzas

3.- Los que lloran

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».

A veces hemos vinculado a Dios con el dolor, como si la fe fuera aguantar y ofrecer penas. Por eso esta frase se leyó mal, «Bienaventurados los que lloran». No va de eso. El Evangelio es alegría. ¿De qué llanto habla Jesús? No del que viene por una desgracia cualquiera. Dios no quiere el dolor.

Implicarse hasta que duela, ahí llega el consuelo

Habla de un llanto que nace del amor. Jesús lloró al ver que su pueblo rechazaba su propuesta de mundo nuevo y caminaba hacia el desastre (cfr. Lc 19,41-44). Ese dolor es la reacción de quien ama y ve que la alegría del Reino se está perdiendo.

Miremos alrededor, guerras, abusos, engaños, hipocresía. Siempre queda la opción de pasar y vivir tranquilo, pero eso no es amar. Bienaventurado quien se implica hasta que duele, quien sueña y trabaja por una humanidad que se sepa hija del mismo Padre y viva como hermanos. Su tristeza no viene de sus propios problemas, sino de cómo va el mundo. La gran tentación es replegarse, pensar que no hay nada que hacer. Si compramos esa idea, ya hemos perdido.

La promesa es sencilla, «porque ellos serán consolados». Dios se pone de su lado, sostiene ese amor que no se rinde y, con gente que ama así, el mundo nuevo empieza ya.

 

Las bienaventuranzas

4.- Los que tienen hambre y sed de la justicia

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados».

¿De qué justicia habla Jesús? No de “hacer pagar”. A veces llamamos justicia a castigar, a mandar al patíbulo o a la cárcel y decimos “ya se ha hecho justicia”. Esa idea hasta se proyecta sobre Dios, como si fuera vengativo. No va por ahí.

Justicia que transforma enemigos en hermanos

La justicia de Jesús es el proyecto de amor de Dios para este mundo. Que todos se sepan hijos suyos y hermanos entre sí. Que los bienes se compartan. Que el dolor y la necesidad del que está al lado nos importen como propios. Que aprendamos a perdonar y a convertir enemigos en hermanos. Eso es lo que hay que desear con hambre y con sed, como el agua en pleno desierto. Por eso dice «porque ellos quedarán saciados». No es un sueño ingenuo. Es la promesa de Jesús a quienes de verdad quieren poner en pie esa justicia.


Las bienaventuranzas

5.- Los misericordiosos

«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia».

Solemos pensar la misericordia como compasión, perdonar y no caer en el “que lo pague”. También lo aplicamos a Dios y entonces aparece la duda, si Dios es justo, cómo va a ser misericordioso. La salida no es repartir mitad y mitad, sino limpiar nuestra idea de justicia. La justicia “a nuestra manera” cae.

En Dios lo que hay es חֶסֶד (ḥésed, se lee “jésed”), amor incondicional y fiel. Ningún pecado ni rechazo apaga esa pasión de amor. El metal de Dios es el amor, y es oro puro.

Misericordia en tres pasos: ver, conmoverse, actuar

Cómo se ve esa misericordia. Miremos a Jesús, y en concreto la parábola del samaritano (cfr. Lc 10,25-37). El samaritano retrata a Jesús que se encuentra con la humanidad malherida, y a la vez muestra el modo de actuar de quien se parece al Padre.

Tres gestos de la parábola del samaritano reconocen la misericordia. Primero, ve. Detecta la necesidad, no aparta la mirada, no se refugia en “mientras yo esté bien”. Segundo, se conmueve. Compadecer es ‘padecer con’. En griego σπλαγχνίζομαι (splagchnízomai, se lee “splangjnízomai”), sentir en las entrañas lo que vive el otro. Tercero, actúa. Si puede ayudar, lo hace ya.

Ésta es la misericordia de la bienaventuranza. Quien sintoniza con la misericordia de Dios y de Jesús no es que reciba un “mirar para otro lado” ante sus pecados. Vive en armonía con el corazón de Dios, que es amor y sólo amor, y por eso alcanza misericordia.

Las bienaventuranzas

6.- Los limpios de corazón

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Cuando no hay batiburrillo el corazón reconoce a Dios

Para nosotros, “corazón” suena a sentimientos. En la Biblia, en cambio, es el centro de las decisiones. Y puede estar puro o impuro. Decimos “oro puro” cuando no está mezclado; igual aquí: un corazón puro es el que no está mezclado, el que deja que sea Dios quien oriente las elecciones. Impuro es el corazón con un batiburrillo de “dioses” que dan órdenes por turnos, dinero, orgullo, codicia, desorden moral…

La promesa es fuerte, «porque ellos verán a Dios»; es decir, harán experiencia de Dios. A veces alguien dice “no creo, me faltan argumentos”. El problema no siempre es de ideas, sino de mezcla interior. Mientras siga ese barullo en el corazón, es difícil “ver” a Dios. Primero toca limpiar por dentro; entonces empieza la experiencia.

 

Las bienaventuranzas

7.- Los que trabajan por la paz

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios».

Durante tiempo se dijo “los pacíficos”, como si bastara con llevarse bien. Está bien, pero se queda corto. Jesús usa εἰρηνοποιοί (eirēnopoioí, “constructores de paz”), de eirēnē “paz” y poiein “hacer”. Bienaventurados, por tanto, quienes se ponen manos a la obra. El término aparece sólo aquí en el Nuevo Testamento, aunque era común en el griego clásico, y hasta los emperadores se lo colgaban para presentarse como “pacificadores”. No es ese estilo el que Jesús bendice.

Un ecosistema de bienes que sostenga la vida de todos

¿De qué paz habla? De la que suena a שָׁלוֹם (shalōm, “paz, plenitud de vida”). No basta con que no haya guerra. Hace falta un ecosistema de bienes que sostenga la vida de todos. Hablamos de trabajo digno y salario justo, de salud, educación y vivienda al alcance de cualquiera, de una justicia que protege y repara, de seguridad sin abusos y con instituciones fiables, de libertades que se respetan y minorías cuidadas, de familia y comunidad que acompañan, de una cultura de la vida, de una economía que comparte y abre crédito justo a los frágiles, de cuidado de la creación y uso responsable de los recursos, de cultura del diálogo y medios que informan con verdad, de educación para la paz y de procesos reales de perdón donde hubo daño. Quien trabaja para que todo esto exista, ése es el bienaventurado del que habla Jesús.

Y la promesa es preciosa: «porque serán llamados hijos de Dios». Es como escuchar a Dios decir “sois de los míos”, porque su deseo es shalom para todos. Cuando levantamos estas condiciones, Dios mira a esos constructores y reconoce su propio corazón en ellos.

 

Las bienaventuranzas

8.- Los perseguidos por causa de la justicia

«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

Hemos subido al monte para escuchar la propuesta de vida feliz de Jesús. Nos alegra haberla escuchado y haberla entendido. Pero no podemos quedarnos arriba. Toca bajar a la llanura, volver con la gente que piensa distinto, que sigue otros criterios y otras “bienaventuranzas”.

Del monte a la llanura:

la coherencia tiene precio y promesa

Y le preguntamos a Jesús: ‘si vivimos en serio lo que nos has enseñado, ¿cómo nos irá ahí abajo?’ Jesús responde con una octava bienaventuranza: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia»; es decir, perseguidos por querer la justicia nueva del Reino de Dios. Y habla claro, no será fácil. Contad con insultos, persecuciones y calumnias por mi causa (cfr. Mt 5,10-12). Hay un precio cuando se eligen las bienaventuranzas. Es como si avisara, cuando vean una vida tan distinta, cuando os oigan hablar de gratuidad, de compartir los bienes, de cuidar a los últimos, de un amor fiel, definitivo e incondicionado, pondrán trabas o, como mínimo, se burlarán. Aun así, seréis bienaventurados.


Vivir distinto y ser feliz en medio de la persecución

¿Y por qué? Por dos motivos que Jesús pone en presente. De ellos es el Reino de los cielos y grande es vuestra recompensa en los cielos. Al oír “cielos” solemos pensar en el más allá, pero aquí “cielos” nombra el Reino de Dios, el mundo nuevo que ya ha comenzado y que aparece donde se viven las bienaventuranzas.

El perseguido no es feliz a pesar de la persecución, sino en la persecución, porque ahí mismo tiene la prueba de que está viviendo de otro modo, no con las claves del mundo viejo, sino con la justicia nueva. De esa certeza profunda nacen la alegría y la paz que Jesús promete.

viernes, 24 de octubre de 2025

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo C Lc 18, 9-14 (El fariseo y el publicano en el Templo)

 Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo C

Lc 18, 9-14

       

        La semana pasada Jesús nos dejó una idea muy simple y potente: orar no va de soltar fórmulas, sino de mantener la cabeza y el corazón a la misma frecuencia que Dios; así, cuando la vida se tuerce o nos topamos con injusticias, elegimos mejor y tomamos decisiones con luz. Si dejamos de orar, se nos agria el ánimo y acabamos eligiendo mal, fuera de sintonía con el Evangelio (cfr. Lc 18,1).

¿Por qué importa cómo oramos?

         No basta con orar mucho; hay que orar bien. La “oración mal hecha” es peligrosa porque nos autoengaña ya que nos confirma en lo que ya pensábamos, nos hace creer que Dios opina como nosotros y nos cierra a cualquier corrección. Entonces, si alguien cuestiona nuestras certezas, lo vivimos como un ataque personal. Para curarnos de eso, Jesús cuenta una parábola dirigida precisamente a gente creyente y cumplidora, no a “ateos y pecadores”: es una advertencia para comunidades como las nuestras, hoy mismo.

Desprecio fino que enfría el corazón

Esta parábola no va contra “los de fuera”, sino para gente de Misa y buena fama: los que cumplen, rezan y, sin darse cuenta, miran por encima del hombro. El Evangelio usa un verbo griego ἐξουθενέω (exoudsenéo), que significa menospreciar, reprobar, despreciar, tratar a los otros como si fueran “nada”. El texto griego lo dice así: «καὶ ἐξουθενοῦντας τοὺς λοιποὺς τὴν παραβολὴν ταύτην» (ke eks-u-the-NÚN-das tus li-PÚS tin pa-ra-vo-LÍN TÁF-tin); que traducido significa: «y a los que despreciaban/a los que tenían por nada a los demás/a los restantes, [dijo/contó] esta parábola».

Nos puede pasar cuando pensamos: “Yo sí hago las cosas bien; los demás, no tanto”. Y ahí nace el desprecio fino, el que no se nota, pero enfría el corazón. Jesús pone en escena a un fariseo (modelo de practicante ejemplar) y a un publicano (tipo con mala prensa) para que nos reconozcamos sin máscaras (cfr. Lc 18,9-10).

La parábola es de las más conocidas: la del fariseo y el publicano. Y no es tan sencilla como parece a primera vista. Escuchemos ante todo a quién va dirigida, para quién la cuenta Jesús. Es importante comprender quiénes son aquellos a quienes Jesús quiere dar una lección.

Parábola no dirigida a ni a los ateos,

ni incrédulo ni a los pecadores

«En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás».

Antes de seguir, conviene notar a quién habla Jesús. No habla a ateos ni a incrédulos ni a quienes llevan una vida desordenada. Habla a los justos, a los que creen y practican, a discípulos devotos, a quienes van siempre a la iglesia, a quienes rezan mucho. Habla a los que desde fuera parecen intachables y a quienes solemos dedicar cumplidos y alabanzas, nunca correcciones. La parábola entra en ese círculo y nos incluye. No para humillar, sino para afinar la mirada y el corazón. ¿Nos dejamos interpelar también nosotros?

Rasgos de esos justos

¿Cómo caracteriza Jesús a esos justos? Jesús los presenta con rasgos muy reconocibles. Primero, gente satisfecha de su propia rectitud, camina con la cabeza alta, convencida de que su lista de deberes morales está impecable y de que, por eso, Dios les debe cosas buenas. Cuidan cada regla al detalle y sienten que cumplen como nadie.

Luego viene la sombra de ese orgullo, miran por encima del hombro. El verbo griego del texto es ἐξουθενέω [eks-u-the-NÉ-o] (tener por nada), tratar a los demás como si no contaran. En la parábola, esa postura toma cuerpo en el fariseo, lo veremos enseguida.

El peligro de la parábola

Aquí está el problema. Pensamos que con el fariseo no tenemos nada que ver. Nos cae mal, lo vemos como un hipócrita lleno de orgullo. En muchos cuadros aparece con gesto altivo, y así se nos queda grabado. Lo imaginamos entrando en el templo con suficiencia, y casi escuchamos su autosatisfacción. Entonces la historia se vuelve cómoda. Sentimos algo de simpatía por el publicano, no porque nos identifiquemos con él, sino porque ahora se muestra humilde y nos despierta compasión. Resultado, no nos vemos en el publicano, pero tampoco soportamos al fariseo. Salimos tranquilos, convencidos de que hoy la lección era para otros. Y ahí está el riesgo, cuando una parábola que debía tocarnos por dentro se convierte en un espejo para los ausentes.

La sorpresa que busca Jesús

Al escuchar la parábola aparece el giro. Jesús quiere que, por un momento, nos caiga bien el fariseo. Quiere que sintamos cercanía con el justo, con la persona correcta, con quien se siente en regla con Dios. Cuando eso sucede, entendemos que la historia va con nosotros, cristianos de hoy, y la cosa se vuelve inquietante. La parábola deja de ser un relato sobre “otros” y se convierte en una pregunta directa sobre cómo oramos y cómo miramos a los demás. ¿Nos atrevemos a entrar ahí sin defensas?

Situar la escena en el Templo de Jerusalén

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».

 

Pongámonos en el lugar. Imaginemos la explanada del Templo y fijemos la vista en el lado sur. Allí estaba el Pórtico Real, una franja larguísima que corría unos 280 metros en dirección a Siloé. Si bajamos por la calle que desciende desde ese borde sur, tras unos 250 metros aparece la piscina (la piscina de Siloé —Hebreo: בְּרֵכַת הַשִּׁלֹּחַ (Breḵat ha-Šiloáḥ, “estanque del Envío”); Griego: Σιλωάμ—, el gran estanque al sur del recinto del templo, usado por los peregrinos para las abluciones antes de subir (cfr. Jn 9,7).

En esa zona había dos entradas monumentales con grandes escalinatas. La del este medía unos 15 metros de ancho y conducía a una puerta triple, un acceso reservado a sacerdotes y levitas. Jesús no entró por ahí, Él era laico. Podía entrar por la otra, la del oeste, una escalinata de unos 60 metros que llevaba a una puerta doble. La subida iba por la derecha y la bajada por la izquierda.

En toda regla hay una excepción

La regla era clara, subida por la derecha y bajada por la izquierda. Existía, sin embargo, una excepción discreta. Quien llevaba una tribulación podía invertir la marcha y descender por la derecha. Al cruzarse con quienes subían, todos entendían el mensaje sin palabras, me pesa algo, acuérdate de mí cuando entres a orar. Un gesto mínimo y compartido por los peregrinos, humilde y elocuente a la vez.

Hoy se ve aún la huella de todo aquello. La escalinata de la puerta triple está reconstruida y la puerta está tapiada. Por allí pasaron sin duda Anás, Caifás o Zacarías, hombres del servicio del Templo. La otra escalinata, la de 60 metros, ha sido desenterrada y se conserva tal cual. Por esos mismos peldaños, de piedra viva, subieron los pies descalzos de Jesús. Al mirarla, casi vemos a los dos hombres de la parábola que suben al Templo para orar, uno junto al otro, cada cual con su mundo por dentro.

Nuestro modo de orar

manifiesta cómo es nuestra fe

La gente subía al templo a ofrecer sacrificios, a cumplir votos, a pedir gracias, a implorar perdón, en definitiva, a orar (cfr. Lc 18,10). Estos dos van a lo mismo, van a orar. Los salmos lo dicen con una imagen preciosa, ir a ver el rostro del Señor. El salmista suspira así, «¿cuándo podré volver a ver el rostro de Dios?» (cfr. Sal 42,3). Orar es justamente eso, presentarse ante el פָּנִים / pānîm (rostro) de Dios. Y, como reconocemos a las personas por su cara, también por nuestras oraciones se reconoce a quién hablamos y qué rostro tiene para nosotros Dios.

Ese deseo no nace de la nada. Moisés se atrevió a pedir ver la gloria de Dios y quedó a resguardo en la hendidura de la roca, porque nadie ve a Dios de frente y sigue con vida (cfr. Ex 33,18–23). Jacob habló desde la herida y la bendición y dijo que había visto a Dios cara a cara y que seguía con vida, y llamó a aquel lugar Penuel [פְּנוּאֵל / פְּנִיאֵל (Penuʾel / Peniʾel), “rostro de Dios”; es el lugar donde Jacob, tras luchar toda la noche con “un hombre”, dice: «He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida», y por eso pone ese nombre al sitio], rostro de Dios (cfr. Gn 32,31).

El anhelo diario de Israel

Israel convirtió ese anhelo en bendición diaria, el Señor haga brillar su rostro sobre ti (cfr. Nm 6,25), y en plegaria insistente, tu rostro buscaré, no me lo escondas (cfr. Sal 27,8–9). Cuando oramos hoy nos ponemos en esa misma corriente, no para repetir fórmulas sin alma, sino para buscar su rostro פָּנִים / pānîm, dejarnos mirar y aprender a mirar como Él.

Verificar el rostro de Dios en la oración

Conviene hacernos una pregunta sencilla cada vez que oramos, ¿el Dios al que me dirijo tiene el rostro de Jesús de Nazaret o me estoy hablando a una idea que otros me enseñaron y que quizá no corresponde al Dios vivo?

El dios de la varita mágica

Si en mi cabeza aparece un ser con varita mágica, al que trato de convencer para que resuelva mis asuntos a golpe de milagro, ahí no está el Dios de Jesús.

Dios no es el genio de

la lámpara maravillosa de Aladín

Jesús nos muestra al Padre que mira, sale al encuentro y transforma desde dentro, no un genio de lámpara que concede deseos caprichosos (cfr. Jn 14,9). Por eso la oración del discípulo se parece al Padre nuestro, confianza, pan de cada día, perdón compartido, cuidado ante la tentación, no truco ni atajo (cfr. Mt 6,9–13). Vale la pena parar un momento antes de empezar a rezar y preguntar en silencio, ¿a quién estoy hablando de verdad, qué rostro tiene mi Dios? Si responde Jesús, vamos por buen camino; si responde otro, es hora de corregir el rumbo.

Dos que oran, dos rostros de “Dios”

Veremos que estos dos que suben al templo oran ante dos rostros distintos de “Dios”. No es el mismo interlocutor en su interior. Por eso la parábola nos sirve de espejo, porque muestra cómo una imagen de Dios puede alejarse del Dios de Jesús sin que nos demos cuenta.

Quién es el fariseo, de verdad

Jesús coloca juntos a dos figuras en los extremos de la vida religiosa de Israel. El fariseo representa al observante, alguien respetado por su fidelidad a la Ley y a las prácticas de piedad, un laico serio y comprometido. No equivalía a “falso”, como a veces nos suena cuando oímos los «¡ay de vosotros… hipócritas!» dirigidos a ciertos escribas y fariseos en otro contexto (cfr. Mt 23). Para que nos entendamos bien, en el griego bíblico hipócrita, ὑποκριτής (actor, quien habla tras una máscara) y ὑπόκρισις (fingimiento) vienen del teatro. No designan a quien falla y vuelve a intentarlo, describen a quien usa lo religioso como máscara. Jesús aplica esa palabra cuando la piedad se convierte en escaparate, dar limosna, orar o ayunar para ser vistos, y entonces la llama hipocresía porque por fuera parece devoción y por dentro busca aplauso o ventaja personal (cfr. Mt 6,2.5.16; Mt 7,5; Mt 23; Mt 15,7–9; Is 29,13). También la primera comunidad lo detecta cuando la incoherencia arrastra a otros y pide dejar a un lado las ὑποκρίσεις en la vida fraterna (cfr. Gal 2,13; 1 Pe 2,1). En hebreo aparece חָנֵף / ḥānēf (impío, hipócrita) y el libro de Job recuerda que esa actitud no se sostiene ante Dios al final del camino (cfr. Job 13,16). Dicho sencillo, hipocresía no es fragilidad, es doblez, no es caer, es fingir.

Nicodemo es llamado fariseo y «jefe de los judíos», y Jesús conversa con él de noche con respeto y hondura (cfr. Jn 3,1). Pablo reconoce su propia formación farisea con naturalidad, «según la Ley, fariseo» y «soy fariseo, hijo de fariseos» (cfr. Flp 3,5; Hch 23,6), y al hablar de sus hermanos dice algo clave, «les doy testimonio de que tienen celo por Dios» aunque necesiten luz mayor (cfr. Rom 10,2). Con este marco en mente podemos escuchar la oración del fariseo sin caricaturas. Luego miraremos al τελώνης (recaudador), el llamado “publicano”, cuya fama era mala por sus oficios, pero cuya oración abre un camino nuevo.

Sin teatralidad en la oración

Jesús presenta al fariseo así, de pie, oraba, y del publicano dirá algo semejante, de pie, a cierta distancia (cfr. Lc 18,11.13). No hay soberbia en esa postura, en el mundo judío orar de pie es lo habitual, una forma sobria de ponerse ante Dios sin máscaras, igual que recuerda Marcos, cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonad, de pie (cfr. Mc 11,25). Así que, hasta aquí, el fariseo ora bien. Tal vez a nosotros nos venga bien recuperar esa forma de orar, cuerpo despierto y corazón atento, de pie ante el Padre como hijos. Cuando escuchamos la Palabra, tiene sentido sentarse; cuando hablamos con Él, estar de pie ayuda a tomar conciencia del Tú que tenemos delante. Lo importante no es la pose, sino que el cuerpo acompañe la verdad de lo que decimos a Dios.

El fallo del fariseo

Aquí se desnuda el fallo. El texto dice «ὁ Φαρισαῖος σταθεὶς πρὸς ἑαυτόν ταῦτα προσηύχετο·»; que traducido es: «El fariseo, de pie, oraba para sí estas cosas» / «oraba consigo mismo estas cosas»; hacía sí mismo, no “en voz baja”. Indica repliegue, la palabra que sale y rebota en la propia pared. Él cree que habla con Dios y en realidad se contesta a sí mismo. El “Tú” se borra y queda un “yo” que se aplaude. El dios que escucha no es el Padre de Jesús, es la idea que más le conviene, la que piensa como él, premia al que cumple, castiga al que falla y mantiene lejos a los que considera impuros. Por eso su acción de gracias suena a balance de méritos, «te doy gracias porque no soy como los demás… ni como ese publicano» (cfr. Lc 18,11). Cuando la oración pierde el Tú, la teología se vuelve espejo. Y un espejo, por muy pulido que esté, no responde, sólo devuelve nuestra propia imagen.

La verdad del fariseo, sin máscaras

Digámoslo sin prejuicios. El fariseo es sincero y habla ante Dios con la conciencia tranquila. No inventa méritos ni maquilla su vida. Da gracias porque no vive del robo ni del engaño, y eso, en sí mismo, es bueno. El roce aparece en otro sitio.

La gratitud se vuelve comparación y la comparación se convierte en vara de medir a los demás, en especial al publicano. La verdad sobre uno mismo, cuando pierde humildad, se transforma en juicio. Su oración dice cosas ciertas, pero el Tú de Dios queda desdibujado y asoma el yo que se aplaude. Por eso la parábola incomoda. No denuncia una mentira evidente. Señala una verdad vivida de un modo que encoge el corazón. Y ahí nos toca a todos. ¿Cómo agradecer sin ponernos por encima de nadie? ¿Cómo hablar con Dios sin que la oración se convierta en espejo?

Continúa con el elenco de sus virtudes

1.- El ayuno más allá del mínimo

El fariseo añade algo que impresiona; «Ayuno dos veces por semana». En la Ley sólo hay un ayuno obligatorio, el del Yōm Kippūr / יוֹם כִּפּוּר (día del perdón), con la llamada a afligir el alma en la Expiación (cfr. Lev 16,29–31; Lev 23,27–32; Nm 29,7). Más tarde Israel asumió otros ayunos de memoria y duelo, los del cuarto, quinto, séptimo y décimo mes que recuerda Zacarías, con la promesa de que un día serán alegría (cfr. Zac 8,19). La costumbre de dos ayunos semanales aparece en la parábola y la conoce bien la tradición judía. La Iglesia naciente incluso la replantea para sus días de práctica, miércoles y viernes, como enseña la Didaché (Διδαχή), un manual cristiano muy temprano, «no ayunéis con los hipócritas» dice, ayunad los miércoles y los viernes (cfr. Διδαχή 8,1). Sobre el detalle de lunes y jueves conviene precisión, no es texto bíblico, pertenece a la tradición posterior, a veces vinculada a la memoria de Moisés. Lo decisivo para el relato sigue siendo el corazón con el que ese rigor se convierte o no en encuentro con Dios.

Continúa con el elenco de sus virtudes

2.- El diezmo sin regateos

Luego aparece otra pieza de su piedad, «pago el diezmo de todo lo que tengo». La Ley pedía apartar el diez por ciento del grano, del vino y del aceite, y contar cada décimo animal del rebaño para sostener el culto y a los levitas, con una parte periódica reservada a pobres, viudas, huérfanos y forasteros (cfr. Lev 27,30–32; Nm 18,21–24; Dt 14,22–29). El fariseo va un paso más allá y lo formula así, «ἀποδεκατεύω πάντα ὅσα κτῶμαι», «Doy el diezmo de cuanto adquiero»; también puede verterse «Entrego el diezmo de todo cuanto adquiero». No sólo diezmaba lo que producía, también lo que compraba. Si recibía algo y sospechaba que el productor no apartó el diezmo, lo apartaba él al recibirlo. Mateo recuerda que los fariseos diezmaban hasta las hierbas más pequeñas, detalle que encaja con esta forma estricta de vivir la Ley (cfr. Mt 23,23). Mirado de frente, cuesta encontrarle tacha. Hay convicción, coherencia y un deseo real de no beneficiarse de trampas ajenas. A oídos de la época sonaría ejemplar, justo lo que muchos habrían dicho, así debería presentarse uno ante Dios, con cuentas claras y manos limpias.


No conviertas la oración en espejo

Llegados aquí, es fácil que el fariseo nos caiga bien, y eso busca Jesús. Ojalá muchos fueran así, responsables y con las cuentas claras, ahí no hay reproche. El asunto no está en lo que hace, sino en cómo se sitúa ante Dios. Al orar, la gratitud se le desliza hacia la comparación y Dios queda al fondo de la escena. La parábola no viene a discutir su moral, viene a educar su oración. Y nos coloca frente al espejo porque también a nosotros nos sucede, sin mala intención convertimos la acción de gracias en balance, hablamos con la idea de Dios que ya traíamos y usamos la oración para confirmarnos más que para convertirnos.

No nos engañe la impresión del publicano

«El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”».

Hemos escuchado al fariseo pasar revista a sus obras y esperar la recompensa merecida. El publicano no trae nada que mostrar. Por eso se queda a distancia, no se atreve a levantar la mirada, se golpea el pecho y resume su fe en una frase mínima, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No se excusa, no compara, no negocia, sólo se entrega tal cual. Al verle nace la ternura y apetece recordarle en una sola línea lo que cantan los salmos, «El Señor es compasivo y clemente, lento a la ira y grande en misericordia, no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas, como se alzan los cielos sobre la tierra así de grande es su misericordia, como dista el oriente del occidente así aleja de nosotros nuestras rebeldías, como un padre siente ternura por sus hijos siente el Señor ternura por sus fieles, porque él conoce de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo» (cfr. Sal 103,8–14). Aquí la oración no presenta méritos, presenta verdad. Y la verdad, cuando se pone en manos de Dios, abre camino.

      Atención aquí, porque la primera impresión engaña. No es un buenazo tímido, es τελώνης (recaudador), un arrendatario de impuestos. Roma fijaba una cuota y el margen salía de lo que lograra cobrar de más. Legalmente podía aplicar tasas y recargos, así que vivía en la zona gris entre lo permitido y el abuso. Por eso su oficio arrastra tres sombras. Primera, colabora con el poder ocupante y se enriquece a costa de su gente. Segunda, su contacto constante con gentiles y con dinero dudoso lo vuelve ritualmente impuro a ojos de muchos, de ahí la distancia social. Tercera, la sospecha de fraude: su palabra no se tiene por fiable y su trato es evitado. La tradición es severa con quien ha defraudado, no basta con prometer enmendarse, hay que restituir con un quinto añadido, el famoso veinte por ciento (cfr. Lev 5,24). Todo eso explica el gesto del publicano. Se queda lejos, baja la mirada y sólo acierta a decir, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No trae excusas ni currículum, trae la verdad desnuda.

Con quién caminaríamos y a quién oramos

Ahora que sabemos quiénes son, preguntémonos sin prisa. ¿Con quién saldríamos a pasear? ¿Con un publicano, aguantando miradas y murmullos? ¿O más bien con un fariseo, alguien leal, honesto, íntegro, con quien uno caminaría sin vergüenza? Jesús no entra aquí a desautorizar esa impresión. En moral, muchos le daríamos la razón: el fariseo vive rectamente y el publicano carga con delitos. El punto de Jesús va por otro lado. No evalúa su expediente, examina el rostro de Dios al que cada uno se dirige.

En la parábola no rezan al mismo Dios, hablan con dos “dioses” distintos. Eso es lo que Jesús quiere que entendamos muy bien: cuando oramos, ¿a quién le hablamos de verdad?, ¿qué rostro tiene para nosotros Dios?, ¿es el Dios de Jesús de Nazaret o una idea cómoda hecha a nuestra medida?

El juicio de Jesús sobre su oración

Descubramos ahora el juicio de Jesús, no sobre la vida moral de los dos, sino sobre su oración, sobre el Dios que es su interlocutor.

«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

 

Por qué el fariseo no vuelve justificado

La clave está en su oración. El Dios al que se dirige tiene rostro de contable, toma nota de méritos y registra culpas. Comienza con un “te doy gracias”, pero la gratitud se apoya en sí mismo.

Si hablara con el Dios vivo, su acción de gracias sonaría distinta, todo lo bueno remitido a la gracia recibida y a la Palabra que lo sostuvo. Algo así, “Señor, vengo a verte el rostro, soy feliz y no sé cómo darte gracias, todo te lo debo. Tu Palabra guio mis pasos, me guardaste en tentaciones, me diste familia y luz. Ayúdame ahora a ese hermano del fondo, quiero que conozca tu alegría”. Con esa música, seguiría siendo íntegro, pero la justicia vendría de Dios y no de su propio balance.

El fariseo no es malo, es ingenuo. Confunde frutos con raíz, piensa que las obras hacen justo al hombre, cuando las obras buenas son el signo de que Dios ya está obrando dentro. Vuelve a casa con sus obras intactas, pero sin haber entrado en relación justa con el Dios verdadero, y de esa imagen estrecha nacen muros entre “justos” y “pecadores”, gente a la que tiende a ἐξουθενέω (tener por nada) (cfr. Lc 18,9).

 

El publicano golpea su pecho

Pide ser sostenido por Dios

El publicano se queda a distancia, reconoce que está lejos. No alza los ojos, sabe que no tiene de qué presumir ante Dios. Se golpea el pecho, señala el lugar de las decisiones, el לֵב / lēv (corazón). Ahí percibe el daño y lo declara sin excusas. Su gesto resulta sorprendente, los hombres no solían hacerlo, era lenguaje de duelo más propio de mujeres. Con ese golpe humilde parece decir el salmo, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (cfr. Sal 51,12). Y su oración cabe en una línea, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No hace inventario de culpas, no negocia castigos. Agradece haber entendido que debía cambiar de camino y pide ser sostenido por la misericordia que perdona y acompaña. Por eso puede ser justificado, porque deja a Dios hacer en él lo que él no puede por sí solo.

La vida espiritual no entiende de contabilidad

El versículo de arranque lo dice sin rodeos, «Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás»; va dirigida a quienes se tienen por justos y desprecian a los demás. No habla de los fariseos de entonces, habla del fermento fariseo de ahora, presente también en comunidades cristianas. Cuando oramos a un “dios” que anota méritos y nada más, cuando convertimos la vida espiritual en contabilidad, entramos en la espiritualidad del mérito, que niega la gratuidad del amor. La parábola corrige esa imagen, nos devuelve al rostro del Dios de Jesús de Nazaret, el único que puede justificar, sanar y enseñar a mirar a los otros sin comparaciones.