sábado, 21 de enero de 2017

Homilía del Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO TERCERO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo a, 22 de enero 2017
           
            «En otro tiempo el Señor humilló al país de Zabulón y de Neftalí». Zabulón y Neftalí eran dos de los doce hijos de Jacob (Gn 46, 14. 24), cuando huyendo del hambre van a Egipto. Recordemos cómo Dios salvó al pueblo Judío de morir de hambre gracias a José, aquel que fue vendido a unos mercadores por sus hermanos. Estas tribus tenían su porción de tierra, pero ambas sufrieron la invasión del enemigo y la deportación. Tierras que fueron devastadas y entregadas en gran parte a manos de los gentiles.
            Y en medio de esa situación de opresión llegará la luz. Cada uno de nosotros, en nuestra vida, tenemos un particular territorio de Zabulón y de Neftalí que está siendo oprimido por el príncipe de las tinieblas. Sufrimos la invasión del pecado y somos entregados a los brazos de la muerte. En medio de esta desolación generada por nuestro pecado, vamos deambulando de un lado para otro.
            Nos desazonamos porque las cosas no nos van bien; sentimos que las situaciones y las personas se han aliado en contra de uno y nos sentimos víctimas de injusticias: ¿por qué me tiene manía esa persona?; ¿por qué no me habrán promocionado en la empresa con un puesto de mayor nivel y salario?, ¿es que acaso no lo valgo?; ¿por qué mi esposa no me responde con aquel afecto que tenía antes conmigo?; ¿Por qué no encuentro esa ilusión que necesita mi corazón es que  acaso soy menos que esos otros?, etc.  En el fondo somos supervivientes de esa tragedia, porque aunque muy heridos, seguimos dando bandazos de un lado para otro, porque lejos de ir hacia Cristo hemos preferido avanzar movidos por las seducciones de lo mundano. Estamos dando bandazos, oprimidos, hambrientos, ya que nada puede saciar nuestra hambre y la sed.
            Estamos siempre de 'mala leche', cabreados con nosotros mismos y con los demás, renunciando a la historia que Dios quiere hacer con cada uno. Estamos gruñones, protestones, criticones, haciendo juicios a mansalva a diestra y siniestra. Y además, como no queremos hacer frente a nuestro pecado, lo que hacemos es ocultarlo lo más posible en las profundidades de las cavernas de nuestra alma. Además nos disculpamos: 'todos lo hacen, si se quieren por qué no van a vivir juntos, ahora estas cosas son normales, es normal que salgan y beban, déjales que para algo son jóvenes…' Pero sigue estando ahí, y esa herida no se sana, sino que se desangra. Nos pesa demasiado el yugo de nuestro pecado, nos oprime y nos hace estar medio arrastrados en el fango sin poder casi avanzar.
            En esta situación tan lamentable para nuestro ser, Cristo sale a nuestro encuentro y con una simple mirada nos dice: ¿Qué quieres que haga por ti? Su Palabra llega a nuestros oídos, y como si fuera un fuerte soplido de aire frente al vapor de agua que se desprende de una olla en ebullición, se crea por un instante un agujero en mitad de ese vapor para poder ver más allá del fango del pecado de donde estamos inmersos. Y no sólo eso, sino que además el Señor se establece junto a nuestro particular lago -tal y como hizo estableciéndose en Cafarnaún, junto al lago-, junto a ese lago que representa todo lo peor que somos cada uno. El lago, el mar representa la muerte, nuestro pecado, la muerte óntica del ser.   Y se queda el Señor a la orilla de nuestro lago del pecado para ser curados por Él, siempre que lo deseemos. Y si lo deseamos el peso del yugo sobre nuestros hombros va desapareciendo y sentimos el poder de Cristo que descansa sobre su hombro. Cómo nos levanta, cómo nos venda las heridas, cómo nos habla al corazón.
Cristo ha sido coronado como Rey de nuestra vida y con Él somos capaces de establecer los planes conforme a la voluntad del Señor, planes que pueden producir obras de salvación. En el momento en que Cristo asciende al trono esta situación de opresión y pobreza cesa. Esto es fruto de una renovación interior.
            Cristo, en el Evangelio nos dice que «dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí». Permitamos que el Señor se establezca y ejerza su señorío en nuestros particulares Zabulón y Neftalí. Para que Cristo, que es nuestra luz, pueda iluminar intensamente las profundidades de las cavernas de nuestra alma y sanar aquellos pecados que tan escondidos hemos dejado.

Lecturas:
Lectura del libro de Isaías 8, 23b-9, 3
Sal 26, 1. 4. 13-14 R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 10-13. 17

Lectura del santo evangelio según san Mateo 4, 12-23

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