DOMINGO TERCERO DEL TIEMPO
ORDINARIO, Ciclo a, 22 de
enero 2017
«En otro tiempo el Señor humilló al
país de Zabulón y de Neftalí». Zabulón y Neftalí eran dos de los doce hijos de
Jacob (Gn 46, 14. 24), cuando huyendo del hambre van a Egipto. Recordemos cómo
Dios salvó al pueblo Judío de morir de hambre gracias a José, aquel que fue
vendido a unos mercadores por sus hermanos. Estas tribus tenían su porción de
tierra, pero ambas sufrieron la invasión del enemigo y la deportación. Tierras que
fueron devastadas y entregadas en gran parte a manos de los gentiles.
Y en medio de esa situación de
opresión llegará la luz. Cada uno de nosotros, en nuestra vida, tenemos un
particular territorio de Zabulón y de Neftalí que está siendo oprimido por el príncipe de las tinieblas. Sufrimos
la invasión del pecado y somos entregados a los brazos de la muerte. En medio
de esta desolación generada por nuestro pecado, vamos deambulando de un lado
para otro.
Nos desazonamos porque las cosas no
nos van bien; sentimos que las situaciones y las personas se han aliado en
contra de uno y nos sentimos víctimas de injusticias: ¿por qué me tiene manía
esa persona?; ¿por qué no me habrán promocionado en la empresa con un puesto de
mayor nivel y salario?, ¿es que acaso no lo valgo?; ¿por qué mi esposa no me
responde con aquel afecto que tenía antes conmigo?; ¿Por qué no encuentro esa
ilusión que necesita mi corazón es que acaso soy menos que esos otros?, etc. En el fondo somos supervivientes de esa
tragedia, porque aunque muy heridos, seguimos dando bandazos de un lado para
otro, porque lejos de ir hacia Cristo hemos preferido avanzar movidos por las
seducciones de lo mundano. Estamos dando bandazos, oprimidos, hambrientos, ya
que nada puede saciar nuestra hambre y la sed.
Estamos siempre de 'mala leche',
cabreados con nosotros mismos y con los demás, renunciando a la historia que
Dios quiere hacer con cada uno. Estamos gruñones, protestones, criticones,
haciendo juicios a mansalva a diestra y siniestra. Y además, como no queremos
hacer frente a nuestro pecado, lo que hacemos es ocultarlo lo más posible en
las profundidades de las cavernas de nuestra alma. Además nos disculpamos: 'todos
lo hacen, si se quieren por qué no van a vivir juntos, ahora estas cosas son
normales, es normal que salgan y beban, déjales que para algo son jóvenes…' Pero
sigue estando ahí, y esa herida no se sana, sino que se desangra. Nos pesa
demasiado el yugo de nuestro pecado, nos oprime y nos hace estar medio
arrastrados en el fango sin poder casi avanzar.
En esta situación tan lamentable para
nuestro ser, Cristo sale a nuestro encuentro y con una simple mirada nos dice:
¿Qué quieres que haga por ti? Su Palabra llega a nuestros oídos, y como si
fuera un fuerte soplido de aire frente al vapor de agua que se desprende de una
olla en ebullición, se crea por un instante un agujero en mitad de ese vapor
para poder ver más allá del fango del pecado de donde estamos inmersos. Y no
sólo eso, sino que además el Señor se establece junto a nuestro particular lago
-tal y como hizo estableciéndose en Cafarnaún, junto al lago-, junto a ese lago
que representa todo lo peor que somos cada uno. El lago, el mar representa la
muerte, nuestro pecado, la muerte óntica del ser. Y se
queda el Señor a la orilla de nuestro lago del pecado para ser curados por Él,
siempre que lo deseemos. Y si lo deseamos el peso del yugo sobre nuestros
hombros va desapareciendo y sentimos el poder de Cristo que descansa sobre su
hombro. Cómo nos levanta, cómo nos venda las heridas, cómo nos habla al
corazón.
Cristo ha sido coronado como
Rey de nuestra vida y con Él somos capaces de establecer los planes conforme a
la voluntad del Señor,
planes que pueden producir obras de salvación. En el momento en que Cristo
asciende al trono esta situación de opresión y pobreza cesa. Esto es fruto de
una renovación interior.
Cristo, en el Evangelio nos dice que
«dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio
de Zabulón y Neftalí». Permitamos que el Señor se establezca y ejerza su
señorío en nuestros particulares Zabulón y Neftalí. Para que Cristo, que es
nuestra luz, pueda iluminar intensamente las profundidades de las cavernas de
nuestra alma y sanar aquellos pecados que tan escondidos hemos dejado.
Lecturas:
Lectura
del libro de Isaías 8, 23b-9, 3
Sal 26, 1.
4. 13-14 R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Lectura de
la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 10-13. 17
Lectura
del santo evangelio según san Mateo 4, 12-23
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