sábado, 28 de enero de 2017

Homilía del Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO CUARTO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo a
            «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder». Estas palabras han sido hoy proclamadas en la segunda lectura. El Señor nos ha escogido para que estemos con Él. Quiere que nosotros seamos miembros de su Pueblo santo. Nos ha escogido pero seguimos en este mundo y en medio de esta sociedad donde parece que todo puede cambiar conforme a los diversos consensos que se puedan dar. Hace unos días en las noticias comentaron que una asociación había sacado unos calendarios cuyos meses acababan en la vocal ‘a’, como para reivindicar el género femenino de los meses: ‘enera, febrera, marza, abrila, etc.’ También contaban cómo el nuevo presidente de los Estados Unidos, Donand Trump con una serie de órdenes ejecutivas suspende la acogida de refugiados y se pretende levantar un muro en toda la frontera mejicana. Parece que lo que importa es dar respuesta a las pretensiones de unos votantes, aunque no sea lo justo.
Resulta curioso pero esta sociedad se rige por una serie de mandamientos mundanos que muy pocos locos nos atrevemos a desafiar –y no siempre. Lo nuestro es ‘buscar al Señor’, el profeta Sofonías ya nos lo indica: «Buscad al Señor, los humildes, que cumplís sus mandamientos». Éste es nuestro programa de vida: Buscarlo y confiar en Él.
En cambio el mundo tiene sus propias reglas y sus propios mandamientos mundanos. Dos de esos mandamientos mundanos son: la mayoría es la que establece lo que es lo correcto y el que es diferente te va a acarrear problemas ya que lo importante es tu seguridad y tu bienestar. Nosotros al ser escogidos de entre la gente somos extraños para el mundo, como dice San Pablo en la carta a los Filipenses: «Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: El Señor Jesucristo» (Fil 3, 20). Y es más, recordemos esa súplica tan entrañable que lanza San Pablo para que sea oída por el Padre en favor de los creyentes en Cristo: «Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Es decir, hemos sido escogido y hemos sido trasladados a un reino, pero ¿cómo es posible que estemos trasladados si yo no veo que haya cambiado de lugar? ¿Dónde está el palacio, el trono real, dónde están los dominios y territorios de mencionado reino? ¿Por qué yo no lo veo? Si he sido trasladado ¿por qué no me he movido del mismo lugar? ¿Acaso un traslado no es pasar de un punto ‘A’ a un punto ‘B’?
            El pecado -o sea nuestro particular faraón de Egipto- es el que impide que nosotros no seamos trasladados. Nuestro particular faraón no quiere que nos convirtamos, apuesta de lleno por el inmovilismo y nos afirma que estamos muy bien como estamos, que no cambiemos nada.
            En cambio el Espíritu Santo nos plantea una proyecto de vida que conduce a la Salvación: «El Señor abre los ojos al ciego», reza el Salmo responsorial. Uno es ciego cuando el pecado se hace presente en la propia existencia, por eso nadie puede gloriarse en la presencia del Señor porque somos pecadores y pecamos. Somos indignos siervos suyos y si estamos ante su presencia es porque Él está ejerciendo su misericordia. Es como si el Espíritu Santo, mientras aún caminamos por esta tierra, deseara resucitar nuestra alma y así empezar a vivir desde la fe en Cristo. Es como si desde lo Alto tuviésemos un nuevo nacimiento donde se nos infundiese un discernimiento de las diversas realidades temporales y celestiales. ¿Cómo es posible que nosotros, siendo cristianos de ‘pura cepa’, bautizados a los pocos días de nacer y de familias cristianas no sintamos ese cambio tan importante y radical en nuestras existencias?
            Nuestras parroquias y nuestra diócesis está siendo urgida por el Espíritu a ser esa Patria celestial ya anticipada en nuestra tierra. De tal modo que, cualquiera movido por la curiosidad, pudiera como mirar a través de una cerradura y descubrir la riqueza insondable de aquellos que luchan contra Satanás por vivir desde la fe en Cristo. De tal modo que cualquiera pudiera intuir sobre lo que implica el estar siendo movido por el Espíritu de Dios. Y entonces ¿como es posible que dentro de la Iglesia no se produzca ese traslado? ¿Acaso será que tenemos echada la pesada ancla del pecado en la barca de la Iglesia? Si hemos sido sacados del dominio de las tinieblas ¿cómo es posible que nuestro modo de vivir no cuestione a los demás y no seamos sal y luz? 
            La respuesta siempre lo tiene la Palabra de Dios. Nos dice el Salmo que «El Señor liberta a los cautivos». ¿Y cómo nos liberta? Poniendo ante nuestros ojos la verdad de nuestra vida. Que no somos tan buenos como nos pensamos. Ilumina los ojos de nuestro entendimiento para que descubramos y reconozcamos nuestro pecado. Cristo nos urge a la conversión. Cristo tiene un claro programa para nuestra vida: Razonar, sentir y actuar con criterios que sean consecuencia de una profunda renovación de toda la persona. Las bienaventuranzas van por esta línea: Son el termómetro más preciso para calibrar si nuestra vida cristiana es sociológico –dado y heredado por un ambiente social o familiar- o si está siendo motivo de persecución, de renuncia, de exclusión, de profunda lucha interna por ser fiel a Cristo y ‘un bicho muy raro’ entre los del mundo.
Recordemos que seguimos a uno que fue crucificado y el mundo sólo quiere oír hablar de facilidades y triunfadores.



Lecturas:
Lectura de la profecía de Sofonías 2, 3; 3, 12-13
Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10 R. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 26-31
Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 1-12ª


29 de enero de 2017 

sábado, 21 de enero de 2017

Homilía del Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO TERCERO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo a, 22 de enero 2017
           
            «En otro tiempo el Señor humilló al país de Zabulón y de Neftalí». Zabulón y Neftalí eran dos de los doce hijos de Jacob (Gn 46, 14. 24), cuando huyendo del hambre van a Egipto. Recordemos cómo Dios salvó al pueblo Judío de morir de hambre gracias a José, aquel que fue vendido a unos mercadores por sus hermanos. Estas tribus tenían su porción de tierra, pero ambas sufrieron la invasión del enemigo y la deportación. Tierras que fueron devastadas y entregadas en gran parte a manos de los gentiles.
            Y en medio de esa situación de opresión llegará la luz. Cada uno de nosotros, en nuestra vida, tenemos un particular territorio de Zabulón y de Neftalí que está siendo oprimido por el príncipe de las tinieblas. Sufrimos la invasión del pecado y somos entregados a los brazos de la muerte. En medio de esta desolación generada por nuestro pecado, vamos deambulando de un lado para otro.
            Nos desazonamos porque las cosas no nos van bien; sentimos que las situaciones y las personas se han aliado en contra de uno y nos sentimos víctimas de injusticias: ¿por qué me tiene manía esa persona?; ¿por qué no me habrán promocionado en la empresa con un puesto de mayor nivel y salario?, ¿es que acaso no lo valgo?; ¿por qué mi esposa no me responde con aquel afecto que tenía antes conmigo?; ¿Por qué no encuentro esa ilusión que necesita mi corazón es que  acaso soy menos que esos otros?, etc.  En el fondo somos supervivientes de esa tragedia, porque aunque muy heridos, seguimos dando bandazos de un lado para otro, porque lejos de ir hacia Cristo hemos preferido avanzar movidos por las seducciones de lo mundano. Estamos dando bandazos, oprimidos, hambrientos, ya que nada puede saciar nuestra hambre y la sed.
            Estamos siempre de 'mala leche', cabreados con nosotros mismos y con los demás, renunciando a la historia que Dios quiere hacer con cada uno. Estamos gruñones, protestones, criticones, haciendo juicios a mansalva a diestra y siniestra. Y además, como no queremos hacer frente a nuestro pecado, lo que hacemos es ocultarlo lo más posible en las profundidades de las cavernas de nuestra alma. Además nos disculpamos: 'todos lo hacen, si se quieren por qué no van a vivir juntos, ahora estas cosas son normales, es normal que salgan y beban, déjales que para algo son jóvenes…' Pero sigue estando ahí, y esa herida no se sana, sino que se desangra. Nos pesa demasiado el yugo de nuestro pecado, nos oprime y nos hace estar medio arrastrados en el fango sin poder casi avanzar.
            En esta situación tan lamentable para nuestro ser, Cristo sale a nuestro encuentro y con una simple mirada nos dice: ¿Qué quieres que haga por ti? Su Palabra llega a nuestros oídos, y como si fuera un fuerte soplido de aire frente al vapor de agua que se desprende de una olla en ebullición, se crea por un instante un agujero en mitad de ese vapor para poder ver más allá del fango del pecado de donde estamos inmersos. Y no sólo eso, sino que además el Señor se establece junto a nuestro particular lago -tal y como hizo estableciéndose en Cafarnaún, junto al lago-, junto a ese lago que representa todo lo peor que somos cada uno. El lago, el mar representa la muerte, nuestro pecado, la muerte óntica del ser.   Y se queda el Señor a la orilla de nuestro lago del pecado para ser curados por Él, siempre que lo deseemos. Y si lo deseamos el peso del yugo sobre nuestros hombros va desapareciendo y sentimos el poder de Cristo que descansa sobre su hombro. Cómo nos levanta, cómo nos venda las heridas, cómo nos habla al corazón.
Cristo ha sido coronado como Rey de nuestra vida y con Él somos capaces de establecer los planes conforme a la voluntad del Señor, planes que pueden producir obras de salvación. En el momento en que Cristo asciende al trono esta situación de opresión y pobreza cesa. Esto es fruto de una renovación interior.
            Cristo, en el Evangelio nos dice que «dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí». Permitamos que el Señor se establezca y ejerza su señorío en nuestros particulares Zabulón y Neftalí. Para que Cristo, que es nuestra luz, pueda iluminar intensamente las profundidades de las cavernas de nuestra alma y sanar aquellos pecados que tan escondidos hemos dejado.

Lecturas:
Lectura del libro de Isaías 8, 23b-9, 3
Sal 26, 1. 4. 13-14 R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 10-13. 17

Lectura del santo evangelio según san Mateo 4, 12-23