DOMINGO CUARTO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo
a
«Lo necio del mundo lo
ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha
escogido Dios para humillar el poder». Estas palabras han sido hoy
proclamadas en la segunda lectura. El Señor nos ha escogido para que estemos
con Él. Quiere que nosotros seamos miembros de su Pueblo santo. Nos ha escogido
pero seguimos en este mundo y en medio de esta sociedad donde parece que todo
puede cambiar conforme a los diversos consensos que se puedan dar. Hace unos
días en las noticias comentaron que una asociación había sacado unos
calendarios cuyos meses acababan en la vocal ‘a’, como para reivindicar el
género femenino de los meses: ‘enera, febrera, marza, abrila, etc.’ También
contaban cómo el nuevo presidente de los Estados Unidos, Donand Trump con una
serie de órdenes ejecutivas suspende la acogida de refugiados y se pretende
levantar un muro en toda la frontera mejicana. Parece que lo que importa es dar
respuesta a las pretensiones de unos votantes, aunque no sea lo justo.
Resulta curioso pero esta sociedad se rige por una
serie de mandamientos mundanos que muy pocos locos nos atrevemos a desafiar –y
no siempre.
Lo nuestro es ‘buscar al Señor’, el profeta Sofonías ya nos lo indica: «Buscad al Señor, los
humildes, que cumplís sus mandamientos». Éste es nuestro programa de
vida: Buscarlo y confiar en Él.
En cambio el mundo
tiene sus propias reglas y sus propios mandamientos mundanos. Dos de esos
mandamientos mundanos son: la mayoría es la que establece lo que es lo correcto
y el que es diferente te va a acarrear problemas ya que lo importante es tu
seguridad y tu bienestar. Nosotros al
ser escogidos de entre la gente somos extraños para el mundo, como dice San
Pablo en la carta a los Filipenses: «Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del
cielo, de donde aguardamos un Salvador: El Señor Jesucristo» (Fil 3,
20). Y es más, recordemos esa súplica tan entrañable que lanza San Pablo para
que sea oída por el Padre en favor de los creyentes en Cristo: «Él nos ha sacado del
dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor, por
cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados»
(Col 1, 13-14). Es decir, hemos sido
escogido y hemos sido trasladados a un reino, pero ¿cómo es posible que
estemos trasladados si yo no veo que haya cambiado de lugar? ¿Dónde está el
palacio, el trono real, dónde están los dominios y territorios de mencionado
reino? ¿Por qué yo no lo veo? Si he sido trasladado ¿por qué no me he movido
del mismo lugar? ¿Acaso un traslado no es pasar de un punto ‘A’ a un punto ‘B’?
El
pecado -o sea nuestro particular faraón de Egipto- es el que impide que
nosotros no seamos trasladados. Nuestro
particular faraón no quiere que nos convirtamos, apuesta de lleno por el
inmovilismo y nos afirma que estamos muy bien como estamos, que no cambiemos
nada.
En
cambio el Espíritu Santo nos plantea una proyecto de vida que conduce a la Salvación : «El Señor abre los
ojos al ciego», reza el Salmo responsorial. Uno es ciego cuando el pecado
se hace presente en la propia existencia, por eso nadie puede gloriarse en la
presencia del Señor porque somos pecadores y pecamos. Somos indignos siervos
suyos y si estamos ante su presencia es porque Él está ejerciendo su
misericordia. Es como si el Espíritu Santo, mientras aún caminamos por esta
tierra, deseara resucitar nuestra alma
y así empezar a vivir desde la fe en
Cristo. Es como si desde lo Alto tuviésemos un nuevo nacimiento donde se nos infundiese un discernimiento de las
diversas realidades temporales y celestiales. ¿Cómo es posible que
nosotros, siendo cristianos de ‘pura cepa’, bautizados a los pocos días de
nacer y de familias cristianas no sintamos ese cambio tan importante y radical
en nuestras existencias?
Nuestras
parroquias y nuestra diócesis está
siendo urgida por el Espíritu a ser esa Patria celestial ya anticipada en
nuestra tierra. De tal modo que, cualquiera movido por la curiosidad,
pudiera como mirar a través de una cerradura y descubrir la riqueza insondable
de aquellos que luchan contra Satanás por vivir desde la fe en Cristo. De tal
modo que cualquiera pudiera intuir sobre lo que implica el estar siendo movido
por el Espíritu de Dios. Y entonces ¿como es posible que dentro de la Iglesia no se produzca ese
traslado? ¿Acaso será que tenemos echada la pesada ancla del pecado en la barca
de la Iglesia ?
Si hemos sido sacados del dominio de las tinieblas ¿cómo es posible que nuestro
modo de vivir no cuestione a los demás y no seamos sal y luz?
La
respuesta siempre lo tiene la
Palabra de Dios. Nos dice el Salmo que «El Señor liberta a los cautivos». ¿Y
cómo nos liberta? Poniendo ante nuestros ojos la verdad de nuestra vida. Que no
somos tan buenos como nos pensamos. Ilumina los ojos de nuestro entendimiento
para que descubramos y reconozcamos nuestro pecado. Cristo nos urge a la
conversión. Cristo tiene un claro
programa para nuestra vida: Razonar, sentir y actuar con criterios que sean
consecuencia de una profunda renovación de toda la persona. Las
bienaventuranzas van por esta línea: Son el termómetro más preciso para
calibrar si nuestra vida cristiana es sociológico –dado y heredado por un
ambiente social o familiar- o si está siendo motivo de persecución, de
renuncia, de exclusión, de profunda lucha interna por ser fiel a Cristo y ‘un
bicho muy raro’ entre los del mundo.
Recordemos que seguimos a uno que fue crucificado y el mundo sólo
quiere oír hablar de facilidades y triunfadores.
Lecturas:
Lectura
de la profecía de Sofonías 2, 3; 3, 12-13
Sal 145,
7. 8-9a. 9bc-10 R. Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Lectura
de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 26-31
Lectura
del santo evangelio según san Mateo 5, 1-12ª
29 de enero de
2017