sábado, 30 de julio de 2011

Homilia de un funeral por una mujer anciana

Afrontar el momento de la muerte de un ser querido es una de las cosas más dolorosas que uno tiene que afrontar durante la vida. Genera una desazón interior y un desasosiego indescriptible ya que se nos priva de volver a estar junto a esa persona tan querida. Recordemos que también la Santísima Virgen María lloró por el terrible sufrimiento causado por la cruel crucifixión de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Y también, volvamos a pasar por nuestro corazón que el Hijo de Dios se hizo hombre y experimentó el dolor y el sufrimiento que lleva aneja nuestra condición de criaturas.

Sin embargo los cristianos tenemos una certeza que jamás nadie nos la podrá arrebatar: que resucitaremos. Ahora mismo estamos celebrando el funeral de nuestra hermana Esther y todos nos unimos en la oración por ella y la echaremos de menos.

Lo que nos sucede a nosotros, las personas, es que nos aferramos mucho al terruño, llegando incluso a considerar que no hay más que lo que vemos, oímos, palpamos, gustamos y olemos. Craso error ya que a lo largo de toda la historia de salvación y de manera constante Dios se nos ha ido manifestando en múltiples ocasiones y de variadas formas, llegando a manifestar de un modo totalmente culminante y supremo en su único Hijo Jesucristo. Que Jesucristo, al ser crucificado y muriendo por todos nosotros nos hizo el gran regalo de la salvación, Él nos compró a precio de su sangre y en el madero de la cruz se realizó la salvación, brotó el manantial de la salvación. Y no nos olvidemos que Jesucristo resucitó de entre los muertos, que durante cuarenta días se estuvo manifestando vivo en numerosas apariciones, que después ascendió a la diestra de Dios Padre y que nos hace llegar la salvación por medio de los sacramentos que administra la Iglesia Católica. Llegando incluso a quedarse entre nosotros en la Eucaristía y poniendo como ‘su tienda de campaña’ entre nosotros de manera permanente en el Sagrario. Es muy importante no olvidarnos de todo esto.

Lo que nos sucede a las personas es que nos llegamos a asemejar a las plantas de nuestros jardines que cuando son arrancadas de cuajo siempre las raíces llevan consigo tierra del lugar donde estaba bien arraigada. Nosotros los cristianos tendríamos que tener arraigadas nuestras raíces en el cielo, y de un modo más exacto, en el Sagrario, en Cristo Eucaristía. Hermanos, por eso el asistir a la Eucaristía dominical y la confesión frecuente es tal importante como el oxígeno en el aire que respiramos constantemente. Nuestra vida cristiana tiene que estar oxigenada para que cuando Dios nos llame ante su presencia nos podamos personar ante Él lo mejor y antes posible.

Ayer Dios llamó ante su presencia a nuestra hermana Esther y ella se está dirigiendo al Trono de la Gloria. Sin embargo no podrá ser recibida ante la presencia divina hasta que esté totalmente purificada de culpa y de pecado. Y es aquí donde entramos nosotros. Todas las oraciones que realicemos por ella serán una importante ayuda para conseguir el fin: estar gozando de la dulzura del Señor contemplando su rostro. Dale Señor el descanso eterno… y brille para ella la luz perpetua. Descanse en paz.

miércoles, 27 de julio de 2011

San Pantaleón 2011

SAN PANTALEÓN 2011

Siempre a lo largo de la historia hay personas que dejan una estela con un destello especial. Personas que nos muestran, como su fueran fogonazos, que hay Alguien, con mayúscula que sobrepasa todo, que llena de gozo el corazón, que da respuesta a todas las ansias y anhelos que podamos estar sufriendo. Son personas que han adquirido una experiencia indescriptible del amor de Dios. Personas que, han encontrado el tesoro; que han descubierto que su heredad es el Señor. Personas que pasan por el mundo amando, perdonando y disculpando porque es tal el bagaje de su experiencia de lo divino que en todo y en todas las personas descubren el rostro y la voluntad de Dios. Realmente viven en este mundo pero con muchas ganas de estar gozando de la visión beatífica y es tal las ganas que tienen que ya en este mundo miman tanto su vida espiritual que ya están gozando, de manera adelantada, de esa gloria que les espera en el Cielo. Su pensar, amar y actuar tienen un único fin: dar mayor gloria y honor a Dios.

Una de esas personas fue San Pantaleón. Este médico mártir a la edad de 29 años sabía que Jesucristo era el auténtico médico de los cuerpos y de las almas.

Hay que reconocer que en San Pantaleón hay un antes y un después. Un antes que se había dejado llevar por el mundo pagano en que se movía llegando a sucumbir en las tentaciones que debilitan la voluntad y acaban con las virtudes, cayendo, incluso en la apostasía, abandonando la práctica de la fe. Sin embargo Dios, «que escribe derecho con renglones torcidos», deseaba contar con Pantaleón para que él hiciera un importante apostolado en medio de su pueblo. Dios hizo que un buen cristiano, llamado Hermolao le abriera los ojos, exhortándole a que conociera “la curación proveniente de lo más Alto” y llevó al seno de la Iglesia; le condujo de nuevo al redil de Jesucristo.

Y este jovencísimo médico del mismísimo emperador cruel y sanguinario Galerio Maximiano dejó de servir a este señor poderoso para poner todos sus conocimientos médicos al servicio de los más pobres, y de este modo él se mostró como cristiano que hacía las cosas por amor a Jesucristo, su único amo y Señor.

En el año 303, empezó la persecución de Diocleciano en Nikodemia. Pantaleón regaló todo lo que tenía a los pobres. Algunos médicos, movidos por la envidia, lo delataron a las autoridades que estaban cruelmente persiguiendo y sacrificando a los cristianos. Fue arrestado junto con Hermolao y otros dos cristianos. El emperador que le tenía en alta estima, por la gran habilidad que tenía para sanar de las enfermedades y por ser tenido como médico eminentísimo, deseaba salvarlo. Fue el propio emperador el que, en secreto, le llegó a rogar que apostatase de su fe, que dijera públicamente no a Jesucristo, pero nuestro santo se negó a cometer tal ultraje. Y para demostrar al emperador que estaba equivocado y que era precisamente el propio emperador el que se tenía que convertir a Cristo hizo un portentoso milagro al curar a un paralítico y así reafirmarse ante todos en la fe de la Iglesia.

Las actas de su martirio nos relatan hechos milagrosos: Trataron de matarle de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándole, tirándole a las fieras, torturándole en la rueda y atravesándole una espada. Con la ayuda del Señor, Pantaleón salió ileso. Su entereza y firme confianza en Dios hizo que sus mismos verdugos le respetasen y más de uno se convirtiera al cristianismo.

Nos cuentan que Dios, como deseaba tenerle ante su presencia, permitió que lo decapitaran, y nos cuentan que de sus venas salió leche en vez de sangre y el árbol de olivo donde ocurrió el hecho floreció al instante. Esto último se ha transmitido de generación en generación para exaltar la virtud de este mártir, que era tomado por todos los cristianos como ejemplo de santidad.

¡Que diferente sería nuestra vida y nuestra parroquia si actuásemos movidos por el amor a Dios en vez que por nuestras mezquinas pretensiones!. El testimonio de San Pantaleón ha removido conciencias y ha ayudado a muchos a acercarse a Jesucristo. Como las monumentales cristaleras que decoran los ventanales de nuestras catedrales así es nuestro santo. La luz que es Cristo atraviesan los cristales policromados para permitirnos contemplar el grandioso espectáculo que nos ofrece, ya que a través de ellas nos permite experimentar su tierno amor.