Domingo XXX del
Tiempo Ordinario, Ciclo C
El hombre cuando se separa de Dios se convierte en un animal.
Y esto trae consecuencias trágicas tanto en el ámbito social, político, y no
digamos nada en el ámbito dentro del seno del hogar. En primer lugar porque
reducimos a las personas a lo que nosotros queremos que sean, siempre
aplastándolas, sometiéndolas, humillándolas. Y cuando uno se adentra en el
campo de la intimidad, más sangrante y acentuado queda.
Cuando falta la luz todo se vuelve
confuso y uno se puede tropezar con cualquier obstáculo, una mesa, una silla,
una estantería… uno no sabe distinguir el
bien del mal porque haciendo su voluntad no considera que las cosas le vayan tan
mal. Sin embargo perdemos fuerza e intensidad en lo que hacemos y estamos como
‘a medio gas’, como mediocres, como ese coche que va perdiendo velocidad hasta
que se termina parando por avería. Y quienes primero se dan cuenta de ese estar
‘a medio gas’ son los hijos y aquellos con los que convivimos más de cerca. Porque
el padre o la madre han dejado de estar pendientes de algunas cosas
importantes, porque han aumentado las discusiones y su duración, porque se han
ido dejando la oración en familia, porque ya no se controla lo que se ve en la
televisión o por Internet…etc. Porque en una palabra, se ha bajado totalmente
la guardia y el demonio lo está disfrutando haciendo de las suyas.
El libro del Eclesiástico [Eclo 35, 12-14. 16-19a] nos habla del culto autentico, nos pide
que subamos la guardia, que estemos alertas ante el enemigo que se aproxima,
que no vivamos como ‘a medio gas’. Un
culto que no se puede restringir al templo sino que abarca absolutamente todo. Es el batallar con los hijos para
que obedezcan, ya que uno previamente intenta obedecer a Dios y como si fuera
una cadena de transmisión hacer así llegar la voluntad de Dios. Es dejarnos
educar la mirada del corazón para poder ver más allá de lo aparente. Es morir
por amor aunque el otro no te corresponda y no lo comprenda en esos momentos, y
aun así tarde en comprenderlo. Es la fe la que ilumina toda la existencia del
hombre, con «la
oración del humilde que atraviesa las nubes y que no se detiene hasta que
alcanza su destino», una luz que viene de
Dios. Lo nuestro es sembrar en el campo el grano de la fe por medio de nuestro
culto auténtico. Parte de esa semilla llegará a la madurez e irá conduciendo a
la salvación a aquellos que a través de
nuestro desgaste en la lucha hayan ido conociendo el gozo de ser hijos
de la Iglesia.
San Pablo ya nos habla de la seriedad de este esfuerzo
moral exigido a la vida cristiana [2 Tim 4, 6-8. 16-18]. San Pablo nos pone el
ejemplo comparándola con el combate-carrera en el estadio. Es necesario correr
de modo que se alcance el premio. Es la imagen de la lucha y de la carrera
sabiendo que hay testigos que tomarán
cuenta de lo que hacemos de cómo ha ido influyendo la fe en las decisiones que
tomemos, sobre todo en la lucha contra el pecado. Y es una lucha diaria,
constante, de tal modo que ‘los músculos del alma’ se vayan fortaleciendo a
base de entrenamiento. Como para las competiciones deportivas, especialmente en
la lucha, son necesarias determinadas cualidades, para la lucha en el
apostolado son necesarias las virtudes; la justicia, la piedad, la fe, la
caridad, la paciencia, constancia, la mansedumbre (Cfr. 1 Tim 6,11). Todo para
adquirir la corona de gloria que no se marchita.
No olvidemos que en todos los juegos hay testigos,
personas que los están presenciando. Esos testigos sirven para estimular al
atleta y aquí entra el papel
irrenunciable de la comunidad cristiana que alienta a los hermanos en este
particular combate.
El demonio intenta hacernos creer que el pecado carece
de importancia y que podemos quebrantar la ley de Dios sin inquietarnos
demasiado. Sin embargo el publicano [Lc 18, 9-14] sí sabía de la importancia de
su pecado y le dolía sobremanera. Rompe en un estallido de desconsuelo y el
dolor le abruma porque está lejos de Dios. Quiere
correr la carrera pero no puede. Su situación es desesperada porque
hacer penitencia le supondría abandonar su vida de pecado, es decir, su
profesión de recaudador de impuestos. Y además le supondría la reparación del
dinero obtenido con fraude incrementada en una quinta parte ¿cómo puede saber a
quién ha robado? Su petición de misericordia es desesperada. Y el publicano salió del templo justificado
concediéndole su gracia. Este es el modo de actuar Dios. Es el Dios de los desesperados,
y su misericordia con aquellos cuyo corazón está quebrantado no tiene límites.
Así es Dios.