Homilía del Domingo Tercero del Tiempo Pascual, Ciclo
C
Cuando
una persona importante deposita en uno una gran confianza duele mucho no estar a la altura de las
circunstancias. Uno no quiere defraudarle. Lo mismo que le pasó a Pedro,
nos pasa a nosotros. Pedro, al contrario que en la Pasión que negó al Señor y
salió fuera al zagual donde oyó cantar al gallo (Cfr. Mc 14, 68) contrasta con
ese ‘atarse la túnica y echarse al agua’ para salir al encuentro de Jesucristo.
Pedro
tenía ganas de echarse a los pies del Maestro para pedirle perdón con lágrimas
en los ojos. Seguramente tendría una gran congoja en la garganta que le estaría
oprimiendo desde entonces. Sin embargo Pedro puede salir corriendo al encuentro
del Maestro gracias al discípulo amado
que descubre que ese hombre que estaba en la orilla era el Señor. Aquel que
dejándose llevar por el Espíritu de Dios alcanza la finura en el trato con las
cosas del Señor es capaz de animar en la fe a sus hermanos.
Nosotros,
al igual que el pueblo de Israel, estamos llamados a poseer la tierra
prometida, la herencia eterna. Sin embargo el camino no es sencillo, está lleno
de dificultades y de importantes luchas. Cuenta la Palabra que Dios habló a
Moisés diciéndole que tomaran posesión de esa tierra que el mismo Señor les
había dado. Y nos sigue diciendo la Palabra (Dt 1, 19-46) que los israelitas
dijeron a Moisés hombres que explorasen la tierra para informar del camino por
dónde tenían que subir y de las ciudades donde iban a entrar. Ellos fueron a
inspeccionarlo y les entró gran miedo porque los enemigos eran muy grandes y
corpulentos, con ciudades amuralladas y fortificadas hasta el cielo. Les entró
el miedo y empezaron a murmurar contra Dios acusándole de quererlos aniquilar
en manos de tan feroces enemigos. A lo que el pueblo empezó a desobedecer a
Dios y esto causó la ira de Dios. Solamente permanecieron fieles al Señor dos
personas, Caleb y Josué, los cuales entraron en la tierra prometida con la
generación futura. Y eso que Moisés decía al pueblo: «El
Señor, vuestro Dios que os precede, combatirá por vosotros, como hizo ante
vuestros mismos ojos en Egipto» (Dt 1, 30). El Discípulo Amado nos dice a cada uno «es el Señor», Él nos precede.
Dios
nos precede en la batalla y combate a nuestro lado. Le decimos que con
Él iremos a todas partes, pero le damos
calabazas cuando las cosas nos dan miedo o nos generan problemas e incomodidades
o persecución a causa de la Palabra.
El discípulo amado
cuando dijo a Pedro que «es el Señor» le dice y nos dice que Jesucristo está a nuestro lado luchando con
nosotros, que nos precede en la batalla.
Y Pedro, que tenía una espina clavada por haberle negado tres veces -y en esa
espina todos estamos retratados-, sale
corriendo al encuentro de Jesús. Ese fue su modo de pedirle perdón al Maestro
ya que aún lloraba amargamente por su traición. A lo que Cristo, llama a Pedro para hacerle un escrutinio, para escrutar su corazón y el nuestro:
Saber que le amamos incondicionalmente aunque, desgraciadamente, ese
incondicionalmente no da mucho de sí. Pedro siguió al Maestro con la conciencia
clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no le desalentó, pues sabía
que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado, ya que Cristo le precede, va por delante en la
lucha.
Ya quedó muy lejos ese ingenio entusiasmo de la
adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la
negación y el llanto de la conversión. Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amar.
Y así también a nosotros nos muestra el camino, a pesar de toda nuestra
debilidad y de nuestra poca capacidad de amarle.
5 de mayo de
2019
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