DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo C
La primera de las lecturas está tomada
del libro de Nehemías [Neh 8,1-10], y aquí se nos relata cómo cinco siglos
antes, el sacerdote Esdras inaugura la
praxis de leer la Palabra de Dios, en este caso la Torah, el Pentateuco. La
práctica de esta praxis de leer la Palabra de Dios fue lo que le dio la
identidad a este pueblo después del destierro de Babilonia. El pueblo venía del
destierro en otro pueblo con otra cultura y regresan a su tierra desorientados,
confundidos, con una montaña de malos hábitos adquiridos allí. Necesitan una
brújula que les ayude a encontrase a sí mismos, a redescubrir su propia
identidad, su propia peculiaridad. De ahí que la Torah fuera determinante para constituirse
como pueblo después del destierro de Babilonia.
Nos dice la Palabra que «Esdras pronunció la bendición del Señor Dios
grande, y el pueblo entero, alzando las manos, respondió: «Amén, Amén»; se
inclinó y se postró rostro a tierra ante el Señor». Dios habla y el pueblo
responde con un acto de fe; y ese acto de fe se concreta en ese «Amén, Amén»,
inclinándose y postrándose a tierra. Es tanto como decir que ese pueblo, ante
la proclamación de la Palabra de Dios, estaba cada cual “haciendo los ecos” de
todo aquello que les estaba suscitando el Espíritu del Señor, ya fuera con
palabras de reconocimiento de lo que Dios hace en cada uno, ya sea cantando con
ganas, tocando las palmas en los cantos, tocando los diversos instrumentos
musicales (guitarras, panderetas…), preparando con alma, vida y corazón las
moniciones, peticiones, los adornos del Altar o preocuparse sinceramente de los
hermanos que no hayan podido acudir. La Palabra proclamada exige una respuesta
personal desde la fe que se plasman en actos concretos.
De hecho, lo que se celebra en la
Eucaristía dominical ha de ser la dosis de encuentro con Cristo que ayude a ir
afrontando las jornadas de cada día de la semana. Es como el depósito de
gasolina del coche que llenamos hasta arriba para que nos dure el máximo tiempo
posible para todos los desplazamientos que tengamos que hacer. De ese modo
podremos ir redescubriendo lo que Cristo te aporta en tu día a día.
Sin embargo tenemos un serio problema:
el pecado nos puede y el Demonio nos engaña sin que nosotros nos demos cuenta
de ello. Dice el que fue prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura
Apostólica, el Cardenal Burke que «la
Iglesia actual se encuentra en un estado de apostasía de la fe, no de cisma».
Los apóstatas son los que reniegan de la fe. En los primeros siglos se
obligaban a ofrecer incienso a los emperadores y así se les reconocían como
dioses. Y como no lo hicieras podía ir
tu vida en ello. Muchos cristianos ofrecieron incienso a los emperadores cayendo
en la apostasía. Nosotros no ofrecemos incienso a los emperadores, pero no
respondemos a la fe cuando actuamos con indiferencia ante los hermanos; cuando creyendo
que por estar más tiempo en la Iglesia uno se encuentra como un estatus mayor
que el que acaba de entrar en ella; cuando actuamos de tal modo que asistiendo
a la liturgia ya cumplimos; cuando los afectos impiden dar una palabra de
corrección fraterna a un hermano; cuando el juicio que uno tiene contra un
hermano te impide acercarte a él y mostrarte con naturalidad; cuando teniendo
que poner al servicio de todos el carisma que Dios te ha otorgado no se hace
por pereza o por desidia; cuando no tengo en cuenta la importancia de la
hospitalidad y de la acogida a los demás porque prevalecen los propios
intereses antes que los del hermano que tengo enfrente; cuando me pongo en
sitios estratégicos en la asamblea litúrgica y evito dar la paz a determinadas
personas; cuando hago las cosas de cualquier modo porque sé de antemano que no
voy a tener un reconocimiento de ello, etc. Estas son un elenco de mini-apostasías que debilitan la fe y minan la fe de
la comunidad cristiana. Y no digamos nada cuando desde la web de una diócesis
se cuelgan oraciones y plegarias inventadas para ser sustituidas por las del
Misal para la celebración de la Eucaristía, o se hable de la violencia, de la
huelga feminista, del trabajo digno, que se haga la vista gorda a las
absoluciones generales, que se confundan a los feligreses en cuestiones de
moral sexual y familiar, que se traigan a ponentes en foros de iglesia que
ofrezcan una doctrina podrida y pestilente …en vez adentrarnos en las cosas que
constituyen nuestra propia esencia. Son apostasías. Lo nuestro es decir «Amén,
Amén»; inclinarnos y postramos rostro a tierra ante el Señor».
La segunda de las lecturas [1Cor
12,12-30] nos deja muy claro que la Iglesia, la comunidad, es como el cuerpo humano,
organismo que no puede subsistir mas que gracias a la diversidad de sus órganos
y de sus funciones, y que a pesar de su multiplicidad, es una unidad
inquebrantable en razón de su misma diversidad. Sin embargo las
micro-apostasías que se dan en cada uno dificultan la evangelización y el
avance de las comunidades porque no se percibe los frutos de la fe que son la
caridad y la comunión. Nuestro pecado personal obstaculiza el flujo fluido de
la Gracia de Dios.
Sin embargo, como dice San Pablo «pero donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia» (Rm 5, 20). Nos encontramos a Jesús también proclamando la Palabra
en la sinagoga de Nazaret [Lc 1,1-4; 4,14-21]. ¿Cómo respondo yo y cada uno
desde la fe a su Palabra y a su presencia?
27 de enero de 2019