martes, 11 de septiembre de 2018

domingo, 9 de septiembre de 2018

Homilía del Domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b, 9 de septiembre de 2018

          Hermanos, les tengo que confesar que tengo un problema muy serio. Algo que me quita la paz. Yo pensaba que tenía fe, que era un buen cristiano, que cumplía con lo que la Iglesia me mandaba, y resulta que he descubierto que soy peor de lo que jamás me llegué a imaginar. Yo pensaba que esto de la fe únicamente era cumplir una serie de normas, de rezar y ser bueno. Sin embargo la Palabra me dice que yo estoy ciego, sordo, cojo y mudo (Cfr. Is, 4-7a). Y esto a mí me ha descolocado. Yo pensaba que tenía mi vida bien estructurada y organizada y resulta que mi vida es un páramo con el suelo sediento, agrietado.
          ¿Por qué la Palabra me dice a mí que Dios «viene en persona y os salvará»? ¿Por qué Dios me tiene que despegar los ojos ciegos, abrirme los oídos y soltarme la lengua para que cante? Si la Palabra me lo dice y la Palabra nunca miente, es que estoy realmente ciego, sordo, mudo y cojo. El Señor me ha hecho un diagnóstico médico y ha detectado mi ceguera, mi sordera, mi mudez y mi invalidez. Y yo pensaba que estaba más sano que una manzana y resulta que estoy podrido.
          Cuentan los entendidos que las personas tenemos un campo visual que abarca, entre los dos ojos, más o menos los 180 grados. Pero puede darse una serie de problemas que hagan que se disminuya ese campo visual, teniendo una reducción concéntrica de su campo visual, tan lentamente que no se da cuenta de eso. En la vida espiritual ocurre exactamente lo mismo: Tenemos el campo visual en nuestra alma muy disminuido porque hemos ido quitando a Dios de muchas de las esferas de nuestra vida. De donde hemos quitado a Dios hemos perdido visión y aumentado la ceguera.
          Voy a aterrizar: ¿Cómo comemos en nuestras casas? Seguro que delante del televisor, a veces se comerá por etapas (los niños primero, y según se vaya llegando se va comiendo), seguro que la madre o el padre tiene que hacer varias comidas porque a uno no le gusta una cosa y al otro le gusta otra; haciendo mil comidas, dejando mucho de comida en el plato que termina en el cubo de la basura; el uno comiendo en la cocina y otro en la habitación o en el comedor o ante el ordenador, etc. Esto es una consecuencia de haber quitado a Dios en el momento de comer. Un momento que era para dar gracias a Dios todos juntos en la mesa por los alimentos, unos alimentos a los que Dios ha hecho a todos como alimentos puros (el cerdo es un alimento puro porque es criatura de Dios), un momento que era para comer todos la misma comida como señal de agradecimiento a Dios que nos lo concede (un agradecimiento que pasa por ayudarme a educar mis gustos personales), un momento de encuentro familiar y de conversación, un momento de educar a los niños y jóvenes en la escucha y participación de un diálogo y de una colaboración activa para ayudar en la tareas domésticas… ha quedado ensombrecida y empobrecida al quitar a Dios del medio. Luego donde antes sí había campo visual, espiritualmente hablando, ahora hay oscuridad y ceguera. ¿Se dan cuenta de cómo la fe incluso incide en estas cosas cotidianas?
          Otro caso: ¿Cómo celebramos el domingo en nuestras casas? Seguro que la mayoría de las casas es el día que se aprovecha para levantarse tarde, ir al campo o a la montaña, o simplemente quedarse en casa viendo la televisión o jugando a las cartas. ¿Dónde queda lo que nos aporta el Señor en este día de descanso? Es que resulta que si uno no busca la fuerza en Dios, tenderá a sustituirlo con otras compensaciones. Si uno no acude a la iglesia no podrá oír cosas que le remitan a Dios, no se podrá confesar de sus pecados, la reiteración de esos pecados crearán unas actitudes perniciosas y perjudiciales, dará igual ver una cosa que otra en la televisión (porque ya no existe una selección de lo que se ve o de lo que se deja de ver). No sentirá la necesidad de rezar porque su alma se enfriará, ya que se busca lo efectivo, lo inmediato, lo que soluciona las cosas prácticas… y esto tiene sus repercusiones directas a la hora de perdonar de corazón a tu esposa, a aquel que te ha molestado, e irás adentrándote en el relativismo del ‘todo es válido’, te dará igual cuidar la mirada que no cuidarla, buscarás tu propio interés antes que el interés del otro, cómo podré aceptar a aquel que es diferente a mí o piensa de modo distinto al mío, etc. Todo aquello que Dios te podría haber aportado enriqueciéndote, lo has desperdiciado. ¿Cómo puede un padre corregir a su hijo si el propio padre no sabe qué bien ha de proteger? Si el hijo no ve a su padre rezar, si el hijo no ve a su padre que reconoce en Dios a una autoridad suprema, tendrá como autoridad suprema a su propio padre, el cual le terminará fallando siendo una gran tragedia para el chico quedándose sin referencia de la autoridad.
          Cuando uno arrincona a Dios de sus vidas, se cree que uno es dueño de su cuerpo, se actúa teniendo el placer como el fin de todo, entendiendo el cuerpo como un producto de intercambio, se distorsiona y transgiversa la concepción de la sexualidad, se crean leyes inmorales que respaldan esas transgiversaciones dotándolas de unos derechos que en realidad no existen, perjudican a las conciencias de los jóvenes y adolescentes y esto se plasma en asesinatos masivos por medio del aborto, bajo índice de natalidad, confusión de la propia sexualidad, alto índice de enfermedades de transmisión sexual, alto alcoholismo en edades muy tempranas, suicidios por no encontrar el sentido a la vida, niños que se mal educan con dos padres o dos madres creándoles una profunda confusión y profundas heridas en su evolución psicológica y en su ser persona… la cultura de la muerte.
Cada vez que decimos no a Dios y le cortamos el paso en las cosas cotidianas nos vamos llenando de oscuridad, de tinieblas, nuestro campo visual espiritual se va limitando y terminaremos totalmente ciegos.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Homilía del domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo b


DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo b
02/09/2018
          Dios nos ha hecho con dos oídos y una boca, para que escuchemos más de lo que hablemos. Un oído que ha de estar atento a los latidos del corazón de Cristo, inserto en su divina intimidad, que escuche las palabras de Vida que manan de sus labios; y el otro oído atento a lo que acontece en la sociedad, en el mundo, allá en donde nos movemos y encontramos. Sólo así podremos hablar con discernimiento y con sabiduría.
          Hay un juego, una especie de gallinita ciega, en la que unos concursantes compiten para llegar el primero a la meta. A estos concursantes se tapan los ojos y deben seguir un trayecto previamente trazado con tiza, pero todo él sembrado de obstáculos –una silla, una mesa, etc.-. Un lazarillo le va guiando únicamente con su voz, pero también está la figura del demonio que da instrucciones equivocadas o le lanza algo –ya sea agua, ya sean bolas de papel… para impedir que escuche las indicaciones del lazarillo y así se salga del camino trazado o simplemente se pegue un trompazo con los numerosos obstáculos. Es el propio concursante el que tiene que afinar el oído y fiarse plenamente de las indicaciones del lazarillo para conseguir llegar triunfante a la meta.
          De esto van las lecturas de hoy. Van de cómo adquirir la sabiduría y la inteligencia. Dice la Palabra en el libro del Deuteronomio: «Habló Moisés al pueblo diciendo: –Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir». Y sigue diciéndonos: «Estos mandatos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos».  
Dios conoce todo lo que hay en este mundo y de todo de lo que el hombre es capaz, tanto bueno como lo malo. Y Dios desea que todos nos salvemos, por eso nos ha dado una serie de mandamientos. Y todos nosotros somos conscientes de cómo escuchando y obedeciendo a Dios nos hemos librado de situaciones muy delicadas y extremadamente peligrosas. No mintiendo se aprende a no ocultar cosas, a apostar por el diálogo sincero y fraterno y quitar del medio todo tipo de desconfianza y de recelos. Se apuesta por el diálogo y el entendimiento y se ejercita el perdón antes de que la situación se enquiste. No abusando de la bebida se puede mantener un diálogo tranquilo y sereno en casa. Uno puede encontrarse con normalidad sin el temor por parte de los demás de una reacción desproporcionada por parte del que se encuentra borracho o demasiado bebido o de unos comentarios fuera de lugar que lo que hacen es herir a los demás o simplemente exponerse a situaciones peligrosas por el alcohol o drogas; y no digamos nada de lo peligroso que resulta que se ponga a conducir. No tener el dinero como un ídolo es como aquel que tiene justo delante de su ventana un árbol enorme que le impide ver más allá de esas molestas hojas. Solo puede ver ese árbol, ni los rayos salares pueden adentrarse en ese cuarto. Lo único que importa es ganar dinero, echar en cara a los demás el dinero que gastan pasando por alto lo que uno mismo gasta a lo tonto, no pensar ni tener en cuenta las necesidades de los más pobres ya que los demás no importan ni interesan, mejor dicho interesan siempre que uno pueda sacar de ellos un provecho. Y de estos ejemplos un millar. Obedeciendo al Señor nos protegemos.  
          El Apóstol Santiago nos lo vuelve a recordar: «Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros». Jesucristo nos pide que tengamos nuestro corazón cerca de Él y así nuestros labios podrán hablar de una buena, constructiva y oportuna, haciendo el bien a todos aquellos que nos oigan. Recordemos que Dios nos hizo con dos oídos y una única boca.