jueves, 28 de octubre de 2010

Homilía del domingo 24 de octubre 2010

Domingo XXX del tiempo ordinario, 24 de octubre de 2010

DOMUND

La Primera Lectura y el Salmo expresan la confianza que el creyente tiene puesta en que Dios le salvará. Fijaros en lo que se nos ha dicho en la primera lectura: «La oración del humilde atraviesa las nubes, y no para hasta alcanzar su destino» y en el salmo responsorial nos lo vuelve a decir empleando otras palabras: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha». Nuestra oración, nuestra plegaria es escuchada por Dios. Sin embargo, para que Dios escuche nuestra súplica con agrado, previamente tenemos que dirigirnos a Él con humildad y confianza.

Jesucristo, con la parábola del fariseo y del publicano, nos presenta el tema de la oración porque en ella nos mostramos tal y como somos. El fariseo es el que se lleva la parte peor: “El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano…”. Este fariseo lo hace mal. Y les explico por qué: Su oración es de invocación, de acción de gracias, pero da gracias por sí mismo (porque él lo hace todo muy bien, es el perfecto, el más guapo, el más listo…), pero no da gracias por todo cuanto le ha sido dado como don de Dios. El fariseo se pone en la presencia de Dios, es cierto que hace cosas buenas pero él, aunque esté físicamente en la presencia de Dios su corazón, sin embargo, se encuentra demasiado lejos de Dios. Y no acaba aquí, sino que también el fariseo tiene un corazón orgulloso y lleno de sí mismo, es vanidoso. Él está orgulloso de lo que hace y de lo que vive. No pide nada en la oración porque no necesita nada de Dios. Detrás de esto hay un corazón alejado de Dios, que no ama ni a Dios ni a sus hermanos. Y no solo eso, sino que también el fariseo usa de Dios, usa de la religión para aparecer ante los demás como alguien bueno, a los demás se les podrá engañar, pero a Dios no se le engaña.

Y a la entrada del templo nos encontramos con el otro personaje de la parábola de Jesús, con el publicano. Nos dice el Evangelio que «el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios!, ¡ten compasión de mí que soy un pecador!». El publicano no se atrevía ni a levantar la mirada. Se oculta para no llamar la atención; es la actitud del hombre humilde y penitente. Invoca a Dios, pero su oración es una súplica, de alguien que sí necesita del amor y de la misericordia divina. Se reconoce pecador, es consciente de sus pecados y de sus numerosas infidelidades a Dios, y no solo eso, sino que está arrepentido. Se hace mendigo de Dios. Su oración no es para justificarse, sino para mendigar el perdón de Dios.

Una oración como la del humilde publicano es la que agrada al Señor. Si alimentamos nuestra vida espiritual con la oración iremos entregando nuestra vida por Cristo, tratando de que todos lo conozcan, tal y como hizo San Pablo. Los misioneros y misioneras también dedican su vida exclusivamente a hacer visible el rostro de Jesús. Y todos nosotros, los padres y madres, los abuelos y las abuelas, los niños y los jóvenes, junto con el sacerdote, estamos llamados a ser testigos de Cristo. Así sea.

domingo, 3 de octubre de 2010