Homilía del domingo XX del tiempo ordinario, ciclo c
14 de agosto de 2022
Este evangelio está introducido con
una expresión que es como una lanza profética que nos tiene que hacer
reflexionar sobre el tono de nuestra vida. La expresión es la siguiente: «He venido a prender fuego en la tierra, ¡y
cuánto deseo que ya esté ardiendo!». Es una expresión que parece ser
formulada como un acicate contra la indiferencia.
Alguien dijo que en nuestros días,
así como en otros momentos, la estrategia del mal, la estrategia de Satanás se
solía centrar especialmente en la difusión de determinados errores, en difundir
herejías que rompían con la Iglesia católica, pues quizá en nuestros días su
estrategia sea la de conquistar el mundo a través de la indiferencia. Hoy en
día el problema fundamental que tenemos en materia de fe no es tanto la
negación de un aspecto concreto de la fe o de un dogma, sino más bien una
indiferencia general, una falta de adhesión firme. Este es el peor de los
males, nos lo decía la Madre Teresa de Calcuta, que consiste en bostezar ante
la Palabra de Dios, el no sentir que la
revelación de Dios sea una gracia para nosotros. Que nos supone que cada cual
se encierre en su propia burbuja, sin que nos importe, sin sufrir, sin que vaya
con nosotros lo que ocurra en el resto del mundo, o lo que ocurra a nuestro
alrededor. ‘Quien ama, sufre’, y esto sin duda alguna. Porque el amor se
implica y al amor conlleva un sufrimiento. Porque uno siente en sí mismo lo que
siente la persona a la que se ama. Aunque hay algunos que por no sufrir, parece
que renuncian a amar, y entonces se refugian en la indiferencia. A la cual
contribuye mucho el relativismo ‘allá cada uno con su vida’; ‘yo ya tengo
suficiente con lo mío’. Es una indiferencia ante la cual tenemos que
reaccionar. El hecho de que no nos conmueva la Palabra de Dios ya es un
problema. El hecho de que nos conmuevan pequeñas tonterías y que no nos
conmueva lo que Dios nos ha dicho en el evangelio de hoy, quiere decir que algo
está fallando en nuestra jerarquía de valores y en nuestra sensibilidad. El
hecho de que no nos conmueva el sufrimiento del mundo es una señal. El Papa
Francisco en su primera salida de Italia fuese a esa isla de la Medusa que se
caracteriza por ser un campo de acogida de todos los inmigrantes que intentan
entrar en Europa. Y el Papa lanzó un mensaje poniéndonos alerta sobre la globalización
de la indiferencia, para que no nos acostumbremos a lo que nunca deberíamos de
acostumbrarnos. No podemos dejar de sufrir por el mundo. Vemos muchos acontecimientos
dolorosos, pero pasa el tiempo y cada cual se refugia en su propio mundo y se
acostumbra o los olvida. ¿Sabéis cuántos jóvenes no saben quien fue Miguel
Ángel Blanco o de los feroces asesinatos de la banda terrorista ETA? ¿Alguien
se acuerda de la cantidad de niños huérfanos, de muertos y familias destrozadas
ocasionadas en aquel tsunami de Tailandia del año 2004 con más de 250.000
personas muertas? ¿o de aquel niño que apareció muerto, de Aylán Kuyrdí, de
tres años, muerto en una playa de Turquía, que falleció junto a su hermano de
cinco y a su madre, que intentaban alcanzar la isla griega de Kos en el
año 2015? Peor que la ignorancia es
la indiferencia. No sé si sabéis aquel dicho, en el que uno le dice al otro
‘no sé qué es peor, si la ignorancia o la indiferencia’, a lo que el otro le
responde ‘ni lo sé, ni me importa’.
El primer significado de esta palabra
del Señor, «He venido a prender fuego en
la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!», es que nos duela el
mundo. Que las alegrías del mundo sean las nuestras, que sus sufrimientos sean
los nuestros, que podamos decir como san Pablo ‘¿Quién llora sin que yo no
llore con él? ¿Quién ríe sin que yo no ría con él?’. Sentir el mundo desde el
corazón de Cristo.
A parte esta palabra del Señor nos
indica que tenemos una cierta corresponsabilidad con lo que pase a nuestros
hermanos: El día en que nosotros no ardamos de amor, nuestros hermanos
mueren de frío. Dios ha querido que exista una preocupación de los unos por los
otros. Lo peor que podemos decir es eso de ‘¿acoso soy yo el guardián de mi
hermano?’. Pues claro que lo eres; y si tu no ardes, si tu no vives tu vida con
fervor, alguien va a padecerlo, porque Dios ha pensado en ti como un
instrumento para llegar a otros. Si un no es el padre que debe de ser; si no
uno es la madre que debe de ser; si uno no es el sacerdote que debiera de ser…
esa carencia va a ser notoria en el Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.
‘Nada más frío que un cristiano que se despreocupa de la salvación de los demás’,
decía San Juan Crisóstomo.
Luego también el evangelio profetiza
que de aquí también se derivan divisiones: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la
tierra? No, he venido a traer división. Desde ahora estarán divididos cinco en
una casa…».
Se refiere a que cuando el Señor nos llama a su seguimiento, primero nos
implica, al implicarnos nos complica y finalmente nos simplifica. Es decir que
vivir el evangelio es también complicarse, porque cuando uno sigue a Jesucristo
con coherencia saltan chispas, habrá incomprensiones. El evangelio que es muy
sincero nos previene que habrá incomprensiones y habrá también un nivel de
persecución por fidelidad al evangelio.
Pero esto no nos debe de acobardar,
porque sabemos bien a quien seguimos.