Homilía del
Domingo VII del Tiempo Ordinario Ciclo C
Dios
hoy te pregunta sobre la calidad de tu amor. Había un eslogan de una empresa
láctea que decía «la calidad, nuestra razón de ser». Y la calidad en el
amor se mide, se calibra, se pesa… pero no con balanzas humanas, sino con las celestiales.
De esto nos hablan precisamente hoy las lecturas, de la calidad de tu amor.
Dios
permitió una circunstancia especial para
probar la calidad de amor de David. Nos dice la Palabra que «Saúl emprendió
la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados israelitas, para dar
una batida en busca de David». Y
David estaba escondido en la colina de Jaquilá, junto al desierto, porque teme
por su vida. Saúl prestaba fácil oído a la maledicencia de la gente (1 Sm 24,9)
y quiere acabar con David. David tenía muchas razones para matar a Saúl. A lo
que Dios le va a escrutar el corazón. El Señor pone a David en una prueba
crucial, extremadamente delicada para examinar la calidad del amor de David. Es
más, le pone las circunstancias ideales, tanto Saúl como los tres mil soldados
israelitas que acompañaban a Saúl «estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un
sueño profundo». David y su acompañante Abisay estaban al lado de donde
estaba recostado dormido Saúl. Abisay le tentó diciéndole que ahora podía matar
a Saúl de una lanzada. Sin embargo David perdonó la vida a Saúl porque el perdón es un síntoma claro de tener calidad
en el amor y aquel que muestra calidad en el amor se va ganando el
respeto y la admiración de todos.
Uno
que no perdona es como la cal y el óxido que se acumula en las tuberías del
agua y en las lavadoras que terminan obstruyéndolas y averiándolas. Nada puede
justificar nuestra ausencia de amor allá donde tengamos que poner el amor.
No
importa quien tenga la razón, no tenemos que olvidar quién es nuestro auténtico
enemigo: Satanás. Mi hermano no es mi enemigo, aunque me saque de mis casillas.
Ese hermano es el medio que Dios usa para que yo descubra el pecado que anida
en mí. Si me sale el odio hacia ese hermano es porque el odio está dentro de mí,
porque de no estar dentro no me saldría. Luego la guerra no la tengo que
afrontar contra el otro, sino contra mi propio pecado. Luchando contra el
propio pecado hacemos una apuesta por la calidad en el amor.
Tenemos
mucho de hombres terrenos cuando nos aburguesamos en la fe pensando que
cumpliendo con unos ritos ya estamos servidos. Cuando la acogida a los hermanos
y la preocupación por ellos queda arrinconado. Cuando uno no permite dejarse
aplastar por el mal que ocasiona el otro. Cuando uno está a la defensiva frente
al otro y empieza a mirarse a sí mismo [su trabajo, su pensión, sus amistades,
su futbol…] olvidándose de hacer esos gestos de amor tan necesarios por el
hermano.
Tal
vez pensemos que al estar en la Iglesia nuestra calidad del amor sea aceptable
o incluso buena. No sea que nos llevemos el chasco por ser expulsados del
banquete del Reino por nuestra pésima calidad en el amor, por no llevar el
traje de gala.
24 de febrero 2019