HOMILÍA DEL DOMINGO XVII DEL TIEMPO
ORDINARIO, ciclo b
Dios nos pide que
confiemos en Él por encima de todas las cosas. Eliseo, el discípulo de Elías,
únicamente tenía veinte panes de cebada para que comieran cien personas. Los
cálculos humanos nos aseguran que con eso no se pueden alimentar. [Lectura del Libro segundo de los Reyes 3, 42-44] Sin
embargo, comieron y no se quedaron con hambre.
Confiar en Dios no
nos garantiza que las cosas salgan como nosotros habíamos planeado. Puedo estar
suplicando a Dios día y noche por la curación de una persona, haciendo sacrificios
y largos ayunos… y no conseguir su recuperación. ¿Acaso esto sería un motivo
más que justificado para retirar nuestra confianza en Dios? No es un motivo, es
una prueba de fidelidad al Señor porque Él es el que conduce la historia y lo
que Él quiere no coincide con lo que nosotros deseamos. Sin embargo una cosa
nos genera paz: Dios sabe lo que hace y lo que hace es sin duda lo mejor,
aunque no lo entendamos y nuestros ojos se deshagan en lágrimas.
Confiar en Dios es
preocuparse de la formación y educación de los hijos, morir a uno
constantemente para que el otro pueda vivir, amar con todo el corazón al esposo
o a la esposa, rezar en familia, dar una palabra desde la fe por parte de los
padres a los hijos y una palabra de fe compartida entre los esposos… es decir «aquí
estoy Señor para hacer tu voluntad» en medio del cansancio acumulado, del sueño,
de los dolores… siendo fiel a la vocación que Dios ha concedido. Y ¿si un hijo
o una hija sale rebelde? ¿Por eso podríamos decir de algún modo que Dios nos ha
fallado? ¿Por eso deberíamos de retirar nuestra confianza en Dios? Porque si
uno ha cumplido con su parte, parece lógico que Dios cumpla con la suya
haciendo que todo nos vaya bien. Dios no
es un seguro que nos garantice nuestra seguridad o nuestro bienestar.
Hemos rezado en el
Salmo Responsorial que «el Señor es justo en todos sus caminos, es
bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de
los que lo invocan sinceramente». [Sal 144,
10-11. 15-16. 17-18] Dios nos garantiza su presencia, lo que no está
claro es que nuestras pretensiones se realicen conforme nosotros deseamos. Lo
que nos corresponde es vivir conforme a la vocación a la que hemos sido
llamados. [San Pablo a los Efesios 4, 1-6] Cualquier
excusa nos puede parecer buena para poder tener una compensación cuando las
cosas no nos van bien, y claro está, esa compensación no la buscamos en Dios. Por
eso San Pablo nos dice: «Sed siempre humildes y amables, sed
comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad
del Espíritu, con el vínculo de la paz».
Decía el criado de
Eliseo que qué había él a hacer con veinte panes de cebada para dárselos a cien
personas. Decía el discípulo Andrés a Jesús que había un muchacho que tenía
cinco panes de cebada y un par de peces, pero que iban a hacer ellos con toda
aquella grandísima multitud de personas. [San Juan 6,
1-15] A lo que yo os pregunto: ¿acaso con nuestras fuerzas, nuestros
pecados y limitaciones, con nuestras capacidades y habilidades, -que son esos
cinco panes y ese par de peces- podremos sacar adelante nuestra vocación –que es
tanto como decir ‘el dar de comer a esa multitud’? No duden de que el milagro
de la multiplicación de los panes y de los peces es algo que constantemente
Jesucristo está realizando tanto en tu vida como en la mía.
29 de julio de 2018