Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, ciclo B
Mc 10, 17-30 [13.10.2024]
Son
muchos los demonios de los que debemos de estar en guardia porque si les
permitimos gestionar nuestras elecciones terminan por arruinarnos la vida. No
me refiero al demonio del tipo de la película ‘El exorcista’. Me refiero a
demonios muy concretos y que les conocemos muy bien: el orgullo, la envidia, la
codicia por el poder, el impulso que te conduce al libertinaje moral. Si uno se
complace en estos impulsos diabólicos te deshumanizan, de degradan como
persona. Esos demonios lo que hacen es unir, atar tu corazón a los bienes de
este mundo y te anima a acumular siempre más y más, de tal modo que pierdes la
cabeza y cierras el corazón. Las necesidades del otro no te importan. Si tú
haces lo que los demonios te indican te conviertes en un ser irreconocible como
hombre. Acumular muchos bienes lleva consigo a la peor ventura: la
deshumanización. Recordemos aquellas palabras de Jesús cuando hablaba de aquel
agricultor afortunado (cfr. Lc 12, 16-20) que obtuvo ese año una cosecha
maravillosa, de tal modo que tuvo que ampliar los graneros. Jesús no dice que
ese hombre fuese malo; lo que sucede es que era loco, un insensato y no lo
sabía porque estaba en este mundo y no sabía que en la aduana –en la muerte-
todo se le iba a ser confiscado. Es importante recordar lo que dice la primera
carta de san Pablo a Timoteo (1 Tm 6, 10): «La
codicia por el dinero/el amor al dinero es la raíz de todos los males».
Y el evangelio de
hoy –ese joven rico- es un ejemplo claro de esta patología. Es la alarma
interior que te señala que te estás deshumanizando. No es una patología física
o psicológica, por lo que no sirve de nada el curarla ni calmarla. Se trata de
un dolor íntimo que viene de otra dimensión: de tu misma identidad como persona
humana. Es que resulta que la persona, que tú, no estás programado por Dios
para acumular bienes; tú estás programado para amar, para hacer que tu hermano
sea feliz porque has puesto todos tus bienes a su disposición. Estamos
programados por Dios para distribuir los bienes que Dios ha puesto en tus
manos. Y Jesús da un nombre a esta enfermedad de acumulación. La llama
‘pleonexia’ (πλεονεξία), el deseo insaciable de querer siempre más. En el
evangelio de hoy nos encontramos a un hombre, sin embargo el evangelista Mateo
dice que era un joven (Mt 19, 20). Era un hombre bueno, pero contrajo esta
enfermedad de acumular bienes para sí mismo y ni siquiera sabe que la tiene.
Sólo experimenta los molestos síntomas. De hecho, por el modo de cómo se acerca
a Jesús se da cuenta de que está profundamente afligido (pero no sabe la razón,
su enfermedad), de una profunda insatisfacción, de una profunda inquietud
interior.
Nos dice la
Palabra que «se le acercó uno corriendo,
se arrodilló ante él». Sólo los enfermos se comportan de este modo: correr
hacia él para arrodillarse ante sus pies. San Marcos ya presentó a dos así en
su evangelio: el primero es el leproso
que se puso de rodillas delante de Jesús (Mc 1,40) que le dijo «si quieres, puedes limpiarme/purificarme»;
el leproso no pedía ser sanado, sino ser purificado; es decir que su condición
de impuro le hacía ser inaccesible ya que su rostro quedó totalmente
desfigurado e irreconocible como hombre y por esta razón estaba aislado de todos.
Lo que el leproso le pedía a Jesús era ‘devuélveme la forma humana ya que tú
puedes hacerme reconocible como hombre a través de tu Palabra y así poder ser
bienvenido/acogido/integrado en la comunidad’. Y luego está el endemoniado de Gerasa (Mc 5) que corre
ante Jesús y se postró ante él. Ese endemoniado también vivía solo, aislado
entre los sepulcros, lastimándose a sí mismo y a los demás, y todos se alejaban
de él porque era peligroso y se comportaba de un modo inhumano porque estaba
movido por un demonio. Pues este hombre rico corre y se postra a los pies de
Jesús como el leproso y el endemoniado; y lo hace porque también él –ese hombre
rico- también está enfermo.
¿Cuál es su
enfermedad? Acumula bienes y por eso es una persona enferma. Y se da cuenta que
la gente se acerca a él no porque le quiera, sino porque quiere recibir de él
cosas, propiedades, dinero. Y él se ha aislado porque ha acumulado bienes para
sí. Los bienes deben de ser compartidos con el hermano, ya que ese es el único
modo de ser dueño de los bienes en vez de ser uno dueño de ellos. Si compartes
los bienes estás viviendo realmente en una condición humana. Este hombre tenía
dentro de sí a un demonio que le empujaba a acumular bienes. Este hombre, en su
interior, siente que hay algo malo que le está pasando en su vida, pero él no
es capaz de diagnosticarlo aunque sí percibe los síntomas: el aislamiento. Y
para encontrar una solución a su dolor interior corre y se arroja a los pies de
Jesús.
El hombre rico le
dice: «Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna?». Aunque la traducción más correcta es «Maestro insigne/distinguido». Esto
supone que este hombre debe de haber recurrido a cualquier rabino con
anterioridad para poder encontrar la respuesta a su inquietud interior, a lo
que al final llegó a concluir que el único modo de poder encontrar su respuesta
a su pena interior era acudiendo a un maestro insigne/distinguido.
Y le dice «¿qué debo hacer para heredar la vida
eterna?». Este hombre no quería la vida biológica, sino que buscaba el cómo
heredar la vida eterna. A nivel biológico le va muy bien, no le falta de nada,
pero se da cuenta que algo en su propia vida no está en sintonía con la vida
eterna que él quiere recibir como herencia. No acude a Jesús para pedir cosas
materiales –salud, bienestar, dinero, prestigio, poder, fama, éxito en su
profesión…- que son cosas que terminan
pereciendo. Este hombre viene a buscar la única cosa que Jesús ha venido a
entregarnos y que sólo Cristo puede darnos: La vida eterna. Y quiere saber cómo
se ha de preparar, disponer para recibir este regalo, esta vida que no perece. Este
hombre sabe que la vida eterna no es una recompensa por unos méritos, sino
recibir una herencia. La vida eterna no es un premio o un salario por el propio
trabajo, sino que es donado gratuitamente. Todo israelita sabe que la tierra es
dada como herencia, que la Torá es dada como herencia a Israel. Recordemos la
parábola de las ovejas y de las cabras: «Venid benditos de mi padre, heredad el
reino preparado para vosotros desde la creación del mundo», heredad, como
regalo. Pero ¿cómo disponerme para poder acogerlo?
Jesús le contesta:
«¿Por qué me llamas maestro
insigne/distinguido?». Sólo hay un único maestro bueno/insigne/distinguido
y ese es Dios. Ya que es Dios el único que te instruye con su Palabra que fue
entregada en las Sagradas Escrituras y que estás llamado a ir asimilando estas
instrucciones. Es Dios quien ha entregado la Torá y ha dado los mandamientos.
De tal modo que es
el único momento en el que Jesús cita el Decálogo, aunque no en su totalidad. Jesús cita el Decálogo de un modo
incompleto ya que omite los mandamientos que hacen relación con Dios y que
hacen referencia a la espiritualidad específica del pueblo de Israel. Los
mandamientos citados por Jesús también lo podrían tener los otros pueblos. Jesús
lo hizo de un modo pedagógico ya que respecto a Dios tienes un solo Dios y no
puedes hacerte otros dioses. Para Israel sólo existía un solo Dios y Jesús sorprendentemente no enumera los
mandamientos concernientes a Dios. ¿Qué quiere decirnos Jesús? Si quieres
que tu vida esté en sintonía con la vida del Eterno es preciso que tú guardes
los deberes hacia el hombre. El único
modo que tienes de mostrar tu amor a Dios es amar al hombre. San Juan, en
su primera carta nos dice que una prueba de que amamos a Dios es que
empatizamos con los demás, nos ponemos en sintonía con este amor que Dios nos
tiene. Jesús le dice que sintonice toda su vida con todo el Decálogo.
El hombre rico le
responde «Maestro, todo eso lo he
cumplido desde mi juventud». Destacar de esta respuesta el optimismo de
este hombre sobre el juicio que pronuncia sobre su vida. Sin embargo recordemos
lo que dice San Juan en su primera epístola que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la
verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Sin embargo el optimismo de este hombre rico tiene un mensaje positivo: no te
enojes contigo mismo, porque este enojo contra ti mismo porque no aceptas tu
propia fragilidad es un signo del orgullo. Reconoce tu fragilidad y retoma tu
vida con tranquilidad porque Dios te ama tal y como eres, pero no te ocultes
tus propias fragilidades. Recordemos lo que dice san Juan en su primera
epístola: «si la conciencia te condena,
Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas» (1 Jn
3,20). Y junto a este optimismo está
también la decepción por la
respuesta dada por Jesús: Este hombre que está sufriendo acude a un maestro
insigne y este maestro insigne le repite cosas que él ya sabe y por eso se
encuentra en su rostro una cierta decepción. Desde el punto de vista de la Torá
el comportamiento de este hombre era irreprensible, pero le falta encontrar la
plena sintonía con la vida del Eterno.
Y Jesús le
proporcionará la terapia para sanar
de su enfermedad. ¿Qué terapia es esta? En primer lugar «Jesús se le quedó
mirando», fijó sus ojos en él. Ese ‘quedarse mirando’ nos remite a una mirada
en la que Jesús comprendió las profundidades de este hombre y que estaba en las
condiciones adecuadas para darle un empujón a su vida para que diera un salto
de calidad. Es una mirada en la que Jesús establece con ese hombre una
comunicación profunda. Jesús le dice «te falta una cosa», que traducido de un
modo más correcto del texto griego es «¿qué
cosa es lo que extrañas?», ‘¿qué te falta para unificar tu vida?’; ‘¿Qué es lo que curaría tu insatisfacción?’.
Tienes muchos ídolos, tienes muchas criaturas que te dan satisfacciones, pero sin embargo no te dan el sentido
ni te llenan por dentro de tu ser.
Y Jesús le dice
que hay una cosa que quiere que ese hombre rico haga: «vende lo que tienes, dáselo a los pobres». Que es tanto como
decirle que ‘deja que mi Palabra aleje a
tu demonio que te hace absolutizar tu realidad; transforma tu vida en regalo para los demás, todo lo que eres y
todo lo que tienes que sea para hacer feliz a los que están a tu alrededor y de
este modo tu vida se pondrá en sintonía
con la vida del Eterno’.
Jesús le habla de
que «así tendrás un tesoro en el cielo».
¿Qué cosa es este tesoro en el cielo? Los rabinos hablaban con frecuencia de
los cofres del tesoro que estaban en el cielo donde los hombres acumulaban las
buenas obras que realizaban. De este modo los justos no tenían miedo porque
habían acumulado todas sus buenas obras y méritos en ese cofre del tesoro que
estaba en el cielo. El discípulo de Cristo no piensa en los méritos de uno
mismo, es más, según uno va progresando en la vida espiritual se ha de dejar de
pensar en uno mismo ya que uno debe de pensar sólo en el hermano. Jesús toma
prestada la imagen de los rabinos para destacar que los bienes de este mundo
son preciosos pero pasan, son efímeros. Y Jesús
nos enseña a transformarlos en amor. El que desea ser discípulo de Cristo
ha de estar dispuesto a entregar todo al hermano que pasa necesidad y hacerlo por
amor.
¿Qué es lo que
pasa con este hombre rico? Se quedó entristecido por estas palabras de Jesús y
la razón es porque era porque tenía muchas posesiones. La historia se concluye
de un modo amargo ya que ese hombre no aceptó la terapia sugerida por Jesús. El
hombre optó por mantener su corazón atado a los bienes. Tenía miedo en
arriesgar ya no sea se llegase a arrepentir ya que no se fiaba de la palabra de
Jesús. De tal modo que se alejó tal y como había venido pero envuelto en
tristeza. No había descubierto que su corazón había sido programado por Dios
para amar, para distribuir los bienes que Dios ha puesto en nuestras manos.
Jesús contempla a
este hombre que se aleja triste y luego se dirige a sus discípulos. Los
discípulos han sido testigos de este episodio y Jesús contempla las miradas
profundas de sus discípulos y les dice «¡qué difícil les será entrar en el
reino de Dios a los que tienen riquezas!», sobre todo porque Dios acoge a todos aquellos que aceptan
esta propuesta de Jesús que nos indica que hagamos uso de nuestras riquezas y
bienes para transformarlas en amor hacia nuestros hermanos, en un regalo para
los hermanos. Es fundamental acoger esa propuesta de Jesús sobre el uso de
los bienes. Es clave aceptar esta lógica de Jesús para poder entrar en el reino
de Dios. El apego a los bienes es el impedimento más grave para quienes quieren
convertirse en discípulos. La riqueza posee una fuerza seductora de un ídolo
porque cada vez que uno recurre a la riqueza y le pides una cosa, ella te lo
da. La riqueza te seduce y te dice ‘no me entregues, no me des, guárdame para
ti’; ‘Jesús te dice ‘dona tus bienes’, pero si la donas las pierdes’.
Los discípulos que
escuchan a Jesús se quedan desconcertados por todas las palabras de Jesús.
Ellos saben que es duro abandonar las comodidades y riquezas ya que es romper
con el egoísmo y con el disfrute que genera placer y seguridad.
Y Jesús introduce
una imagen que conocemos todos: «Más
fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar
en el reino de Dios». ¿Qué nos quiere decir Jesús con esta imagen? El ojo
de la aguja es una puerta que existía en el tiempo de Jesús, cercana al Calvario en el que
ahora está un convento de monjas ortodoxas; mencionada puerta con la forma del
ojo de una aguja donde una persona puede pasar contorsionándose y con gran
dificultad, pero algo totalmente imposible para un camello. El camello
representa a todos aquellos que no transformen sus bienes en amor. Y les dice
que «es imposible para los hombres, no
para Dios». Se requiere un acto de
generosidad que sólo un milagro de Dios puede hacerlo.
Entonces
interviene Pedro diciendo: «Nosotros lo
hemos dejado todo por seguirte». Jesús enumera a una serie de cosas y de
personas –casa, hermanos y hermanas,
madre, padre, hijos, tierras- de las que es preciso desprenderse para ser sus
discípulos. En la cultura semítica, judía, la
familia representa la tradición, lo que siempre se ha enseñado, lo que siempre
se ha hecho y los valores que los antepasados han ido inculcando; de tal modo que ser hombre significa vivir
como nos han enseñado en la tradición. Ahora bien, ¿qué pasa cuando uno se
encuentra a Cristo? Pues que ya no es la tradición el punto de referencia para
las opciones y modo de proceder, ya que
ahora el punto de referencia es Jesús y su Evangelio. Cuando dos personas
se casan lo que sucede es que dejan al padre y a la madre de ambos porque
pretenden iniciar/empezar con una nueva familia. Ellos no dejan de amar a sus
padres, pero ya no son los padres el criterio para decidir, sino que el esposo
y la esposa deciden libremente al margen de sus padres, tienen su propio modo
de pensar, decidir, organizarse… Lo mismo sucede cuando uno se enamora y sigue
a Cristo. La familia natural permanece y
es amada, pero no pueden interferir en las opciones propuestas por Cristo y por
su Evangelio.
Otra observación
fundamental: Jesús no desea romper ningún matrimonio, ni separar el esposo de
la esposa. El esposo no debe entrar solo en el reino de Dios, sino que debe de
ir con su esposa porque unido se da un amor incondicional y definitivo.
Una tercera
consideración: Jesús hace una promesa a aquellos que acogen el reino de Dios,
ya que asegura que ya en este mundo obtendrán cien veces de todo lo que ellos
han dejado, diciéndonos que experimentarás una alegría que jamás te podrá
ofrecer el planteamiento egoísta de este mundo. Y termina diciendo una cosa muy
significativa: que entre las personas y las cosas de la que Jesús promete cien
veces más no aparece el padre. Si dejas al padre, el padre no es restituido. Esto
es así porque en la comunidad cristiana no hay padres, sino que todos son
hermanos. El único padre al que estamos llamados parecernos esa al Padre del
cielo.
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