sábado, 12 de octubre de 2024

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo B Mc 10, 17-30 EL JOVEN RICO

 


Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, ciclo B

Mc 10, 17-30 [13.10.2024]

 

         Son muchos los demonios de los que debemos de estar en guardia porque si les permitimos gestionar nuestras elecciones terminan por arruinarnos la vida. No me refiero al demonio del tipo de la película ‘El exorcista’. Me refiero a demonios muy concretos y que les conocemos muy bien: el orgullo, la envidia, la codicia por el poder, el impulso que te conduce al libertinaje moral. Si uno se complace en estos impulsos diabólicos te deshumanizan, de degradan como persona. Esos demonios lo que hacen es unir, atar tu corazón a los bienes de este mundo y te anima a acumular siempre más y más, de tal modo que pierdes la cabeza y cierras el corazón. Las necesidades del otro no te importan. Si tú haces lo que los demonios te indican te conviertes en un ser irreconocible como hombre. Acumular muchos bienes lleva consigo a la peor ventura: la deshumanización. Recordemos aquellas palabras de Jesús cuando hablaba de aquel agricultor afortunado (cfr. Lc 12, 16-20) que obtuvo ese año una cosecha maravillosa, de tal modo que tuvo que ampliar los graneros. Jesús no dice que ese hombre fuese malo; lo que sucede es que era loco, un insensato y no lo sabía porque estaba en este mundo y no sabía que en la aduana –en la muerte- todo se le iba a ser confiscado. Es importante recordar lo que dice la primera carta de san Pablo a Timoteo (1 Tm 6, 10): «La codicia por el dinero/el amor al dinero es la raíz de todos los males».

Y el evangelio de hoy –ese joven rico- es un ejemplo claro de esta patología. Es la alarma interior que te señala que te estás deshumanizando. No es una patología física o psicológica, por lo que no sirve de nada el curarla ni calmarla. Se trata de un dolor íntimo que viene de otra dimensión: de tu misma identidad como persona humana. Es que resulta que la persona, que tú, no estás programado por Dios para acumular bienes; tú estás programado para amar, para hacer que tu hermano sea feliz porque has puesto todos tus bienes a su disposición. Estamos programados por Dios para distribuir los bienes que Dios ha puesto en tus manos. Y Jesús da un nombre a esta enfermedad de acumulación. La llama ‘pleonexia’ (πλεονεξία), el deseo insaciable de querer siempre más. En el evangelio de hoy nos encontramos a un hombre, sin embargo el evangelista Mateo dice que era un joven (Mt 19, 20). Era un hombre bueno, pero contrajo esta enfermedad de acumular bienes para sí mismo y ni siquiera sabe que la tiene. Sólo experimenta los molestos síntomas. De hecho, por el modo de cómo se acerca a Jesús se da cuenta de que está profundamente afligido (pero no sabe la razón, su enfermedad), de una profunda insatisfacción, de una profunda inquietud interior.

Nos dice la Palabra que «se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él». Sólo los enfermos se comportan de este modo: correr hacia él para arrodillarse ante sus pies. San Marcos ya presentó a dos así en su evangelio: el primero es el leproso que se puso de rodillas delante de Jesús (Mc 1,40) que le dijo «si quieres, puedes limpiarme/purificarme»; el leproso no pedía ser sanado, sino ser purificado; es decir que su condición de impuro le hacía ser inaccesible ya que su rostro quedó totalmente desfigurado e irreconocible como hombre y por esta razón estaba aislado de todos. Lo que el leproso le pedía a Jesús era ‘devuélveme la forma humana ya que tú puedes hacerme reconocible como hombre a través de tu Palabra y así poder ser bienvenido/acogido/integrado en la comunidad’. Y luego está el endemoniado de Gerasa (Mc 5) que corre ante Jesús y se postró ante él. Ese endemoniado también vivía solo, aislado entre los sepulcros, lastimándose a sí mismo y a los demás, y todos se alejaban de él porque era peligroso y se comportaba de un modo inhumano porque estaba movido por un demonio. Pues este hombre rico corre y se postra a los pies de Jesús como el leproso y el endemoniado; y lo hace porque también él –ese hombre rico- también está enfermo.

¿Cuál es su enfermedad? Acumula bienes y por eso es una persona enferma. Y se da cuenta que la gente se acerca a él no porque le quiera, sino porque quiere recibir de él cosas, propiedades, dinero. Y él se ha aislado porque ha acumulado bienes para sí. Los bienes deben de ser compartidos con el hermano, ya que ese es el único modo de ser dueño de los bienes en vez de ser uno dueño de ellos. Si compartes los bienes estás viviendo realmente en una condición humana. Este hombre tenía dentro de sí a un demonio que le empujaba a acumular bienes. Este hombre, en su interior, siente que hay algo malo que le está pasando en su vida, pero él no es capaz de diagnosticarlo aunque sí percibe los síntomas: el aislamiento. Y para encontrar una solución a su dolor interior corre y se arroja a los pies de Jesús.

El hombre rico le dice: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Aunque la traducción más correcta es «Maestro insigne/distinguido». Esto supone que este hombre debe de haber recurrido a cualquier rabino con anterioridad para poder encontrar la respuesta a su inquietud interior, a lo que al final llegó a concluir que el único modo de poder encontrar su respuesta a su pena interior era acudiendo a un maestro insigne/distinguido.

Y le dice «¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?». Este hombre no quería la vida biológica, sino que buscaba el cómo heredar la vida eterna. A nivel biológico le va muy bien, no le falta de nada, pero se da cuenta que algo en su propia vida no está en sintonía con la vida eterna que él quiere recibir como herencia. No acude a Jesús para pedir cosas materiales –salud, bienestar, dinero, prestigio, poder, fama, éxito en su profesión…-  que son cosas que terminan pereciendo. Este hombre viene a buscar la única cosa que Jesús ha venido a entregarnos y que sólo Cristo puede darnos: La vida eterna. Y quiere saber cómo se ha de preparar, disponer para recibir este regalo, esta vida que no perece. Este hombre sabe que la vida eterna no es una recompensa por unos méritos, sino recibir una herencia. La vida eterna no es un premio o un salario por el propio trabajo, sino que es donado gratuitamente. Todo israelita sabe que la tierra es dada como herencia, que la Torá es dada como herencia a Israel. Recordemos la parábola de las ovejas y de las cabras: «Venid benditos de mi padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo», heredad, como regalo. Pero ¿cómo disponerme para poder acogerlo?

Jesús le contesta: «¿Por qué me llamas maestro insigne/distinguido?». Sólo hay un único maestro bueno/insigne/distinguido y ese es Dios. Ya que es Dios el único que te instruye con su Palabra que fue entregada en las Sagradas Escrituras y que estás llamado a ir asimilando estas instrucciones. Es Dios quien ha entregado la Torá y ha dado los mandamientos.

De tal modo que es el único momento en el que Jesús cita el Decálogo, aunque no en su totalidad. Jesús cita el Decálogo de un modo incompleto ya que omite los mandamientos que hacen relación con Dios y que hacen referencia a la espiritualidad específica del pueblo de Israel. Los mandamientos citados por Jesús también lo podrían tener los otros pueblos. Jesús lo hizo de un modo pedagógico ya que respecto a Dios tienes un solo Dios y no puedes hacerte otros dioses. Para Israel sólo existía un solo Dios y Jesús sorprendentemente no enumera los mandamientos concernientes a Dios. ¿Qué quiere decirnos Jesús? Si quieres que tu vida esté en sintonía con la vida del Eterno es preciso que tú guardes los deberes hacia el hombre. El único modo que tienes de mostrar tu amor a Dios es amar al hombre. San Juan, en su primera carta nos dice que una prueba de que amamos a Dios es que empatizamos con los demás, nos ponemos en sintonía con este amor que Dios nos tiene. Jesús le dice que sintonice toda su vida con todo el Decálogo.

El hombre rico le responde «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Destacar de esta respuesta el optimismo de este hombre sobre el juicio que pronuncia sobre su vida. Sin embargo recordemos lo que dice San Juan en su primera epístola que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Sin embargo el optimismo de este hombre rico tiene un mensaje positivo: no te enojes contigo mismo, porque este enojo contra ti mismo porque no aceptas tu propia fragilidad es un signo del orgullo. Reconoce tu fragilidad y retoma tu vida con tranquilidad porque Dios te ama tal y como eres, pero no te ocultes tus propias fragilidades. Recordemos lo que dice san Juan en su primera epístola: «si la conciencia te condena, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas» (1 Jn 3,20).  Y junto a este optimismo está también la decepción por la respuesta dada por Jesús: Este hombre que está sufriendo acude a un maestro insigne y este maestro insigne le repite cosas que él ya sabe y por eso se encuentra en su rostro una cierta decepción. Desde el punto de vista de la Torá el comportamiento de este hombre era irreprensible, pero le falta encontrar la plena sintonía con la vida del Eterno.

Y Jesús le proporcionará la terapia para sanar de su enfermedad. ¿Qué terapia es esta? En primer lugar «Jesús se le quedó mirando», fijó sus ojos en él. Ese ‘quedarse mirando’ nos remite a una mirada en la que Jesús comprendió las profundidades de este hombre y que estaba en las condiciones adecuadas para darle un empujón a su vida para que diera un salto de calidad. Es una mirada en la que Jesús establece con ese hombre una comunicación profunda. Jesús le dice «te falta una cosa», que traducido de un modo más correcto del texto griego es «¿qué cosa es lo que extrañas?», ‘¿qué te falta para unificar tu vida?’; ‘¿Qué es lo que curaría tu insatisfacción?’. Tienes muchos ídolos, tienes muchas criaturas que te dan satisfacciones, pero sin embargo no te dan el sentido ni te llenan por dentro de tu ser.

Y Jesús le dice que hay una cosa que quiere que ese hombre rico haga: «vende lo que tienes, dáselo a los pobres». Que es tanto como decirle que ‘deja que mi Palabra aleje a tu demonio que te hace absolutizar tu realidad; transforma tu vida en regalo para los demás, todo lo que eres y todo lo que tienes que sea para hacer feliz a los que están a tu alrededor y de este modo tu vida se pondrá en sintonía con la vida del Eterno’.

Jesús le habla de que «así tendrás un tesoro en el cielo». ¿Qué cosa es este tesoro en el cielo? Los rabinos hablaban con frecuencia de los cofres del tesoro que estaban en el cielo donde los hombres acumulaban las buenas obras que realizaban. De este modo los justos no tenían miedo porque habían acumulado todas sus buenas obras y méritos en ese cofre del tesoro que estaba en el cielo. El discípulo de Cristo no piensa en los méritos de uno mismo, es más, según uno va progresando en la vida espiritual se ha de dejar de pensar en uno mismo ya que uno debe de pensar sólo en el hermano. Jesús toma prestada la imagen de los rabinos para destacar que los bienes de este mundo son preciosos pero pasan, son efímeros. Y Jesús nos enseña a transformarlos en amor. El que desea ser discípulo de Cristo ha de estar dispuesto a entregar todo al hermano que pasa necesidad y hacerlo por amor.

¿Qué es lo que pasa con este hombre rico? Se quedó entristecido por estas palabras de Jesús y la razón es porque era porque tenía muchas posesiones. La historia se concluye de un modo amargo ya que ese hombre no aceptó la terapia sugerida por Jesús. El hombre optó por mantener su corazón atado a los bienes. Tenía miedo en arriesgar ya no sea se llegase a arrepentir ya que no se fiaba de la palabra de Jesús. De tal modo que se alejó tal y como había venido pero envuelto en tristeza. No había descubierto que su corazón había sido programado por Dios para amar, para distribuir los bienes que Dios ha puesto en nuestras manos.

Jesús contempla a este hombre que se aleja triste y luego se dirige a sus discípulos. Los discípulos han sido testigos de este episodio y Jesús contempla las miradas profundas de sus discípulos y les dice «¡qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!», sobre todo porque Dios acoge a todos aquellos que aceptan esta propuesta de Jesús que nos indica que hagamos uso de nuestras riquezas y bienes para transformarlas en amor hacia nuestros hermanos, en un regalo para los hermanos. Es fundamental acoger esa propuesta de Jesús sobre el uso de los bienes. Es clave aceptar esta lógica de Jesús para poder entrar en el reino de Dios. El apego a los bienes es el impedimento más grave para quienes quieren convertirse en discípulos. La riqueza posee una fuerza seductora de un ídolo porque cada vez que uno recurre a la riqueza y le pides una cosa, ella te lo da. La riqueza te seduce y te dice ‘no me entregues, no me des, guárdame para ti’; ‘Jesús te dice ‘dona tus bienes’, pero si la donas las pierdes’.

Los discípulos que escuchan a Jesús se quedan desconcertados por todas las palabras de Jesús. Ellos saben que es duro abandonar las comodidades y riquezas ya que es romper con el egoísmo y con el disfrute que genera placer y seguridad.

Y Jesús introduce una imagen que conocemos todos: «Más fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». ¿Qué nos quiere decir Jesús con esta imagen? El ojo de la aguja es una puerta que existía en el  tiempo de Jesús, cercana al Calvario en el que ahora está un convento de monjas ortodoxas; mencionada puerta con la forma del ojo de una aguja donde una persona puede pasar contorsionándose y con gran dificultad, pero algo totalmente imposible para un camello. El camello representa a todos aquellos que no transformen sus bienes en amor. Y les dice que «es imposible para los hombres, no para Dios».  Se requiere un acto de generosidad que sólo un milagro de Dios puede hacerlo.

Entonces interviene Pedro diciendo: «Nosotros lo hemos dejado todo por seguirte». Jesús enumera a una serie de cosas y de personas –casa, hermanos  y hermanas, madre, padre, hijos, tierras- de las que es preciso desprenderse para ser sus discípulos. En la cultura semítica, judía, la familia representa la tradición, lo que siempre se ha enseñado, lo que siempre se ha hecho y los valores que los antepasados han ido inculcando;  de tal modo que ser hombre significa vivir como nos han enseñado en la tradición. Ahora bien, ¿qué pasa cuando uno se encuentra a Cristo? Pues que ya no es la tradición el punto de referencia para las opciones y modo de proceder, ya que ahora el punto de referencia es Jesús y su Evangelio. Cuando dos personas se casan lo que sucede es que dejan al padre y a la madre de ambos porque pretenden iniciar/empezar con una nueva familia. Ellos no dejan de amar a sus padres, pero ya no son los padres el criterio para decidir, sino que el esposo y la esposa deciden libremente al margen de sus padres, tienen su propio modo de pensar, decidir, organizarse… Lo mismo sucede cuando uno se enamora y sigue a Cristo. La familia natural permanece y es amada, pero no pueden interferir en las opciones propuestas por Cristo y por su Evangelio.

Otra observación fundamental: Jesús no desea romper ningún matrimonio, ni separar el esposo de la esposa. El esposo no debe entrar solo en el reino de Dios, sino que debe de ir con su esposa porque unido se da un amor incondicional y definitivo.

Una tercera consideración: Jesús hace una promesa a aquellos que acogen el reino de Dios, ya que asegura que ya en este mundo obtendrán cien veces de todo lo que ellos han dejado, diciéndonos que experimentarás una alegría que jamás te podrá ofrecer el planteamiento egoísta de este mundo. Y termina diciendo una cosa muy significativa: que entre las personas y las cosas de la que Jesús promete cien veces más no aparece el padre. Si dejas al padre, el padre no es restituido. Esto es así porque en la comunidad cristiana no hay padres, sino que todos son hermanos. El único padre al que estamos llamados parecernos esa al Padre del cielo. 


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