Homilía del día 15.10.2024
(Mt 11, 25-30)
Renovación de los votos
temporales de una religiosa
«Vale más un día en tus atrios que mil fuera
de ellos, y prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados»,
es el versículo 11 del salmo 84. El salmista tenía experiencia de la necesidad
de vivir ese encuentro con Yahvé y desea vivir bajo el calor de su mirada; una
mirada que no juzga ni condena, sino que te ama con intensa ternura. De tal
modo que cuando ha ido adquiriendo/consiguiendo lo que su corazón anhelaba se
encuentra con un Dios que le protege, le cuida, le ama: «Porque el Señor
Dios es sol y escudo, el Señor da la gracia y la gloria; y no niega sus bienes
a los de conducta intachable» (Sal 84, 12).
Dios es su sol, es decir, la fuente de vida, de vitalidad, de sentido, lo
que hace que lo que es cotidiano pueda ser posible; y Dios es su
escudo que hace que las flechas que el mismo demonio le lanza no le
hieran y no le dañen.
Pues
el Evangelio de hoy nos ofrece un montón de pistas al respecto. ¿Qué cosas ha
escondido el Padre Dios a los sabios y entendidos? ¿Desde cuándo Dios se dedica
a esconder cosas a los hombres? Dios no esconde nada a nadie, Dios no se
oculta, es más, toda la creación constantemente nos remite al Creador. Lo que
sucede es que los hombres se ocultan ante la presencia de Dios porque
consideran que su vida es más feliz y sencilla sin él. Y claro está, están
equivocados.
Los
que preferimos ‘estar un día en sus atrios que mil fuera de ellos’, vamos
siguiendo a Cristo muy de cerca, aunque todos nos tropecemos más de una vez y
nuestros cuerpos se resientan con los golpes. Y al seguir a Cristo muy de cerca
descubrimos algo que el mundo no sabe: ‘Que la muerte no me mata; que el miedo a la muerte, con Cristo desaparece’.
Dicho con otras palabras: que el mal, que el daño que me pueda generar una
persona o un colectivo de personas no me mata, porque el Señor como fiel
guerrero está a mi lado en la batalla y me protege con su escudo haciendo que
las flechas no lleguen a clavarse en mi carne. Que la enfermedad que uno tiene
y que le hace llorar a causa del dolor, no me mata, porque al estar Cristo
conmigo ese dolor se torna en purificación y en serenidad porque con Él he
adquirido un sentido tan sobrenatural como real del que brota una bendición al
Señor.
Santa Teresa de
Jesús escribía a sus monjas en su obra ‘Camino de perfección’ les recordaba que
“la vida es una mala noche en una mala
posada” y que en este tratado de obediencia estaban urgidas a aferrarse al
Señor, aunque no entendieran. Con Cristo a nuestro lado, nada ni nadie nos
pueda matar ni hacer daño. ¿Qué el dinero me escasea y el hambre acecha ferozmente?
¿Qué la salud se resiente y la vitalidad desaparece? ¡Claro que nos dará miedo
y claro que seremos tentados en medio de la prueba!, pero si estamos con Cristo
‘nadie nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús’, y nadie nos
podrá robar la alegría que calienta nuestros corazones.
Sin embargo, la
herida que nos ha dejado a todos el pecado original, la concupiscencia, nos
hace dudar del amor de Dios; nos hace dudar si realmente el Señor sabe lo que
es lo mejor para nosotros; e incluso podemos ir adoptando diariamente pequeñas
acciones u omisiones que incluso nos hagan pensar que es mejor ‘un día en
nuestra casa que mil días en los atrios del Señor’.
Tengamos muy
presentes las palabras de San Pablo en su epístola a la comunidad de los corintios
«el que cree que
esté firme, tenga cuidado, no se caiga» (1 Cor 10, 12).
No sea que nos suceda como la mujer de Lot que por mirar hacia atrás, hacia
Sodoma y Gomorra, por dudar de la palabra de Dios y desobedecerla, se convirtió
en una estatua de sal (Gn 19, 26). Recordemos el salmo 121 que reza así: «El auxilio me
viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra»
(Sal 121, 2) y en el que viene inserta una alentadora promesa «el Señor te guarda
a su sombra», «el Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma».
Con Cristo es posible estar firme en medio de la prueba, porque ya lo dice la
Escritura: «Dios
es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas,
sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla»
(1 Cor 10, 13).
Todo cristiano que
vive conforme a la vocación a la que ha sido llamado es tentado. Muchas veces
no son tentaciones de gran calibre, o profundidad. Puede ser que se trate de
ideas machaconas que se adentran en nuestro subconsciente o en la imaginación
que nos hacen pensar y creer que uno hubiera sido más feliz si hubiese tomado
otra decisión o si contasen para él para hacer otro determinado trabajo, o si
tuviera más posesiones. ¿Y qué es lo que esto genera en el corazón del hombre?
Genera que podamos añorar a aquellas cebollas de Egipto y pensemos que Dios ha
hecho mal nuestra historia y que podíamos haber sido más felices si nos hubiésemos
casado…. Todo esto es un engaño del demonio. Es preciso recordar, volver a
pasar por el corazón las palabras salidas de los labios de Moisés, el gran amigo
de Dios: «Él -Dios-
es la Roca, sus obras son perfectas, sus caminos son justos, es un Dios fiel,
sin maldad; es justo y recto» (Dt 32, 4).
Estimada
hermana Keylín-Lizbeth de la Niña María Figueredo Santanter (Sor Keylín) estás
en España, no por casualidad, sino porque así lo ha querido el Señor. El Señor,
tal y como nos señala el salmo 16 y te dice de un modo más concreto hoy a ti,
Sor Keylín ‘te enseña el sendero de la vida, te
saciarás de gozo en su presencia y de alegría perpetua a su derecha’.
Hermana
Keylín y hermanas todas, no olvidemos que cuando estemos cansados y agobiados
acojamos el consejo cariñoso de Jesucristo: «Venid a mí todos lo que estáis cansados y agobiados, y
yo os aliviaré». No queremos aquellas cebollas de Egipto,
las cuales estarían hasta rancias y llenas de gusanos. Únicamente nuestro
corazón desea una cosa: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar
en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del
Señor, contemplando su templo» (Salmo 27, 4).
Hermana,
Dios que comenzó en ti esta obra buena, él mismo lo lleve a buen término (cfr.
Fil 1, 6).
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