martes, 28 de enero de 2025

Homilía de la fiesta de la Presentación del Señor y Purificación de su Santísima Madre Lc 2, 22-40

 

Homilía de la Presentación del Señor - Lc 2, 22-40

Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

02.02.2025

 

         «Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

         Lucas concluye los textos de la navidad haciendo referencia a la observancia por parte de la Sagrada Familia de dos disposiciones de la Ley de Israel. Las prescripciones era la purificación de la madre que había dado a luz un hijo varón (cfr. Lv 12, 2-4) y el rescate del hijo primogénito (cfr. Ex 13, 2; Ex 13, 11-13; Nm 18, 15). Se trata de dos costumbres judías diferentes y que se debían de realizar en dos momentos distintos [El rescate el hijo primogénito a los 8 días para circuncidarle y la purificación de la parturienta, al dar a un hijo varón precisaba de 40 días para poder ir al santuario], pero Lucas las ha abordado las dos juntas porque nos desea transmitir algunos mensajes con mayor claridad.

         En el texto evangélico de hoy aparece como una especie de estribillo que se repite por tres veces, que es la observancia de la Ley del Señor: La familia fue a Jerusalén porque la madre tuvo que purificarse «según la Ley de Moisés»; los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, como «está escrito en la Ley de Señor»; y luego ofrecieron un par de tórtolas o dos pichones «conforme a lo que se dice en la Ley del Señor». Lucas repite con intencionalidad tres veces la palabra o expresión «Ley de Señor». ¿Por qué lo hace? Se trata del primer mensaje que Lucas nos quiere transmitir. ¿Qué mensaje nos quiere transmitir con esto? Que la familia de Nazaret está totalmente sintonizada con la Palabra de Dios; Dios le indica el camino a seguir y esta familia está en sintonía con esta Palabra. Ellos con todos los problemas de desplazamiento, de escasez de recursos y de dinero obedecen totalmente al Señor; y porque siguen el camino que Dios les indica es una familia serena, pacificada, y esto es gracias porque desde el principio ha seguido a la Palabra de Dios.

         El segundo mensaje que nos quiere transmitir Lucas es el motivo por el que llevan al niño al Templo de Jerusalén para ofrecérselo al Señor. El mensaje que nos transmite es que el hijo no es suyo, que los padres no son propietarios del hijo, sino que el hijo pertenece y es de Dios. Los padres no pueden guardase al niño para sí mismos. ¿Cuál es la tentación que tienen los padres? El utilizar a su hijo para realizar sus propios proyectos y sus sueños. La familia de Nazaret no cayó en esa tentación, sino que ellos lo entregan al Señor e introducen a su hijo en el proyecto de Dios, en el plan del Señor. Y estos proyectos o diseños de Dios suelen ser muy diferentes a los planes que los propios padres pudieran tener proyectados. El hijo no pertenece a los padres, pertenece a Dios. Dios se lo confía para que los padres le eduquen, le cuiden, le protejan y le instruyan de tal modo que sea insertado en el plan que Dios tiene pensado para ese niño.

         El hijo de María y de José ya demostró desde su más tierna infancia una gran capacidad y unos inmensos talentos. Ellos habían recibido las catequesis de la sinagoga en las que se enseñaba que el Mesías era glorioso, poderoso y podrían haber cultivado esos sueños en su hijo; sin embargo, sus padres han confiado a su hijo y desde el inicio al proyecto que el Padre Celestial tenía sobre él. Lucas comunica a los padres de su comunidad cristiana la importancia fundamental de encomendar a los hijos al Señor porque los niños son sólo del Señor.

         El tercer mensaje que Lucas nos menciona es cuando menciona la oferta para el rescate del niño (cfr. Lv 5, 7). Si hubiera sido una familia rica habría ofrecido en rescate un cordero y «si no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado» (cfr. Lv 12, 8). La familia de Nazaret era pobre y ofreció para el rescate de su hijo dos palomas (de otro modo tenía que haber entregado el dinero ganado durante 20 días, unos 5 shekel); porque el hijo de Dios no ha nacido en un palacio de Roma, donde nacen los emperadores, sino que nació entre los pobres y creció en una familia pobre y esto ha favorecido que el hijo de Dios sea muy próximo a cada uno de nosotros, accesible a todos.

 

         En este momento entran en escena dos personajes que hacen que les prestemos gran atención.

         «Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

         Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa,

puedes dejar a tu siervo irse en paz.

Porque mis ojos han visto a tu Salvador,

a quien has presentado ante todos los pueblos:

luz para alumbrar a las naciones

y gloria de tu pueblo Israel».

         Simeón era un hombre colmado de años que había estado cultivando en su propio corazón la certeza de que Dios realizará sus promesas. Simeón representa esta larga espera del pueblo de Israel; Israel es un pueblo que recuerda, recuerda las promesas que Dios hizo a Abrahán; recuerda las profecías que habían anunciado la venida del Mesías y el consuelo de Israel. E incluso cuando la historia parecía que desmentía la Palabra del Señor, Israel ha continuado creyendo que un día Dios realizará lo prometido. Simeón, con su ancianidad, representa a este pueblo que estaba esperando. En la explanada del Templo solía haber una infinidad de personas. Sin embargo, de toda esta gente, sólo dos personas mayores saben reconocer en un recién nacido, frágil y débil, al Mesías de Dios. Sólo dos personas que ven más allá de las simples apariencias. Todos los presentes han visto a un bebé traído en brazos por sus padres, no obstante dos ancianos han sabido reconocer lo que de extraordinario estaba aconteciendo.

 

         De Simeón (significa el Señor ha escuchado) se nos dice que era un «hombre justo y piadoso». El primer adjetivo es que es justo, como San José, el justo José (cfr. Mt 1, 19), una persona recta, con el corazón puro y no contaminado por las mentiras, ni por las pasiones ni por los propios intereses, sino que busca la verdad. Simeón tenía un corazón sintonizado con la Palabra del Señor, por eso pudo ver lo que otros -toda aquella muchedumbre que estaba en la esplanada del Templo- no podían ver. Sólo con esos ojos puros, a los que Jesús llamará bienaventurados, los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.  

         Otra característica del anciano Simeón es que «aguardaba el consuelo de Israel». Esperaba el consuelo de Israel; vivía con la certeza de que las promesas de Dios sí se iban a cumplir. Y cuando uno confía y cultiva esta certeza en el Señor se convierte en una persona libre y serena porque sabe que quien dirige la historia es el Señor. De tal modo que cuando todo lo que le suceda, tanto personalmente como socialmente, sea totalmente contrario, al creerse la promesa del Señor no pierde la serenidad en su ser y no pierde su libertad.

         A modo de ejemplo: nuestra Iglesia está atravesando momentos difíciles, de abandonos, de abuso de poder y de conciencia, de escándalos, de seminarios vacíos, de sacerdotes que no proceden como buenos pastores y que se creen los dueños y señores de sus parroquias, de conventos con monjas mayores, desinterés por la mayoría de los bautizados hacia las parroquias, etc., seamos como Simeón que cree en la Palabra del Señor que el poder del infierno no nos derrotará, y que prevaleceremos. Estamos invitados a creer como Simeón que estas promesas se cumplirán, porque si creemos seremos personas serenas y libres, tal y como lo era el anciano Simeón.

         La espera en las promesas del Señor no es una espera pasiva, como si uno estuviera esperando al autobús en la parada; sino como aquellos que se juegan la vida por estas promesas hechas por Dios y que se empeña en construir ese mundo nuevo que Cristo ha venido a instaurar en el aquí y ahora.

         Una tercera característica del anciano Simeón es que «el Espíritu Santo estaba con él». Aparecen por tres veces el Espíritu Santo: «el Espíritu Santo estaba con él»; «Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor»; «Impulsado por el Espíritu, fue al templo». Por tres veces aparece el Espíritu Santo lo que significa que Simeón estaba completamente lleno del Espíritu y que siempre se ha dejado guiar por el Espíritu ya que siempre se ha dejado aconsejar por él durante toda la vida. El pasado no se mira con arrepentimiento cuando uno lo vivió iluminado por el Espíritu. Simeón no quería retornar a su juventud porque ha colmado de sentido su vida; por eso no se queja del mal que ve alrededor ni culpa a los demás de las cosas que le desagradan.

 

         «Simeón lo tomó en brazos» al niño. Es el abrazo del viejo y del nuevo; del Israel y la Iglesia. En el derecho romano y en el semita tomar en brazos a un niño era tanto como reconocerle como propio. En el derecho romano había una ceremonia propia para ello conocida como ‘tollere filium’ (coger al vástago en brazos). Simeón al tomar en brazos al niño estaba reconociendo que en ese niño se cumplían en su totalidad. Así mismo este tomar en brazos al niño nos remite a Moisés cuando descendió del Monte Sinaí portando en sus brazos con las dos tablas de la ley de la Antigua Alianza para entregárselas al pueblo de Israel (Ex 34, 29-35). Jesús es la Nueva Alianza -cuya ley no está escrita sobre piedra sino sobre carne- que es entregada al nuevo pueblo de Israel.

 

         Y a continuación Simeón hace su canto: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz». El texto original no dice ‘dejar’, sino ἀπολύεις, (ἀπολύω) es decir, estás dejando ir/estas dejando soltar; significa que a su siervo ‘déjalo libre, déjalo andar’ porque ya no tiene miedo a la muerte. Porque la muerte, para todos aquellos que han vivido como Simeón, es el momento que da el sentido a toda la vida.

         La muerte es para ser liberado de las ataduras de lo corruptible. Simeón le está pidiendo al Señor que le deje libre, que le desate y que le deje ir hacia la paz, hacia el momento de la emancipación. Es la culminación de una vida que ha sido totalmente iluminada por ese niño. Es la serenidad de la muerte vivida en la luz de Paz Mesiánica. Es tanto como decir que es ahora cuando uno al cerrar los ojos tiene la total certeza de obtener la paz prometida. Este texto nos remite a la carta de San Pablo a Timoteo cuando le dice que «porque estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida es inminente» (cfr. 2 Tm 6), que es tanto como percibir la muerte como un desatar las velas de la barca para partir hacia la maravillosa patria celestial.

         Simeón se llama a sí mismo con el término de «siervo». Siervo significa que ha dedicado toda su vida al plan de Dios; que toda su vida ha sido gastada para realizar la misión a la que Dios le había destinado.

         Simeón ha sabido esperar y no ha sido presa de la impaciencia porque estaba seguro de la fidelidad de Dios.

         Simeón dice «luz para alumbrar a las naciones» significa la dimensión universal de la misión a la que está destinado este niño. Simeón no es egoísta ni piensa en sí mismo, sino que piensa en todos los demás, en toda la humanidad del presente y del futuro. Es la alegría de saber que este niño no sólo será la luz para el pueblo de Israel, sino para todos los pueblos de la Tierra.

 

 

         «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

         María y José ya se habían admirado anteriormente cuando los pastores les comentaron la experiencia de lo que el ángel les había dicho. La catequesis que los judíos habían recibido, y entre ellos José y María, era que el Mesías vendría y se posicionaría de parte de los buenos y de los justos. En cambio, aquí el anuncio traído por los ángeles desde el cielo era que, para los pastores, para la gente impura, para los marginados, etc., para ellos había nacido el Salvador. La gran alegría es que Dios está de nuestra parte y esta es la primera sorpresa que nos da el evangelista Lucas.

         Y la segunda sorpresa está contenidas en las palabras pronunciadas por el anciano Simeón: Luz para todas las gentes; no sólo para los pecadores, sino también para todos los pueblos paganos. En Israel se esperaba el Mesías como la luz para el pueblo, una luz de poder que llevase a este pueblo a dominar a todos los demás pueblos. Sin embargo, no es una luz de dominio, sino una luz de salvación. Pero lo que ahí se estaba diciendo era algo que iba en contra de toda la tradición judía que habían asimilado en las sinagogas y en todas las catequesis de los rabinos.

         Y continúa el anciano Simeón diciendo a María, su madre lo que remite a la espada. ¿Por qué ahora Lucas repite por segunda vez la palabra «madre»? Porque Lucas se está refiriendo a la «madre Israel» que tenía que entregar al mundo el Mesías de Dios; por lo tanto, María se convierte en el símbolo de este pueblo que entrega al mundo el Mesías.

         Y aquí se inserta la profecía de la espada. Simeón le dice a María que «una espada te traspasará el alma». No nos podemos perder con las imágenes de las siete espadas plasmadas en tantas pinturas y esculturas que representan a Nuestra Señora de las Angustias; esto no tiene nada que ver con esta profecía ya que no hace referencia al dolor de María al pie de la cruz. La espada indica el simbolismo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, a la Palabra del Señor. La espada es la Palabra del Señor. La carta a los Hebreos en el capítulo 4 nos dice «pues viva y eficaz es la palabra de Dios, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (cfr. Hb 4, 12); «Hizo mi boca como espada afilada» (cfr. Is 49, 2); «Tomad también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (cfr. Ef 6, 17). María, en las palabras del anciano Simeón, es aquella que representa al pueblo de Israel, y la palabra de su hijo, del Mesías, creará una división en este pueblo; durante su vida pública no todo el mundo acogerá con agrado su mensaje y Jesús creará división. Jesús es la palabra, Jesús es la espada que creará división. Él mismo nos lo dirá: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra» (cfr. Mt 10, 34-35); «¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una familia y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres» (cfr. Lc 12, 51-52). Algunos han acogido y aceptado al Mesías de Dios mientras que otros lo rechazan violentamente y de plano porque no era ese el Mesías esperado para ellos.

         María ha experimentado en su propia alma una herida en su particular camino de fe; un camino de fe que ella misma ha realizado. María se da cuenta cómo su hijo no está en sintonía con lo que ella ha recibido desde pequeña en las catequesis de los rabinos en la sinagoga. Aceptar este importante cambio -toda la vida escuchando una cosa y resulta que es otra en su hijo- supone para ella una situación de profunda novedad, con los miedos que entraña lo que está aún por descubrir; aceptar esta palabra no fue para María ni fácil ni inmediata. Basta con pensar lo que nos dice el evangelista Marcos que cuando Jesús inició la vida pública entró inmediatamente en conflicto con la autoridad religiosa (por el asunto del ayuno, porque comía con pecadores, porque hacía cosas no permitidas en el

Shabbath שבת) y con las catequesis de los rabinos. Y cuando vuelve Jesús a Nazaret sus parientes le buscaron para hacerse cargo de él porque con lo que decía y por lo que hacía Jesús ellos «pensaban que estaba fuera de sí» (cfr. Mc 3, 20-21). Ellos pensaban que Jesús se había trastornado y querían llevarlo de nuevo a casa, que retomase el modo de vivir la fe judía como siempre se había procedido a hacer. María también tuvo dificultad para acoger esta palabra tan novedosa de Jesús que rompía con todo lo que a ella y a su pueblo le habían enseñado desde muy pequeños. Esta es la espada que atraviesa. María siempre ha sido la bienaventurada que ha escuchado con total atención y dedicación a la palabra de Dios, pero poco a poco aprendió a ser discípula de Cristo. María no lo tuvo nada fácil, ni lo tuvo todo claro desde el principio. Lucas nos invita a ver a María como nuestra compañera en el camino de la fe y en esta aceptación de la palabra del Señor, la cual -la palabra- no es siempre clara a nuestros ojos.

 

 

         A continuación, aparece en escena otro personaje: la profetisa Ana. Este segundo testimonio de la anciana Ana es importante porque confirma el testimonio primero dado por el anciano Simeón.

         «Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

         Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él».

         Se nos dice que esta profetisa llamada Ana pertenece a la tribu de Aser, una de las Doce tribus de Israel (cfr. Nm 1, 40-41; Nm 26, 44). Era una tribu particularmente rica porque estaba asentada en el norte, en la fértil región cerca del Mediterráneo, en la parte de Israel que se encuentra entre Haifa y Acre. Siendo la más pequeñas de las tribus, la más insignificante, pero con las riquezas materiales que disponía eran muy tentada por el paganismo. Esta tribu se había adaptado a las costumbres de los pueblos vecinos, lo que supuso que pronto desaparecieron de la escena. Cuando llegaron los asirios y fueron deportados esta tribu ya no permaneció, se disolvió saliendo de las páginas de la historia. Sin embargo en el Templo de Jerusalén aparece una mujer de la tribu de Aser; es el pequeño resto, el pequeño remante de una tribu infiel.

         Desde el profeta Oseas la nación de Israel había sido presentada como la esposa del Señor, casi siempre infiel a su Señor. Y en este pueblo de infieles queda un resto, un remanente de fidelidad. Y ese remanente o resto fiel está representado por esta profetisa Ana, la cual tiene 84 años. Es un numero claramente simbólico que es el resultado de 7 por 12. El número 7 es la perfección y el 12 son las tribus del pueblo de Israel. Ana representa a este pueblo que ha venido viviendo desde la más absoluta integridad viviendo su misión. Ana forma parte de las personas fieles del pueblo de Israel que esperan al Mesías y que le acogen. No acogen al Mesías que el pueblo estaba esperando -el Mesías vengador y luchador-, sino el Mesías del Señor. Ana representa el amor fiel al esposo, que le acoge y desea estar con él; y se implica en su mensaje de salvación.

         Mantenerse en este amor en un momento o a corto plazo es muy fácil, pero mantener esta lealtad es lo que resulta realmente difícil. Ana representa este resto que permaneció fiel incluso cuando todos los demás han dejado al Señor. Ana es la parte de Israel que representa a la esposa fiel a Yahvé. Son muchos los que han ido abandonando a la Iglesia, pues ante esta situación es muy importante guardar en el corazón esta figura de la esposa que no abandona al amor porque sabe que no hay más amor que en Dios.

viernes, 24 de enero de 2025

Homilía del Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo C Lc 1,1-4; 4, 14-21

 

Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 1, 1-4; 4, 14-21

 

         Hoy en el evangelio que se ha proclamado en toda la Iglesia consta de dos partes: el prólogo del evangelista Lucas; posteriormente nos encontramos con el discurso de programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret.

 

         Lucas vivió en la segunda mitad del siglo I, y compuso su obra entre los años 80 y 90 d.C. Se dirige a una comunidad perteneciente a la segunda generación cristiana, la cual vive inmersa en un contexto cultural y político del imperio romano. Esta comunidad mira a la cultura helenista y al imperio romano con ojos nuevos, porque vive en medio de ellos y en diálogo con ellos. Esta comunidad ya no gozaba de esos ímpetus o celo pastoral, sino que corre el serio peligro de acomodarse a este mundo y aparece en escena la rutina, el aferrarse a los bienes de este mundo y de olvidarse de las exigencias radicales del seguimiento. Muchos de los hermanos que formaban parte de estas comunidades cristianas retornaban a avivar los malos hábitos y costumbres, avivar amores del pasado…, olvidándose de las exigencias radicales del seguimiento de Cristo. La comunidad a la que escribe Lucas necesita ser invitada a la conversión y por ello nada mejor que recordar -hacer pasar de nuevo por el corazón- las palabras y la vida de Jesús. Y lo hace porque quiere ayudar a su comunidad a ir alejando los espejismos de todas aquellas cosas mundanas que son presentadas como apetitosas y dignas de ser deseadas por los corazones desbocados pero que pasados los primeros momentos dulces tornan en ser un foco de infecciones para el alma y de sufrimiento para las personas. Nos recuerda que Cristo es amor misericordioso que nunca defrauda.

 

         Han pasado ya unos 65 años de la muerte del Maestro y todos los testigos que se habían encontrado con Jesús van desapareciendo. En las comunidades empezaron a sentir la necesidad de conocer más de cerca a esta figura del Maestro y su mensaje ponerlo por escrito en algunos libros. Cuando estaban vivos algunos de los que habían conocido a Jesús acudían a las comunidades para repetir sus palabras y para hablar del Maestro, pero ahora estos testigos oculares han ido falleciendo. Urge poner por escrito todas aquellas cosas acerca de Jesús. El primero que escribió el evangelio fue Marcos en Roma en torno a los años 60 d.C. y 70 d.C. La comunidad cristiana reconoce en este libro la figura del Maestro y su mensaje. El evangelio de Marcos fue usado durante unos quince años en muchas de las comunidades cristianas. Diversas comunidades cristianas empezaron a recoger testimonios de Jesús desde unas perspectivas diversas.

         El evangelista Mateo compuso su obra en Antioquia de Siria en torno al año 70 y el 110 d.C. y escribirá a una comunidad compuesta por judíos y se empeña en demostrar como en Jesús se cumplen todas las promesas realizadas en el Antiguo Testamento.

         El evangelista Lucas escribe para una comunidad de hermanos que proceden del paganismo, para los gentiles. De tal modo que muchos rasgos que no tienen en cuenta los otros evangelistas sí que lo tiene Lucas.

 

         Lucas era originario de Antioquía de Siria, pero vivió en Filipos. En la ciudad de Filipos tenían una magnífica biblioteca en el tiempo de Lucas. Lucas era un devorador de libros clásicos; su forma de escribir se asemeja a la literatura de los clásicos de su tiempo. Era una persona muy culta; era un médico de profesión. San Pablo en la Carta a los Colosenses definiéndolo como «Lucas, el médico tan querido» (Cfr. Col 4, 14). Y la comunidad cristiana le pidió a él que compusiera su obra, tanto su Evangelio como el libro de los Hechos de los Apóstoles. Esta comunidad precisaba una presentación de la figura del Maestro que respondiera a las necesidades de su comunidad de hermanos que procedían del paganismo.

         Lucas se adaptar a un procedimiento literario que era muy usado entre los autores clásicos de su tiempo como es el proceder en su obra empezando con un prólogo. Es una introducción en la que no cita su propio nombre, pero se presenta y declara el propósito que se ha propuesto; del mismo modo expone los criterios que seguirá en la composición de su obra.

 

         Lucas en su prólogo nos expone «la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido/verificado/sucedido entre nosotros». En griego es usa el término πρᾶγμα (pragma), que significa ‘lo que ha sido hecho’, ‘hechos reales y concretos’. En tiempo de Lucas había muchos mitos y cuentos que podían haber creado confusión con la historia que Lucas nos quería contar. Por eso Lucas empieza poniendo todas las cartas sobre la mesa: ‘yo hablo de hechos, de eventos que han sucedido entre nosotros’. Lucas ha contactado con personas que fueron testigos presenciales, los cuales fueron ministros, servidores de la Palabra. Lucas no cuenta con los charlatanes que abundaban en el imperio romano ávidos de dinero. Lucas se lo pregunta a personas que se han consagrado al anuncio de la Palabra y que han sido fieles a lo que ellos han visto y oído. De tal modo que estos servidores de la Palabra preferían morir antes que traicionar el mensaje recibido del Maestro.

         Lucas ha prestado gran cuidado a la hora de exponer los hechos sobre Jesús empezando por el inicio, presentando con un orden, todos los hechos que realmente han acontecido.

 

         Lucas dedica el libro a un tal Teófilo, «ilustre Teófilo» o como dice en griego «κρατιστε θεοφιλε», «excelentísimo Teófilo». Excelentísimo es un término que llega a lo más alto rango de la sociedad.

         El nombre "θεόφιλος" ("Teófilo"), significa amigo de Dios en griego o, según otros, (ser) amado por Dios. No se conoce la identidad histórica de Teófilo, por lo cual existen diferentes conjeturas al respecto. Una de esas conjeturas es que Teófilo era el tercero de los cinco hijos de Anás, el sumo sacerdote, y por tanto cuñado de Caifás, y estuvo en el cargo entre el año 37 y 41. Entonces Teófilo es un sumo sacerdote que conoce o tiene conocimiento del mensaje de Jesús.

         Otra de esas conjeturas era que probablemente se trate de un cristiano rico de la rica comunidad cristiana de Filipos que se ofreció a la hora de ayudar económicamente a Lucas. Recordemos que en este tiempo no había derechos de autor. Este cristiano se comprometió en dar todo lo que fuera necesario para que Lucas pudiera completar su trabajo. Hay que reconocer que Teófilo fue muy hábil porque de este modo se hizo conocido y tuvo mucha publicidad. Recordemos que Lucas lo cita tanto al inicio del evangelio como al inicio de los Hechos de los Apóstoles.

        

         Lucas nos revela un claro objetivo: «para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido». Lucas quiere dar bases sólidas a la fe de los hermanos de su comunidad cristiana. Lucas no está escribiendo para los no creyentes, sino para los creyentes. Les proporciona referencias claras y seguras para que estos creyentes puedan profundizar en los cimientos de su propia fe. Las verdades de la fe no pueden ser demostradas tan científicamente como alguno puede pretender; pero la adhesión a Cristo no tiene nada que ver con la credulidad ni la ingenuidad. La adhesión a Cristo no es una elección ingenua hecha por una persona ignorante y dispuesta a aceptar todos los cuentos de hadas que acríticamente le digan; esta no es la fe de los cristianos. La fe cristiana es la adhesión a una persona y a su propuesta de vida, pero hecha con razones, con discernimiento. Es la adhesión auténtica a una persona: Jesucristo. Lucas ofrece excelentes razones que te llevan a creer en Cristo y él lo que hace -durante toda su obra- es irlas exponiéndoselas a su comunidad y, por ende, a ti.

         Lucas va trazando el camino para alcanzar una fe auténtica, madura.

 

         Concluido el prólogo (cfr. Lc 1, 1-4) se continúa -en el texto que abordamos en esta liturgia dominical- en el capítulo cuarto donde se nos presenta el programa de vida que Cristo nos oferta de la vida pública de Jesús.

         Nazaret es conocida como "la flor de Galilea", como decía san Jerónimo. Situada sobre una colina a 350 metros sobre el nivel del mar, la ciudad está rodeada por otras colinas más altas haciendo la imagen de pétalos de una flor que rodean a esa Nazaret que sería como pistilo ubicado en todo el centro. Los pétalos en torno a Nazaret. Algo aparentemente insignificante a los ojos humanos, pero no para los de Dios ya que Jesús empezó allí a ‘polinizar’ con su palabra los corazones.

         Lucas coloca la visita de Jesús a Nazaret al inicio de la vida pública por razones teológicas y pastorales. Mientras que los otros evangelistas colocan esta visita a Nazaret en mitad de la vida pública de Jesús; Lucas lo coloca al inicio: En Nazaret Jesús ya define la propia misión mesiánica y lo enmarca dentro de una profecía que anunciaba un año jubilar. Esto significa que todo el ministerio de Jesús va orientado en esta perspectiva jubilar.

 

         «Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».

         Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

         En aquel tiempo se parece un poco a nuestra liturgia. Era una lectura trienal. La liturgia se iniciaba con un salmo, el salmo 92, y se procedía a proclamar el libro de la Ley, el libro del Deuteronomio y se concluía con la lectura de un profeta.

 

Pero sorprendentemente Jesús no lee, no proclama el texto que correspondía a ese día. El evangelista nos dice que Jesús abrió, desenrolló el rollo y halló, buscó (ευρεν), en griego se usa el verbo ευρισκω (eurisko), que significa ‘encontrar’, ‘hallar’; Jesús encontró ese texto porque lo buscó. Jesús desea buscar un texto en particular.

         Los detalles son muy significativos. Jesús abre el Antiguo Testamento. Si Jesús no lo hubiera abierto permanece cerrado. Lucas nos dice que es Cristo el que nos da la clave de interpretación de todo el Antiguo Testamento, que sin él todo el Antiguo Testamento sería totalmente incomprensible. Jesús hizo la proclamación de la lectura y luego lo enrolla. Lo entrega al encargado y se sienta teniendo todos los ojos fijos en Jesús.

 

         Sin embargo, Jesús hizo algo inaudito. Jesús parte el versículo 2 del capítulo 61 de Isaías y omite lo siguiente: «y un día de venganza de nuestro Dios; para consolar a todos los que lloran». Era inadmisible e intolerable que se partiera un versículo por la mitad porque formaba todo un uno inseparable. Sobre todo porque esta segunda parte se estaba anhelando de una manera especial para dar batalla y derrotar a los paganos que tenían sometido al pueblo de Israel; ya que sus enemigos debían de ser sometidos y convertirse en esclavos de Israel. Jesús esta segunda parte no lo dice, lo calla. Este modo de proceder Jesús genera una gran tensión dentro de la sinagoga.

«Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». La tensión creada en la sinagoga era máxima ya que Jesús no dice lo que todos esperaban que hiciera el Mesías, que era aniquilar, oprimir y esclavizar a los enemigos de Israel y Jesús no les leyó esa parte tan deseada por ellos. Todos en la sinagoga estaban escandalizados y finalmente intentarán lincharlo. Jesús habla del amor universal, incluso a los enemigos. Porque la acción de Dios se mueve, no por los méritos que uno realice, sino por la necesidad que uno tenga. Y esto hace que se desate el furor contra Jesús, porque también los enemigos podrían ser ayudados por Dios si estuviesen necesitados.

 

         El profeta Isaías (cfr. Is 61, 1-2a) se estaba refiriendo a los israelitas que estaban regresando de Babilonia y se encontraban en una situación muy complicada. El persa Ciro aparece en escena y todos los pueblos avasallados por Babilonia, entre ellos los judíos deportados, se verán favorecidos por Ciro, quien mediante un decreto de liberación permite retornar a Palestina a los judíos que lo deseen (cfr. Esd 1, 2-5). Los repatriados no han encontrado precisamente un paraíso, sino una tierra empobrecida y en ruinas. Los trabajos de reconstrucción del Templo se detienen apenas concluidos los cimientos y los repatriados se tienen que contentar con tener únicamente restablecido un altar para reanudar un culto elemental. Por otra parte, las expectativas de liberación se han visto defraudadas en buena medida, porque la liberación anunciada sólo ha afectado al ámbito religioso, mientras se mantiene la dominación política y económica. Una situación bastante complicada. Los grandes propietarios terratenientes que estaba explotando a los judíos recién llegados; estamos en torno al año 400 a.C. En este contexto aparece un profeta que anuncia este oráculo de esperanza para todos los prisioneros oprimidos que precisan ser liberados y necesitados de un año de gracia del Señor. Se les anuncia un año jubilar donde estos judíos puedan recuperar sus propiedades, porque la tierra en Israel es de Dios y no puede ser vendida ni comprada.

          

         Jesús enrolla el rollo y luego no comienza a explicar la profecía, sino que dice «hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús está diciendo que esta transformación del mundo acontece en el hoy. Nos está diciendo con ese «hoy» que se ha comenzado con esa transformación del mundo. Ahora bien, los que ahora está contentos porque disponen de dinero, de bienes, todos aquellos que se encuentran satisfechos no esperan nada, no desean ninguna transformación y ellos mismos hacen la opción de cerrarse ‘a cal y canto’ a su propuesta de vida. «Los pobres» desean y anhelan esta nueva propuesta de vida porque descubren en Cristo su gran tesoro, su heredad, su riqueza.

         El profeta Isaías también tiene presente y en cuenta a «los cautivos» a los cuales se les anuncia la liberación. El término hebreo que se utiliza en la profecía de Isaías para indicar esta liberación de los prisioneros es ‘derór’ דְּרוֹר (libertad, mirra, espontaneidad de salida, claro); este término se utiliza para expresar la acción de liberar a alguien de algo que lo estaba restringiendo, ya sea física o emocionalmente y a la libertad de moverse sin restricciones. Jesús comienza a lograr esta liberación. Jesús ha venido a liberarnos de todos los bloqueos psicológicos, morales, de aquellas heridas del corazón que tienden a abrirse con frecuencia cuando nos encontramos más vulnerables; nos viene a liberar de todo aquello que nos entristecen y que nos impiden avanzar y crecer haciendo que nuestra vida de amor se marchite. Pensemos en todas aquellas pasiones descontroladas que nos hacen retroceder, la sed del poseer, el frenesí del poder, el buscar el éxito a cualquier precio, ese amor que aun sabiendo no me conviene lo hago propio, etc. Todo esto son cadenas, son ataduras, son cepos que nos inmovilizan y de los que precisamos ser liberados para poder vivir según el proyecto de Dios. Y Jesús nos dice que «hoy» que se ha empezado a proceder a la liberación y a ser destrozados esos cepos, ataduras y cadenas. Otro tipo de lazos que nos impiden ser felices son los rencores de aquellos que nos han hecho daño, ya vivan o hayan fallecido; la Palabra del Maestro nos libera para que podamos estar en paz y armonía con los hermanos. Otros lazos pueden ser los errores del pasado que nos genera dolor y resentimiento doloroso en el interior de la persona; la Palabra de Jesús tiene el poder de deshacer ese enorme nudo para que uno mismo se pueda perdonar y reconocer cómo la potencia de Dios le ha devuelto a uno la alegría. Jesús ha venido a liberar a todos los prisioneros; y todos somos prisioneros.

 

         El profeta Isaías nos sigue diciendo que «a los ciegos, la vista». Viene a liberar a los ciegos de la ceguera. Se refiere a todos aquellos que únicamente ven su propio interés, su propia persona. Cuando se dice que ha llegado esta luz que es Cristo quiere decirnos que nuestra vida, en el mismo momento en que Cristo ha entrado, se nos ha vuelto luminosa, con una clara orientación. Ya no soy una persona que va dando tumbos de un lado hacia otro, ni como una mariposa que va de flor en flor; ni alguien que siga apegado a los malos hábitos/afectos/amores o al hecho de aprovecharme de las personas o circunstancias. Cristo disuelve todas esas oscuridades con su luz. Con la luz de Cristo empezamos a saber quienes somos y también a dónde vamos y conoceremos el sentido de nuestra propia existencia.

         Jesucristo ha venido a abrirnos los ojos para ver claramente para sabernos orientar en la vida, para entender en qué dirección nos tememos que mover, para tener el discernimiento adecuado. Cuando la luz de Cristo no se da, cuando nuestros ojos están ciegos no sabemos lo que es bueno o malo, ni distinguimos lo falso de lo auténtico y nos movemos como personas embriagadas por la tortuosa senda del relativismo. Y claro está, por esa senda tortuosa y ciega nos hacen tomar decisiones equivocadas y nos accidentamos generándonos heridas de compleja cicatrización. Cuando no se tiene esta luz, cuando uno es ciego todo es confuso y todo es igual moviéndonos por los caprichos, por las pasiones, impulsos del momento, por todo aquello que nos apetece, pero que no nos conviene. Jesús ha curado a ciegos devolviéndoles la vista, pero esto es una invitación a los que vemos con los ojos, pero nuestro corazón está aún ciego. Cuando uno ve una tumba uno percibe el fin de la vida, que se ha acabado todo lo que se daba. Pero con la luz de Cristo podemos ver más allá de la muerte y ver la entrada o el ingreso de la segunda parte de la vida. Al abrirnos los ojos descubrimos que somos hombres únicamente cuando amamos, cuando reflejamos nuestro ADN divino.

 

         El profeta nos sigue hablando de «libertad a los oprimidos». Esto nos remite al famoso capítulo 58 de Isaías donde se habla del auténtico ayuno que agrada al Señor; un ayuno que no consiste en observar ritos, ni inclinarse la cabeza como un junco ni tumbarse en un saco entre ceniza (cfr. Is 58, 3-4). Todo esto no puede ser llamado ayuno. Y el profeta Isaías presenta el auténtico ayuno que Dios quiere: «Éste es el ayuno que yo deseo: romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados, y arrancar todo yugo; compartir tu pan con el hambriento, acoger en tu hogar a los sin techo; vestir a los que veas desnudos y no abandonar a tus semejantes» (cfr. Is 58, 6-7). La Palabra de Jesús ha venido para romper todos estos yugos y cadenas; ha venido a dar la liberación. La Palabra nos libera cuando nos ponemos al servicio del hermano y dejamos de pretender dominarlos o controlarlos. Cuando el otro es un enemigo en potencia que te puede dañar o perjudicar en tus pretensiones; cuando el otro es percibido como una persona que se aprovechará de tus debilidades para derrocarte y pisotearte, todos estamos privados de libertad y el ambiente de trabajo es tóxico y malsano. De todo esto ha venido a liberarnos el Señor.

          

           El profeta Isaías nos dice también que ha venido «a proclamar el año de gracia del Señor». Ha venido a anunciar un año jubilar. El año jubilar significaba la remisión gratuita de todas las deudas y la libertad de los esclavos. Significaba que cada cual podía recuperar la posesión de la propia tierra y todo esto de un modo gratuito. Esta es la síntesis del programa de vida que Jesús nos plantea a cada uno en personal y a las comunidades cristianas en particular.


jueves, 16 de enero de 2025

Homilía del Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo C La boda de Caná Jn 2, 1-11

 

Homilía del Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Jn 2, 1-11

      El evangelista Juan no pretende presentar un acontecimiento histórico, sino teológico. Pretende presentar de manera teológica el cambio de la Alianza y lo hace a través de una serie de signos.

         El evangelista Juan otorga mucha importancia a este episodio de las Bodas de Caná ya que lo coloca al inicio, como la apertura de su evangelio; como el primero de los siete signos que posteriormente nos contará [cfr. el primer signo: una boda en Caná Jn 2, 1-12; segundo signo: el hijo del funcionario real Jn 4, 43, 54; el tercer signo: el paralítico Jn 5, 1-9; el cuarto signo: multiplicación de los panes Jn 6, 1-15; el quinto signo: marcha sobre las aguas Jn 6, 16-21; sexto signo: el ciego de nacimiento Jn 9, 1-12; séptimo signo: victoria sobre la muerte de Lázaro Jn 11, 1-44]. Además, sorprende mucho el modo de como el evangelista concluye este pasaje del primer signo: «así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él».

 

         Se nos cuenta que en una boda, con muchos invitados, se había acabado el vino, dando la impresión que habían bebido en sumo exceso. ¿Cómo es posible que en vez de ir a comprar más vino Jesús hubiera decidido rellenar hasta arriba de agua las seis tinajas de piedra de unos cien litros cada una? ¿Eran necesarios seiscientos litros de vino? ¿No habría hecho falta únicamente una colecta entre todos los invitados para conseguir más vino? ¿Por qué Jesús no reservó este milagro para otras cosas más útiles y más urgentes?

 

         Se dice equivocadamente que Jesús realizó este milagro sólo para complacer a su madre, la cual quería evitar pasar una mala impresión a la familia de los cónyuges ya que era una familia pobre. Pero esto, como digo, es presentado de un modo equivocado: El episodio tiene lugar en la casa de una familia acomodada, rica. ¿Cómo se sabe del estatus social de esta familia? La razón es que tienen sirvientes y mayordomo. A todo esto hay que añadir que tenían seis tinajas de piedra para las purificaciones que únicamente se lo podían permitir las familias ricas.

         El evangelista cita a «la madre de Jesús» pero no la llama por su nombre. Y Jesús se refiere a ella de un modo un tanto extraño con el término «mujer». No hay ni un solo caso en toda la riquísima literatura rabínica en el que un niño se refiera de esta manera a su madre.

 

         Este texto bíblico tiene en sí una inmensa riqueza teológica; no se trata únicamente de un informe de un hecho acontecido. Es una magnífica página de teología compuesta por Juan partiendo de imágenes y de referencias bíblicas para comunicarnos un mensaje auténticamente extraordinario.

 

         «Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. Fueron invitados también a la boda Jesús y sus discípulos».

         «Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea». El tercer día nos remite al día de la Alianza en el Monte Sinaí (cfr. Ex 19, 9-25) cuando el pueblo esté preparado en el tercer día porque en el tercer día el Señor descenderá sobre el Monte Sinaí a la vista de todo el pueblo. Y sigue diciendo el libro del Éxodo que en el tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos. Entonces el tercer día significa la manifestación del Señor que realiza con el pueblo la Alianza.

         Respecto al lugar de la boda, Caná, es desconocida desde el punto de vista geográfico y es una probable alusión a un verbo hebreo que significa ‘comprar’ [pasado (3ª pers. masc. sing.) QANAH     קָנָה     קנה] en alusión que se encuentra en el libro del Éxodo: «Los príncipes de Edom se estremecieron, se angustiaron los jefes de Moab y todas las gentes de Canaán temblaron. Pavor y espanto cayeron sobre ellos. Bajo la fuerza de tus brazos enmudecieron como piedras, hasta que pasó tu pueblo, Yahvé, hasta que pasó el pueblo que tu adquiriste/compraste» (cfr. Ex 15, 15-17).  El evangelista va a presentar la sustitución de la Antigua Alianza con la Nueva Alianza.

         En el texto únicamente aparece el nombre de Jesús. Cuando el evangelista no pone el nombre de la persona es porque son personajes representativos de una realidad más allá de su concreción histórica.

 

         Este pasaje evangélico comienza de un modo sorprendente: No aparecen los esposos que son los auténticos protagonistas de la boda. La esposa no aparece en absoluto y el esposo aparece sólo al final del pasaje, y aún así no dice ni palabra. Los hechos presentados a modo de crónica no encajan correctamente. ¿Juan, el evangelista, desea contarnos únicamente un milagro con el que Jesús quería manifestar su gloria y para que sus discípulos le siguieran de un modo convencido o deseaba Juan hacernos reflexionar sobre la otra boda que nos hablaban los profetas?

         En la Biblia hay muchas imágenes que se utilizan para presentar la relación de Dios con su pueblo. En los libros antiguos se ha presentado a Dios como el rey, como el aliado, como el legislador, como el juez, también como el guerrero que defiende a Israel. Posteriormente se ha ido introduciendo en la Biblia imágenes más entrañables: el Señor es presentado como el pastor de su pueblo, e incluso ya en esta imagen se puede percibir el elemento afectivo y emocional de Dios con Israel; donde se llama al pueblo a una comunión de vida. Con los profetas aparece una nueva e importante imagen: la del matrimonio.

         El primero que empleó la imagen del matrimonio fue el profeta Oseas, el cual presenta el matrimonio como una parábola de la relación de amor entre Dios con su pueblo. Luego la relación que se da entre el esposo y la esposa no es la misma relación que se da entre el patrón y el trabajador. El profeta Oseas en el capítulo segundo nos dice que Israel se ha comportado como una esposa infiel: «Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor» (cfr. Os 2, 21-22). El profeta Isaías retoma esta imagen del amor entre el esposo y la esposa: «Como un joven se casa con su novia, así se casará contigo tu constructor; como goza el esposo con la esposa, así gozará contigo tu Dios» (cfr. Is 62, 5); «Aunque los montes cambien de lugar, no cambiará mi amor por ti, ni se desmoronará mi alianza de paz, dice el Señor, que está enamorado de ti» (cfr. Is 54,10). El profeta Jeremías también nos dice: «Así dice el Señor: Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto, por tierra baldía» (cfr. Jr 2, 2). Todas estas imágenes nos recuerdan contantemente el matrimonio entre Dios con su pueblo; siendo el modo más dulce y entrañable de relacionarse con el Señor.

        

         En tiempos de Jesús todos los israelitas sabían muy bien cómo el Señor estaba involucrado e implicado con su pueblo en una relación conyugal. Pero los guías espirituales enseñaban que la benevolencia y el amor del Señor te lo tenías que ganar; te tenías que merecer el favor divino. Por eso era preciso y muy necesario ofrecerle sacrificios, incienso y sobre todo observar escrupulosamente todos sus preceptos. Aquí la vida del piadoso israelita era un agotador y continuo esfuerzo para merecerse el amor del Señor. Nada era gratuito en esta relación, todo tenía que ser ganado. Ésta era la triste y mezquina espiritualidad farisaica de los méritos que no concebían el amor conyugal y gratuito del Señor.

 

         «Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino».

         El vino es la expresión de alegría, luego falta la alegría. El vino es un elemento indispensable en cuanto símbolo del amor entre el esposo y la esposa. En el matrimonio judío, un momento culminante es cuando como marido y esposa, los recién casados, beben de una única copa de vino. Entonces el vino representa este amor y ese es el vino que faltaba.

         La madre de Jesús dice «no tienen vino», no le dice «no tenemos vino». La madre representa al Israel fiel que siempre ha tenido una relación de amor con Dios. Y ella está preocupada por la triste condición del pueblo y al decir «no tienen vino», nos dice que el amor de alianza nunca existió; porque una alianza basada sobre la observancia de la ley hace sentir siempre a las personas indignas y culpables, de tal modo que no pueden experimentar el amor de Dios. De tal modo que el amor nunca se ha dado en esta boda.

         El evangelista presenta la triste situación espiritual del pueblo al mostrar que falta el vino: La práctica religiosa de Israel es como una fiesta de bodas donde falta el vino. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento el término ‘vino’ y sus referencias aparecen 979 veces, por lo que es muy importante. El vino en la tradición bíblica es el signo de la gloria, de la fiesta, del amor. El sabio Qohélet (Eclesiastés) escribe «para divertirse hacen banquetes, el vino alegra su vida» (Ecl 10, 19). El libro de Sirácida, también conocido como Eclesiástico, nos comenta «vino y música alegran el corazón» (Eclo 40, 20); «Con el vino note hagas valiente, porque a muchos ha perdido el vino (…). El vino es bueno para el hombre, si se bebe con moderación. ¿Qué es la vida si falta el vino? Fue creado para alegrar a los hombres. Contento del corazón y alegría del alma, el vino bebido a su tiempo y con mesura» (cfr. Eclo 31, 27-28). El Salmo 104 dice «el vino que alegra a los hombres» (cfr. Sal 104, 15). Cuando presenta el mundo nuevo lleno de alegría el profeta Isaías nos dice «el Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados» (cfr. Is 25, 6).  

 

         Pero la relación de Israel con su Dios era como una fiesta de bodas sin vino. Cuando se dice «no tienen vino» no se refiere a que hubiera antes vino y que ese vino se hubiera ya consumido; sino que siempre ha faltado el vino, no había vino en este banquete de bodas, en esta práctica religiosa: No han tenido nunca la alegría. Mientras que en los Salmos se habla de ese amor de enamorados por Dios, una relación auténticamente como esposos con el Señor. Por ejemplo, el autor del Salmo 16 se presenta como el enamorado; el Salmo 63 dice «Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el alba te deseo; estoy sediento de ti, por ti desfallezco (…). En mi lecho me acuerdo de ti, en ti medito en mis vigilias porque tú has sido mi ayuda y a la sombra de tus alas grito de júbilo». Todos estos son conversaciones que se traen los enamorados y es una espiritualidad auténtica de las personas más elevadas en Israel.

         No obstante, los escribas y los fariseos y los sumos sacerdotes del Templo habían inculcado otra espiritualidad, la de la escrupulosa observancia de las prescripciones rituales, de los preceptos -los cuales muchos se los inventaron ellos-. Era tal la presión de normas, preceptos, observancias que la gente continuamente se sentía impura. Era imposible observar todos los preceptos, normas, observancias, ritos… La gente se sentía impura; de ahí la necesidad de la continua purificación. Si uno quería sentirse en paz con el Señor se precisaba de las tinajas. De ahí que en la casa donde se celebraba la boda hubiera seis tinajas de piedra de unos cien litros cada una para que todos los de casa y para que todos los invitados se pudieran purificar. Tengamos en cuenta que una boda podía durar hasta una semana.

         En el Talmud se nos cuenta que el famosísimo Rabí Akiva, que había sido encarcelado por los romanos durante la segunda revuelta judaica -en la primera mitad del segundo siglo- renunció a beber agua para poderse purificar y sentirse siempre puro. ¿Puede dar la alegría este tipo de relación con el Señor? La respuesta es un no rotundo. Genera solo ansiedad, malestar, preocupación, conciencias escrupulosas.

         Con este pasaje de las bodas de Caná el evangelista describe la penosa situación espiritual de su pueblo: Falta el vino, falta la alegría.

 

         La madre de Jesús -María- es la que se da cuenta que esta situación es triste, angustiada e insostenible. Sin embargo, el evangelista no ha puesto el nombre de María, únicamente ha escrito «la madre de Jesús» porque desea destacar en «la madre de Jesús» la dimensión como Madre del Mesías de cuyo vientre nació el Salvador del pueblo. Y la Madre del Mesías se da cuenta de esta triste, angustiosa e insostenible situación espiritual que está sufriendo el pueblo al vivir con esta ansiedad y conciencia escrupulosa por intentar sentirse en paz purificándose constantemente y así hacer méritos para ser amados por Dios. Y esta Madre del Mesías ha introducido en el mundo al Salvador que ha instaurado una nueva relación conyugal/matrimonial auténtico de Dios con su pueblo. Del mismo modo el evangelista, en un sentido más amplio, se refiere al pequeño Resto de Israel,

‘los anawim’, (hebreo עֲנָוִים) los pobres de Yahvé (cfr. Sof 3,12-13) que asumiendo la espiritualidad de los profetas y de los salmos y permaneciendo totalmente fiel al Señor han sido el vientre del que ha nacido el Salvador. Y aquella que despunta totalmente y con gran diferencia sobre los que forman parte de ese pequeño Resto de Israel es María de Nazaret. María de Nazaret, como Madre del Mesías, nos enseña que tenemos que acudir a Jesús para poder encontrar la Gloria.

 

         «Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».

         La respuesta de Jesús puede ser desconcertante. La expresión «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?» es una expresión del lenguaje diplomático de aquella época. Indica la toma de distancia sobre un asunto. En el evangelio hay otro caso en el que se recurre a esta expresión: es en la boca del endemoniado de Gerasa que se dirige a Jesús y le dice «¿qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?» (cfr. Lc 8, 28; Mt 8, 28; Mc 1, 24). El demonio lo que le está diciendo a Jesús es que el demonio pertenece al reino de la muerte y que Jesús pertenece al reino de la vida, por lo tanto son situaciones totalmente irreconciliables. Esta expresión indica que Jesús está a punto a crear una separación clara entre la condición espiritual que está experimentando el pueblo de Israel y la condición nueva que está a punto de presentar e introducir Jesús en toda la humanidad: un nuevo modo de relacionarse con Dios, el cual es el único que da la alegría.

 

         El modo de dirigirse Jesús a su madre con la expresión «mujer» nunca se ha usado en el Antiguo Testamento para que un hijo se dirija de este modo a su madre. Este apelativo «mujer» utilizado por Jesús en el evangelio de Juan lo emplea para tres personajes femeninos que representan en sentido figurado las esposas de Dios: la madre de Jesús representa a la esposa fiel del Antiguo Testamento, la nueva Eva, la madre de los vivientes (cfr. Jn 2, 4); este apelativo «mujer» también lo refiere al personaje femenino es la mujer samaritana (cfr. Jn 4, 21), que es el Israel adúltero que el esposo reconquista con una oferta más grande de amor; y finalmente el último personaje femenino al cual Jesús se dirigirá llamándole «mujer» será María de Magdala que representa la esposa de la nueva alianza (cfr. Jn 20, 13).

 

         Y Jesús dice «todavía no ha llegado mi hora». ¿De qué hora estamos hablando? A menudo el evangelio de Juan se refiere a la hora de Jesús. Y la hora llega en el momento del Calvario. Es la hora en el que el esposo Jesús manifiesta todo su amor por la esposa; dona toda su vida. Y que Jesús sea el esposo esperado ya está indicado en el tercer capítulo del evangelista Juan cuando el Bautista es interrogado por los enviados de los fariseos y el Bautista responde que él no es el novio, solo el amigo del novio (cfr. Jn 3, 29), que él sólo escucha la voz del novio/esposo que está llegando y que su corazón se colma de alegría porque llega el esposo. Jesús es el esposo que introducirá la relación de amor conyugal con Dios.

 

         Ahora escucharemos lo que dice la madre, el Israel fiel, el Israel que espera al Señor en ese festín prometido en el profeta Isaías.

         «Su madre dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una».

         En este punto entran en escena los sirvientes, que en griego se llaman (diáconos) Διάκονος.  Este término aparece doce veces en su evangelio indicando que es muy importante. ¿Quiénes son estos sirvientes a los que se dirige la madre? Son aquellos que están dispuestos a ponerse al servicio del proyecto de este hijo de Israel que es Jesús de Nazaret. Las religiones de las purificaciones deben finalizar porque Dios también ama a los hombres que se consideran impuros. Esa agua de las purificaciones han de transformarse en vino, en alegría. «Haced lo que él os diga» y encontrarás la alegría.

         Ese «haced lo que él os diga» nos remite al libro del Éxodo cuando Moisés convoca los ancianos del pueblo y a todo el pueblo para transmitirles las palabras que Dios le había comunicado, a lo que «todo el pueblo a una respondió: Haremos todo cuanto ha dicho Yahvé» (cfr. Ex 19, 7-8). De esa manera Jesús aparece como el nuevo legislador, el nuevo Moisés al que deben de escuchar.

 

         Había seis tinajas de piedra. Eran tinajas de piedra no eran tinajas de teja o loza. Eran tinajas de piedra, grandes e inamovibles. Eran de piedra e inamovible como de piedra e inamovible eran las Tablas de la Ley. Y servían para las purificaciones de los judíos.

         Estas tinajas ocupan el centro de la historia ya que son muy importantes. De hecho, sólo son seis y el número seis es el símbolo de la imperfección, porque falta una tinaja para que fueran siete que es el número que indica la perfección. Este seis es el número de la imperfección de la espiritualidad de la cual está viviendo Israel. Se nos indica que son de piedra que nos remite que la Ley escrita sobre piedra, no escrita en el corazón. Y luego nos cuentan la capacidad de cada una de esas tinajas de piedra, pero están vacías, está agotado el contenido y no pueden seguir cumpliendo su cometido de purificar. Esta es la imagen -estas tinajas vacías- de la religiosidad farisaica que han deformado y distorsionado la relación con Dios. La boda continuaba adelante, la relación con Dios continuaba adelante, pero sin ningún impulso del amor gratuito ya que se limitaban a seguir lo que estaba prescrito y luego purificarse por ser un pecador reincidente y que no era digno de ser amado por Dios.

         Este texto evangélico de la boda de Caná está escrito para nosotros. Nosotros que somos cristianos y que estamos dentro de este tiempo nuevo inaugurado por Jesús tenemos asimilado esta espiritualidad del amor gratuito en el día del Señor. Es la comunidad cristiana que después de una semana de trabajo, cansancio y de alguna alegría se reúnen finalmente junto a sus hermanos y hermanas en torno a la Eucaristía dominical para cantar todos juntos la alegría de sentirse amados por el Señor. Todavía existen personas tristes que se reencuentran para observar un precepto, el precepto dominical, porque de no hacerlo caería en pecado mortal. En nuestras comunidades ¿se respira vida y juventud o continuamos con una espiritualidad vieja, rancia del Dios justiciero? Tal vez hayamos recubierto el evangelio con un velo de tristeza. 

         «Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Ellos se lo llevaron».

         Estas bodas duraban días e incluso una semana y debía de haber siempre una persona que estuviera atento y al tanto, no sólo de que no faltase la comida y sobre todo el vino, sino también esa agua; el cual todos los presentes y todos los invitados tenían que hacer uso de él con mucha frecuencia para purificarse. Ese quedarse sin agua esas tinajas nos quieren manifestar cómo los líderes religiosos no se interesan ni se preocupan por el pueblo.

         Estos sirvientes o diáconos -los cuales somos nosotros- se ponen a disposición de Jesús son todos aquellos que están de acuerdo con colaborar con él para que cambien las cosas. Son todos aquellos catequistas, cristianos comprometidos que dedican tanto tiempo para poder anunciar al Señor. Los siervos o diáconos son todos aquellos que estudian la Palabra de Dios porque quieren entenderla bien para después poder vivirla y comunicarla a los hermanos porque ellos quieren que los demás también descubran el rostro del Dios amor. Es conmovedor el empeño de estos sirvientes o diáconos ya que son esenciales para que suceda el milagro para que surjan comunidades que beban el vino nuevo traído por Jesucristo.

         Llenaron las tinajas de agua hasta arriba, hasta que se desbordó. El agua que se desborda es la palabra de Jesús y su espíritu; es esta agua la que se convierte en vino.

         Y Jesús les dice que lleven un poco al mayordomo o maestresala. Es precisamente el mayordomo el que había preparado el banquete y resulta muy extraño que no se diese cuenta de que las cosas iban mal y que no supiera que en el inicio de la boda no hubiera un vino bueno. Este mayordomo o maestresala representan a los guías espirituales del pueblo, los escribas, los sumos sacerdotes del Templo eran los que habían organizado el banquete; ellos eran los gestores de la vida religiosa de Israel. Ellos no notaron la tristeza tan extendida en la religión. No eran conscientes porque ellos no estaban interesados en las necesidades espirituales del pueblo. Eran personas que estaban concentradas en sus asuntos personales y que velaban por sus propios intereses para aumentar su poder y su prestigio. Ante la novedad introducida por Jesús estos mayordomos o maestros de mesa permanecen sorprendidos, asombrados.       

         «El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él».

         El mayordomo o maestresala se sorprende de la belleza del vino de Jesús. Se dice ‘belleza’, no de ‘la bondad’ del vino. Las traducciones hablan de ‘vino bueno’ o de ‘vino de cualidad’ sin embargo el texto griego dice ‘καλον οινον’, vino bello (καλός m., καλή f., καλόν bello). Jesús ha introducido en el mundo la belleza del rostro de Dios. Antes Dios era imaginado como el Dios legislador y verdugo para aquellos que se atreviesen a transgredir sus mandamientos. Era un rostro malo y retorcido el de este Dios. Jesús ha presentado la belleza de Dios. La práctica religiosa de las purificaciones era dañina porque siempre te hacía sentir impuro y por lo tanto rechazo por Dios. Y como respuesta de la belleza del vino de Jesús el maestresala se sombra y se vuelve al novio y le dice ¿cómo es que ahora traes el vino bello?

         Es la hora de desvelar quien es el esposo y quien la esposa. El esposo es Jesús y la esposa somos todos nosotros y toda la humanidad entera. Es sencillo identificar al esposo en Jesús.  

         Jesús ha introducido en el mundo un nuevo modo de relacionarse con Dios. Nos ha manifestado su gloria haciéndonos entender que Dios nos ama siempre y como seamos cada cual. La gloria de Dios es la revelación de su amor gratuito e incondicional. Aquel que se siente amado tal y como es, es el que se puede sentir feliz. «La gloria de Dios es que el hombre viva» (San Ireneo).

         No es el agua quien purifica para conseguir el amor de Dios; es el amor de Dios quien purifica al hombre.