Homilía del
Domingo VI de Pascua, ciclo C
Jn 14, 23-29
En
este pasaje del evangelio de hoy nos encontramos con parte del discurso de
despedida que Jesús hizo a sus discípulos en el marco de la Última Cena, el
cual es parte de su testamento. Jesús se dirige a ese grupo de discípulos
heridos; recordemos que Judas Iscariote salió del Cenáculo para ir y ponerse de
acuerdo con el sumo sacerdote en la manera de cómo entregarles a Jesús. Judas
prefirió la tiniebla y la oscuridad a la luz. Los otros Once que se quedaron
con Jesús estaban asustados, turbados. De tal manera que Jesús les dice dos
veces “no se turbe vuestro corazón”.
Estos
Once han cultivado grandes sueños y esperanzas y ahora se dan cuenta que el
Maestro está a punto de dejarlos. Sin embargo, Jesús les habla con una potente
fuerza divina para prepararlos al momento en el que ellos no podrán ya contar
con su presencia física en torno a ellos.
En este momento dramático cuatro discípulos le hacen
una serie de preguntas, con las cuales ellos le manifiestan sus incertidumbres
más profundas y perplejidades. El número cuatro representa la multitud, la
humanidad entera y en estos cuatro discípulos nos encontramos con todas las
preguntas que hoy nos hacemos.
Las
cuatro preguntas…
1.-
La de Pedro
El
primero en hacer la pregunta es Pedro, el cual le pregunta: «Señor, ¿a dónde
vas?» (cfr. Jn 13, 36). Pedro quiere seguirle, pero no puede seguirle;
incluso llega a decir «yo daré mi vida por ti». A lo que Jesús le dice
que «a donde yo voy no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde», a
lo que Pedro insiste. A lo que Jesús les responde que «en verdad, en verdad
te digo que no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces»
(cfr. Jn 13, 38). Jesús estaba diciendo a Pedro que ‘Pedro, te entiendo, eres
frágil; pero ahora deja que yo llegue a la meta y consiga el propósito de mi
vida’. Es nuestra pregunta; queremos seguir a Jesús, pero primero tenemos
que tomar conciencia de nuestra fragilidad y Jesús nos entiende en nuestra
fragilidad.
Las
cuatro preguntas…
2.-
La de Tomás
La
segunda pregunta es la de Tomás cuando le dice «Señor, no sabemos adónde
vas, ¿cómo podemos seguir el camino?» (cfr. Jn 14, 5). Hay muchos caminos
que se abren ante nosotros; son todas las propuestas de vida que se nos ofrecen
por parte de los amigos, de las personas que amamos y estimamos, de los medios
de comunicación, etc. ¿Cuál de estos caminos es el que nos lleva a la gloria y
nos trae la alegría? Ante tantas propuestas uno queda desorientado. Jesús nos
dice «yo soy el camino» (cfr. Jn 14, 6), que es tanto como decirnos que
‘no busques otras formas de camino porque no serás feliz, ya que estás hecho
para este camino’.
Las
cuatro preguntas…
3.-
La de Felipe
A
lo que interviene Felipe y le dice «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»
(cfr. Jn 14, 8), a lo que Jesús le contesta que «¿tanto tiempo hace que estoy
con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre. La cuestión es ¿cómo ver al Padre? El único modo es mirar, contemplar a
Jesús, de este modo podremos ver al Padre. Lo contemplamos en el evangelio;
cuatro evangelios con cuatro perspectiva diversas y diferentes para mostrarnos
el rostro de Dios, al cual estamos llamados a asemejarnos; unir nuestra vida a
la suya para ser como él.
Las
cuatro preguntas…
4.-
La de Judas, no el Iscariote
A
lo que interviene Judas y le pregunta «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a
manifestar a nosotros y no al mundo?» (cfr. Jn 14, 22). A nosotros nos
gustaría que Jesús se manifestara al mundo con signos y con prodigios
extraordinarios; una manifestación de gloria absoluta ante todos que alzara el
clamor de todos. Se percibe en estas palabras de Judas, del hermano de
Santiago, el de Tadeo, la decepción de los Once. Parece que quieren decir ‘llevamos
tres años contigo Jesús y hemos creído en ti y hemos vivido una aventura
maravillosa, y ahora tú te nos vas y todo ha terminado y tendremos que retornar
a la vida anterior’. Es tanto como decir: ‘hemos estado anunciando el Reino de
justicia, de amor y de paz, pero en realidad el mundo sigue siendo el mismo que
antes’.
Su
desánimo es el mismo que el nuestro.
Es
bastante serio el momento de desánimo en el que están viviendo estos Once
apóstoles y es el mismo que experimentamos nosotros hoy. Deseamos que se
realicen nuestros sueños y nuestras esperanzas y somos tentados de resignarnos
porque parece que todo sigue igual frente al mal. Muchos son los sacerdotes,
religiosos y laicos jóvenes que desean dar a luz un mundo nuevo, una Iglesia
más unida y evangélica y se comprometen en su integridad en esta realización;
pero llegan a un cierto punto en el que uno entra en una esfera de la decepción
y se dicen: ‘hemos creído y luchado por un sueño hermoso, pero el reino de Dios
no se hará nunca realidad’.
Este
es el contexto en el que hay que colocar las palabras de Jesús del texto
evangélico de hoy.
La
revelación que Jesús da no interesa al mundo.
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y
vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras.
Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió».
Jesús
está respondiendo a la pregunta planteada por Judas Tadeo. «Señor, ¿qué pasa
para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Jesús nos dice
que la revelación que él nos da es la del amor y al mundo esta revelación no le
interesa. Al mundo le interesa la manifestación del poder, del dominio, de la
gloria, de la riqueza, etc. La revelación que Jesús ofrece no es apreciada ni
querida por el mundo ya que no van por esos derroteros. Los milagros se
producen y se realizan por la fe que brota de la acogida de su palabra. Quien
creen en el evangelio atestigua milagros.
Jesús
habla del don de la vida; de olvidarse de uno mismo; del servicio humilde ante
los pobres; de poner los propios bienes al servicio de los necesitados; e
incluso dar la vida por el enemigo. Todo esto el mundo lo detesta. El mundo
esta revelación no la entiende, no la acepta, la rechaza.
El
mundo aprecia a quien tiene a muchos a su servicio.
El
mundo aprecia no al que sirve, sino a quien tiene a muchos a su servicio.
Muchos discípulos de hoy esperan de Jesús una serie de milagros y prodigios;
ahora bien, si nosotros nos adherimos al evangelio los milagros sí que
ocurrirán en el mundo. Pero no esperemos que estos milagros vengan como bajados
del cielo. En los evangelios nunca se dice que Jesús cumplió milagros (Θαύματα,
Thávmata), siempre hablan de señales/signos (σημεῖον, semeíon) siempre que se
da fe a su palabra (cfr. Jn 2, 11; Jn 4, 54).
De
hecho, Jesús a toda la gente que espera este tipo de manifestaciones gloriosas
la llama ‘generación maligna/perversa/malvada y adúltera’ (γενεὰ πονηρὰ καὶ
μοιχαλὶς) (cfr. Mt 12, 39).
Entrar
en sintonía con la vida de Jesús.
Jesús
explica lo que significa amar: Amar significa entrar en sintonía con su vida;
como la esposa une su propia vida al esposo. Esto es el amor, no un vago
sentimiento. Es vivir como él ha vivido. ¿Qué sucede si uno se deja involucrar
en esta vida planteada por Jesús? Dice Jesús que «mi
Padre lo amará». No se trata de un premio que se recibe al fin de la
vida; uno entra inmediatamente en comunión con Dios y de este modo se
manifiesta la vida que viene de Dios porque uno ama.
Dios
mora/habita en aquel que ama. Cuando uno ama, Dios está presente en él. Cuando
se manifiesta el amor, se manifiesta la gloria de Dios, es este tipo de
manifestaciones que desgraciadamente el mundo no quiere ni puede recibir. Jesús
está presente en cada discípulo que ama.
El
que no ama no recuerda las palabras de Jesús y esta persona pertenece al mundo
y no es capaz de captar la verdadera revelación.
La
promesa de Jesús.
Jesús
sabe que sus discípulos tienen miedo porque amando como Cristo les indica les
va a ocasionar que se queden solos. Para infundirles coraje Jesús les hace una
promesa.
«Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado,
pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os
vaya recordando todo lo que os he dicho».
Jesús
ha hecho una promesa a sus discípulos en el Cenáculo: ‘No os dejaré
huérfanos’. Nos dice que el Padre nos enviará otro paráclito (παράκλητος, parákletos).
¿Qué nos está
diciendo Jesús? En la anterior traducción el término ‘παράκλητος’ era
traducido por ‘consolador’, pero no transmitía la idea que transmitía el
término griego ‘παράκλητος’. Paráclito significa a aquel que es llamado
cercano; el que viene en tu ayuda, el protector. Y esta promesa realizada por
Jesús en el Cenáculo se refiere y nos abarca a todos nosotros. Sentimos la
necesidad de tener a alguien a nuestro lado. Una de las cosas más duras de
nuestra fe es el sentido del aislamiento en medio de un mundo que piensa,
razona, actúa con criterios muy diversos a los criterios evangélicos. Los
cristianos decimos y sostenemos discursos y planteamientos que no están de moda
(el celibato, la virginidad, la mansedumbre, el servicio desinteresado, la
fidelidad matrimonial, el estar abierto a la vida, etc.) Y si uno se comporta
según los criterios de la moral evangélica es considerada como una persona rara
y en vías de extinción. Es considerada así porque se comporta con otros
criterios ajenos a este mundo.
El Paráclito está
llamado a estar junto a aquellos que quieren vivir del modo evangélico; porque
el paráclito te va a hacer sentir que no estás solo. El Paráclito es
aquel que te respalda en las decisiones correctas que te llevan a la vida, que
te llevan a la alegría; esta voz es la del Paráclito que te está acompañando,
que está a tu lado.
¿De
qué nos defiende el Paráclito?
El Paráclito significa
defensor. ¿De qué cosa nos defiende el Paráclito? Nos defiende de tantas voces
que escuchamos. Cuando uno escucha los razonamientos que nos invitan a
adaptarnos al abanico de todo lo que te ofrece el mundo, para que disfrutes,
que pienses en el momento presente, que pienses en ti mismo y que no te intereses
por los otros, etc., de todo esto nos defiende el Paráclito. Hay dentro de ti una
voz que te dice que las cosas no están bien, que en eso hay ‘gato encerrado’,
que te pintan muy bonito y fácil las cosas, etc., es una especie de alarma
interior que nos avisa de caer en el impresionante timo que el mundo nos ofrece
como si fuera lo mejor de todo. Nos avisa que esos son sólo discursos de muerte
que no debemos ni escuchar. Es el espíritu que te defiende, que me defiende y
defiende mi vida, mi libertad, mi dignidad y mi integridad. Ya lo dice el Salmo:
«Feliz quien no sigue consejos de malvados ni anda mezclado con pecadores ni
en grupos de necios toma asiento, sino que se recrea en la ley de Yahvé,
susurrando su ley día y noche. Será como un árbol plantado entre acequias, da
su fruto en sazón, su fronda no se agosta. Todo cuanto emprende prospera» (cfr.
Sal 1, 1-3).
El Paráclito te evita
beber del veneno que se propaga por la mundanidad, de la lógica pagana que
predican tantos medios de comunicación y planteamientos con apariencia cristiana,
pero con hondura pagana. Ellos te dicen que el mundo nuevo traído por Jesús es
un sueño e irrealizable, que es mejor que lo olvidemos y que nos pongamos a crear
un mundo lo más soportable posible. ¿Es mejor vivir una vida ligera, sin
compromisos, o una vida cargada de significado y responsabilidad? Y el mundo te
plantea que lo mejor es vivir de manera ligera, despreocupada, ya que de otro modo
uno debería de soportar sobre sus hombros un peso insoportable. Si mi
matrimonio va mal me separo y me voy con otra; además si se me acabó el amor,
¿para qué seguir con alguien de la que no estoy enamorado? Si te gusta un chico
o una chica, no lo dudes, estate con él o ella y úsalo como se usan los
objetos, porque la vida es breve y hay que buscar el placer. Sin embargo, el
Paráclito te dice: no eres un objeto, sino una persona; tu corazón tiene
memoria y no lo puedes formatear; sino afrontas las dificultades en la vida te
convertirás en personas tan frágil como el cristal y evitando el sufrimiento te
acabarás muriendo sin sentido. El mundo te dice ‘resígnate y vive como lo hace
todo el mundo’.
El Paráclito te
dice: ‘vale la pena vivir según el Evangelio’; el reino de Dios se realizará
cuando escuches esta voz; es el espíritu que defiende tu vida. El Paráclito te
dice ‘dona tu vida si la quieres conservar’.
Las dos tareas del Espíritu Santo.
El Paráclito es el
Espíritu Santo que el Padre enviará y que tendrá dos tareas que realizar.
Las
dos tareas del Espíritu Santo.
1.-
Entendemos mejor la Palabra y Obra de Jesús
La primera tarea es que él «será quien os lo enseñe todo». El Espíritu
nos lleva a siempre a comprender mejor, con mayor hondura el mensaje de Jesús.
Esta es una promesa realizada en la vida de la Iglesia e incluso en nuestra
vida personal. Por eso entendemos hoy mucho mejor el Evangelio que hace unos
cuantos siglos, en el pasado. Los estudios sobre la exégesis de la Palabra no
dejan de ser una constante lección que ofrece el Espíritu Santo a la Iglesia. Al
explicar la Palabra de Dios no se cambia nada; lo que sucede es hoy por hoy lo
entendemos mejor; esto es debido a que el Espíritu Santo nos lo está enseñando;
y un pecado contra el Espíritu es rechazar esta nueva luz.
El Espíritu nos
enseña a reformular la palabra del Evangelio en un lenguaje siempre nuevo para
hacerlo comprensible a todas las culturas y en todas las épocas. El Espíritu no
es un maestro teórico ni nos da las indicaciones externas a nosotros; el Espíritu
actúa desde dentro, desde nuestro corazón, en la nueva vida; si escuchamos al
Espíritu vivimos como Jesús vivió, siempre obediente a su vida divina.
Las
dos tareas del Espíritu Santo.
2.-
Recordar
La
segunda tarea es «os vaya recordando todo lo
que os he dicho». Todo lo que Jesús nos ha enseñado nos lo recuerda
el Espíritu; mantiene viva la memoria. El verbo recordar (ὑπομιμνήσκω, jupomimnésko)
es muy importante en la Biblia. Dios no quiere que su pueblo olvide todas las
obras que Dios ha realizado a favor de su pueblo (cfr. Dt 26, 5-11; Dayenú (דַּיֵּנוּ)
es una canción tradicional judía que se canta durante la festividad de Pésaj, la
Pascua judía, específicamente durante el Séder de Pésaj). Es fácil perder la
memoria de la propia identidad como hijos de Dios y así, perdida la memoria,
volver a vivir como lo hace todo el mundo. El Espíritu nos comenta continuamente
que Jesús tiene la razón.
La
promesa de un regalo de Jesús.
«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da
el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se
acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me
amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo,
Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».
Sabemos
que la promesa de Jesús se ha cumplido en la Pascua, porque el Padre del Cielo
ha enviado su Espíritu que nos instruye y nos recuerda en cada momento lo que
Jesús nos dijo y nos ofrece sus razones.
¿Se
puede verificar la presencia de este Espíritu en nosotros?
Hay
dos señales inequívocas de que esta vida divina está presente en nosotros. Estas
señales son la paz y la alegría, porque la paz y la alegría sólo están
presentes en las personas que aman. De no haber amor uno siempre estará inquieto,
preocupado. Uno puede estar lleno de dinero, de placeres, de éxitos, pero no
tendrás la paz ni la alegría. Estamos hechos para amar. Para saber si estamos en
sintonía con el destino divino al que estamos destinados es la paz y la
alegría.
¿Qué
se entiende por paz?
Es
una paz muy diferente a la que ofrece el mundo. El mundo, con su mundanidad, plantea
una manera de pensar y de vivir dictada por el Maligno y que da origen a la sociedad
ligada por la lógica del poder, del tener, de la competición, del dominio, del
querer imponerse a los demás; el principio del dominio del más fuerte.
El mundo liderado
por esta lógica malvada también ofrece su paz. Se trata de la Pax Romana
muy conocida en el tiempo de Jesús, cuando el Imperio Romano se extendía por
todo el mundo y nadie podía reaccionar. El poderío militar romano era
indiscutible, lo que disuadía a las grandes potencias extranjeras de lanzar
invasiones a gran escala contra el territorio romano. El gobierno imperial se
esforzó por mantener la ley y el orden dentro de las fronteras, reprimiendo
rebeliones y la piratería. Era la paz del dominio, de la violencia; de tal
manera que el débil no tenía fuerza para rebelarse y sólo podía permanecer
sumiso. Esta paz dura porque el vencedor logra imponerse y el perdedor no tiene
la fuerza para rebelarse. La Pax Romana que justificaba la esclavitud.
Jesús cambia el
concepto de paz. La paz de Jesús se funda sobre el amor que rompe barreras; es
la paz que une los corazones y que coloca al más fuerte y al más capaz y al más
equipado al servicio de los más débiles y necesitados. El otro es un hermano,
un hijo del único Padre del Cielo. Jesús no quiere ‘la paz de los cementerios’ donde
todos han de estar quedados callados por el miedo a las represalias. Sino que
cada uno pone su propia vida al servicio del hermano: sólo esta es la verdadera
paz.
La
Paz que no depende de la turbación.
«Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde».
El Señor nos dice que no tengamos miedo. El verbo empleado en griego es ταράσσω
(tarásso) que indica la agitación de las olas del mar. Esta experiencia
de turbación lo recoge tres veces en el evangelio de Juan.
Jesús está turbado
ante la tumba de Lázaro (cfr. Jn 11, 33); Jesús está turbado cuando anuncia su
glorificación por la muerte (cfr. Jn 12, 27); y luego es turbado en el Cenáculo,
cuando en cierto punto dice que ‘uno de vosotros me va a entregar’ (cfr. Jn 13,
21).
La paz que nos
trae Jesús es compatible con este momento de turbación y de agitación, lo cual
solemos tener en nuestra vida. Jesús lo experimentó. Sin embargo, esta paz no
es apagada por la turbación, ya que hemos organizado nuestra vida en sintonía
con el Espíritu. No podemos hacer depender nuestra paz con lo que suceda fuera
de nosotros.
La verdadera paz
nace de la unión con Dios y el diálogo con el Espíritu. Con la fe estamos llamados
a ver y comprender las cosas de un modo diferente, de otra manera: las alegrías
y los sufrimientos se enmarcan a la luz del Evangelio, a la luz del Espíritu.
Jesús
siempre a nuestro lado.
Cuando Jesús ha regresado
al Padre los límites temporales y espaciales ya no le someten. Nosotros estamos
limitados por un espacio temporal y espacial. Con Jesús resucitado ya no hay
nada que le limite, por eso siempre está a nuestro lado.
Jesús nos invita a dar todo nuestro apoyo y adhesión, toda nuestra plena confianza en su propuesta de amor, porque sólo esta propuesta nos sitúa en el mundo de la paz y de la alegría.
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