sábado, 14 de junio de 2025

Homilía de la Santísima Trinidad Jn 16, 12-15

Homilía de la Santísima Trinidad

Jn 16, 12-15

 

         Hoy es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Pensar en Dios puede ser para la vida de algunas personas un ejercicio irrelevante porque sus problemas son otros, el trabajo, la familia, la escuela, las relaciones sociales, los hijos, etc. Por eso mucha gente se pregunta el por qué perder el tiempo interesándose o preguntándose por Dios. Para muchos Dios no es necesario y para otros su existencia es irrelevante.


No es lo mismo creer que no creer.

         Sin embargo, no es lo mismo creer que no creer. El hecho de creer en Dios es algo que cambia mucho en la vida personal y social. Una cosa es que yo me sienta arrojado a la fría inmensidad del universo siendo privado de un destino y de un sentido de la vida, como dicen los nihilistas; y otra cosa es saber que nosotros hemos sido creados por amor y que somos queridos por Dios, el cual me ama y que quiere involucrarme en una relación de amor con él. El saberme amado y querido por Dios cambia bastante el modo de cómo me veo a mí mismo y a los demás. El amor de Dios y el conocer cómo él ama a todos, hace que cambie el modo de cómo uno se relaciona con los demás, con la creación y con el Creador.

         Si concibo a Dios como un ser que me ama empezaré a contemplar a todas las criaturas de un modo nuevo, como un regalo. Lo protegeré y evitaré hacer el mal.

Todo es concebido como un regalo de Dios. Pensemos en el valor económico de un anillo de oro. Pero si se trata del anillo matrimonial que una viuda conserva como recuerdo de los cincuenta años de amor con su esposo y le planteamos a esta viuda que nos lo cambie por otro que valga cien veces más, con toda seguridad no lo querrá, porque sólo ese anillo contiene en sí ese mensaje de amor. Las cosas en la naturaleza no cambian, ya sean las montañas, los valles, los ríos, los mares, las llanuras y son lo mismo para los creyentes y para los no creyentes. Pero aquellos que lo ven como un regalo percibe en las criaturas el amor de un Padre y luego uno expresa su asombro y su gratitud. No es lo mismo creer que no creer. Todo cambia si hay un Dios que es amor. Un Dios que ilumina los misterios del sufrimiento y de la alegría, de la esperanza y de la desesperación, y sobre todo el misterio de la muerte.

 
                                                                   Sólo con Dios se consigue

que el paso por este mundo tenga sentido.

En los planes de Dios tiene diseñado que cada uno de nosotros entremos y estemos involucrados en esta comunidad de comunión de vida en su vida: Este es nuestro destino de alegría infinita. Así nos lo dice San Pablo en el himno con el que se inicia su epístola a los efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues, por estar unidos a Cristo, nos ha colmado de toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Dios nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para que vivamos ante él santamente y sin defecto alguno, en el amor. Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (cfr. Ef 1, 3-6). Este himno era cantado en el primer siglo por los cristianos de Asia Menor. Sólo con Dios se consigue que el paso por este mundo tenga sentido.

El evangelio de hoy está tomado del largo discurso que Jesús pronunció durante la última cena.

  «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir».

 

No es por falta de tiempo…

Para poder disfrutar la riqueza de este texto se precisa examinarlo palabra por palabra. Dice Jesús a sus discípulos reunidos en el Cenáculo: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora».

No ha sido por falta de tiempo, como si tratase de una lección de clase que no se imparte porque el tiempo ni los horarios lo permiten. Se trata de una verdad que para los discípulos será demasiado pesado y no lo soportarían. ¿De qué cosa se trata? Jesús no puede explicarles ahora el significado de la trágica conclusión de su historia en este mundo. En los ojos de sus discípulos, al igual que en los ojos de todos aparecerá como una derrota, como una gran decepción; será condenado como un malhechor en la cruz. Este es un argumento y un tema demasiado pesado para afrontar y los discípulos no tienen ninguna fuerza para afrontarlo. Aún no están preparados para entender que la vida donada, que la vida entregada por amor, incluso por los enemigos, es la única vida verdadera.

 

El Espíritu como el supremo pedagogo.

Jesús explicará a los discípulos el verdadero significado de lo que está por pasar. ¿Quién les iluminará? ¿Quién se lo explicará? Jesús responde que será el Espíritu. No será Jesús quien les explique el sentido de su pasión y de su muerte, sobre todo porque en esos momentos los discípulos quedarían totalmente conmocionados, en shock y consternados. Será el Espíritu quien les introducirá en esta verdad tan difícil de entender y tan arduo de aceptar. El Espíritu convencerá a los discípulos que estas son las decisiones correctas, que su propuesta de vida es la ganadora, aunque ante los ojos de los hombres aparezca como derrotado.

 

El Espíritu provoca el enamoramiento con Cristo.

El Espíritu no sólo hará esto; no se puede únicamente a limitarse a que los discípulos comprendan sobre en qué parte estaba la verdad o sobre quién tenía razón si uno u otro. Esto no será suficiente. Si el Espíritu se limitase únicamente a esto sólo crearía admiradores de Jesús. Es que resulta que el Espíritu debe dar el impulso decisivo para dar la adhesión convencida a Jesús de Nazaret. Esto es lo que sucede entre los enamorados. Una muchacha puede admirar a un joven, puede llegar a pensar que se trata de una persona extraordinaria, excepcional, pero hasta que ella no opta y decide ser su novia, y posteriormente su comprometida, simplemente se queda al nivel de la admiración.

Nosotros podemos saber todo de Jesús, pero si al final no se llega a responderle con un ‘sí’ a su propuesta de vida seguiremos siendo sólo unos simples admiradores y no llegaremos a decidir para unir la propia vida con la de Jesucristo.

¿Qué es lo que hace el Espíritu? El Espíritu provocará el enamoramiento con Cristo.

 

El Espíritu nos muestra el sentido

más allá de las meras apariencias.

«Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye».

El Espíritu hará resonar en cada momento en los corazones de sus discípulos la palabra del Maestro. Y sigue añadiendo que «y os comunicará lo que está por venir». El Espíritu no hará profecías, no es un mago ni un adivino que lanza predicciones basadas en hechos futuros. El Espíritu Santo mostrará el futuro en el sentido de hacernos entender cómo terminan las cosas más allá de las apariencias.

El Espíritu Santo nos hace entender que no debemos envidiar el éxito de los malvados y aprovechados porque es un éxito ilusorio. El Espíritu te convencerá para que no sigas el camino de los malvados, porque andan por caminos de muerte (cfr. Sal 1, 4; Mt 7, 24-27; Lc 12, 16-21). Acumular riqueza y poder no conduce a la vida. El Espíritu les revelará cómo terminan y demostrará lo miserables que son, la poca cosa que son (cfr. Lc 18, 9-14; Lc 12, 25), son estrellas frágiles y decadentes.

 

Jesús tiene toda la razón cuando nos invita a reflexionar sobre los beneficios de este mundo cuando nos dice «de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina la propia vida» (cfr. Mt 16, 26). El Espíritu nos hará aceptar y entender las decisiones justas, nos indicará que cosas merecen la pena vivir y perdurarán y qué cosas no merecen la pena y serán eliminadas sin dejar rastro.

 

¿Cómo lleva a cabo el Espíritu su misión?

«Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».

¿De qué gloria nos está hablando? Glorificar significa aplaudir, exaltar, engrandecer, colmar de honores; todos buscamos la gloria porque deseamos ser reconocidos y valorados. La necesidad de sentirse estimado, valorado y necesario. Esto tiene un aspecto positivo porque nos impulsa a comprometernos a llevar a cabo una misión a favor de los demás; otra cosa es la motivación que cada cual tenga en el fuero interno.  También buscamos la aprobación por lo que hacemos y cuando no nos sentimos considerados y estimados nos sentimos como apartados, excluidos, como fantasmas.

Pero la pregunta clave que uno se tiene que responder es…

 

¿De quién queremos recibir la gloria?

¿De quién queremos recibir la gloria, la aprobación? ¿Qué tipo de miradas deseo atraer? ¿Soy tan infantil como para hacer valer mi persona por la cantidad de ‘like’ de aprobación o de agrado recibidos o por las veces que se comparte lo que uno ha publicado? ¿Qué miradas deseo yo atraer? ¿Las miradas de Dios o las miradas de los hombres?

Si buscas la gloria de los hombres ya sabes lo que tienes que hacer. Uno ha de hacer lo que esos hombres aprecian, lo que valoran, lo que estiman, decir lo que ellos esperan escuchar. Esto en la Iglesia es peligroso y se podría diagnosticar como ‘bazofia de las termitas sinodales’ que van secularizando las parroquias y las celebraciones litúrgicas y lo van llenando de estiércol ideológico, privando de lo santo al pueblo cristiano y pervirtiendo los gustos espirituales del pueblo fiel. Si uno hace las cosas para que le aprecien y para buscar el aplauso, está buscando la mirada de los hombres. Si uno desea la admiración de los hombres uno tiene que adaptarse a su escala de valores; una escala de valores donde en lo más alto están las personas ricas, el que tiene más influencia en los órganos de gobierno civiles, el que acumula los bienes, el que domina, con el que disfruta de la vida. Ésta es la gloria que Jesús ha rechazado. Esta es la gloria propuesta por Satanás desde el inicio de su vida pública (cfr. Mt 4, 1-11) en las tentaciones que sufrió en el desierto durante esos cuarenta días y con sus cuarenta noches, paradigma de toda la existencia de cada uno de los creyentes.

Jesús, en una acalorada discusión dice que no le interesa la gloria, no busca la gloria de los hombres: «En cuanto a mí, no recibo el testimonio de un hombre (…) No recibo la gloria de los hombres» (cfr. Jn 5, 34-47).

La gloria de Dios no es la gloria de los hombres; la gloria de los hombres es vanagloria, porque la verdadera gloria viene de Dios.

 

La gloria tiene consistencia.

Gloria en hebreo se dice "kabod" (כָּבוֹד), que originalmente significa lo que tiene peso, que tiene consistencia. El grano tiene peso, la paja no lo tiene. De hecho, cuando sopla el viento la paja es llevada por los aires, pero el grano permanece. La gloria de los hombres es como la paja que arrebata el viento; porque la gloria del hombre es inconsistente, es apariencia, es una ridícula comedia.

Jesús reveló con su persona toda la gloria del Padre, toda la belleza de su rostro. Y esta gloria lo hizo brillar en el máximo de su esplendor en el Calvario; perdona a los que le están matando y les disculpa porque no saben lo que realmente están haciendo. La gloria de Dios es el amor, es la máxima manifestación del amor y del don de la vida.

 

¿Cómo nos manifestará el Espíritu la gloria de Jesús?

¿Y quién nos seguirá manifestando esta gloria? Será el Espíritu. El Espíritu manifestará la gloria que ha brillado en el rostro de Jesús a través de nosotros, a través de los discípulos. La comunidad de los discípulos existe no para transmitir una nueva doctrina, sino para hacer presente a la persona de Jesús. Y esta comunidad que está siendo animada por el mismo Espíritu que movió a Jesús a amar hasta dar la vida, esta comunidad es capaz de volver a presentar ante el mundo el mismo amor que brilló en Jesús de Nazaret.

Si la comunidad se deja mover por el Espíritu de Cristo, a través de ellos Jesús manifestará su gloria.

 

 

«Y tomará de lo mío y os lo anunciará». ¿Cómo nos anunciará el Espíritu lo que Jesús nos ha dicho? El Espíritu nos volverá a anunciar el anuncio ya pronunciado, pero no lo hará a nuestros oídos, lo anunciará al corazón. Nos convencerá que sólo la verdad y nos impulsará a encarnarla en nuestra vida. Para eso hay que escuchar la voz del Espíritu, y para ello es necesario el silencio. No se trata de un silencio como ausencia de ruidos, sino un silencio que incluso podemos tener en el metro. Es decir, es el silencio por el que uno se tapa los oídos a aquellos discursos que nos aturden; esos discursos de engañosa doctrina que se difunde por los medios de comunicación social y en algunos ambones o púlpitos o en algunas programaciones pastorales.

Recordemos las palabras de san Pablo a los efesios cuando le dice que «así ya no seremos como niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error. Antes bien, movidos por un amor sincero, creceremos en todo hacia Cristo, que es la cabeza, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración de los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el conocimiento y edificación en el amor» (cfr. Ef 4, 14-16). Es necesario tener silencio de tantas distracciones demoniacas. Sólo si sabemos aislarnos de conversaciones fútiles, insulsas y frívolas y si cerramos nuestros oídos a las propuestas efímeras del mundo, el Espíritu podrá hacer resonar su voz y nos permitirá hacer presente a Jesús a través de manifestaciones de amor por medio del Espíritu a través de nosotros.

sábado, 7 de junio de 2025

Homilía del Domingo de Pentecostés, Jn 20, 19-23

Homilía del Domingo de Pentecostés

Juan 20, 19-23

08.06.2025

          Nos encontramos con la misma cita evangélica que la liturgia nos regaló en el segundo domingo de pascua del presente ciclo. 

La ley cede al paso

del aliento divino.

Jesús ha inaugurado una nueva forma de relacionarnos los hombres con Dios, en el marco de la Nueva Alianza. El evangelista Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles presenta el episodio de Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-11). Pentecostés era el día en la comunidad judía festejaba el don de la Ley. El Pentecostés Judío (Shavuot, שבועות) o fiesta de las semanas, se convirtió en la conmemoración de la entrega de la Torá (la Ley) por parte de Dios a Moisés en el Monte Sinaí, 50 días (7 semanas) después de la salida de Egipto (Pésaj, פֶּסַח). Este evento selló la alianza entre Dios y el pueblo de Israel, convirtiéndolos en una nación bajo su ley. Celebran la fiesta del don de la Torá. Y es en esta misma fiesta judía cuando en la comunidad de los discípulos de Jesús desciende el don del Espíritu Santo. 


Un fuego interior que despierta el amor.

Con Jesús no hay una ley externa al hombre que uno tenga que observar, sino que estamos llamados a dar la bienvenida a una dinámica, a una fuerza interna que libera energía de amor; se trata del don del Espíritu. 

El génesis de una nueva creación.

Juan narra el episodio de pentecostés centrándose en el pequeño grupo de discípulos cuando Jesús les entrega su espíritu. Lo hace de un modo muy distinto a Lucas; Lucas lo encuadra este acontecimiento del Espíritu Santo dentro del pentecostés judío: Los discípulos de Jesús estaban reunidos en Jerusalén celebrando la fiesta judía de Shavuot. Esto es crucial porque significa que había una gran multitud de judíos devotos de diversas naciones presentes en la ciudad, como era costumbre para esta festividad de peregrinación. Sin embargo, Juan lo coloca en otro momento.

 

«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».

         El evangelista Juan narra este episodio de pentecostés en el mismo día de la resurrección por la tarde.

El Evangelio de Juan está entrelazado con la teología de las ricas tradiciones proféticas del Antiguo Testamento.  La relación entre la exhalación del aliento [Ruaj (רוּחַ) - Pneuma (πνεῦμα)] por parte de Jesús y el legado de los profetas, particularmente el de Elías y Eliseo (cfr. 2 Re 2, 9) al solicitar Eliseo «dos tercios de tu espíritu (del de Elías)» para ser reconocido como el principal heredero espiritual de Elías (cfr. Za 13, 8). También es relevante las consecuencias que acarreó este hecho para Eliseo, ya que Eliseo comienza a realizar milagros similares (y en ocasiones, incluso mayores en número) a los de Elías, confirmando que el "espíritu" de Elías había reposado sobre él (cfr.2 Re 2,15). Recordemos el texto del evangelio de San Juan, cuando el Maestro nos dice «en verdad, en verdad os digo que el que crea en mí hará también las obras que yo hago, y hará mayores aún» (cfr. Jn 14, 12). Juan entronca su teología con toda la riqueza de la espiritualidad judía; es profunda y revela la continuidad y el cumplimiento de la obra divina. 


¡Abrid las puertas a Cristo!

Ellos estaban «con las puertas cerradas por miedo a los judíos» no porque Jesús fuera peligroso; lo que sí era peligroso era su doctrina. Recordemos que el Sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina (cfr. Jn 18, 19).

 

         «Y en esto entró Jesús, se puso en medio»; esto de ponerse en medio es importante para que lo tenga recogido el evangelista. Cuando Jesús resucitado se manifiesta se pone en medio. Jesús no se pone delante para que sólo las personas más próximas le puedan ver, ni tampoco se pone por encima de nadie. Jesús se pone en medio; esto significa que todos lo que están a su alrededor tienen la misma e idéntica relación con él.

 

         Y les dice «paz a vosotros». Jesús no dice ‘la paz sea con vosotros’, sino que lo entrega como un don. El término ‘paz’ en hebraico es Shalom (שָׁלוֹם) nos indica todo lo que contribuye a la felicidad de los hombres. Después Jesús muestra el motivo de este regalo: les muestra sus manos y el costado; es decir les muestra los signos de la pasión. Se muestra como el pastor repleto de belleza que protegió con sus manos y con su costado a sus discípulos, defendiéndolos: «así si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos» nos dijo en el momento de su prendimiento (cfr. Jn 18, 9). 

Ellos tenían miedo a los judíos, pero recordemos que no se refiere al pueblo judío, sino a la autoridad, los líderes religiosos, y pasan del temor a la alegría: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Los miedos solo pueden desaparecer cuando estos discípulos toman conciencia de que ellos no están solos ya que el resucitado está en medio de ellos.

Reflejos del Padre en un mundo sediento.

Jesús repite por segunda vez: «Paz a vosotros». Pero este segundo don de la paz está otorgado para compartirlo. Y el Padre le ha enviado para manifestar visiblemente su amor. ¿Cómo es el amor de Dios? Es un amor generoso que se pone al servicio de los demás tal y como quedó reflejado en el episodio del lavatorio de los pies (cfr. Jn 13, 1-15).

 

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». La tarea de la comunidad cristiana no es proponer o, aún peor, proponer doctrinas o movernos entre las propuestas ambiguas para contentar a todos dañando el depósito de la fe que se nos ha encargado custodiar; el cometido entregado por Jesús a la comunidad cristiana es comunicar su amor. Como el Padre ha enviado a su Hijo para manifestar y demostrar su amor, así la comunidad deber ser el testigo visible de un amor generoso que se pone al servicio. 

Un nuevo amanecer para la humanidad.

«Y, dicho esto, sopló sobre ellos». El evangelista emplea el verbo ‘soplar’, en griego ἐμφυσάω (émfusáo). Lo toma del libro del Génesis como principio de la vida (cfr. Gn 2, 7), en el episodio de la creación cuando Dios sopló el aliento de vida en el hombre para que fuera un ser viviente. También tenemos el texto del libro del profeta Ezequiel conocido como el valle de los huesos secos (cfr. Ez 37, 4-6) donde se nos muestra una visión poderosa de restauración y resurrección; de una nueva creación. Es una recreación de la humanidad. 

La sin medida del Espíritu.

         Dice el Señor: «Recibid el Espíritu Santo». Dios da el espíritu sin medida (cfr. Jn 3, 34); el don del Espíritu depende de la persona que lo recibe. Si uno confía totalmente en Dios, el Espíritu es derramado en uno sin medida; si uno tiene sus reservas, el Espíritu no puede ser entregado con generosidad (cfr. Lc 6, 38). El Espíritu es Santo no sólo por su calidad, sino también por su actividad porque es capaz de santificar a los hombres que le acogen y separa a los hombres de la esfera del mal.

 

Disolver las sombras del pasado.

         «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados». El término ‘pecado’ usado por el evangelista no señala la culpa de la persona; indica el pasado injusto del individuo. El verbo griego usado, el verbo ἀφίημι (afíemi), que significa ‘dejar, abandonar, despedir’. ¿Qué cosa ha de hace el discípulo? El discípulo debe acercarse a aquellos que son esclavos del pecado y asegurarse de que abandonen esta condición pecadora; que abandonen las sendas del pecado para que se adentren en el camino de la vida. En la Iglesia cabemos todos, pero no cabe todo; de ahí que abandonen la condición pecadora, de ahí la urgente conversión.

Si uno tiene pecado y has conseguido que abandone ese pecado habrás recuperado al hermano. Pero si a causa de la condición poco evangélica de tu vida mantienes a tu hermano en su condición de pecado, la responsabilidad será tuya. No cabe ambigüedades en el mensaje ni medias tintas. 

Sin sombras y hacia la plenitud.

«A quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Jesús no está otorgando un poder para algunos, sino una responsabilidad a toda la comunidad cristiana. La comunidad cristiana ha de ser como la luz que se expande como un rayo con la acción de su amor. Aquellos que viven en el reino o en ámbito del pecado, de la injusticia puedan ver esta luz para que, acercándose a la comunidad, tengan el pasado que tengan, puedan reemprende su vida a la luz de Cristo y así quedar cancelado y eliminado su pecado. Pero si la luz de la comunidad cristiana se torna en obscuridad no se podrá ofrecer ninguna salida del pecado. No es un mandato para juzgar a las personas, sino para ofrecer a cada persona una propuesta de plenitud de vida. 


La Nueva Alianza:

Templo vivo del Espíritu.

Israel, a través del don de la alianza en el Sinaí (el Pentecostés Judío, Shavuot, שבועות) se convierte en propiedad de Dios. El día del don de la Torá, del encuentro entre Dios y el pueblo en el Sinaí, en la tradición judía, es el día de bodas entre Dios, el Esposo, e Israel, la esposa. Ahora, en el Nuevo Israel, en la Iglesia esa Ley no es externa, sino interna; es el Espíritu de Dios que se graba en el corazón del hombre y lo inunda como su templo. Para los cristianos ese fuego del Espíritu y esa luz son interiores; es en el corazón de los cristianos donde brilla la luz que resplandece, que brilla en el rostro de Cristo (cfr. 2 Cor 4, 6).


sábado, 31 de mayo de 2025

Homilía de la Ascensión del Señor, Ciclo C Lc 24, 46-53

 

Domingo de la Ascensión del Señor

01 de junio de 2025 Ciclo C

Lc 24, 46-53

          El Resucitado no es un fantasma, es una persona concreta con un cuerpo material, tangible y visible: el cuerpo del Resucitado. ¿Cómo contar esta experiencia con un lenguaje entendible para todos? Éste es el admirable esfuerzo realizado por Lucas.

 

Cómo hablar, si cada parte de mi mente es tuya

Y si no encuentro la palabra exacta, cómo hablar

Cómo decirte que me has ganado, poquito a poco

Tú, que llegaste por casualidad, cómo hablar.

Lucas cuenta una experiencia muy difícil de poder explicar. Es muy complejo poder hablar y contar las experiencias espirituales. Se puede llegar a manifestar la frustración ante la insuficiencia del lenguaje para expresar la magnitud de los sentimientos religiosos; las palabras cotidianas parecen demasiado pequeñas o inadecuadas para lo que se siente. Por ejemplo, ¿de qué manera expresar con palabras lo que siente una mujer embarazada que siente cómo crece su hijo en su seno? O cuando uno está siendo testigo privilegiado de la interpretación de una pieza del repertorio de órgano atribuido y notado de la Alta Edad Media y donde no consta la interpretación en el pasado ¿cómo poder poner palabras ante esta belleza recién encontrada, ante esa resurrección sonora para hacer audible una obra olvidada? O rebuscando en el baúl del ático de tu casa encuentras una cinta de casete donde está grabada la voz de personas tan amadas que ya no están entre nosotros ¿cómo poner palabras a esos sentimientos tan intensos?

         ¿Cómo hablar de una experiencia del mundo divino si ni siquiera podemos hacerlo de un modo apropiado con la emoción que sentimos cuando escuchamos una partitura musical o contemplando una obra de arte? Es entonces cuando uno reconoce el esfuerzo admirable que han realizado cada uno de los evangelistas para traducir, para plasmar, para reflejar, para concretar la experiencia real del encuentro con el Resucitado.

 

De derrotado a triunfador.

         El Resucitado dice a sus discípulos: «¿De qué os asustáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?» (cfr. Lc 24, 38-39). ¿De dónde vienen estas dudas y estos interrogantes que tienen los discípulos? Es comprensible la confusión de los discípulos porque todas sus creencias han sido refutadas por la Pascua. Sus sueños de grandeza han quedado destruidos. Ellos estaban seguros de que el Mesías estaba del lado de los justos; por lo tanto, el Mesías debía de ser un ganador, en cambio ha sido uno que han crucificado. Además, en sus mentes resuena aquel texto del libro del Deuteronomio (cfr. Dt 21, 22-23) que terminará recogiendo san Pablo en su carta a los gálatas (cfr. Gal 3, 13) de «maldito todo el que cuelga de un madero».

         En la catequesis que ellos habían recibido desde pequeños en las sinagogas era que Dios protege al justo y lo libra de la mano de los malvados; todos los salmos lo repiten. Sin embargo, aquí se ha dado un caso donde el inocente no ha sido protegido por Dios. Por eso, lo acontecido en el tercer día, en la resurrección, les hace entender a los discípulos las cosas de un modo totalmente novedoso. Ellos habían pensado que dejando a Jesús muerto en el silencio y en la oscuridad del sepulcro todo había terminado. Pero en el tercer día, en la resurrección, todas las cosas terminaron iluminadas con la luz de Dios. Jesús ya no era el derrotado, sino el rey victorioso que estaba sentado a la diestra del Padre.

Es entonces cuando sus discípulos se dieron cuenta que el Dios revelado por Jesús no es el altísimo al que hay que dar culto para calmar su ira o para tenerlo contento para evitar una desgracia, sino el que se inclina hacia nosotros y se pone a lavar los pies a sus discípulos. No era el Dios fuerte que amenaza y que se venga de todos aquellos que se atreven a transgredir sus órdenes; sino que es el Dios que ama incluso a aquellos que le odian. El crucificado había hablado de un Dios que es amor y solo amor. No es de extrañar que los discípulos estuvieran turbados por todo lo acontecido en aquel tercer día: Todo quedaba trastornado tanto en sus mentes como en sus corazones.

 

El Resucitado ilumina nuestro ser con su presencia.

El Resucitado les enseña a releer los acontecimientos pascuales a la luz de la Escritura.

«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto».

En nuestra vida nos encontramos con acontecimientos de cuyo significado no entendemos: violencia, abusos, guerras; vemos a gente buena y rectas que sufren las injusticias y nos preguntamos ¿cuándo vendrá Dios y pondrá todas las personas y a las cosas en su sitio? En aquel día podremos constatar quien tenía la razón y quienes no tenían la razón, quien estaba en la verdad y quién estaba equivocado; quien era el justo y quienes los malvados.

 

La expresión:

«Resucitará de entre los muertos al tercer día»

En este contexto Jesús les dice que «resucitará de entre los muertos al tercer día». ¿Qué es lo que nos quiere decir con esta expresión? No es la profecía de que él resucitará al tercer día después de su muerte. La profecía no es cronológica, es teológica: Es Dios el que pronuncia la sentencia firme e inapelable en el éxito o en el fracaso de una vida. Y al resucitar a Jesús el Señor ha demostrado a todos que Jesús tenía la razón; que Jesús es el justo y el vencedor, y lo es porque hizo de su vida un regalo de amor para todos. Y todos aquellos que como él pongan sus vidas al servicio de los hermanos -los hombres les considerarán fracasados-, pero en el tercer día, cuando Dios pronuncie sentencia en su juicio, ellos también serán acogidos por el Padre del Cielo en la plenitud de la vida del Resucitado.

 

Se nos confía una propuesta

Toda la Biblia estaba escrita para preparar a los hombres a la comprensión de este diseño o plan de Dios sobre la humanidad, tal y como nos manifiesta la constitución conciliar Dei Verbum. Pero no basta con haber entendido este diseño o plan de Dios. Es preciso adecuar y aceptar la propia vida al modo de cómo Jesús de Nazaret lo vivió. Es necesario abandonar el camino viejo y aceptar la propuesta de un hombre nuevo. Uno no sólo debe de encarnarlo, sino que debe anunciarlo a todos los pueblos. Ésta es la misión que el Resucitado confía a sus discípulos.

 

El pecado no es una mancha para lavar

La misión confiada por Jesús a sus discípulos es la de anunciar «proclamará la conversión para el perdón de los pecados». Ellos deben de anunciar la conversión, es decir, el cambio de la dirección de la vida para que el pecado desaparezca. El perdón del pecado no significa limpiar un vestido o pasar con un trapo enjabonado y limpio a una pizarra de un aula de la escuela. El pecado no es una mancha para lavar; es la dirección equivocada que hemos ido tomando en la vida buscando el propio interés: la acumulación de bienes, pensar en uno mismo, el querer utilizar e instrumentalizar a los demás para los propios fines. Este tipo de planteamientos no son de hombres, es inhumano ya que está destruyendo la vida.

El perdón es el resultado de la obra salvadora del Señor; es esa obra que él pone para poder cambiar de dirección, y cuando esto sucede el pecado es perdonado. Dios no me perdona porque yo me haya arrepentido o me disculpo; sino porque Dios hace caer al hombre de que estaba fuera del camino y es entonces cuando uno se arrepiente y cambia de vida. Cuando uno, con la ayuda divina, reconoce que está descarriado es entonces brota el arrepentimiento.

Un adicto al alcohol, a la pornografía, a las drogas… no te reconoce dicha adicción; admitirlo exige un camino y el que ayuda a admitir nuestro pecado, de que estamos fuera del camino de la vida es el Señor.  

Jerusalén equiparada a los pueblos paganos

Esta conversión ha de ser anunciada «a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén». Esto llama la atención porque en Jerusalén, en la ciudad santa, habitaban aquellos que no necesitaban convertirse; ellos ya estaban unidos a Dios y practicaban una religión. Y el Resucitado dice que es precisamente por esta institución por donde se debe de iniciar la conversión. Jerusalén tiene que entender el nuevo rostro de Dios y descubrir cuáles son los sacrificios agradables a Dios y que hay un nuevo Templo del Señor que es Cristo y toda la comunidad de los discípulos unidos a él.

Jesús dice que esa proclamación de la conversión para el perdón de los pecados se comenzara por Jerusalén. Jerusalén era la ciudad santa, donde estaba la institución del Templo, la casa de Dios, donde Jesús equipara a la ciudad a los pueblos paganos. El privilegio de ciudad santa es cesado. Jerusalén era el lugar donde los judíos acudían para el perdón de los pecados en el Templo. Todo esto ha cesado.

 

Discípulos con memoria

y agradecidos por su presente.

En este plan o proyecto de Dios sobre la humanidad los discípulos están llamados a dar testimonio. Para ser testigos hay que haber tenido esta experiencia del don gratuito de la vida; al darse cuenta de lo hermoso que es vivir siguiendo el camino planteado por el Señor y haciendo memoria agradecida de cómo Dios les salvó de aquel camino de perdición, de aquella fosa de la muerte. Testimoniar no es discutir ni pelear. Este testimonio sólo es posible si te dejas guiar por el Espíritu. De este modo los discípulos podrán mostrar al mundo que es posible amar como Jesús ama; de este modo se mostrará, de un modo irrefutable, que ha llegado una fuerza divina que transforma desde dentro la humanidad.

 

Un verbo que encapsula

la esencia del éxodo del pueblo.

         «Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».

         ¿Qué necesidad había para conducir a sus discípulos fuera de la ciudad de Jerusalén? Recordemos que es de noche (cfr. Lc 24, 29). ¿Por qué razón conducirlos hasta Betania? Como crónica no tiene mucho sentido, pero si entendemos el lenguaje de la Escritura podremos comprender el mensaje.

         El verbo que emplea el evangelista para decir que Jesús «los sacó» es ἐξήγαγεν (ἐξάγω, exágo). Es un verbo griego muy importante porque es el mismo verbo que se usa en el libro del Éxodo para decir lo que Dios ha hecho con su pueblo, los sacó fuera de Egipto, de la tierra de esclavitud para introducir a su gente en los espacios amplios donde pueden vivir en la tierra de la libertad (cfr. Ex 12, 51). Este verbo encapsula la esencia del Éxodo como la liberación divina y el inicio del camino hacia la tierra prometida. El verbo hebreo recogido en el libro del Éxodo es יָצָא (yatsá), que tiene el sentido de ‘abandonar para adquirir la libertad’, ‘escapar para renovar’. Este verbo hebreo es traducido al griego por ἐξήγαγεν.  El evangelista está diciendo que Jerusalén es la tierra de la opresión, de la esclavitud de la cual Jesús nos viene a liberar, del mismo modo de cómo Dios liberó al pueblo hebreo de la esclavitud de los egipcios.

¿Por qué el Resucitado conduce a su comunidad fuera de Jerusalén? Porque Jerusalén es la tierra donde reside una institución religiosa que enseña a adorar y a servir a un Dios que no existe; Es un Dios que no refleja el rostro de Jesús. En el Templo de Jerusalén se adora a un Dios que ofrece su amor a quienes le aman, a quienes le rinden un culto, a quienes le pagan, a quienes le ofrecen sacrificios y holocaustos e incienso. Este Dios concede sus bendiciones al que es bueno y justo, no a los malvados, desagradecidos y retorcidos. La Pascua ha borrado, ha caducado este rostro de Dios (cfr. Lc 23, 45; Mc 15, 38; Mt 27, 51), porque en Jesús de Nazaret se ha revelado el rostro auténtico de Dios; amor y sólo amor gratuito. Concede sus favores y su amor a todos los hombres (cfr. Mt 5, 45). El Resucitado conduce a su comunidad fuera de esta institución religiosa.

 

Betania, imagen de la Comunidad Cristiana.

Jesús les conduce a Betania. Betania es el lugar de la amistad; el lugar donde está la familia que tan bien y tan cariñosamente acogen a Jesús (cfr. Lc 10, 38-42; Jn 11, 1-44; Jn 12, 1-8; Mt 21, 17; etc). Allí, en Betania, es donde hay una familia donde sólo hay hermanos y hermanas (Marta, María y Lázaro); ninguno de ellos es padre ni madre, no hay amos ni padrones. Esta casa de la familia de Betania es imagen de la comunidad cristiana.

Es la casa de la cual se exhala la fragancia del nardo (cfr. Jn 12, 1-8), símbolo del amor puro que se tienen los hermanos de la comunidad cristiana. Por eso es muy importante que de ‘las betaniasemane ese olor a nardo puro, ese perfume del amor, un amor que incluso los enemigos lo pueden oler. 

 

El Resucitado alza las manos

El Resucitado alza las manos. Las manos son el símbolo de las obras que realizamos. Con las manos podemos dar la vida o la muerte; acariciar o maltratar (cfr. Ex 21, 18); construir y reparar (cfr. Neh 3, 1-32) o destruir; ofrecer el pan al hambriento (cfr. Prov 22, 9) o robar (cfr. 1 Re 21).

Jesús alza sus manos y muestra las manos que siempre han bendecido y su último gesto es el de la bendición. En hebreo בָּרַךְ (barak) es bendecir, significa ‘querer la vida y sólo la vida’.

Este gesto de bendecir, recogido por el evangelista Lucas, es un gesto del Antiguo Testamento, es un gesto sacerdotal. En el libro del Levítico en el capítulo 9 se nos cuenta que Aarón alzó las manos sobre el pueblo y lo bendijo (cfr. Lv 9, 22). En el libro escrito por «Jesús, hijo de Sirá, hijo de Elezar, de Jerusalén» (cfr. Eclo 50, 27), el libro del Eclesiástico o Sirácida se nos ofrece una descripción maravillosa cuando el sumo sacerdote Simón, el hijo de Onías, un hombre justo, piadoso y recto, nos cuenta cómo alzaba sus manos sobre toda la asamblea de los hijos de Israel para dar la bendición del Señor, alardeando de poder pronunciar este nombre (cfr. Eclo 50-51); y cuando él alzaba las manos todos se postraban para recibir la bendición del Altísimo: «Como un solo hombre, todo el pueblo se postraba en tierra, para adorar a su Señor, el Poderoso, el Dios Altísimo» (cfr. Eclo 50, 17); «Él (Simón, hijo de Onías, el sumo sacerdote) bajaba entonces y elevaba las manos sobre toda la asamblea de los israelitas, para pronunciar la bendición del Señor y gloriarse invocando su nombre; y, por segunda vez, el pueblo se postraba para recibir la bendición del Altísimo» (cfr. Eclo 50, 20-21).

Esta misma escena es la que Lucas ha tenido en cuenta en del Antiguo Testamento (cfr. Eclo 50, 20) para comunicarnos el último gesto de Jesús dejándonos su bendición. Recordemos que el evangelio de Lucas es iniciado con una bendición, la bendición que Zacarías no puede pronunciar porque está mudo (cfr. Lc 1, 19) pero que al final podrá pronunciar al nacer su hijo Juan (cfr. Lc 1, 67-79). Y concluye su evangelio con otra bendición dada por el Resucitado y que permanece para siempre.

 

Arvot.

«Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo».  El evangelista no está haciendo una crónica de los hechos. Emplea el lenguaje de su época en donde Dios era imaginado, según la literatura rabínica en el Cielo (concretamente en el séptimo cielo). El séptimo y más elevado cielo a menudo se llama ‘Arvot’ (עֲרָבוֹת). Había siete cielos y en el último, en el séptimo estaba el trono del Altísimo. El mensaje que nos quiere transmitir el evangelista es que aquellos que vivieron por amor son los acogidos en la casa del Padre.

 

Ni una gota de amor se desperdicia.

Este rapto hacia el cielo no lo ha inventado Lucas, es un género literario conocido en la literatura bíblica. Recordemos el secuestro de Elías en un carro de fuego; Elías no murió de forma natural, sino que fue llevado directamente al cielo por Dios de una manera espectacular (cfr. 2 Re 2, 1-18). También está presente en la literatura grecorromana, por ejemplo, cuando fueron llevados al cielo Rómulo (el fundador de Roma, desapareció en una tormenta mientras inspeccionaba sus tropas; se creía que el dios Marte lo había llevado al cielo para unirse a los inmortales y se le adoró posteriormente como el dios Quirino), Empédocles (filósofo griego, s. V. a.C.), Alejandro Magno, Heracles o el Hércules romano.

Son imágenes de las que Lucas se sirve, no para escribir una historia material o una crónica, sino para formular de alguna manera la verdad de que Jesús fue recibido en los brazos del Padre. Es la verdad de que la vida entregada por amor a los hermanos y a Dios no se destruye, entre en el mundo de Dios donde ni una gota de amor se va a perder ni se desperdicia.

Los discípulos se postran porque ellos reconocen este juicio de Dios (cfr. Lc 24, 52).

 

Surge la alegría.

Y surge la alegría (χαρά, jará) de sus discípulos. Es que resulta que ellos han entendido después de la Pascua que dejar este mundo corruptible no es motivo de tristeza, sino de alegría. Aquellos que han visto el destino que se espera, ama este mundo y esta vida, pero vive en previsión de aquellas cosas que son las mejores: Estar con Dios. Lo escribe san Pablo a la comunidad de los corintios: «Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (cfr. 1 Cor 2, 9).

La muerte es dura, pero con Dios todo adquiere otro matiz. Fea y mala, malvada y retorcida es la vida equivocada, la vida que no ama.

 

Retornan a Jerusalén, pero como libres para liberar.

Puede resultar extraño que los discípulos retornen a Jerusalén, porque ahora retornan a esa Jerusalén, pero con un modo muy diferente de relacionarse con Dios. Ellos retornaron al Templo no para hacer sacrificios ni holocaustos, pero no se quedaban todo el tiempo allí ya que el Templo nuevo es Jesús de Nazaret con toda su comunidad, cuyos sacrificios son las obras de amor. Han vuelto a Jerusalén, pero ahora ya no pertenecen más a la institución religiosa judía ya que han entrado en el mundo nuevo de la Pascua.

sábado, 24 de mayo de 2025

Homilía del VI Domingo de Pascua, ciclo C Jn 14, 23-29

 

Homilía del Domingo VI de Pascua, ciclo C

Jn 14, 23-29

 

         En este pasaje del evangelio de hoy nos encontramos con parte del discurso de despedida que Jesús hizo a sus discípulos en el marco de la Última Cena, el cual es parte de su testamento. Jesús se dirige a ese grupo de discípulos heridos; recordemos que Judas Iscariote salió del Cenáculo para ir y ponerse de acuerdo con el sumo sacerdote en la manera de cómo entregarles a Jesús. Judas prefirió la tiniebla y la oscuridad a la luz. Los otros Once que se quedaron con Jesús estaban asustados, turbados. De tal manera que Jesús les dice dos veces “no se turbe vuestro corazón”.

         Estos Once han cultivado grandes sueños y esperanzas y ahora se dan cuenta que el Maestro está a punto de dejarlos. Sin embargo, Jesús les habla con una potente fuerza divina para prepararlos al momento en el que ellos no podrán ya contar con su presencia física en torno a ellos.

 

Las cuatro preguntas…

         En este momento dramático cuatro discípulos le hacen una serie de preguntas, con las cuales ellos le manifiestan sus incertidumbres más profundas y perplejidades. El número cuatro representa la multitud, la humanidad entera y en estos cuatro discípulos nos encontramos con todas las preguntas que hoy nos hacemos.

 

Las cuatro preguntas…

1.- La de Pedro

         El primero en hacer la pregunta es Pedro, el cual le pregunta: «Señor, ¿a dónde vas?» (cfr. Jn 13, 36). Pedro quiere seguirle, pero no puede seguirle; incluso llega a decir «yo daré mi vida por ti». A lo que Jesús le dice que «a donde yo voy no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde», a lo que Pedro insiste. A lo que Jesús les responde que «en verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces» (cfr. Jn 13, 38). Jesús estaba diciendo a Pedro que ‘Pedro, te entiendo, eres frágil; pero ahora deja que yo llegue a la meta y consiga el propósito de mi vida’. Es nuestra pregunta; queremos seguir a Jesús, pero primero tenemos que tomar conciencia de nuestra fragilidad y Jesús nos entiende en nuestra fragilidad.

 

Las cuatro preguntas…

2.- La de Tomás

         La segunda pregunta es la de Tomás cuando le dice «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos seguir el camino?» (cfr. Jn 14, 5). Hay muchos caminos que se abren ante nosotros; son todas las propuestas de vida que se nos ofrecen por parte de los amigos, de las personas que amamos y estimamos, de los medios de comunicación, etc. ¿Cuál de estos caminos es el que nos lleva a la gloria y nos trae la alegría? Ante tantas propuestas uno queda desorientado. Jesús nos dice «yo soy el camino» (cfr. Jn 14, 6), que es tanto como decirnos que ‘no busques otras formas de camino porque no serás feliz, ya que estás hecho para este camino’.

 

Las cuatro preguntas…

3.- La de Felipe

         A lo que interviene Felipe y le dice «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (cfr. Jn 14, 8), a lo que Jesús le contesta que «¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. La cuestión es ¿cómo ver al Padre? El único modo es mirar, contemplar a Jesús, de este modo podremos ver al Padre. Lo contemplamos en el evangelio; cuatro evangelios con cuatro perspectiva diversas y diferentes para mostrarnos el rostro de Dios, al cual estamos llamados a asemejarnos; unir nuestra vida a la suya para ser como él.

 

Las cuatro preguntas…

4.- La de Judas, no el Iscariote

         A lo que interviene Judas y le pregunta «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (cfr. Jn 14, 22). A nosotros nos gustaría que Jesús se manifestara al mundo con signos y con prodigios extraordinarios; una manifestación de gloria absoluta ante todos que alzara el clamor de todos. Se percibe en estas palabras de Judas, del hermano de Santiago, el de Tadeo, la decepción de los Once. Parece que quieren decir ‘llevamos tres años contigo Jesús y hemos creído en ti y hemos vivido una aventura maravillosa, y ahora tú te nos vas y todo ha terminado y tendremos que retornar a la vida anterior’. Es tanto como decir: ‘hemos estado anunciando el Reino de justicia, de amor y de paz, pero en realidad el mundo sigue siendo el mismo que antes’.

 

Su desánimo es el mismo que el nuestro.

         Es bastante serio el momento de desánimo en el que están viviendo estos Once apóstoles y es el mismo que experimentamos nosotros hoy. Deseamos que se realicen nuestros sueños y nuestras esperanzas y somos tentados de resignarnos porque parece que todo sigue igual frente al mal. Muchos son los sacerdotes, religiosos y laicos jóvenes que desean dar a luz un mundo nuevo, una Iglesia más unida y evangélica y se comprometen en su integridad en esta realización; pero llegan a un cierto punto en el que uno entra en una esfera de la decepción y se dicen: ‘hemos creído y luchado por un sueño hermoso, pero el reino de Dios no se hará nunca realidad’.

         Este es el contexto en el que hay que colocar las palabras de Jesús del texto evangélico de hoy.  

La revelación que Jesús da no interesa al mundo.

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió».

         Jesús está respondiendo a la pregunta planteada por Judas Tadeo. «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Jesús nos dice que la revelación que él nos da es la del amor y al mundo esta revelación no le interesa. Al mundo le interesa la manifestación del poder, del dominio, de la gloria, de la riqueza, etc. La revelación que Jesús ofrece no es apreciada ni querida por el mundo ya que no van por esos derroteros. Los milagros se producen y se realizan por la fe que brota de la acogida de su palabra. Quien creen en el evangelio atestigua milagros.

         Jesús habla del don de la vida; de olvidarse de uno mismo; del servicio humilde ante los pobres; de poner los propios bienes al servicio de los necesitados; e incluso dar la vida por el enemigo. Todo esto el mundo lo detesta. El mundo esta revelación no la entiende, no la acepta, la rechaza.

 

El mundo aprecia a quien tiene a muchos a su servicio.

         El mundo aprecia no al que sirve, sino a quien tiene a muchos a su servicio. Muchos discípulos de hoy esperan de Jesús una serie de milagros y prodigios; ahora bien, si nosotros nos adherimos al evangelio los milagros sí que ocurrirán en el mundo. Pero no esperemos que estos milagros vengan como bajados del cielo. En los evangelios nunca se dice que Jesús cumplió milagros (Θαύματα, Thávmata), siempre hablan de señales/signos (σημεῖον, semeíon) siempre que se da fe a su palabra (cfr. Jn 2, 11; Jn 4, 54).

         De hecho, Jesús a toda la gente que espera este tipo de manifestaciones gloriosas la llama ‘generación maligna/perversa/malvada y adúltera’ (γενεὰ πονηρὰ καὶ μοιχαλὶς) (cfr. Mt 12, 39).

 

Entrar en sintonía con la vida de Jesús.

         Jesús explica lo que significa amar: Amar significa entrar en sintonía con su vida; como la esposa une su propia vida al esposo. Esto es el amor, no un vago sentimiento. Es vivir como él ha vivido. ¿Qué sucede si uno se deja involucrar en esta vida planteada por Jesús? Dice Jesús que «mi Padre lo amará». No se trata de un premio que se recibe al fin de la vida; uno entra inmediatamente en comunión con Dios y de este modo se manifiesta la vida que viene de Dios porque uno ama.

         Dios mora/habita en aquel que ama. Cuando uno ama, Dios está presente en él. Cuando se manifiesta el amor, se manifiesta la gloria de Dios, es este tipo de manifestaciones que desgraciadamente el mundo no quiere ni puede recibir. Jesús está presente en cada discípulo que ama.

         El que no ama no recuerda las palabras de Jesús y esta persona pertenece al mundo y no es capaz de captar la verdadera revelación.

 

La promesa de Jesús.

         Jesús sabe que sus discípulos tienen miedo porque amando como Cristo les indica les va a ocasionar que se queden solos. Para infundirles coraje Jesús les hace una promesa.

«Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».

         Jesús ha hecho una promesa a sus discípulos en el Cenáculo: ‘No os dejaré huérfanos’. Nos dice que el Padre nos enviará otro paráclito (παράκλητος, parákletos).

¿Qué nos está diciendo Jesús? En la anterior traducción el término ‘παράκλητος’ era traducido por ‘consolador’, pero no transmitía la idea que transmitía el término griego ‘παράκλητος’. Paráclito significa a aquel que es llamado cercano; el que viene en tu ayuda, el protector. Y esta promesa realizada por Jesús en el Cenáculo se refiere y nos abarca a todos nosotros. Sentimos la necesidad de tener a alguien a nuestro lado. Una de las cosas más duras de nuestra fe es el sentido del aislamiento en medio de un mundo que piensa, razona, actúa con criterios muy diversos a los criterios evangélicos. Los cristianos decimos y sostenemos discursos y planteamientos que no están de moda (el celibato, la virginidad, la mansedumbre, el servicio desinteresado, la fidelidad matrimonial, el estar abierto a la vida, etc.) Y si uno se comporta según los criterios de la moral evangélica es considerada como una persona rara y en vías de extinción. Es considerada así porque se comporta con otros criterios ajenos a este mundo.

El Paráclito está llamado a estar junto a aquellos que quieren vivir del modo evangélico; porque el paráclito te va a hacer sentir que no estás solo. El Paráclito es aquel que te respalda en las decisiones correctas que te llevan a la vida, que te llevan a la alegría; esta voz es la del Paráclito que te está acompañando, que está a tu lado.

 

¿De qué nos defiende el Paráclito?

El Paráclito significa defensor. ¿De qué cosa nos defiende el Paráclito? Nos defiende de tantas voces que escuchamos. Cuando uno escucha los razonamientos que nos invitan a adaptarnos al abanico de todo lo que te ofrece el mundo, para que disfrutes, que pienses en el momento presente, que pienses en ti mismo y que no te intereses por los otros, etc., de todo esto nos defiende el Paráclito. Hay dentro de ti una voz que te dice que las cosas no están bien, que en eso hay ‘gato encerrado’, que te pintan muy bonito y fácil las cosas, etc., es una especie de alarma interior que nos avisa de caer en el impresionante timo que el mundo nos ofrece como si fuera lo mejor de todo. Nos avisa que esos son sólo discursos de muerte que no debemos ni escuchar. Es el espíritu que te defiende, que me defiende y defiende mi vida, mi libertad, mi dignidad y mi integridad. Ya lo dice el Salmo: «Feliz quien no sigue consejos de malvados ni anda mezclado con pecadores ni en grupos de necios toma asiento, sino que se recrea en la ley de Yahvé, susurrando su ley día y noche. Será como un árbol plantado entre acequias, da su fruto en sazón, su fronda no se agosta. Todo cuanto emprende prospera» (cfr. Sal 1, 1-3).

El Paráclito te evita beber del veneno que se propaga por la mundanidad, de la lógica pagana que predican tantos medios de comunicación y planteamientos con apariencia cristiana, pero con hondura pagana. Ellos te dicen que el mundo nuevo traído por Jesús es un sueño e irrealizable, que es mejor que lo olvidemos y que nos pongamos a crear un mundo lo más soportable posible. ¿Es mejor vivir una vida ligera, sin compromisos, o una vida cargada de significado y responsabilidad? Y el mundo te plantea que lo mejor es vivir de manera ligera, despreocupada, ya que de otro modo uno debería de soportar sobre sus hombros un peso insoportable. Si mi matrimonio va mal me separo y me voy con otra; además si se me acabó el amor, ¿para qué seguir con alguien de la que no estoy enamorado? Si te gusta un chico o una chica, no lo dudes, estate con él o ella y úsalo como se usan los objetos, porque la vida es breve y hay que buscar el placer. Sin embargo, el Paráclito te dice: no eres un objeto, sino una persona; tu corazón tiene memoria y no lo puedes formatear; sino afrontas las dificultades en la vida te convertirás en personas tan frágil como el cristal y evitando el sufrimiento te acabarás muriendo sin sentido. El mundo te dice ‘resígnate y vive como lo hace todo el mundo’.

El Paráclito te dice: ‘vale la pena vivir según el Evangelio’; el reino de Dios se realizará cuando escuches esta voz; es el espíritu que defiende tu vida. El Paráclito te dice ‘dona tu vida si la quieres conservar’.

 

Las dos tareas del Espíritu Santo.

El Paráclito es el Espíritu Santo que el Padre enviará y que tendrá dos tareas que realizar.

 

Las dos tareas del Espíritu Santo.

1.- Entendemos mejor la Palabra y Obra de Jesús

La primera tarea es que él «será quien os lo enseñe todo». El Espíritu nos lleva a siempre a comprender mejor, con mayor hondura el mensaje de Jesús. Esta es una promesa realizada en la vida de la Iglesia e incluso en nuestra vida personal. Por eso entendemos hoy mucho mejor el Evangelio que hace unos cuantos siglos, en el pasado. Los estudios sobre la exégesis de la Palabra no dejan de ser una constante lección que ofrece el Espíritu Santo a la Iglesia. Al explicar la Palabra de Dios no se cambia nada; lo que sucede es hoy por hoy lo entendemos mejor; esto es debido a que el Espíritu Santo nos lo está enseñando; y un pecado contra el Espíritu es rechazar esta nueva luz.

El Espíritu nos enseña a reformular la palabra del Evangelio en un lenguaje siempre nuevo para hacerlo comprensible a todas las culturas y en todas las épocas. El Espíritu no es un maestro teórico ni nos da las indicaciones externas a nosotros; el Espíritu actúa desde dentro, desde nuestro corazón, en la nueva vida; si escuchamos al Espíritu vivimos como Jesús vivió, siempre obediente a su vida divina.

 

Las dos tareas del Espíritu Santo.

2.- Recordar

         La segunda tarea es «os vaya recordando todo lo que os he dicho». Todo lo que Jesús nos ha enseñado nos lo recuerda el Espíritu; mantiene viva la memoria. El verbo recordar (ὑπομιμνήσκω, jupomimnésko) es muy importante en la Biblia. Dios no quiere que su pueblo olvide todas las obras que Dios ha realizado a favor de su pueblo (cfr. Dt 26, 5-11; Dayenú (דַּיֵּנוּ) es una canción tradicional judía que se canta durante la festividad de Pésaj, la Pascua judía, específicamente durante el Séder de Pésaj). Es fácil perder la memoria de la propia identidad como hijos de Dios y así, perdida la memoria, volver a vivir como lo hace todo el mundo. El Espíritu nos comenta continuamente que Jesús tiene la razón.

 

La promesa de un regalo de Jesús.

         «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo, Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».

         Sabemos que la promesa de Jesús se ha cumplido en la Pascua, porque el Padre del Cielo ha enviado su Espíritu que nos instruye y nos recuerda en cada momento lo que Jesús nos dijo y nos ofrece sus razones.

 

¿Se puede verificar la presencia de este Espíritu en nosotros?

         Hay dos señales inequívocas de que esta vida divina está presente en nosotros. Estas señales son la paz y la alegría, porque la paz y la alegría sólo están presentes en las personas que aman. De no haber amor uno siempre estará inquieto, preocupado. Uno puede estar lleno de dinero, de placeres, de éxitos, pero no tendrás la paz ni la alegría. Estamos hechos para amar. Para saber si estamos en sintonía con el destino divino al que estamos destinados es la paz y la alegría.

 

¿Qué se entiende por paz?

         Es una paz muy diferente a la que ofrece el mundo. El mundo, con su mundanidad, plantea una manera de pensar y de vivir dictada por el Maligno y que da origen a la sociedad ligada por la lógica del poder, del tener, de la competición, del dominio, del querer imponerse a los demás; el principio del dominio del más fuerte.

El mundo liderado por esta lógica malvada también ofrece su paz. Se trata de la Pax Romana muy conocida en el tiempo de Jesús, cuando el Imperio Romano se extendía por todo el mundo y nadie podía reaccionar. El poderío militar romano era indiscutible, lo que disuadía a las grandes potencias extranjeras de lanzar invasiones a gran escala contra el territorio romano. El gobierno imperial se esforzó por mantener la ley y el orden dentro de las fronteras, reprimiendo rebeliones y la piratería. Era la paz del dominio, de la violencia; de tal manera que el débil no tenía fuerza para rebelarse y sólo podía permanecer sumiso. Esta paz dura porque el vencedor logra imponerse y el perdedor no tiene la fuerza para rebelarse. La Pax Romana que justificaba la esclavitud.

Jesús cambia el concepto de paz. La paz de Jesús se funda sobre el amor que rompe barreras; es la paz que une los corazones y que coloca al más fuerte y al más capaz y al más equipado al servicio de los más débiles y necesitados. El otro es un hermano, un hijo del único Padre del Cielo. Jesús no quiere ‘la paz de los cementerios’ donde todos han de estar quedados callados por el miedo a las represalias. Sino que cada uno pone su propia vida al servicio del hermano: sólo esta es la verdadera paz.

 

La Paz que no depende de la turbación.

«Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde». El Señor nos dice que no tengamos miedo. El verbo empleado en griego es ταράσσω (tarásso) que indica la agitación de las olas del mar. Esta experiencia de turbación lo recoge tres veces en el evangelio de Juan.

Jesús está turbado ante la tumba de Lázaro (cfr. Jn 11, 33); Jesús está turbado cuando anuncia su glorificación por la muerte (cfr. Jn 12, 27); y luego es turbado en el Cenáculo, cuando en cierto punto dice que ‘uno de vosotros me va a entregar’ (cfr. Jn 13, 21).

La paz que nos trae Jesús es compatible con este momento de turbación y de agitación, lo cual solemos tener en nuestra vida. Jesús lo experimentó. Sin embargo, esta paz no es apagada por la turbación, ya que hemos organizado nuestra vida en sintonía con el Espíritu. No podemos hacer depender nuestra paz con lo que suceda fuera de nosotros.

La verdadera paz nace de la unión con Dios y el diálogo con el Espíritu. Con la fe estamos llamados a ver y comprender las cosas de un modo diferente, de otra manera: las alegrías y los sufrimientos se enmarcan a la luz del Evangelio, a la luz del Espíritu.

 

Jesús siempre a nuestro lado.

Cuando Jesús ha regresado al Padre los límites temporales y espaciales ya no le someten. Nosotros estamos limitados por un espacio temporal y espacial. Con Jesús resucitado ya no hay nada que le limite, por eso siempre está a nuestro lado.

Jesús nos invita a dar todo nuestro apoyo y adhesión, toda nuestra plena confianza en su propuesta de amor, porque sólo esta propuesta nos sitúa en el mundo de la paz y de la alegría.