sábado, 14 de junio de 2025

Homilía de la Santísima Trinidad Jn 16, 12-15

Homilía de la Santísima Trinidad

Jn 16, 12-15

 

         Hoy es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Pensar en Dios puede ser para la vida de algunas personas un ejercicio irrelevante porque sus problemas son otros, el trabajo, la familia, la escuela, las relaciones sociales, los hijos, etc. Por eso mucha gente se pregunta el por qué perder el tiempo interesándose o preguntándose por Dios. Para muchos Dios no es necesario y para otros su existencia es irrelevante.


No es lo mismo creer que no creer.

         Sin embargo, no es lo mismo creer que no creer. El hecho de creer en Dios es algo que cambia mucho en la vida personal y social. Una cosa es que yo me sienta arrojado a la fría inmensidad del universo siendo privado de un destino y de un sentido de la vida, como dicen los nihilistas; y otra cosa es saber que nosotros hemos sido creados por amor y que somos queridos por Dios, el cual me ama y que quiere involucrarme en una relación de amor con él. El saberme amado y querido por Dios cambia bastante el modo de cómo me veo a mí mismo y a los demás. El amor de Dios y el conocer cómo él ama a todos, hace que cambie el modo de cómo uno se relaciona con los demás, con la creación y con el Creador.

         Si concibo a Dios como un ser que me ama empezaré a contemplar a todas las criaturas de un modo nuevo, como un regalo. Lo protegeré y evitaré hacer el mal.

Todo es concebido como un regalo de Dios. Pensemos en el valor económico de un anillo de oro. Pero si se trata del anillo matrimonial que una viuda conserva como recuerdo de los cincuenta años de amor con su esposo y le planteamos a esta viuda que nos lo cambie por otro que valga cien veces más, con toda seguridad no lo querrá, porque sólo ese anillo contiene en sí ese mensaje de amor. Las cosas en la naturaleza no cambian, ya sean las montañas, los valles, los ríos, los mares, las llanuras y son lo mismo para los creyentes y para los no creyentes. Pero aquellos que lo ven como un regalo percibe en las criaturas el amor de un Padre y luego uno expresa su asombro y su gratitud. No es lo mismo creer que no creer. Todo cambia si hay un Dios que es amor. Un Dios que ilumina los misterios del sufrimiento y de la alegría, de la esperanza y de la desesperación, y sobre todo el misterio de la muerte.

 
                                                                   Sólo con Dios se consigue

que el paso por este mundo tenga sentido.

En los planes de Dios tiene diseñado que cada uno de nosotros entremos y estemos involucrados en esta comunidad de comunión de vida en su vida: Este es nuestro destino de alegría infinita. Así nos lo dice San Pablo en el himno con el que se inicia su epístola a los efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues, por estar unidos a Cristo, nos ha colmado de toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Dios nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para que vivamos ante él santamente y sin defecto alguno, en el amor. Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (cfr. Ef 1, 3-6). Este himno era cantado en el primer siglo por los cristianos de Asia Menor. Sólo con Dios se consigue que el paso por este mundo tenga sentido.

El evangelio de hoy está tomado del largo discurso que Jesús pronunció durante la última cena.

  «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir».

 

No es por falta de tiempo…

Para poder disfrutar la riqueza de este texto se precisa examinarlo palabra por palabra. Dice Jesús a sus discípulos reunidos en el Cenáculo: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora».

No ha sido por falta de tiempo, como si tratase de una lección de clase que no se imparte porque el tiempo ni los horarios lo permiten. Se trata de una verdad que para los discípulos será demasiado pesado y no lo soportarían. ¿De qué cosa se trata? Jesús no puede explicarles ahora el significado de la trágica conclusión de su historia en este mundo. En los ojos de sus discípulos, al igual que en los ojos de todos aparecerá como una derrota, como una gran decepción; será condenado como un malhechor en la cruz. Este es un argumento y un tema demasiado pesado para afrontar y los discípulos no tienen ninguna fuerza para afrontarlo. Aún no están preparados para entender que la vida donada, que la vida entregada por amor, incluso por los enemigos, es la única vida verdadera.

 

El Espíritu como el supremo pedagogo.

Jesús explicará a los discípulos el verdadero significado de lo que está por pasar. ¿Quién les iluminará? ¿Quién se lo explicará? Jesús responde que será el Espíritu. No será Jesús quien les explique el sentido de su pasión y de su muerte, sobre todo porque en esos momentos los discípulos quedarían totalmente conmocionados, en shock y consternados. Será el Espíritu quien les introducirá en esta verdad tan difícil de entender y tan arduo de aceptar. El Espíritu convencerá a los discípulos que estas son las decisiones correctas, que su propuesta de vida es la ganadora, aunque ante los ojos de los hombres aparezca como derrotado.

 

El Espíritu provoca el enamoramiento con Cristo.

El Espíritu no sólo hará esto; no se puede únicamente a limitarse a que los discípulos comprendan sobre en qué parte estaba la verdad o sobre quién tenía razón si uno u otro. Esto no será suficiente. Si el Espíritu se limitase únicamente a esto sólo crearía admiradores de Jesús. Es que resulta que el Espíritu debe dar el impulso decisivo para dar la adhesión convencida a Jesús de Nazaret. Esto es lo que sucede entre los enamorados. Una muchacha puede admirar a un joven, puede llegar a pensar que se trata de una persona extraordinaria, excepcional, pero hasta que ella no opta y decide ser su novia, y posteriormente su comprometida, simplemente se queda al nivel de la admiración.

Nosotros podemos saber todo de Jesús, pero si al final no se llega a responderle con un ‘sí’ a su propuesta de vida seguiremos siendo sólo unos simples admiradores y no llegaremos a decidir para unir la propia vida con la de Jesucristo.

¿Qué es lo que hace el Espíritu? El Espíritu provocará el enamoramiento con Cristo.

 

El Espíritu nos muestra el sentido

más allá de las meras apariencias.

«Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye».

El Espíritu hará resonar en cada momento en los corazones de sus discípulos la palabra del Maestro. Y sigue añadiendo que «y os comunicará lo que está por venir». El Espíritu no hará profecías, no es un mago ni un adivino que lanza predicciones basadas en hechos futuros. El Espíritu Santo mostrará el futuro en el sentido de hacernos entender cómo terminan las cosas más allá de las apariencias.

El Espíritu Santo nos hace entender que no debemos envidiar el éxito de los malvados y aprovechados porque es un éxito ilusorio. El Espíritu te convencerá para que no sigas el camino de los malvados, porque andan por caminos de muerte (cfr. Sal 1, 4; Mt 7, 24-27; Lc 12, 16-21). Acumular riqueza y poder no conduce a la vida. El Espíritu les revelará cómo terminan y demostrará lo miserables que son, la poca cosa que son (cfr. Lc 18, 9-14; Lc 12, 25), son estrellas frágiles y decadentes.

 

Jesús tiene toda la razón cuando nos invita a reflexionar sobre los beneficios de este mundo cuando nos dice «de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina la propia vida» (cfr. Mt 16, 26). El Espíritu nos hará aceptar y entender las decisiones justas, nos indicará que cosas merecen la pena vivir y perdurarán y qué cosas no merecen la pena y serán eliminadas sin dejar rastro.

 

¿Cómo lleva a cabo el Espíritu su misión?

«Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».

¿De qué gloria nos está hablando? Glorificar significa aplaudir, exaltar, engrandecer, colmar de honores; todos buscamos la gloria porque deseamos ser reconocidos y valorados. La necesidad de sentirse estimado, valorado y necesario. Esto tiene un aspecto positivo porque nos impulsa a comprometernos a llevar a cabo una misión a favor de los demás; otra cosa es la motivación que cada cual tenga en el fuero interno.  También buscamos la aprobación por lo que hacemos y cuando no nos sentimos considerados y estimados nos sentimos como apartados, excluidos, como fantasmas.

Pero la pregunta clave que uno se tiene que responder es…

 

¿De quién queremos recibir la gloria?

¿De quién queremos recibir la gloria, la aprobación? ¿Qué tipo de miradas deseo atraer? ¿Soy tan infantil como para hacer valer mi persona por la cantidad de ‘like’ de aprobación o de agrado recibidos o por las veces que se comparte lo que uno ha publicado? ¿Qué miradas deseo yo atraer? ¿Las miradas de Dios o las miradas de los hombres?

Si buscas la gloria de los hombres ya sabes lo que tienes que hacer. Uno ha de hacer lo que esos hombres aprecian, lo que valoran, lo que estiman, decir lo que ellos esperan escuchar. Esto en la Iglesia es peligroso y se podría diagnosticar como ‘bazofia de las termitas sinodales’ que van secularizando las parroquias y las celebraciones litúrgicas y lo van llenando de estiércol ideológico, privando de lo santo al pueblo cristiano y pervirtiendo los gustos espirituales del pueblo fiel. Si uno hace las cosas para que le aprecien y para buscar el aplauso, está buscando la mirada de los hombres. Si uno desea la admiración de los hombres uno tiene que adaptarse a su escala de valores; una escala de valores donde en lo más alto están las personas ricas, el que tiene más influencia en los órganos de gobierno civiles, el que acumula los bienes, el que domina, con el que disfruta de la vida. Ésta es la gloria que Jesús ha rechazado. Esta es la gloria propuesta por Satanás desde el inicio de su vida pública (cfr. Mt 4, 1-11) en las tentaciones que sufrió en el desierto durante esos cuarenta días y con sus cuarenta noches, paradigma de toda la existencia de cada uno de los creyentes.

Jesús, en una acalorada discusión dice que no le interesa la gloria, no busca la gloria de los hombres: «En cuanto a mí, no recibo el testimonio de un hombre (…) No recibo la gloria de los hombres» (cfr. Jn 5, 34-47).

La gloria de Dios no es la gloria de los hombres; la gloria de los hombres es vanagloria, porque la verdadera gloria viene de Dios.

 

La gloria tiene consistencia.

Gloria en hebreo se dice "kabod" (כָּבוֹד), que originalmente significa lo que tiene peso, que tiene consistencia. El grano tiene peso, la paja no lo tiene. De hecho, cuando sopla el viento la paja es llevada por los aires, pero el grano permanece. La gloria de los hombres es como la paja que arrebata el viento; porque la gloria del hombre es inconsistente, es apariencia, es una ridícula comedia.

Jesús reveló con su persona toda la gloria del Padre, toda la belleza de su rostro. Y esta gloria lo hizo brillar en el máximo de su esplendor en el Calvario; perdona a los que le están matando y les disculpa porque no saben lo que realmente están haciendo. La gloria de Dios es el amor, es la máxima manifestación del amor y del don de la vida.

 

¿Cómo nos manifestará el Espíritu la gloria de Jesús?

¿Y quién nos seguirá manifestando esta gloria? Será el Espíritu. El Espíritu manifestará la gloria que ha brillado en el rostro de Jesús a través de nosotros, a través de los discípulos. La comunidad de los discípulos existe no para transmitir una nueva doctrina, sino para hacer presente a la persona de Jesús. Y esta comunidad que está siendo animada por el mismo Espíritu que movió a Jesús a amar hasta dar la vida, esta comunidad es capaz de volver a presentar ante el mundo el mismo amor que brilló en Jesús de Nazaret.

Si la comunidad se deja mover por el Espíritu de Cristo, a través de ellos Jesús manifestará su gloria.

 

 

«Y tomará de lo mío y os lo anunciará». ¿Cómo nos anunciará el Espíritu lo que Jesús nos ha dicho? El Espíritu nos volverá a anunciar el anuncio ya pronunciado, pero no lo hará a nuestros oídos, lo anunciará al corazón. Nos convencerá que sólo la verdad y nos impulsará a encarnarla en nuestra vida. Para eso hay que escuchar la voz del Espíritu, y para ello es necesario el silencio. No se trata de un silencio como ausencia de ruidos, sino un silencio que incluso podemos tener en el metro. Es decir, es el silencio por el que uno se tapa los oídos a aquellos discursos que nos aturden; esos discursos de engañosa doctrina que se difunde por los medios de comunicación social y en algunos ambones o púlpitos o en algunas programaciones pastorales.

Recordemos las palabras de san Pablo a los efesios cuando le dice que «así ya no seremos como niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error. Antes bien, movidos por un amor sincero, creceremos en todo hacia Cristo, que es la cabeza, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración de los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el conocimiento y edificación en el amor» (cfr. Ef 4, 14-16). Es necesario tener silencio de tantas distracciones demoniacas. Sólo si sabemos aislarnos de conversaciones fútiles, insulsas y frívolas y si cerramos nuestros oídos a las propuestas efímeras del mundo, el Espíritu podrá hacer resonar su voz y nos permitirá hacer presente a Jesús a través de manifestaciones de amor por medio del Espíritu a través de nosotros.

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