Domingo de
la Ascensión del Señor
01 de junio de 2025 Ciclo C
Lc 24, 46-53
Cómo
hablar, si cada parte de mi mente es tuya
Y
si no encuentro la palabra exacta, cómo hablar
Cómo
decirte que me has ganado, poquito a poco
Tú,
que llegaste por casualidad, cómo hablar.
Lucas cuenta una
experiencia muy difícil de poder explicar. Es muy complejo poder hablar y
contar las experiencias espirituales. Se puede llegar a manifestar la
frustración ante la insuficiencia del lenguaje para expresar la magnitud de los
sentimientos religiosos; las palabras cotidianas parecen demasiado pequeñas o
inadecuadas para lo que se siente. Por ejemplo, ¿de qué manera expresar con
palabras lo que siente una mujer embarazada que siente cómo crece su hijo en su
seno? O cuando uno está siendo testigo privilegiado de la interpretación de una
pieza del repertorio de órgano atribuido y notado de la Alta Edad Media y donde
no consta la interpretación en el pasado ¿cómo poder poner palabras ante esta
belleza recién encontrada, ante esa resurrección sonora para hacer audible una
obra olvidada? O rebuscando en el baúl del ático de tu casa encuentras una
cinta de casete donde está grabada la voz de personas tan amadas que ya no
están entre nosotros ¿cómo poner palabras a esos sentimientos tan intensos?
¿Cómo
hablar de una experiencia del mundo divino si ni siquiera podemos hacerlo de un
modo apropiado con la emoción que sentimos cuando escuchamos una partitura
musical o contemplando una obra de arte? Es entonces cuando uno reconoce el
esfuerzo admirable que han realizado cada uno de los evangelistas para
traducir, para plasmar, para reflejar, para concretar la experiencia real del
encuentro con el Resucitado.
De
derrotado a triunfador.
El
Resucitado dice a sus discípulos: «¿De qué os asustáis? ¿Por qué surgen
dudas en vuestro interior?» (cfr. Lc 24, 38-39). ¿De dónde vienen estas
dudas y estos interrogantes que tienen los discípulos? Es comprensible la
confusión de los discípulos porque todas sus creencias han sido refutadas por
la Pascua. Sus sueños de grandeza han quedado destruidos. Ellos estaban seguros
de que el Mesías estaba del lado de los justos; por lo tanto, el Mesías debía
de ser un ganador, en cambio ha sido uno que han crucificado. Además, en sus
mentes resuena aquel texto del libro del Deuteronomio (cfr. Dt 21, 22-23) que
terminará recogiendo san Pablo en su carta a los gálatas (cfr. Gal 3, 13) de «maldito
todo el que cuelga de un madero».
En
la catequesis que ellos habían recibido desde pequeños en las sinagogas era que
Dios protege al justo y lo libra de la mano de los malvados; todos los salmos
lo repiten. Sin embargo, aquí se ha dado un caso donde el inocente no ha sido
protegido por Dios. Por eso, lo acontecido en el tercer día, en la
resurrección, les hace entender a los discípulos las cosas de un modo
totalmente novedoso. Ellos habían pensado que dejando a Jesús muerto en el
silencio y en la oscuridad del sepulcro todo había terminado. Pero en el tercer
día, en la resurrección, todas las cosas terminaron iluminadas con la luz de
Dios. Jesús ya no era el derrotado, sino el rey victorioso que estaba sentado a
la diestra del Padre.
Es entonces cuando
sus discípulos se dieron cuenta que el Dios revelado por Jesús no es el
altísimo al que hay que dar culto para calmar su ira o para tenerlo contento
para evitar una desgracia, sino el que se inclina hacia nosotros y se pone a
lavar los pies a sus discípulos. No era el Dios fuerte que amenaza y que se
venga de todos aquellos que se atreven a transgredir sus órdenes; sino que es
el Dios que ama incluso a aquellos que le odian. El crucificado había hablado
de un Dios que es amor y solo amor. No es de extrañar que los discípulos
estuvieran turbados por todo lo acontecido en aquel tercer día: Todo quedaba
trastornado tanto en sus mentes como en sus corazones.
El
Resucitado ilumina nuestro ser con su presencia.
El Resucitado les
enseña a releer los acontecimientos pascuales a la luz de la Escritura.
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre
los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará
la conversión para el perdón de los pecados a todos
los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros
sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi
Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis
de la fuerza que viene de lo alto».
En nuestra vida
nos encontramos con acontecimientos de cuyo significado no entendemos:
violencia, abusos, guerras; vemos a gente buena y rectas que sufren las
injusticias y nos preguntamos ¿cuándo vendrá Dios y pondrá todas las personas y
a las cosas en su sitio? En aquel día podremos constatar quien tenía la razón y
quienes no tenían la razón, quien estaba en la verdad y quién estaba equivocado;
quien era el justo y quienes los malvados.
La
expresión:
«Resucitará
de entre los muertos al tercer día»
En este contexto
Jesús les dice que «resucitará de entre los
muertos al tercer día». ¿Qué es lo que nos quiere decir con esta
expresión? No es la profecía de que él resucitará al tercer día después de su
muerte. La profecía no es cronológica, es teológica: Es Dios el que pronuncia
la sentencia firme e inapelable en el éxito o en el fracaso de una vida. Y al
resucitar a Jesús el Señor ha demostrado a todos que Jesús tenía la razón; que
Jesús es el justo y el vencedor, y lo es porque hizo de su vida un regalo de
amor para todos. Y todos aquellos que como él pongan sus vidas al servicio de los
hermanos -los hombres les considerarán fracasados-, pero en el tercer día,
cuando Dios pronuncie sentencia en su juicio, ellos también serán acogidos por
el Padre del Cielo en la plenitud de la vida del Resucitado.
Se
nos confía una propuesta
Toda la Biblia
estaba escrita para preparar a los hombres a la comprensión de este diseño o
plan de Dios sobre la humanidad, tal y como nos manifiesta la constitución
conciliar Dei Verbum. Pero no basta con haber entendido este diseño o
plan de Dios. Es preciso adecuar y aceptar la propia vida al modo de cómo Jesús
de Nazaret lo vivió. Es necesario abandonar el camino viejo y aceptar la
propuesta de un hombre nuevo. Uno no sólo debe de encarnarlo, sino que debe
anunciarlo a todos los pueblos. Ésta es la misión que el Resucitado confía a
sus discípulos.
El
pecado no es una mancha para lavar
La misión confiada
por Jesús a sus discípulos es la de anunciar «proclamará
la conversión para el perdón de los pecados». Ellos deben de
anunciar la conversión, es decir, el cambio de la dirección de la vida para que
el pecado desaparezca. El perdón del pecado no significa limpiar un vestido o
pasar con un trapo enjabonado y limpio a una pizarra de un aula de la escuela.
El pecado no es una mancha para lavar; es la dirección equivocada que hemos ido
tomando en la vida buscando el propio interés: la acumulación de bienes, pensar
en uno mismo, el querer utilizar e instrumentalizar a los demás para los
propios fines. Este tipo de planteamientos no son de hombres, es inhumano ya
que está destruyendo la vida.
El perdón es el
resultado de la obra salvadora del Señor; es esa obra que él pone para poder
cambiar de dirección, y cuando esto sucede el pecado es perdonado. Dios no
me perdona porque yo me haya arrepentido o me disculpo; sino porque Dios
hace caer al hombre de que estaba fuera del camino y es entonces cuando uno se
arrepiente y cambia de vida. Cuando uno, con la ayuda divina, reconoce que
está descarriado es entonces brota el arrepentimiento.
Un adicto al
alcohol, a la pornografía, a las drogas… no te reconoce dicha adicción; admitirlo
exige un camino y el que ayuda a admitir nuestro pecado, de que estamos fuera
del camino de la vida es el Señor.
Jerusalén
equiparada a los pueblos paganos
Esta conversión ha
de ser anunciada «a todos los pueblos, comenzando
por Jerusalén». Esto llama la atención porque en Jerusalén, en
la ciudad santa, habitaban aquellos que no necesitaban convertirse; ellos ya
estaban unidos a Dios y practicaban una religión. Y el Resucitado dice que es
precisamente por esta institución por donde se debe de iniciar la conversión. Jerusalén
tiene que entender el nuevo rostro de Dios y descubrir cuáles son los
sacrificios agradables a Dios y que hay un nuevo Templo del Señor que es Cristo
y toda la comunidad de los discípulos unidos a él.
Jesús dice que esa
proclamación de la conversión para el perdón de los pecados se comenzara por
Jerusalén. Jerusalén era la ciudad santa, donde estaba la institución del
Templo, la casa de Dios, donde Jesús equipara a la ciudad a los pueblos
paganos. El privilegio de ciudad santa es cesado. Jerusalén era el lugar donde
los judíos acudían para el perdón de los pecados en el Templo. Todo esto ha
cesado.
Discípulos
con memoria
y
agradecidos por su presente.
En este plan o
proyecto de Dios sobre la humanidad los discípulos están llamados a dar
testimonio. Para ser testigos hay que haber tenido esta experiencia del don
gratuito de la vida; al darse cuenta de lo hermoso que es vivir siguiendo el
camino planteado por el Señor y haciendo memoria agradecida de cómo Dios
les salvó de aquel camino de perdición, de aquella fosa de la muerte. Testimoniar
no es discutir ni pelear. Este testimonio sólo es posible si te dejas guiar por
el Espíritu. De este modo los discípulos podrán mostrar al mundo que es posible
amar como Jesús ama; de este modo se mostrará, de un modo irrefutable, que ha
llegado una fuerza divina que transforma desde dentro la humanidad.
Un
verbo que encapsula
la
esencia del éxodo del pueblo.
«Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus
manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado
hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran
alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».
¿Qué
necesidad había para conducir a sus discípulos fuera de la ciudad de Jerusalén?
Recordemos que es de noche (cfr. Lc 24, 29). ¿Por qué razón conducirlos hasta
Betania? Como crónica no tiene mucho sentido, pero si entendemos el lenguaje de
la Escritura podremos comprender el mensaje.
El verbo que emplea el evangelista para decir que Jesús «los sacó» es ἐξήγαγεν (ἐξάγω, exágo). Es un verbo griego muy importante porque es el mismo verbo que se usa en el libro del Éxodo para decir lo que Dios ha hecho con su pueblo, los sacó fuera de Egipto, de la tierra de esclavitud para introducir a su gente en los espacios amplios donde pueden vivir en la tierra de la libertad (cfr. Ex 12, 51). Este verbo encapsula la esencia del Éxodo como la liberación divina y el inicio del camino hacia la tierra prometida. El verbo hebreo recogido en el libro del Éxodo es יָצָא (yatsá), que tiene el sentido de ‘abandonar para adquirir la libertad’, ‘escapar para renovar’. Este verbo hebreo es traducido al griego por ἐξήγαγεν. El evangelista está diciendo que Jerusalén es la tierra de la opresión, de la esclavitud de la cual Jesús nos viene a liberar, del mismo modo de cómo Dios liberó al pueblo hebreo de la esclavitud de los egipcios.
¿Por qué el
Resucitado conduce a su comunidad fuera de Jerusalén? Porque Jerusalén es la
tierra donde reside una institución religiosa que enseña a adorar y a servir a
un Dios que no existe; Es un Dios que no refleja el rostro de Jesús. En el
Templo de Jerusalén se adora a un Dios que ofrece su amor a quienes le aman, a
quienes le rinden un culto, a quienes le pagan, a quienes le ofrecen
sacrificios y holocaustos e incienso. Este Dios concede sus bendiciones al que
es bueno y justo, no a los malvados, desagradecidos y retorcidos. La Pascua ha
borrado, ha caducado este rostro de Dios (cfr. Lc 23, 45; Mc 15, 38; Mt 27, 51), porque
en Jesús de Nazaret se ha revelado el rostro auténtico de Dios; amor y sólo
amor gratuito. Concede sus favores y su amor a todos los hombres (cfr. Mt 5,
45). El Resucitado conduce a su comunidad fuera de esta institución religiosa.
Betania,
imagen de la Comunidad Cristiana.
Jesús les conduce
a Betania. Betania es el lugar de la amistad; el lugar donde está la familia
que tan bien y tan cariñosamente acogen a Jesús (cfr. Lc 10, 38-42; Jn 11,
1-44; Jn 12, 1-8; Mt 21, 17; etc). Allí, en Betania, es donde hay una familia
donde sólo hay hermanos y hermanas (Marta, María y Lázaro); ninguno de
ellos es padre ni madre, no hay amos ni padrones. Esta casa de la familia de
Betania es imagen de la comunidad cristiana.
Es la casa de la cual se exhala la fragancia del nardo (cfr. Jn 12, 1-8), símbolo del amor puro que se tienen los hermanos de la comunidad cristiana. Por eso es muy importante que de ‘las betanias’ emane ese olor a nardo puro, ese perfume del amor, un amor que incluso los enemigos lo pueden oler.
El
Resucitado alza las manos
El Resucitado alza
las manos. Las manos son el símbolo de las obras que realizamos. Con las manos
podemos dar la vida o la muerte; acariciar o maltratar (cfr. Ex 21, 18);
construir y reparar (cfr. Neh 3, 1-32) o destruir; ofrecer el pan al hambriento
(cfr. Prov 22, 9) o robar (cfr. 1 Re 21).
Jesús alza sus
manos y muestra las manos que siempre han bendecido y su último gesto es el de
la bendición. En hebreo בָּרַךְ (barak) es bendecir, significa ‘querer la
vida y sólo la vida’.
Este gesto de bendecir,
recogido por el evangelista Lucas, es un gesto del Antiguo Testamento, es un gesto
sacerdotal. En el libro del Levítico en el capítulo 9 se nos cuenta que Aarón
alzó las manos sobre el pueblo y lo bendijo (cfr. Lv 9, 22). En el libro escrito
por «Jesús, hijo de Sirá, hijo de Elezar, de Jerusalén» (cfr. Eclo 50,
27), el libro del Eclesiástico o Sirácida se nos ofrece una descripción
maravillosa cuando el sumo sacerdote Simón, el hijo de Onías, un hombre justo,
piadoso y recto, nos cuenta cómo alzaba sus manos sobre toda la asamblea de los
hijos de Israel para dar la bendición del Señor, alardeando de poder pronunciar
este nombre (cfr. Eclo 50-51); y cuando él alzaba las manos todos se postraban
para recibir la bendición del Altísimo: «Como un solo hombre, todo el pueblo
se postraba en tierra, para adorar a su Señor, el Poderoso, el Dios Altísimo»
(cfr. Eclo 50, 17); «Él (Simón, hijo de Onías, el sumo sacerdote) bajaba
entonces y elevaba las manos sobre toda la asamblea de los israelitas, para pronunciar
la bendición del Señor y gloriarse invocando su nombre; y, por segunda vez, el
pueblo se postraba para recibir la bendición del Altísimo» (cfr. Eclo 50,
20-21).
Esta misma escena
es la que Lucas ha tenido en cuenta en del Antiguo Testamento (cfr. Eclo 50,
20) para comunicarnos el último gesto de Jesús dejándonos su bendición. Recordemos
que el evangelio de Lucas es iniciado con una bendición, la bendición que Zacarías
no puede pronunciar porque está mudo (cfr. Lc 1, 19) pero que al final podrá pronunciar
al nacer su hijo Juan (cfr. Lc 1, 67-79). Y concluye su evangelio con otra
bendición dada por el Resucitado y que permanece para siempre.
Arvot.
«Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue
llevado hacia el cielo». El
evangelista no está haciendo una crónica de los hechos. Emplea el lenguaje de
su época en donde Dios era imaginado, según la literatura rabínica en el Cielo
(concretamente en el séptimo cielo). El séptimo y más elevado cielo a menudo se
llama ‘Arvot’ (עֲרָבוֹת). Había siete cielos y en el último, en el séptimo
estaba el trono del Altísimo. El mensaje que nos quiere transmitir el
evangelista es que aquellos que vivieron por amor son los acogidos en la casa
del Padre.
Ni
una gota de amor se desperdicia.
Este rapto hacia
el cielo no lo ha inventado Lucas, es un género literario conocido en la literatura
bíblica. Recordemos el secuestro de Elías en un carro de fuego; Elías no murió
de forma natural, sino que fue llevado directamente al cielo por Dios de una
manera espectacular (cfr. 2 Re 2, 1-18). También está presente en la literatura
grecorromana, por ejemplo, cuando fueron llevados al cielo Rómulo (el fundador
de Roma, desapareció en una tormenta mientras inspeccionaba sus tropas; se
creía que el dios Marte lo había llevado al cielo para unirse a los inmortales
y se le adoró posteriormente como el dios Quirino), Empédocles (filósofo griego,
s. V. a.C.), Alejandro Magno, Heracles o el Hércules romano.
Son imágenes de
las que Lucas se sirve, no para escribir una historia material o una crónica, sino
para formular de alguna manera la verdad de que Jesús fue recibido en los
brazos del Padre. Es la verdad de que la vida entregada por amor a los hermanos
y a Dios no se destruye, entre en el mundo de Dios donde ni una gota de amor se
va a perder ni se desperdicia.
Los discípulos se
postran porque ellos reconocen este juicio de Dios (cfr. Lc 24, 52).
Surge
la alegría.
Y surge la alegría
(χαρά, jará) de sus discípulos. Es que resulta que ellos han entendido
después de la Pascua que dejar este mundo corruptible no es motivo de tristeza,
sino de alegría. Aquellos que han visto el destino que se espera, ama este mundo
y esta vida, pero vive en previsión de aquellas cosas que son las mejores: Estar
con Dios. Lo escribe san Pablo a la comunidad de los corintios: «Antes bien,
como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón
del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (cfr. 1 Cor
2, 9).
La muerte es dura,
pero con Dios todo adquiere otro matiz. Fea y mala, malvada y retorcida es la
vida equivocada, la vida que no ama.
Retornan
a Jerusalén, pero como libres para liberar.
Puede resultar extraño que los discípulos retornen a Jerusalén, porque ahora retornan a esa Jerusalén, pero con un modo muy diferente de relacionarse con Dios. Ellos retornaron al Templo no para hacer sacrificios ni holocaustos, pero no se quedaban todo el tiempo allí ya que el Templo nuevo es Jesús de Nazaret con toda su comunidad, cuyos sacrificios son las obras de amor. Han vuelto a Jerusalén, pero ahora ya no pertenecen más a la institución religiosa judía ya que han entrado en el mundo nuevo de la Pascua.