sábado, 30 de abril de 2016

Homilía del Domingo Sexto del tiempo Pascual, ciclo c

DOMINGO SEXTO DEL TIEMPO PASCUAL, ciclo C                      1 DE MAYO 2016              Hch 15,1-2.22-29;   Ap 21,10-14.16-17.20; Jn 14, 23-29
Estos últimos años que he tenido que ir a Madrid y coger el metro o el tren de cercanías para desplazarme por la capital me ha sobrecogido el profundo individualismo que veía. Uno sentado con los cascos puestos a todo volumen. Otra leyendo un libro, el otro con un e-book. La mayoría enfrascados en los mensajes de texto de sus teléfonos móviles, y alguna pareja manifestando su ausencia de pudor. Bajaban y subían del medio de trasporte formando parte de su rutina diaria. Me acuerdo que un día estaba el tren de cercanías en su máxima ocupación y subió una mujer en avanzada gestación. Nadie se dignó a dejar su asiento a esta mujer. Sé que lo estaba pasando mal porque el que estaba a su lado de pie era precisamente yo. Cada cual sólo mira para sí. Sentí un escalofrío por la espalda porque aunque sabía que había mucha gente en torno a mí, me sentía profundamente solo. Menos mal que mi padre me acompañaba y con frecuencia, nos poníamos a charlar.
            De vez en cuando cerraba los ojos para poder ver en verdad. Me venían imágenes de mis carmelitas descalzas rezando y celebrando la Eucaristía, todas como si fueran una piña, unidas, formando una sola comunidad en Cristo. Recordaba momentos preparando y celebrando la Palabra con mi Comunidad del Camino Neocatecumenal; me acordaba del sagrario de mi parroquia y de los momentos preciosos de adoración ante el Santísimo Sacramento, etc., Resulta curioso porque en esos momentos de bullicio en el tren de cercanías, yo teniendo los ojos cerrados era cuando mejor podía ver: comprendí que mi hogar no está aquí o allí, sino que está donde está Cristo. Y resonaba dentro de mi la Palabra: «Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estas en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado».
Allá donde estuviera, lejos o cerca de mi casa, mi corazón se encuentra allá donde ha encontrado el sentido de mi vivir: Jesucristo. ¡Cuántas familias, cuantos matrimonios e hijos, están residiendo en una casa que se asemeja más a una gran sala frigorífica por no tener al Señor con ellos!. Donde la ausencia del calor que proporciona Cristo no genera mas que odios, rencores, malos entendidos, multitud de formas de manifestarse el egoísmo, broncas y multitud de situaciones de tensión. Cierto es que tener a Cristo con nosotros no nos garantiza que los malos humos y el mal genio no salga a la luz; sin embargo el incendio de nuestros encendidos enfados se encuentran con el cortafuegos que impide que se propague más de la cuenta y que el rencor no tome las riendas de la convivencia.
Además, Jesucristo nos lo recuerda: «El que no ama no guarda mis palabras». Por lo tanto, el que sí ama es porque guarda sus palabras, y por tanto su presencia nos alienta.
El Señor, de vez en cuando, nos recuerda que muchos de nuestros comportamientos y modos de proceder no son conforme al Evangelio de Cristo y que nuestra conversión ha de ser una constante. Cuando uno no se convierte o está en punto muerto en esa conversión genera daño a los hermanos, porque no está respondiendo con generosidad a la hora de amar. A modo de ejemplo: Es que resulta que cómo ese hermano me dijo una cosa que me molestó, no he dejado de saludarle, pero ya no es con fluidez de trato como era antes; le quedo como apartado. Es que resulta que un hermano me ha pedido perdón por una cosa en concreto y yo, o bien he hecho como si no lo he oído o como que me da igual que me lo pida porque yo ya he decidido en mi corazón no quererle como Cristo me pide. Es que resulta que es ver a esa persona en concreto y empezar a salir de mi muchos juicios contra ella, porque como ‘no le trago’ cualquier cosa que diga o haga –aunque si lo hiciera otro lo vería bien- es una oportunidad para ‘ponerle verde’ en mi corazón y ante los demás sin hacerme problema de ningún tipo. Es que resulta que a ese hermano le tengo mucha envidia porque tiene una novia mientras que yo no. Y como no lo soporto y no quiero reconocer mi pecado –para no tenerme que convertir-, pues ya no cuento con esa persona para salir, tomar un café o ‘echarnos unas risas’.
Es Cristo el que hace que no nos sintamos entre nosotros ni extraños, ni extranjeros, ni intrusos, ni ajenos los unos de los otros. Como si estuviéramos en medio de un escampado, en medio de una gélida noche de invierno, todos en torno a un viejo gran bidón de aceite ardiendo  gracias a la leña allí apilada. Muchos de los que allí se juntasen ni se conocen, pero comparten el mismo calor. Mas si ese calor calienta las almas uno es capaz de reconocer la presencia del Resucitado y empiezas a descubrir en el otro al hermano.
            En las Primeras Comunidades Cristianas también se dieron problemas, y algunos de ellos serios. Y para muestra un botón: la primera lectura de hoy tomada de los Hechos de los Apóstoles. Nos cuenta que «unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé». Y el Espíritu de Dios se manifestó en esta situación creada por los hombres. En primer lugar para afianzar los lazos de comunión entre la comunidad con los Apóstoles, y para fortalecer los lazos entre los propios hermanos entre sí. Estando Dios en medio es posible sacar un bien elevado de una situación muy delicada. Además, esto sirvió para construir la Comunidad.
            El Señor nos ha dicho: «La paz os dejo, mi paz os doy». Cuando uno adquiere más trato de amistad con Él empieza a saber de qué tipo de paz se trata. Cuando se está con Cristo todo queda totalmente relativizado; obtienes una claridad absoluta y sobrenatural tanto de la vida propia como de los acontecimientos que te han sucedido y están sucediéndote; te escuecen sobremanera tu propio pecado, pero el corazón rebosa de gozo, porque está donde realmente desea estar: En Dios.


viernes, 22 de abril de 2016

Homilía del Domingo Quinto del Tiempo Pascual, ciclo C

DOMINGO QUINTO DE PASCUA, ciclo c                    24 de abril 2016
            Hch 14, 21b-27
                Sal 144
                Ap 21, 1-5a
                Jn 13, 31-33a.34-35
Las lecturas de hoy son muy actuales. Nos encontramos a Pablo y a Bernabé visitando y alentando en la fe a unas comunidades cristianas. Saben que muchos en esas comunidades están tibios en la fe, y que como consecuencia de esa tibieza, Satanás se cuela generando malos entendidos, la envidia genera un comportamiento dañino hacia el otro,  formas de actuar que desdicen de un creyente, el cansancio y el desaliento ante las dificultades que se plantean... y tanto Pablo como Bernabé les tienen que dar una palabra para que de esas brasas pueda surgir unas llamaradas de amor a Cristo. Estos dos Apóstoles también saben que hay hermanos que se creen muy seguros en su fe, a lo que ellos les ayudan a discernir para que reconozcan que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores».
            Pablo y Bernabé aún estando a muchos kilómetros de distancia y con la escasez de medios de comunicación de aquel entonces, sabían si una pareja de novios se había casado, si un niño había nacido, si un hermano de esa comunidad estaba enfermo, si determinadas personas estaban ya fueran fríos en la fe o ardientes en Cristo, sabían de los logros y de las desgracias de los hermanos de la comunidad. No lo sabían porque tuviesen unos espías contratados por ellos; lo sabían porque al reinar la comunión los comentarios fluyen con normalidad, las cartas se escriben, los hermanos tienen la confianza y libertad de decírselo a ellos. A lo que Pablo y Bernabé, muriendo para que el mundo tenga la vida, se apresuraban a estar cercanos a esos hermanos llevándoles la Palabra del Señor para iluminarlos en su situación particular.
Pablo y Bernabé no iban diciendo lo que a ellos les iba pareciendo bien, porque de este modo se anunciarían a sí mismos  y obligarían a los demás a imponerles su propia voluntad y no la de Dios. Pablo y Bernabé «oraban, ayunaban y se encomendaban al Señor». Pablo y Bernabé, que tenían la palabra de Jesucristo bien dentro de su ser, se acordaban de aquella parábola de los talentos y de cómo aquel señor reprendió muy seriamente al siervo zángano por no poner en juego su razón y voluntad conformándose con esconder el denario bajo la tierra. Pablo y Bernabé, a la luz de la Palabra de Dios, iluminan, ofrecen criterios serios de discernimiento para la vida concreta de esa comunidad o de determinadas personas, para que cada cual poniendo en juego su razón, su corazón, su libertad y su voluntad, sigan a Cristo con determinación. Ni Cristo ni los Apóstoles quieren a personas dependientes, sino libres. Desea que actuemos con la libertad propia de los hijos de Dios. Ahora bien, nadie nos ahorra los sufrimientos que acarrea el mal uso de esa libertad. Los hijos de las tinieblas huyen de la luz, por eso es tan importante que haya obispos, presbíteros y catequistas con capacidad de ayudar a discernir la vida de los hermanos con la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia.
Aquel que ofrece criterios de discernimiento ‘se desnuda espiritualmente’  ante el hermano ya que le está obligando a mostrar cómo está siendo su relación íntima y personal con Cristo. Y esto implica y complica. Cuentan que en una granja los animales estaban nerviosos porque se acercaba las fiestas de navidad. Se enteraron que el plato principal de la Noche Vieja eran huevos con jamón. Las gallinas lo festejaron por todo lo alto, pero los cerdos mostraron su disgusto y descontento diciendo a las gallinas: ‘Vosotras únicamente participáis, a nosotros nos complican sacrificándonos’. Un obispo, un presbítero y un catequista son como ese puerco que está con el ministerio de servicio para garantizar ese discernimiento que ofrece poniendo previamente como aval su propia vida creyente. De esta manera es mas complicado a uno ‘se le suban los humos a la cabeza’ o ‘se crea algo por tener un cargo’, porque de darse el caso, los hermanos corresponsales tienen la obligación moral –con el Evangelio en la mano- de proceder a la corrección fraterna, porque un mal consejo puede general grave daño.

            Pablo y Bernabé no tendrían más equipaje que la Palabra. Eran los hermanos de las comunidades quienes les acogían en sus casas con gran hospitalidad, les lavarían la ropa, les preparasen un plato con comida, les proveyeran para los viajes. Ahora son pocas las casas en las que te dejan pasar mas allá de la puerta de la entrada. Es cierto que Pablo y Bernabé nunca quisieron ser una carga para nadie. Ellos fueron concretando, en la vida cotidiana de las comunidades, el mandamiento del amor dado por Jesucristo. Además ellos, en aquellas casas donde fuesen acogidos, serían testigos de los conflictos cotidianos que se dan en el ámbito familiar –malos entendidos, enfados, ‘tiran teces’ entre los esposos o entre los hijos y sin lugar a dudas, uno de sus gestos, una palabra dada o una mirada oportuna serían la mejor gratificación que hubiesen podido recibir aquellos que les han acogido en su casa. Y resulta curioso, porque con ese modo de proceder testimonial de los Apóstoles en las comunidades y en los hogares van permitiendo que Dios vaya actuando en lo más sencillo y en lo más importante, ‘haciendo nuevas todas las cosas’. 

sábado, 9 de abril de 2016

Homilía del Tercer Domingo de Pascua,ciclo C

DOMINGO TERCERO DE PASCUA, ciclo C,                    10 de abril de 2016
            Amarse no es mirarse el  uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección. Entre cristianos amarse en mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo. Si nos convertimos a Cristo y vamos juntos hacia Él, los cristianos nos aproximaremos también entre nosotros, hasta ser, como Él nos pidió, «uno, con Él y con el Padre». Ocurre como los radios de una rueda. Parten de puntos distantes de la circunferencia, pero poco a poco se van acercando al centro, se acercan también entre sí, hasta formar un único punto.
            Pedro y los Apóstoles, ante el interrogatorio y acusaciones del sumo sacerdote le responden que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Esto es muy cierto, pero más cierto aún es que desobedecerse a uno mismo es difícil. Porque desobedecer a una persona puede costar mucho o poco, pero desobedecerse a uno mismo es costoso de todas, todas. Que negarse a uno mismo es muy fastidioso   porque 'es lo que pide el cuerpo'. Se nos pide mortificación de los sentidos; vigilar nuestro corazón. San Juan de la Cruz en el libro 'Subida al Monte Carmelo' nos dice:
            «Procure siempre inclinarse:
            no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;
            no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;
            no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto;
            no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso;
            no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo;
            no a lo más, sino a lo menos;
            no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado;
            no a lo que es querer algo, sino a no querer nada;
            no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear          entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en          el mundo».
            Lo curioso es que cuando uno va adquiriendo experiencia de obedecer a Dios uno se siente más cerca del hermano. La dificultad para que uno 'muera a sí mismo', para que 'acepte la negación de sí mismo', incluso para los que vivimos dentro del amparo de la Iglesia puede radicar en el escaso cultivo de la relación religiosa. Dicho con otras palabras: Puedo tener una 'guerra civil' dentro de uno mismo, donde la cabeza dice que «tienes que morir a ti mismo y darte a tu esposa, a tu esposo, a tu comunidad…por amor a Cristo» y el corazón te diga: «¿por qué quieres morir a ti mismo?, ¿vas a morir a ti mismo teniendo únicamente razones tan inconsistentes como un lejano saber de oídas sobre Dios? ¿es que acaso ese lejano saber de oídas sobre Dios pone tu corazón y todo tu ser al rojo vivo de pasión de amor?». Si no tenemos una experiencia real de Dios en nuestras vidas el hecho de 'morir a nosotros mismos' es una locura donde terminaremos 'tirando la toalla'.

            Cuando el discípulo amado, prototipo del seguidor de Jesús, detecta la presencia de Jesús, donde había tiniebla aparece una luz deslumbradora. Dice el evangelio que «aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
–Es el Señor
». Ese es un modelo perfecto de alguien que ha tenido una experiencia de Dios y de esa experiencia saca las fuerzas para hacer frente a los demonios que intentan dominarnos en este mundo. Nosotros estamos llamados a ser como ese discípulo capaz de reconocer al Señor. Reconociéndole cerca todo cambia. Cuentan que en las batallas medievales había un momento en que, superada la infantería, los arqueros y la caballería, la batalla se concentraba en torno al rey. Existen edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca cierto punto neurálgico. o se mueve determinada piedra, todo se derrumba. ¿Cómo voy a poder negarme  a mí mismo sino tengo al Rey de reyes a mi lado en la batalla? ¿Cómo voy a poder arrastrar esa red repleta de esos ciento cincuenta y tres peces grandes sino tengo el alma ardiendo de amor por mi Dios y Señor? Ni yo ni nadie puede sacar adelante una vocación cristiana si previamente no ha tenido una experiencia de Cristo resucitado en su vida personal. Cristo te ofrece esa experiencia, si la aceptas te vas a comprometer de lleno con Él, ¿estás dispuesto?