sábado, 18 de julio de 2015

Homilía del domingo XVI del Tiempo Ordinario, ciclo b

DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b

            Cuando proclamamos que «el Señor es mi pastor, nada me falta», estamos proclamando un acto de fe, a la vez que manifestamos tener una experiencia de Dios. El pastor, con su bastón nos conduce, va abriendo camino a través del campo. Sin embargo, aún sabiendo por la fe que el Señor está conmigo, que está en medio de nosotros, nos inquietamos porque también la fe se oscurece y no entendemos el sentido de las cosas que nos suceden. Es cierto que en los momentos duros suele quedarnos –a modo de residuo- un hilo de fe que nos invita a creer que es Dios el que escribe nuestra historia de salvación, pero debe de usar una tinta invisible o una pluma mágica porque no captamos el sentido sobrenatural de lo que vivimos en el presente. Y al no entenderlo nos desazonamos.

Es que resulta que teníamos puestos muchos proyectos en nuestro noviazgo y se ha roto y ahora me encuentro solo, ¿cómo voy a superar esta ruptura que tanto dolor me está generando? Uno lleva trabajando quince o veinte años en una empresa y, de la noche a la mañana, se ve en la calle, en paro. Y ahora ¿qué hago con mi vida? ¿Cómo voy a hacer frente a las facturas y cómo voy a alimentar a mi familia? Tengo ya mis treinta años y mi ilusión es ser madre y esposa, casarme con un chico pero no lo encuentro y no quiero acabar soltera. Cada cual tiene sus preocupaciones que le generan desazón. Con la fe uno sabe que Dios pretende hacer con cada uno una historia de salvación, pero nos revelamos ante lo que consideramos una injusticia o algo que es causa de dolor. Realmente hermanos, lo que nos pasa no deja de ser ‘peculiar’: Afirmamos que creemos en Dios, que Él es el único que tiene palabras de vida eterna, que ‘sólo Dios basta’, que ‘el Señor es mi pastor’, ¡que sí, que sabemos que Dios está haciendo con nosotros una historia de salvación! –lo podemos saber como sabemos cualquier otro tipo de conocimiento-, sin embargo... todos quisiéramos meter la mano en el costado de Jesucristo como el apóstol Tomás para asegurar nuestra fe y no hacerla depender ni de los sentimientos ni de la sensibilidad. Nos gustaría sentir aún más intensamente su presencia. Para tener, de algún modo, la certeza de saber que la mano del Todopoderoso está guiando nuestros pasos aunque estemos totalmente desorientados.

Nuestra fe sostiene la vivencia de nuestra propia identidad. La fe no es algo de lo que podamos prescindir o dejar en lugares relegados o apartados. Hace unos días, llevando la Sagrada Comunión a los enfermos en el hospital, entré en una habitación donde habían solicitado comulgar y apenas entré la acompañante del enfermo me invitó a salir porque estaban esperando al médico que pasara a hacer la visita. Y Jesucristo Eucaristía y yo nos tuvimos que salir porque para ella era mucho más importante la visita del médico que la visita y comunión de su Divino Salvador. ¿La fe sostiene la vivencia y ser de esa mujer? Creo tener los suficientes indicios que me inclinan a pensar que no. ¿Nuestras parroquias están sostenidas por la vivencia de nuestra fe? ¿Nuestros hogares y nuestros matrimonios están sostenidos por la vivencia de nuestra fe? ¿Nuestra Iglesia diocesana está sostenida por la vivencia de nuestra fe en Cristo Resucitado? ¿Mi propia vida es sostenida por la fe? Hermanos, por desgracia y con pena afirmo que Cristo no ocupa el lugar que le corresponde.

La fe se muestra en la vida, en la propia vida, con coherencia y radicalidad. La relación con Cristo nos proporciona la serenidad y la lucidez suficiente para poder luchar por el bien, la libertad y la justicia. La fe me da solidez y orientación en mi vida. Yo no quiero cualquier noviazgo, yo quiero un noviazgo cristiano. Problema: ¿Cómo plantear a los jóvenes un noviazgo cristiano sino tienen referentes cercanos para vivir esta bella etapa en cristiano? Yo quiero educar a mis hijos en la fe; pero... ¿dónde puedo encontrar modelos para poder hacerlo?, porque el mundo me ofrece lo que me ofrece y nosotros, aún queriendo no sabemos ni cómo hacerlo ni cómo acertar.

Un matrimonio que ha tenido una experiencia de Cristo no va a educar a sus hijos de cualquier modo o al estilo del mundo; les transmitirán la fe y esa fe los hijos la verán manifestada y patente en infinitud de detalles, gestos y actos de sus padres. ¿Cómo puedo afirmar que «el Señor es mi pastor» cuando lo que me mueve en mi día a día son mis intereses, mi gente y mis cosas? ¿Y Dios dónde le colocamos?; lo ponemos arrinconado en algún lugar donde esté y no moleste.

Estamos en una sociedad donde se dice que todas las opiniones son válidas e igualmente respetables, y con estos criterios de plantearse las cuestiones lanzamos un torpedo ‘en toda la línea de flotación del barco’, y el barco se hunde a marcha forzada. Las opiniones pueden ser acertadas o desafortunadas; y lo que se respeta no son las opiniones sino a la persona que dan sus opiniones.

La vida espiritual se puede asemejar a un mando a distancia –de los que usamos para la televisión-. Si la pila está en condiciones, con potencia, a poco que se apriete la tecla del mando, aunque estés un poco distanciado enseguida cambias de canal, subes de volumen o realizas cualquier otra operación. Como tengas poca carga en la pila, tienes que estar dando más veces en la misma tecla para hacer lo que deseas y además te tienes que acercar tanto al aparato de la televisión que hasta casi ‘te le llegas a comer’. Y como no tengas carga en la pila -esté la pila ya inservible-, por mucho que te empeñes en dar martillazos a la tecla ya no te servirá para nada. Cuando vamos adquiriendo un trato de cercanía con Jesucristo esa pila de la vida espiritual estará siendo cargada y en el modo de actuar, pensar y sentir iremos captando la presencia misteriosa y trascendente de Dios en nuestra vida. Muchas veces no veremos a Dios porque no le encontramos donde nosotros queremos, sino que le tenemos que ir buscar donde él nos indique. Porque querremos que nuestra voluntad sea la suya –y no viceversa- y nos costará aceptar su voluntad –que siempre será mejor que la nuestra. Es decir, que en el mejor de los supuestos nos va a costar y no poco. Cuando empezamos a ser tibios y a dejar en segundo lugar al Señor, nos empezaremos a desazonar porque el mundo, con sus tentáculos tan seductores, nos cautiva y únicamente cuando nos equivocamos gravemente nos duele el haberle fallado. Y cuando el trato con Cristo ya tiene unas telas de araña que decoran todo es entonces cuando vivir sin Dios ha dejado de ser un problema, y esa persona podrá decir cosas como: El placer es mi pastor, o el dinero es mi pastor o mi ídolo es mi pastor. Y por cierto, ese tipo de ‘pastores’ no le van a conducir a fuentes tranquilas ni a verdes praderas, sino que irá, por la vía rápida al infierno con Satanás.

sábado, 11 de julio de 2015

Homilía del domingo XV del tiempo ordinario, ciclo b

DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b

                Cristo nos envía a la misión. Y uno se encuentra en medio de la vorágine de la gente donde uno va y el otro viene, uno grita ‘viva’ y otro grita ‘muera’. Uno se sienta en el tren y cada cual está enfrascado con su teléfono o leyendo su libro donde no se da ni un cruce de miradas, o no digamos nada se aíslan con sus cascos musicales a todo volumen. Por la calle, parecido, cada cual a lo suyo y cada cual con su propia motivación para hacer las cosas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer en cada momento, sabe con quien se debe de encontrar, de tal modo que los planes de cada cual se van llevando a cabo. Cuando todo marcha con normalidad nadie se acuerda de Dios, pero tan pronto como un imprevisto o la desgracia se hace patente en la vida de alguno, enseguida echamos la culpa a Dios, como si Dios fuera aquel que debería de estar a nuestro capricho y órdenes, así como el garante de que todo marche correctamente para nuestro confort.

            Las diversas corrientes filosóficas y culturales nos han ido ‘adiestrando’ para que no sintamos la necesidad ni de hablar del Dios de Jesucristo. Es que ya ni echarle de menos. Hemos reducido nuestra relación con Dios a la misa dominical –y si se acude- a los actos sociales de bautismos, primeras comuniones, bodas y funerales, así como algunas manifestaciones de piedad popular movidos por un sentimiento afectivo de identificación con algo. De tal modo que se nos vende el producto de que tú puedes ser cristiano pero ‘no es necesario que te conviertas’, ‘tu sigue con tu vida tal y como vas, ya que lo importante es que tú seas feliz’. Además ¿quién es la Iglesia para decirme a mí cómo tengo que vivir?, si yo quiero irme a vivir con mi novio ¿por qué la Iglesia se tiene que meter en mi vida? Claro, partimos de una premisa totalmente equivocada: Ser cristiano y vivir como a uno le convenga, sin conversión. Además, hay gente tan retorcida que llega a pensar que los curas hablamos de la conversión porque queremos manipular sus conciencias.

            Dice el Evangelio que «los Doce salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban». La Iglesia enseña a vivir en libertad, a tener la mente despejada para poder sopesar las decisiones correctamente. Ayuda a adquirir la capacidad de discernimiento para poder valorar, en su justa medida, las razones en pro o en contra de las diversas situaciones que se nos vayan presentando en la vida. Adentrarse en las sendas de la conversión es ir aprendiendo a ejercer la libertad.

            San Pablo, en la carta a los Efesios, nos dice que «Él –Dios- nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor». O sea, que estamos llamados a ser santos, a ponernos ‘manos a la obra’ para avanzar por la senda de la conversión. Pero no lo tenemos nada fácil, ya que el tumulto y las voces del error son cautivadoras, pero la Verdad tiene su representante vivo en la persona de Jesucristo, y no hemos de buscar la verdad en otro lugar. Si uno no profundiza en la Verdad de Cristo, si uno no se abraza con todas sus fuerzas a Cristo se terminará confundiendo con el mundo y tendrá su bautismo muerto. Si yo me confundo con el mundo la luz de Cristo que uno porta se terminará desvaneciendo.

            Satanás nos conduce con facilidad al engaño. Antes términos como amor, fidelidad, virginidad y virtud eran enmarcados como algo bueno y digno de ser deseado. Las numerosas catequesis de Satanás han generado que estos términos hayan adquirido connotaciones negativas, quedando muy trastocados, dificultando la trasmisión de la Palabra de Dios. El propio testigo del Evangelio se siente con pocas fuerzas ya que es mirado bajo sospecha ofertando algo que no es deseado y se desalienta al no encontrar puntos de referencia.

            El que es enviado a la misión se encuentra con un mundo donde no hay ninguna exigencia, ninguna moralidad, ningún sacrificio ya que nos movemos por argumentos contradictorios que nacen del relativismo. ¿Cómo plantear el mensaje urgente de la conversión en este contexto? Cualquier adolescente que está despertando a la vida adulta se le presentan opciones como si quiere ser homosexual, bisexual, transexual, si quiere ser ateo o agnóstico, si desea unirse a otra persona sin comprometerse o casarse…es bombardeado por todos lados. Se les inculca diciéndoles que ellos pueden elegir lo que quieran, que es su elección personal y que no dependen para nada ni de la tradición, ni de la costumbre, ni de instituciones ni de controles sociales. La confusión se adueña de todo. Es imposible vivir sin bienes intensamente valorados y deseados, los cuales los podamos usar para colocarlos en lo más alto de nuestra escala de valores y para utilizarlos para emitir juicios y valoraciones. Como dice San Pablo «Y también vosotros, que habéis escuchado la palabra de verdad, el Evangelio de vuestra salvación, en el que creísteis, habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, para liberación de su propiedad, para alabanza de su gloria». Nosotros sabemos valorar las cosas en su justa medida siempre y cuando estemos fuertemente afianzados en Cristo Jesús, Señor nuestro.

sábado, 4 de julio de 2015

Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario, ciclo b

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b, 5 de julio de 2015
Lectura del Profeta Ezequiel 2, 2-5
Sal. 122, 1-2a. 2bcd. 3-4 R: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia
Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12, 7-10
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 6, 1-6

            Dios se queja de que seamos testarudos y obstinados. Somos duros de cerviz y tardos en obedecer. Y a pesar de ser como somos, Dios no nos abandona. Al pueblo no le van a faltar profetas y testigos del Evangelio enviados de parte de Dios. El profeta Ezequiel fue enviado al pueblo  durante el destierro de Babilonia. El pueblo empieza a relajarse bastante en las costumbres y comienzan a perder la fe. Y en este contexto de olvido de Dios por parte del pueblo es enviado Ezequiel  para que saque de esa crisis de fe al pueblo judío.
            Nos dice el profeta Ezequiel que el Espíritu "entro en él y le puso de pié". O sea, el Espíritu "le pone en pie". Dicho con otras palabras: Dios le concede esa pasión por rechazar el mal. El Espíritu le concede la VIRTUD de la fortaleza para la misión.  Estamos ante una virtud que tiene como objeto el resistir y hacer frente a los temores de la vida. El hombre está llamado a ser libre y una de las cosas que nos impiden ser libres es tener miedos. No podemos estar cohibidos por los miedos porque así no podemos disfrutar de la libertad. Dice San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?» (Rom 8,35) Esto ya es en sí un canto a la fortaleza cristiana. Si Dios está conmigo, ¿a quién temeré? ¿Tal vez miedo a la soledad?, es que unidos a Cristo jamás estaremos solos.
            Acaso me pueda sentir débil, con pocas cualidades y eso hace que tenga temores; pero es que precisamente nosotros no nos apoyamos en la propia fuerza, nos apoyamos en la fuerza de Cristo; luego la fortaleza cristiana vence también el temor a la propia incapacidad. Hay gente que dice que no puede vivir en cristiano determinadas circunstancias de la vida. Es que resulta que detrás de ese 'no poder' hay una falta de fe y una falta de fortaleza. Otros pueden tener miedo a sentirse incomprendido, tengo miedo a la difamación, a que me queden solo y por eso da pasos hacia atrás -o se ha quedado como petrificado- en su vida cristiana. A lo que la fortaleza va contra ese temor ya que nos reafirma que hemos de actuar en presencia de Dios, y es Dios quien me conoce interiormente y el que me acompaña. Si Dios está conmigo ¿tal vez pueda temer a la pobreza, a la escasez?, a lo que la fortaleza nos hace entender que Cristo es nuestro tesoro y que unidos a Él no tenemos que temer. Otra de las cosas que podemos temer es la enfermedad. A lo que es preciso de recordar que Dios no permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas; y que todo confluye para el bien de aquellos que confían en el Señor. Incluso los propios pecados que nos hacen sufrir tanto forman parte de la providencia de Dios para que seamos más humildes y para que una y otra vez acudamos a la gracia de Cristo, ya que solamente en Él podemos y debemos apoyarnos. La fortaleza nos ayuda a resistir y hacer frente a los temores de la vida.  
            El profeta Ezequiel, cuando se "puso en pie"- fruto de la fuerza en él del Espíritu del Señor- no se dedicó a 'dar mamporros a diestro y a siniestro'. Tampoco consiste en el ser el muy atrevido. Jesucristo cuando estaba en la sinagoga de su pueblo natal, aquel sábano, no se dedicó a llamarles ciegos o necios por no reconocerle, ni tampoco mandó que cayera fuego sobre aquellos conciudadanos tan desconfiados que no creían en su persona. Cristo resistió aquellos gestos y palabras de rechazo por parte de sus propios conciudadanos, resistió, aguantó aquel chaparrón. Es más importante el resistir que el atacar. Dicen que no es mejor boxeador el que da muchos golpes, sino el que tiene capacidad de encajarlos sin caerse al suelo. Fortaleza es la capacidad de resistencia sin venirse abajo. Hermanos, es más complicado resistir que atacar, porque atacamos cuando nos sentimos fuertes, pero nos atacan las tentaciones y el desánimo cuando estamos débiles, por eso resistir es más difícil que atacar. Es la capacidad de aguantar la violencia del caparrón, manteniéndose uno firme, con la esperanza de que ya escampará. Del mismo modo que cuando tengamos que dar testimonio de nuestra fe en medio de la oposición, sabiendo que es el momento de la fidelidad y de la fortaleza en medio de la prueba.
            Dice San Pablo a los Corintios: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo (...). Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». San Pablo sabe que si él va de fuerte, de sobrado por la vida, el Señor le va a constatar su debilidad. Acordaros de ese Pedro tan seguro de sí mismo que decía: «Aunque todos te nieguen, yo no te negaré» y el Señor muy consciente de que eso no es fortaleza, sino que es presunción le dice: «¿A si?, esta noche me negarás tres veces». Ante Dios no cabe que presumamos, no nos podemos vanagloriar.

            Pero tanto el profeta Ezequiel, como el apóstol San Pablo, como el mismo Jesucristo en el Evangelio tienen una cosa muy importante en común: el permanecer ahí firmes, aguantando todo el chaparrón que les ha caído encima, -que no es precisamente poco- para que la verdad se vaya haciendo camino entre los hombres.