sábado, 25 de mayo de 2013

Homilía del Domingo de la Santísima Trinidad, ciclo c


DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, ciclo c, 2013 LECTURA DEL LIBRO DE LOS PROVERBIOS 8, 22-31; SALMO 8; LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS ROMANOS 5, 1-5; SAN JUAN 16, 12-15
             
            En nuestra vida hay cosas que «nos tiran del corazón», que nos atraen porque nos resultan interesantes y buenas para nosotros. Si uno guarda con mil candados su corazón o lo tiene embarrado por las miserias humanas no será capaz de descubrir la riqueza que Cristo le aporta. La Sabiduría de Dios está al alcance de los hombres y uno la va adquiriendo en la medida en que va teniendo trato de amistad con el Señor. Les voy a poner un ejemplo, aún sabiendo las limitaciones que conllevan. Supongan que están acampados, en tiendas o en caravanas en medio del bosque en una noche cerrada sin luna y sin farolas. Para salir al exterior precisan de una linterna para poder saber por dónde andar. La luz de la linterna únicamente alumbra hacia una dirección, la dirección que uno desee, o bien sea hacia la derecha, a la izquierda, arriba o abajo. Pero en el momento en que los rayos de la luz de la linterna se posan en un sitio determinado uno puede darse cuenta de lo que hay porque lo podemos ver. O bien ese tronco medio partido por el rayo. Si movemos la linterna veremos a esa lechuza que se esconde entre las ramas y un poco más arriba a las ardillas que saltan de árbol en árbol. Es la luz de la linterna la que me permite poder descubrir aquellas cosas que la oscuridad me impedía poder disfrutar.
            La sabiduría de Dios es como esa linterna que me permite iluminar las diversas facetas de la vida. Dios es luz y todos aquellos que somos de Dios somos hijos de la luz. Nuestra existencia está sumida en una noche cerrada y llegamos a creer que Dios no tiene nada que aportar ni a mi estudio, ni a la relación de pareja, ni a los matrimonios, ni a los hogares, ni a la vida del pueblo o de la parroquia. Nuestros ojos se han acostumbrado a la oscuridad, somos «como topos». Más Cristo que nos ha liberado del dominio de las tinieblas y nos ha comprado a precio de su sangre desea ofrecernos su sabiduría para ir alumbrando las diversas facetas de nuestra vida. Lo curioso de todo esto es que cuando uno no tiene experiencia de algo, ya sea de una amistad o de una experiencia trascendente, uno no lo echa de menos, precisamente porque no lo ha saboreado anteriormente. Me pueden preguntar, ¿y cómo puede iluminar Cristo –por ejemplo- mi vida familiar o mi vida conyugal? Primero es tomar en la mano la linterna, o sea, estar en disposición de humildad ante Dios para rogarle que te asista con la sabiduría que reside en su persona. Implica ponerse en camino, implica renuncia a muchas cosas de este mundo para llenarnos de Dios; implica ser dócil ante la Palabra de Dios y acudir con frecuencia a los sacramentos para minar la vida espiritual. Ni yo ni nadie puede plantar una semilla hoy esperando que salga mañana, todo tiene su tiempo. Cuando uno desea ser iluminado por la sabiduría procedente de lo alto se va percatando –poco a poco- como el que está detrás de todo esto es Dios. Es entonces cuando le vas descubriendo presente, adquieres una relación con Él, le empiezas a sentir cercano y jamás desearás separarte de su presencia. De tal modo que tu vida ya no te pertenece, sino que le pertenece a Él y toda la existencia personal gira en torno a Él adquiriendo un sentido de plenitud que nada ni nadie en esta tierra nos puede proporcionar. Es así como Dios nos irá comunicando, a través de su Espíritu Santo, la verdad plena. Así sea.

sábado, 11 de mayo de 2013

Homilía de la Ascensión del Señor, ciclo c



ASCENSIÓN DEL SEÑOR A LOS CIELOS, ciclo c, 2013

            Hermanos, cada uno de nosotros necesitamos saber quienes somos; saber en qué mundo vivimos y cuáles han de ser los criterios y objetivos con los cuales podernos relacionar. Y de lo que  nos percatamos a nuestro alrededor no nos habla precisamente de Cristo.
            El viernes, muchas calles de la capital palentina nos hablaba de alcohol, de vomitonas, de basura ocasionada por un gran botellón. Muchos jóvenes hicieron novillos con la excusa de reunirse para beber en grupo. Y los vasos de plástico, las botellas de alcohol y todo tipo de bolsas con residuos esparcidos por el suelo nos hablaban con gran claridad. Claro, ahora alguno podría estar pensando: «Ya están los curas prohibiendo cosas, no me extraña que los jóvenes no vengan a Misa». A lo que yo respondería que «ni yo ni nadie prohibimos las cosas», lo que ocurre es que estas cosas suceden porque no han descubierto aún el amor de Dios. Tan pronto como uno descubre eso –el amor de Dios- todo adquiere un sentido nuevo porque uno empieza a nacer del Espíritu de Dios.
            Somos Hijos de Dios y no podemos permitir movernos bajo los criterios de la carne. Es cierto que aquel que dice SÍ A CRISTO se adentra en una gran batalla interior, en una lucha sin cuartel donde no se puede bajar la guardia porque ya nos lo avisa el Apóstol San Pedro «El Diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 Pe 5,8).
            Esa fe en Cristo, ese fiarnos totalmente de Cristo, ese asentar nuestra vida en Cristo se ha de traducir en una cultura cristiana. En el momento en que el hombre descubre quien es realmente y reconoce todas las cosas que le son aportadas por Cristo ya no hará falta que te digan «no hagas eso» porque uno mismo lo evitará por considerarlo dañino, perjudicial para él y para los demás.
            En el campo de la fe y de la vida cristianos somos como niños, inexpertos y despistados, coqueteando con las cosas del mundo y arrinconar las del espíritu. San Pablo –cuando escribe a los Efesios- es muy claro: «Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la Gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo», y continúa «Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cual es la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos». Atención, se nos dice que la sabiduría de Dios ilumine los ojos de nuestro corazón… y mi pregunta es ¿para qué?. Pues muy sencillo hermanos, para que empecemos a nacer del Espíritu de Dios y así se nos pueda caer las escamas de los ojos y podamos plantear otros modelos de conducta distintos que sí respondan a lo el hombre realmente ansía encontrar.
            Desde el momento en que la fe dice al hombre quién es él y cómo ha de comenzar a ser humano, la fe crea cultura, es cultura.

sábado, 4 de mayo de 2013

Homilía del Domingo Sexto de Pascua, ciclo c



DOMINGO VI DE PASCUA, ciclo c HECHOS DE LOS APÓSTOLES 15, 1-2.22-29; SALMO 66; APOCALIPSIS 21, 10-14.22-23; SAN JUAN 14, 23-29

            Hermanos, muchas personas viven muy pendientes de lo que dice el Tarot, de lo que se escribe en los horóscopos e incluso se acude a gente que vive del esoterismo y de la magia. Y de hecho estas personas viven muy pendientes de todo esto que no hace otra cosa más que alejar de Dios. Conozco casos –y muy serios- de personas que han puesto su vida en estas ciencias oscuras y han acabado destrozando del todo su vida, dejando su matrimonio, abandonando los hijos, arruinándose y quedándose en la calle, dedicándose a negocios sucios o quitándose la vida. Nosotros somos hijos de la luz, no hijos de las tinieblas y estamos creados para ser comunicadores de la paz que brota de Cristo Resucitado.
            Nosotros somos cristianos, pertenecemos al nuevo pueblo de Israel. Somos una nación santa, un pueblo sacerdotal. Hemos sido bautizados y hemos roto con los pecados del mundo, porque deseamos que la luz que irradia Cristo sea la que nos oriente. Nos dice la primera carta de San Pedro: «Habéis sanado a costa de sus heridas, pues erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al que es vuestro pastor y guardián» (1Pe. 2,24b-25). Si nuestro corazón no se convierte al amor de Dios estamos perdiendo tiempo y energías. Hermanos, constantemente el pecado se hace presente en nuestra vida; odios, malos comentarios, críticas, recelos, envidias, soberbia… entre otros. Es verdad que Dios nos socorre con su fuerza santificadora con sus sacramentos, sin embargo nuestro pecado impide que su gracia entre en nosotros. Si ahora mismo estuviese contraída una muralla de piedra entre ustedes y yo, no nos podríamos ver; y oír con dificultad. El pecado es esa muralla que nos impide poder estar cerca de Jesucristo. Pero lo peor no acaba aquí, sino que –como nos terminamos acostumbrando a todo- llegamos a un punto que ya ni echamos de menos esa relación frecuente con Jesucristo.
            Nosotros debemos de vivir pendientes de toda palabra que sale de la boca de Dios. Como nación santa que somos es más que necesario que guardemos sus palabras, pero no en un baúl ni en una estantería, sino que estén latiendo en nuestro interior. Cuando uno tiene que tomar decisiones a la hora de educar a sus hijos, en la vida conyugal, en la vida laboral o en los demás ámbitos es cuándo uno cae en la cuenta de hasta qué punto uno permite que Jesucristo le proporcione la sabiduría que procede de lo alto. Reza con estas palabras el Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida, si el Señor es mi luz, ¿a quien temeré? ¿Quién me hará temblar?».
            En la época de los Apóstoles tuvieron problemas –y delicados- tan y como nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles. Unos decían que se debían de circuncidar según la ley de Moisés para salvarse y los otros decían que no era necesario; llegando a tener una violenta discusión. ¿Cómo lo solucionaron? Cuando esa comunidad –a pesar de las fuertes discusiones que puedan tener- desea con todo el corazón guardar y hacer propias las palabras del Señor, es entonces, de modo misterioso cuando Jesucristo nos descubre el modo de ejercitarnos en el amor y así salir fortalecidos en la fe.

jueves, 2 de mayo de 2013

Consideraciones Meditaciones Novena Virgen del Rasedo 2013


María se puso en camino y fue aprisa a la montaña..." (Lc 1, 39)

Resuenan en nuestro corazón las palabras del evangelista san Lucas: ”En cuanto oyó Isabel el saludo de María, (...) quedó llena de Espíritu Santo" (Lc 1, 41). El encuentro entre la Virgen y su prima Isabel es una especie de "pequeño Pentecostés".
Hermanos, recordemos que SOMOS TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO: Somos sacerdotes, profetas y reyes. Somos sacerdotes, porque nuestra vida es una constante ofrenda ofrecida a Dios; somos profetas, porque en ese contacto con lo divino somos testigos de Cristo haciendo que su Palabra sea nuestro motor en el existir; somos reyes, porque somos hijos de Dios y herederos del Reino.
En la narración evangélica, la Visitación sigue inmediatamente a la Anunciación:  la Virgen santísima, que lleva en su seno al Hijo concebido por obra del Espíritu Santo, irradia en torno a sí gracia y gozo espiritual. La presencia del Espíritu en ella hace saltar de gozo al hijo de Isabel, Juan, destinado a preparar el camino del Hijo de Dios hecho hombre.
Donde está María, allí está Cristo; y donde está Cristo, allí está su Espíritu Santo, que procede del Padre y de él en el misterio sacrosanto de la vida trinitaria. Los Hechos de los Apóstoles subrayan con razón la presencia orante de María en el Cenáculo, junto con los Apóstoles reunidos en espera de recibir el "poder desde lo alto". María es modelo de la oración constante. Mucho tenemos todos que aprender de la Virgen María, y el primero yo. Su actuar estaba constantemente orientado por la oración. Del mismo modo que su Hijo Jesucristo oraba al Padre así la Virgen María nos da ejemplo para que recemos a Dios y que nuestro actuar no sea movido por motivaciones impropias de un cristiano, sino ese actuar sea motivado por las inspiraciones del Espíritu Santo.
El "sí" de la Virgen, "fiat", atrae sobre la humanidad el don de Dios: como en la Anunciación, también en Pentecostés. Así sigue sucediendo en el camino de la Iglesia. Reunidos en oración con María, invoquemos una abundante efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia entera, para que, con velas desplegadas, reme mar adentro.
            Todos los días del año son como esa Visitación que hizo la Virgen a su prima Santa Isabel, salvo que esa visitación, en Cristo, ha alcanzado un nivel muy sublime, muy elevado: ahora el que nos visita es Cristo Jesús, y lo hace diariamente y cada uno de nosotros somos sus anfitriones. Cada Eucaristía, cada confesión, cada vez que es proclamada la Palabra de Dios es Cristo el que viene. Y cada oportunidad que desaprovechamos no acogiéndole son momentos de gracia que desperdiciamos. Muchas veces, en la soledad de mi oración me viene a la memoria este texto evangélico que de bello uno se enternece:
«Jesús partió se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio».  Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: «Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos».
Jesús respondió: «Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».  Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!».
Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros».
Ella respondió: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!». Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada». (Mt 15,21-28)
            Hermanos, no desaprovechemos las ocasiones de estar con el Señor. ¡Comámonos no sólo todo el pan sino incluso las magajas que caen de la mesa de nuestro Señor. Él es nuestro escudo y fortaleza. ¿De dónde me vendrá el auxilio?¡El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra!